Material de Lectura

Paul Valéry


Nota introductoria
de Guillermo
Sheridan

Traducciones
de Alfonso Gutiérrez
Hermosillo y Miguel
Rodríguez Puga




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Introducción

Nacido en Cette, departamento del Herault, Francia, el 30 de octubre de 1871, Paul Valéry es uno de los autores más significativos de nuestra cultura. Muy joven —vivía aún en su ciudad natal— llamó con sus textos la atención de algunos de los grandes poetas franceses y europeos que, a fines del siglo XIX, se reunían en París. Cuando llegó a la capital, sus primeros trabajos ya le habían labrado una firme reputación. Colaboró entonces con algunos de esos maestros en la fundación de una revista que se llamo El Centauro. Después se alejó de todo y de todos: "Vivía yo lejos de toda literatura, puro de toda intención de escribir para ser leído y por lo tanto en paz con todos los seres que leen...", e incluso la idea de publicar, cuando se lo sugirieron sus amigos, le incomodaba sinceramente: "¿Cómo agradar y agradarse? Me decía yo lleno de ingenuidad..." Sin embargo su producción intelectual comenzó a aparecer con regularidad. En 1895 dio a la prensa su ensayo Introducción al método de Leonardo da Vinci y, casi quince años después, su notable El Señor Teste. Este intermedio representó más su obstinada disciplina y su rigor ilimitado que su razonada timidez. El fecundo resultado de ese retraimiento fue Charmes (1922), una colección de poesía de rara magnificencia cuya pieza central es el prodigioso y delicado texto que hoy publicamos: El cementerio marino. Este libro, junto a Álbum de versos antiguos (1920) y Mer, marins, marines, contiene la mayor parte de la producción poética de Paul Valéry. De ellos es inseparable la producción ensayística que abarca desde la filosofía (Variedad I y II, 1928-30) hasta las artes plásticas (Veinte estampas de Corot, 1933; Eupalinos o el arquitecto, 1927) y la danza (El alma y la danza, 1927) –estos últimos en forma de diálogo socrático–. El teatro y la ópera tampoco le fueron ajenos.

Después de 1933, el poeta se recluyó nuevamente en su propio e intenso mundo de meditación que sometía a la más rigurosa autocrítica el trabajo hasta entonces realizado y aquel a realizar. Sólo la guerra pudo sacarlo de él; abandonó su retiro e ingresó activamente a la resistencia francesa. Fue quizá la liberación de su país el último gran placer de Valéry: murió en París el 20 de julio de 1945.

¿Qué decir de El cementerio marino cuando su autor mismo invalidó repetidamente que algo pudiere decirse de la poesía? (Aunque no del proceso de su elaboración, lo que nos lleva a incluir aquí su A propósito de El cementerio marino). Quizá no se trate de comprenderlo (ya que eso "sería reemplazar el poema por otro lenguaje cuya condición, impuesta por el lector, es la de no ser poético") pues "el objeto de la poesía no es, en manera alguna, comunicar a alguien una noción determinada; para eso es para lo que sirve la prosa". Nuestro oficio, como lectores de este poema, posiblemente deba, en todo caso, "gozar de una muy grande libertad respecto a las ideas, libertad analógica a la que se reconoce para el oyente de la música", es decir, que en el poema es "el sonido, el ritmo, las aproximaciones físicas de las palabras, sus efectos y sus influencias mutuas lo que domina a expensas de su propiedad de consumarse en un sentido definido y cierto [...] es la forma conservada como única y necesaria expresión del estado o del pensamiento que acaba por engendrar en el lector lo que constituye el resorte de la potencia poética".

Guillermo Sheridan
 
* Las versiones de El cementerio marino y A propósito de El cementerio marino fueron tomadas de la Revista Et Caetera, números 17 y 18, tomo V, oct. 1955, Guadalajara, Jal.

