El cementerio marino
Alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible. Píndaro, Píticas III, ep. 3
ESTE TECHO tranquilo –campo de palomas– palpita entre los pinos y las tumbas. El meridiano sol hace de fuego el mar, el mar que siempre está empezando... ¡Es recompensa para el pensamiento una larga mirada a la paz de los dioses! ¡Qué pura luz en su esplendor consume tantos diamantes de impalpable espuma y qué paz entonces se concibe! Cuando sobre este abismo un sol reposa –trabajo puro de una eterna causa– refulge el tiempo y soñar es saber. Firme tesoro y templo de Minerva, mole grandiosa y visual reserva, agua siempre encrespada, ojo que ocultas con un velo de llama tanto sueño. ¡Oh, mi silencio! Edificio del alma pero cubierto con mil tejas de oro. ¡Templo del tiempo que un suspiro asume! Yo subo a su pureza y acostumbro mi marina mirada al rodearme. Como a los dioses en mejor ofrenda dejo que el agua rutile sembrando un desdén soberano en las alturas. Como la fruta se deshace en goce y su ausencia en delicia se convierte mientras muere su forma en una boca, mi futura humareda aquí respiro, y el cielo canta al alma consumida el cambio de la orilla y del rumor. ¡Mírame tan mudable, bello cielo! Después de tal orgullo y tanto extraño ocio, pero que guarda su poder, al espacio brillante me abandono: en casa de los muertos va mi sombra que me unce a su leve movimiento. A teas de solsticio el alma expuesta yo te sostengo, admirable justicia de la luz, la de armas sin piedad, yo te vuelvo pura a tu solio primero. Mírate. Pero... ¡Devolver las luces supone una mitad de árida sombra! Para mí solo, a mí solo, en mí mismo cerca de un corazón –fuente del verso– entre el suceso puro y el vacío de mi grandeza interna espero el eco: hosca cisterna amarga en que resuena siempre en futuro, un hueco sobre el alma. Sabes, falso cautivo del follaje, golfo devorador de sus débiles rejas, –secreto deslumbrante a mis sentidos– el cuerpo que me arrastra a su fin perezoso, ¿qué frente, tierra ósea, aquí me atrae? Una centella piensa en mis ausentes. Me gusta este lugar –reino de antorchas– de otros y piedras y árboles umbríos, ofrecido a la luz, cazo terrestre, fuego cerrado, sacro y sin materia, trémulo mármol bajo tantas sombras donde el mar fiel entre mis tumbas duerme. Mastín magnífico, aparta al idólatra. Si con sonrisa de pastor y solo apaciento corderos misteriosos –el rebaño tranquilo de mis tumbas–, haz que se ausenten las cautas palomas, los sueños vanos, los curiosos ángeles. Aquí llegado, el porvenir es lento. Nítido insecto araña sequedades. Deshecho todo, el aire lo recibe sin saber en qué esencia es contenido. La vida es vasta en su ebriedad de ausencia y la amargura es dulce, y claro el ánimo. Los muertos están bien bajo la tierra, que calienta y enjuta su misterio. Y arriba, sin moverse, el sol exacto en sí mismo se piensa y se conviene... Testa cabal y perfecta corona, en ti soy la mutación secreta. Nada más yo contengo tus temores. ¡Mi contrición, mis dudas, mis aprietos, son el defecto de tu gran diamante! De mármoles pesados en su noche, un pueblo vaga entre raíces de árboles deseándote a ti que fulges siempre. Allí fundidos a una ausencia espesa, la roja arcilla se bebió la esencia y ha pasado a la vida de las flores. ¡Dónde estarán las frases familiares, el arte personal, las almas únicas? Donde se forma el llanto larvas hilan. Los gritos de muchachas cosquillosas, los dientes y los párpados mojados, el seno encantador que juega al fuego, sangre que brilla en los labios rendidos, los últimos dones, manos que los vedan, ¡bajo tierra va todo y entra en juego! ¡Y aún esperas un sueño, alma, tan grande, que no tenga el color de la mentira como mis ojos son la onda y el oro? ¿Cantarás cuando seas vaporosa? ¡Todo huye! Porosa es mi presencia y la santa impaciencia también muere. Flaca inmortalidad dorada y negra, consoladora de triste laurel que en seno maternal cambias la muerte: ¡bella mentira y astucia piadosa! ¡Quién, sabiéndolo, no huye de ese cráneo vacío, de esa risa sempiterna! Hondos padres, deshabitadas testas, que sois la tierra y confundís los pasos bajo el peso de tantas paletadas, el roedor, el gusano que aterra no es para vosotros los durmientes, ¡porque vive de vida y no me deja! ¿Será el amor o el odio de mí mismo? Siento tan cerca su secreto diente que puede convenirle todo nombre. ¡Qué importa! Mira, quiere, sueña, toca, gusta mi carne y –si dormido– aún a su vida mi vida pertenece! ¡Zenón, cruel Zenón, Zenón de Elea! ¡Me has traspasado con la flecha alada que vibra y vuela, pero nunca vuela! El son me engendra y la flecha me mata. ¡Oh, sol! ¡Qué sombra de tortuga para el Aquiles del alma, raudo y quieto! ¡No, no! ¡De pie! ¡La era sucesiva! ¡Rompa el cuerpo esa forma pensativa! ¡Beba mi seno este nacer del viento! En la frescura que la noche exhala mi alma retorna... ¡Salina potencia! ¡Corramos a la onda y revivamos! Sí, mar, gran mar de delirios dotado, piel de pantera y clámide horadada por millares de imágenes del sol, ebria en tu carne azul, hidra absoluta que te muerdes la cola refulgente en un tumulto análogo al silencio. El viento llega... ¡Vamos a la vida! ¡Abre y cierra mi libro al aire inmenso, la ola en polvo salta entre rocas! ¡Volad, páginas mías deslumbradas! ¡Olas, romped con las aguas del júbilo el techo en paz picado por los foques!
Traducción de Alfonso Gutiérrez Hermosillo
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