Huye en tu asno
Ma faim, Anne, Anne Fuis sur ton âne… Rimbaud
Ya que no había adónde huir, regresé a la escena de los sentidos desquiciados, regresé anoche a medianoche, llegué en la noche cerrada de junio sin equipaje, sin defensas, entregué las llaves del coche y mi dinero, quedándome solamente con mi cajetilla de Salem como niño que se aferra a su juguete. Me registré donde un desconocido trazó unas X de tinta —pues éste es un hospital de locos, no un juego de niños. Hoy un interno golpea mis rodillas buscando reflejos. En otros tiempos hubiera guiñado y mendigado droga. Hoy soy terriblemente paciente. Hoy los cuervos juegan a las cartas sobre el estetoscopio. Todos me han abandonado excepto mi musa, la buena enfermera. Se queda en mi mano, manso ratón blanco. Las cortinas, delgadas y perezosas ondean y se agitan y caen como las faldas victorianas de mis dos tías solteronas en su tienda de antigüedades. Enviaron a las avispas. Apiñadas en las persianas como arreglos florales. Avispas, arrastrando sus agudos aguijones, se apiñan: saben todo; zumban afuera: la avispa sabe. Lo escuché de niña pero, ¿qué quiere decir? ¿Qué sucedió con Jack y Doc y Reegy? ¿Quién recuerda lo que acecha en el corazón del hombre? ¿Qué quería decir la Gran Avispa Verde con aquello de que sabía? ¿O lo recuerdo mal? ¿O es la Sombra quien me mira desde el radio, junto a la cama? Ahora es ¡din! ¡din! ¡din! mientras en el cuarto de al lado las damas discuten y se mondan los dientes. Arriba una muchacha se ovilla como caracol; en otro cuarto alguien intenta comerse un zapato; un adolescente, en tanto, con calcetines blancos de tenis trota de arriba a abajo en el pasillo. Un doctor nuevo hace la ronda pregonando tranquilizantes, insulina, shocks a los no iniciados. ¡Seis años de estas pequeñas cuitas! ¡Seis años yendo y viniendo a este lugar! ¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre! Podría haberle dado dos vueltas al mundo o haber tenido más hijos —todos hombres. Fue un viaje largo con días cortos y sin lugares nuevos. Aquí, las mismas caras de siempre, la misma escena decadente. El alcohólico llega con sus palos de golf. La suicida llega con unas cuantas píldoras de más cosidas al forro del vestido. Los huéspedes permanentes están sin novedad. Sus caras pequeñas siguen siendo las de un bebé con ictericia. Mientras tanto, sacaron a mi madre, como muñeca ajena, envuelta en sábanas, la mandíbula amarrada y los huecos retacados. También a mi padre. Se extinguió con la sangre putrefacta que usó con otras mujeres del Medio Oeste. Salió curado un viejo alcohólico los pies torcidos y las manos inútiles. Salió llamando a su padre muerto en soledad hace años —ese banquero gordo que encerraron con genes suspendidos como dólares envuelto en su secreto, bien atado en la camisa de fuerza. Pero tú, mi doctor, mi partidario, fuiste mejor que Cristo; prometiste un mundo nuevo: decirme quién era yo. La mayor parte del tiempo fui extranjera, maldita y en trance —esa cabañita, ese lugar desnudo, azul venoso— mis ojos cerrados a tu consultorio confuso, ojos rondando en mi infancia, ojos recién cortados. Años de insinuaciones engarzadas —historia de caso por entregas— treinta y tres años del mismo incesto insípido sosteniéndonos a ambos. Tú, mi analista soltero sentado en Marborough Street, compartiendo con tu madre el consultorio y regalando en Año Nuevo cigarrillos, el nuevo Dios, administrador de la Biblia de Gedeón. Era tu alumna de tercero con su estrellita azul en la frente. En trance podía tener cualquier edad, voz, gesto —todo retrocedía como reloj de botica. Despierta, aprendía sueños de memoria. Los sueños