 

 


 

El cementerio marino

 

Alma mía, no aspires a la vida inmortal,
pero agota el campo de lo posible.
Píndaro, Píticas III, ep. 3

 

ESTE TECHO tranquilo –campo de palomas–
palpita entre los pinos y las tumbas.
El meridiano sol hace de fuego
el mar, el mar que siempre está empezando...
¡Es recompensa para el pensamiento
una larga mirada a la paz de los dioses!

¡Qué pura luz en su esplendor consume
tantos diamantes de impalpable espuma
y qué paz entonces se concibe!
Cuando sobre este abismo un sol reposa
–trabajo puro de una eterna causa–
refulge el tiempo y soñar es saber.

Firme tesoro y templo de Minerva,
mole grandiosa y visual reserva,
agua siempre encrespada, ojo que ocultas
con un velo de llama tanto sueño.
¡Oh, mi silencio! Edificio del alma
pero cubierto con mil tejas de oro.

¡Templo del tiempo que un suspiro asume!
Yo subo a su pureza y acostumbro
mi marina mirada al rodearme.
Como a los dioses en mejor ofrenda
dejo que el agua rutile sembrando
un desdén soberano en las alturas.

Como la fruta se deshace en goce
y su ausencia en delicia se convierte
mientras muere su forma en una boca,
mi futura humareda aquí respiro,
y el cielo canta al alma consumida
el cambio de la orilla y del rumor.

¡Mírame tan mudable, bello cielo!
Después de tal orgullo y tanto extraño
ocio, pero que guarda su poder,
al espacio brillante me abandono:
en casa de los muertos va mi sombra
que me unce a su leve movimiento.

A teas de solsticio el alma expuesta
yo te sostengo, admirable justicia
de la luz, la de armas sin piedad,
yo te vuelvo pura a tu solio primero.
Mírate. Pero... ¡Devolver las luces
supone una mitad de árida sombra!

Para mí solo, a mí solo, en mí mismo
cerca de un corazón –fuente del verso–
entre el suceso puro y el vacío
de mi grandeza interna espero el eco:
hosca cisterna amarga en que resuena
siempre en futuro, un hueco sobre el alma.

Sabes, falso cautivo del follaje,
golfo devorador de sus débiles rejas,
–secreto deslumbrante a mis sentidos–
el cuerpo que me arrastra a su fin perezoso,
¿qué frente, tierra ósea, aquí me atrae?
Una centella piensa en mis ausentes.

Me gusta este lugar –reino de antorchas–
de otros y piedras y árboles umbríos,
ofrecido a la luz, cazo terrestre,
fuego cerrado, sacro y sin materia,
trémulo mármol bajo tantas sombras
donde el mar fiel entre mis tumbas duerme.

Mastín magnífico, aparta al idólatra.
Si con sonrisa de pastor y solo
apaciento corderos misteriosos
–el rebaño tranquilo de mis tumbas–,
haz que se ausenten las cautas palomas,
los sueños vanos, los curiosos ángeles.

Aquí llegado, el porvenir es lento.
Nítido insecto araña sequedades.
Deshecho todo, el aire lo recibe
sin saber en qué esencia es contenido.
La vida es vasta en su ebriedad de ausencia
y la amargura es dulce, y claro el ánimo.

Los muertos están bien bajo la tierra,
que calienta y enjuta su misterio.
Y arriba, sin moverse, el sol exacto
en sí mismo se piensa y se conviene...
Testa cabal y perfecta corona,
en ti soy la mutación secreta.

Nada más yo contengo tus temores.
¡Mi contrición, mis dudas, mis aprietos,
son el defecto de tu gran diamante!
De mármoles pesados en su noche,
un pueblo vaga entre raíces de árboles
deseándote a ti que fulges siempre.

Allí fundidos a una ausencia espesa,
la roja arcilla se bebió la esencia
y ha pasado a la vida de las flores.
¡Dónde estarán las frases familiares,
el arte personal, las almas únicas?
Donde se forma el llanto larvas hilan.

Los gritos de muchachas cosquillosas,
los dientes y los párpados mojados,
el seno encantador que juega al fuego,
sangre que brilla en los labios rendidos,
los últimos dones, manos que los vedan,
¡bajo tierra va todo y entra en juego!

¡Y aún esperas un sueño, alma, tan grande,
que no tenga el color de la mentira
como mis ojos son la onda y el oro?
¿Cantarás cuando seas vaporosa?
¡Todo huye! Porosa es mi presencia
y la santa impaciencia también muere.

Flaca inmortalidad dorada y negra,
consoladora de triste laurel
que en seno maternal cambias la muerte:
¡bella mentira y astucia piadosa!
¡Quién, sabiéndolo, no huye de ese cráneo
vacío, de esa risa sempiterna!

Hondos padres, deshabitadas testas,
que sois la tierra y confundís los pasos
bajo el peso de tantas paletadas,
el roedor, el gusano que aterra
no es para vosotros los durmientes,
¡porque vive de vida y no me deja!

¿Será el amor o el odio de mí mismo?
Siento tan cerca su secreto diente
que puede convenirle todo nombre.
¡Qué importa! Mira, quiere, sueña, toca,
gusta mi carne y –si dormido– aún
a su vida mi vida pertenece!

¡Zenón, cruel Zenón, Zenón de Elea!
¡Me has traspasado con la flecha alada
que vibra y vuela, pero nunca vuela!
El son me engendra y la flecha me mata.
¡Oh, sol! ¡Qué sombra de tortuga para
el Aquiles del alma, raudo y quieto!

¡No, no! ¡De pie! ¡La era sucesiva!
¡Rompa el cuerpo esa forma pensativa!
¡Beba mi seno este nacer del viento!
En la frescura que la noche exhala
mi alma retorna... ¡Salina potencia!
¡Corramos a la onda y revivamos!

Sí, mar, gran mar de delirios dotado,
piel de pantera y clámide horadada
por millares de imágenes del sol,
ebria en tu carne azul, hidra absoluta
que te muerdes la cola refulgente
en un tumulto análogo al silencio.

El viento llega... ¡Vamos a la vida!
¡Abre y cierra mi libro al aire inmenso,
la ola en polvo salta entre rocas!
¡Volad, páginas mías deslumbradas!
¡Olas, romped con las aguas del júbilo
el techo en paz picado por los foques!



Traducción de Alfonso Gutiérrez Hermosillo

 

 


 

 

A propósito de El cementerio marino

 

No sé si aún está de moda elaborar largamente los poemas, tenerlos entre el ser y el no-ser, suspensos ante el deseo durante años; cultivar la duda, el escrúpulo, el arrepentirse –tal como una obra siempre reemprendida y refundida que toma poco a poco la importancia secreta de una empresa de reforma propia.

Esta manera de producir poco no era rara, hace cuarenta años, entre los poetas y entre algunos prosistas. Para ellos el tiempo no contaba, lo cual es muy divino. Ni el Ídolo de Lo Bello, ni la superstición de la Eternidad literaria estaban en ruinas entonces; y la creencia de la Posteridad no estaba abolida del todo. Existía una especie de Ética de la forma que conducía al trabajo infinito. Los que a éste se consagraban bien sabían que mientras más grande es el trabajo, es menor el número de personas que lo conciben y lo aprecian; trabajaban por muy poco, y como santamente...

Con esto se aleja uno de las condiciones "naturales" o ingenuas de la Literatura, y se llega insensiblemente a confundir la composición de una obra del espíritu, que es cosa terminada, con la vida del espíritu mismo –el cual es una potencia de transformación siempre en acto. Se llega al trabajo por el trabajo. A los ojos de estos amantes de inquietud y de perfección una obra nunca está acabada –palabra que para ellos no tiene sentido alguno–, sino abandonada; y este abandono, que entrega a las llamas o al público (sea ello efecto de la indolencia o de la obligación de entregarla), les es una especie de accidente, comparable a la interrupción de una reflexión, que la fatiga, el fastidio o alguna sensación vuelven nula.

Contraje este mal, este gusto perverso del reemprender indefinido, y esta complacencia por el estado reversible de las obras, en la edad crítica en que se forma y fija el hombre intelectual. Volví a encontrarlo con toda su fuerza, cuando hacia los cincuenta, las circunstancias hicieron que me pusiera de nuevo a componer. Así pues, he vivido mucho con mis poemas. Durante cerca de diez años ha sido para mí una ocupación de duración indeterminada; un ejercicio, más que una acción; una busca, más que entrega; una maniobra de mí mismo por mí mismo, más bien que una preparación con miras al público. Me parece que me han enseñado más de una cosa.

No aconsejo, sin embargo, que se adopte este sistema: no poseo calidad ninguna para dar a quien quiera que sea el menor consejo, y, por otra parte, dudo que convenga a los jóvenes de una época apremiante, confusa y sin perspectiva. Estamos en un banco de bruma...

Si hablé de esta larga intimidad de alguna obra y de un "yo", sólo fue para dar una idea de la sensación extrañísima que experimenté, una mañana, en la Sorbona, escuchando al señor Gustave Cohen desarrollando ex cátedra una explicación de "El Cementerio marino".

*

A lo que he publicado nunca han faltado comentarios, y no puedo quejarme del menor silencio sobre mis pocos escritos. Estoy acostumbrado a ser dilucidado, disecado, empobrecido, enriquecido, exaltado y abismado, hasta ya no saber yo mismo cuál soy yo, o de quién se habla; pero leer lo que se imprime sobre uno es nada, comparado con esta sensación singular de oírse comentar en la Universidad, ante el pizarrón, como un autor muerto.

En mis tiempos los vivos no existían para la cátedra; mas no encuentro absolutamente nada malo en que ya no sea así. La enseñanza de las Letras saca de ello lo que la enseñanza de la Historia podría sacar del análisis de lo presente; es decir: la sospecha o el sentimiento de las fuerzas que engendran los actos y las formas. El pasado tan sólo es el lugar de las formas sin fuerzas; a nosotros toca llenarlo de vida y de necesidad, y suponerle nuestras pasiones y nuestros valores.

*

Me sentía mi Sombra.... Me sentía una sombra capturada; y, sin embargo, me identificaba en momentos con cualquiera de aquellos estudiantes que seguían, anotaban, y que, de vez en cuando, miraban sonriendo a esta sombra cuyo poema leía y comentaba, estrofa por estrofa, su maestro...

Confieso que en tanto que estudiante tenía poca reverencia para el poeta –aislado, expuesto y molesto en su banco. Mi presencia se dividía extrañamente entre varias maneras de estar allí.

*

Entre esta diversidad de sensaciones y de reflexiones que componían para mí esta hora de la Sorbona, la dominante era precisamente la sensación del contraste entre el recuerdo de mi trabajo, que se reavivaba, y la figura terminada, la obra determinada y parada a la cual se aplicaban la exégesis y el análisis del señor Gustave Cohen. Eso era resentir cómo nuestro ser se opone a nuestro parecer. Por una parte, mi poema estudiado como un hecho consumado, revelando al examen del experto su composición, sus intenciones, sus medios de acción, su situación en el sistema de la historia literaria, sus ligas, y el estado probable del espíritu de su autor... Por otra parte, la memoria de mis ensayos, de mis tanteos, de los desciframientos interiores, de aquellas iluminaciones verbales imperiosísimas que imponen de repente una cierta combinación de palabras –como si tal grupo poseyese yo no sé qué fuerza intrínseca... iba a decir: yo no sé qué voluntad de existencia, enteramente opuesta a la "libertad" o al caos del espíritu, y que puede a veces constreñir el espíritu a desviarse de su propósito, y el poema a ser otro totalmente distinto del que iba a ser, como no se soñaba que debiese ser.

(Se ve por esto que la noción de Autor no es sencilla: solamente lo es con respecto a terceros.)

*

Escuchando al señor Cohen leer las estrofas de mi texto, y dar a cada una su sentido final y su valor de situación en el desarrollo, me dividía entre el contento de ver las intenciones y las expresiones de un poema reputado oscurísimo eran aquí perfectamente entendidas y expuestas, y el sentimiento raro, casi penoso, a que acabo de aludir. Intentaré explicarlo en unas cuantas palabras a fin de completar el comentario de cierto poema considerado como un hecho, con una ojeada a las circunstancias que acompañaron a la generación de ese poema, o a lo que fue, cuando estaba en el estado de deseo y de instancia de mí mismo.

Por otra parte sólo intervengo para introducir, a favor (o como rodeándolo) de un caso particular, algunas notas sobre las relaciones de un poeta con su poema.

Ante todo, debo decir que "El cementerio marino", tal como está, es para mí el resultado de la sección, de un trabajo interior, un acontecimiento fortuito. Una tarde de 1920, nuestro amigo que tanto echamos de menos, Jacques Riviere, al visitarme me encontró ante un "estado" de "El cementerio marino", pensando en reemprender, en suprimir, en substituir, en intervenir esto y aquello...

No descansó hasta que consiguió leerlo; y habiéndolo leído, le encantó. Nada es más decisivo que el espíritu de un Director de Revista.

Así, por accidente, fue fijado el rostro de esta obra. Nada hice para ello. Además, no puedo en general volver a cualquier asunto que haya escrito, sin pensar que lo hubiera hecho totalmente distinto si alguna intervención extraña o alguna circunstancia cualquiera hubieran roto el encanto de no terminarlo. Sólo amo el trabajo del trabajo: los comienzos me fastidian, y sospecho perfectible todo lo que viene de un golpe. Lo espontáneo, aun excelente, a un seductor, no me parece nunca bastante mío... La noción de Autor, como la del Yo, no es sencilla: un grado de más de conciencia opone un nuevo Mismo a un nuevo Otro.

*

La Literatura no me interesa, pues, profundamente, sino en la medida en que ejercita el espíritu en ciertas transformaciones –aquellas en las cuales las propiedades excitantes del lenguaje desempeñan un papel capital. Puedo, es cierto, agarrarme de un libro, leerlo y releerlo con delicia; pero sólo me señorea hasta lo más hondo si encuentro en él la marca de un pensamiento de potencia equivalente a la del lenguaje mismo, la fuerza de plegar el verbo común a fines imprevistos sin romper las "formas consagradas", la captura y reducción de las cosas difíciles de decir; y sobre todo, la conducción simultánea de la sintaxis, de la armonía y de las ideas (que es el problema de la poesía más pura), son para mí los objetos supremos de nuestro arte.

*

Esta manera de sentir es chocante, quizá. Hace de la "creación" un medio. Conduce a excesos. Más aún: tiende a corromper el placer ingenuo de creer, que engendra el placer ingenuo de producir, y que soporta toda lectura.

Si el autor se conoce un poco demasiado, si el lector se hace activo, ¿qué pasa con el placer?, ¿qué acontece con la Literatura?

*

Este punto de vista sobre las dificultades que pueden nacer entre la "conciencia de sí" y la costumbre de escribir explicará, sin duda, ciertas actitudes sistemáticas que a veces me han reprochado. Se me ha culpado, por ejemplo, de haber dado del mismo poema varios textos, y aun contradictorios. Este reproche me es poco inteligible, como puede esperarse después de lo que acabo de exponer. Al contrario, estaría tentado, si siguiera mi sentimiento, a comprometer a los poetas a producir (como lo hacen los músicos) una diversidad de variantes o de soluciones del mismo tema. Nada me parecería más conforme a la idea que me complace de un poeta y de la poesía.

*

El poeta, a mi ver, se conoce por sus ídolos y por sus libertades, que no son los de la mayoría. La poesía se distingue de la prosa en que no tiene ni todas, ni las mismas trabas, ni todas, ni las mismas licencias que ésta. La esencia de la prosa es perecer; es decir: ser "comprendida", es decir: ser disuelta, destruida sin remedio, reemplazada totalmente por la imagen o por el impulso que ella signifique según la convención del lenguaje. Pues la prosa sobreentiende siempre el universo de la experiencia y de los actos, universo en el cual (o gracias al cual) nuestras percepciones y nuestras acciones o emociones deben, finalmente, corresponderse o responderse de una sola manera: uniformemente. El universo práctico se reduce a un conjunto de hitos. Tal hito alcanzado, la palabra expira. Este universo excluye la ambigüedad, la elimina; exige que se proceda por los caminos más cortos, y sofoca inmediatamente las armonías de cada acontecimiento que se produce en el espíritu.

*

Pero la poesía exige o sugiere un "Universo" muy diferente: universo de relaciones recíprocas, análogo al universo de los sonidos, en el cual nace y se mueve el pensamiento musical. En este universo poético la resonancia prevalece sobre la causalidad, y la "forma", lejos de desvanecerse en su efecto, es como reclamada por él. La Idea revindica su voz.

(Resulta de ello una diferencia extrema entre los momentos constructores de prosa y los momentos creadores de poesía.)

Así, en el arte de la danza, el estado del danzante (o el del amante de los ballets) es el objeto de este arte, y los movimientos y desplazamientos de los cuerpos no tienen término en el espacio, ningún hito visible, ninguna cosa, que junta los anule; y a nadie se le ocurre imponer a acciones coreográficas la ley de los actos no-poéticos (pero útiles), que es: efectuarse con la más grande economía de fuerzas, y según los caminos más cortos.

Esta comparación puede hacer sentir que ni la sencillez ni la claridad son absolutos en la poesía, donde es perfectamente razonable (y aun necesario) mantenerse en una condición lo más lejana posible de la prosa, aun perdiendo (sin mucho echarlos de menos) tantos lectores como sea necesario.

*

Voltaire dijo maravillosamente bien que "la poesía sólo está hecha de hermosos detalles". Yo no digo otra cosa. El universo poético de que hablaba se introduce por el número o, más bien, por la densidad de las imágenes, de las figuras, de las consonancias, disonancias, por el encadenamiento de los giros y de los ritmos; siendo lo esencial el evitar constantemente lo que reconduciría a la prosa, ora haciendo echarla de menos, ora siguiendo exclusivamente la idea....

En suma: mientras un poema es más conforme a la poesía, menos puede pensarse en prosa sin perecer. Resumir, poner en prosa un poema, es simplemente desconocer la esencia de un arte. La necesidad poética es inseparable de la forma sensible, y los pensamientos enunciados o sugeridos por un texto de poema de ningún modo son el único y el capital objeto del discurso, sino medios que concurren igualmente con los sonidos, las cadencias, el número y los adornos, a provocar, a sostener una cierta tensión o exaltación tendiente a engendrar en nosotros un mundo (o un modo de existencia) todo armónico.

*

Así pues, si me interrogan, si se inquietan (como sucede y, a menudo, muy vivamente) por lo que he "querido decir" en tal poema; respondo que no he "querido decir", sino "querido hacer", y que la intención de "hacer" fue la que "ha querido" lo que he "dicho"...

En cuanto a "El cementerio marino", esta intención sólo fue al principio una figura rítmica vacía, o llena de sílabas vanas, que me obsedió durante algún tiempo. Observaba que esta figura era decasílaba, y me hice algunas reflexiones sobre este tipo demasiado poco empleado en la poesía moderna: me parecía pobre y monótono. Valía poco comparado con el alejandrino, que tres o cuatro generaciones de grandes artistas han elaborado prodigiosamente. El demonio de la generalización sugería intentar llevar este Diez a la potencia de Doce. Me proponía una cierta estrofa de seis versos y la idea de una composición fundada en el número de esas estrofas, y asegurada por una diversidad de tonos y de funciones que asignarles. Entre las estrofas debían instituirse contrastes o correspondencias. Esta última condición bien pronto exigió que el poema posible fuese un monólogo de mi "yo", en el cual los temas más sencillos y más constantes de mi vida afectiva e intelectual (tal como se habían impuesto a mi adolescencia y se habían asociado al mar y a la luz de un cierto lugar de las riberas del Mediterráneo) fuesen llamados, tramados, opuestos...

Todo esto llevaba a la muerte y tocaba el pensamiento puro. (El verso escogido de diez sílabas tiene cierta relación con el verso dantesco.)

Se precisaba que mi verso fuese denso y fuertemente rimado. Sabía que me orientaba hacia un monólogo tan personal, pero tan universal como pudiera construirlo. El tipo de verso escogido, la forma adoptada para las estrofas, me daban condiciones que favorecían ciertos "movimientos", permitían ciertos cambios de tono, llamaban a cierto estilo...

"El cementerio marino" estaba concebido. Seguía un trabajo bastante largo.

*

Siempre que pienso en el arte de escribir (en verso o en prosa), el mismo "ideal" se declara a mi espíritu. El mito de la "creación" nos seduce a que queramos hacer algo de nada. Sueño, pues, que encuentro progresivamente mi obra partiendo de puras condiciones de forma, más y más reflexionadas –precisadas hasta el punto en que ponen o imponen casi... un tema o, por lo menos, una familia de temas.

Observemos que unas condiciones de forma precisas son tan sólo la expresión de la inteligencia y de la conciencia que tenemos de los medios de que podemos disponer, y de su alcance, así como de sus límites y sus defectos. Por esto me acontece definir al escritor por una relación entre cierto "espíritu" y el Lenguaje...

Pero conozco todo lo quimérico de mi "Ideal". La naturaleza del lenguaje es lo que menos se presenta en el mundo a combinaciones seguidas; y por otra parte la formación y las costumbres del lector moderno (acostumbrado a nutrirse de incoherencia y de efectos instantáneos) vuelven imperceptibles toda busca de estructura, casi no aconsejan perderse tan lejos de él...

Sin embargo, el solo pensamiento de construcciones de esta índole sigue siendo para mí la más poética de las ideas: la idea de composición.

*

Me detengo en esta palabra... Me conduciría no sé a qué latitudes. Nada me ha asombrado más entre los poetas, ni dado más que deplorar, que la poca búsqueda que hay en las composiciones. En los líricos más ilustres casi no encuentro más que desarrollos puramente lineales, o... delirantes; es decir: que proceden de lo próximo a lo próximo, sin más organización sucesiva que la que muestra un reguero de pólvora por el que huye la llama. (No hablo de los poemas en los cuales domina un relato, y la cronología de los sucesos interviene: éstos son obras mixtas; óperas, y no sonatas o sinfonías.)

Mas mi asombro dura hasta que recuerdo mis propias experiencias y las dificultades casi descorazonadoras que he encontrado en mis ensayos de componer en el orden lírico. Aquí es donde el detalle tiene importancia esencial a cada instante, y donde la imprevisión más bella y sabia debe componer con la incertidumbre de los hallazgos. En el universo lírico cada momento debe consumar una alianza indefinible de lo sensible con lo significativo. De esto resulta que la composición es, en cierta forma, continua, y casi no puede circunscribirse a un tiempo distinto del de la ejecución. No hay un tiempo para el "fondo" y un tiempo de la "forma"; y la composición en este género no se opone únicamente al desorden o a la desproporción, sino también a la descomposición. Si el sentido y el sonido (o si el fondo y la forma) se pueden disociar fácilmente, el poema se descompone.

Consecuencia capital: las "ideas" que figuran en una obra poética no desempeñan en ella el mismo papel, ni son de ningún modo valores de la misma especie que las "ideas" de la prosa.

*

Dije que "El cementerio marino" se presentó a mi espíritu en un principio bajo las especies de una composición por estrofas de seis versos de diez sílabas. Este partido me permitió distribuir con mucha facilidad en mi obra lo que debía contener de sensible, de afectivo y de abstracto para sugerir, transportada al universo poético, la meditación de un cierto "yo".

La exigencia de los contrastes que producir y de una especie de equilibrio que observar entre los momentos de ese "yo" me llevó (por ejemplo) a introducir en un punto algún llamamiento de filosofía. Los versos en que aparecen los argumentos famosos de Zenón de Elea (pero animados, revueltos, arrastrados en el arrebato de toda dialéctica –como un aparejo por una racha de borrasca–) tiene por objeto compensar, con una totalidad metafísica, lo sensual y lo "demasiado humano" de estrofas antecedentes; determinan también más precisamente a "la persona que habla" –un amante de abstracciones–; oponen, en fin, a lo que fue especulativo y demasiado atento en él, la potencia refleja actual, cuyo sobresalto quiebra y disipa un estado de fijeza sombría y como complementaria del esplendor reinante, al mismo tiempo que trastorna un conjunto de juicios sobre todas las cosas humanas, inhumanas y sobrehumanas. Esbocé las pocas imágenes de Zenón para expresar la rebelión contra la dureza y la agudeza de una meditación que hace sentir con demasiada crueldad el extravío entre el ser y el conocer que desarrolla la conciencia de la conciencia. El alma, cándidamente, quiere agotar el infinito del de Elea.

–Mas tan sólo quise tomar de la filosofía un poco de su color.

*

Las diversas notas precedentes pueden dar una idea de las reflexiones de un autor en presencia de un comentario de su obra. Ve él en ella lo que ésta debió haber sido y lo que hubiera podido ser más bien que lo que es. Así pues, ¿qué más interesante para él que el resultado de un examen escrupuloso y las impresiones de una mirada extranjera? No sé dónde se compone en mí la unidad real de mi obra. Escribí una "partitura"; pero sólo puedo oírla ejecutada por el alma y por el espíritu de otro.

Por ello el trabajo del señor Cohen (abstracción hecha de las cosas demasiado amables para mí que en él se encuentran) me es singularmente precioso. Buscó mis intenciones con un cuidado y un método notables, aplicó a un texto contemporáneo la misma ciencia y la misma precisión que acostumbra mostrar en sus sabios estudios de historia literaria. Tan bien retrazó la arquitectura de ese poema como exaltó el detalle; señaló, por ejemplo, esos giros de términos que revelan las tendencias, las frecuencias características de un espíritu. (Ciertas palabras suenan en nosotros, entre todas las demás, como armónicas de nuestra naturaleza más profunda...) En fin, le estoy agradecidísimo por haberme explicado tan lúcidamente a sus jóvenes alumnos.

En cuanto a la explicación de la letra, ya me expliqué en otra parte sobre este punto; pero nunca se insistirá lo bastante: no hay sentido verdadero de un texto. No hay autoridad del autor. Aunque haya querido decir, escribió lo que escribió. Una vez publicado, un texto es como un aparato del que se puede servir cada uno a su antojo y según sus medios; no hay seguridad de que el constructor lo use mejor que cualquier otro. Por lo demás, si el autor sabe bien lo que quiso hacer, este conocimiento turba siempre en él la percepción de lo que ha hecho.


Traducción de Miguel Rodríguez Puga