salieron a la arena como luchadores aficionados —mala apuesta todos— hasta podían ganar pues no había otros. Los miraba, concentrándome sobre el precipicio como quien mira una cantera muchas millas abajo, mis manos colgando como ganchos para extraer los sueños de sus jaulas. ¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre! Una vez, fuera de tu oficina, me desplomé con un desmayo pasado de moda entre los coches estacionados en lugares prohibidos. Me dejé caer y fingí estar muerta durante ocho horas. Pensé que había muerto en una tormenta de nieve. Sobre mi cabeza las cadenas castañeaban como dientes cavando su paso en la calle nevada. Yacía como un abrigo desechado. Me subiste otra vez, torpe, tiernamente, con ayuda de tu secretaria de pelo rojo y porte de salvavidas. Mis zapatos, recuerdo, se perdieron en la nieve como si planeara no volver a caminar nunca más. Eso fue el invierno en que murió mi madre, medio enloquecida por la morfina, reventando, por fin, como cerda preñada. Yo fui su soñador mal de ojo. De hecho, llevaba en mi bolsa un cuchillo —el buen L.L.Bean de caza de mi esposo. No sabía a ciencia cierta si apuñalaría una llanta o si destriparía un sueño. Me enseñaste a creer en los sueños; así pues, fui dragadora. Como vieja de dedos artríticos los tomaba escurriéndoles el agua con cuidado —dulces juguetes oscuros, y, misteriosos sobre todo, antes de volverse débiles y quejumbrosos. ¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre! Soy quien abrió como cirujano los tibios párpados y sacó a las muchachas a gruñir como peces. Te conté, dije —pero mentía— que el cuchillo era para mi madre… y luego la despaché. Las cortinas se agitan y se hunden entre los barrotes. Son mis dos damas flacas llamadas Blanca y Rosa. Afuera han podado los prados como los de una propiedad de Newport. Más allá, en el campo, crece algo amarillo. ¿Fue hace un mes o hace un año que la ambulancia se precipitó como carroza fúnebre anunciando con su sirena un suicidio —din, din, din— silbato nocturno entre semáforos insistiendo todo el recorrido en pregonar la vida? He vuelto pero la locura ya no es lo que solía ser. ¡Ha perdido su chispa! ¡Su inocencia! El colega-paciente del sombrero de chimenea, sus chistes fieros, la sonrisa maniaca —hasta él parece borroso, pequeño y pálido. He regresado, reincidente, sujeta a la pared de mosaico como destapacaños, presa, como un convicto tan pobre que acaba por enamorarse de su celda. Parada ante esta ventana vieja me quejo de la sopa, examino el terreno, me doy el lujo de la vida desperdiciada. Pronto levantaré la cara buscando una bandera blanca, y cuando Dios llegue al fuerte no escupiré y guardaré silencio ante su dedo. Lo comeré como a una flor blanca. ¿Es éste el viejo truco, gastarse, el cráneo que espera sus dosis de electricidad? Esto es la locura salvo por esta especie de hambre. De qué sirven mis preguntas en semejante jerarquía de muerte donde tierra y rocas suenan ¡din! ¡din! ¡din! No podría llamársele una fiesta. Es mi estómago lo que me atormenta. ¡Den vuelta, mis hambres! Aunque sea una vez decidan algo deliberadamente. Hay cerebros aquí que se pudren como plátanos ennegrecidos. Los corazones se han achatado como los platos de la cena. Anne, Anne, huye en tu asno, huye de este triste hotel, móntate en alguna bestia de pelo, galopa hacia atrás presionando tus nalgas en sus flancos, siéntate de algún modo en su torpe trote. ¡Galopa fuera de cualquier manera, como quieras! Aquí todos hablan a su propia boca. Eso es lo que significa estar loco. Aquéllos a quienes más amé murieron de eso —la enfermedad del idiota.
Junio de 1962 (de Live or Die)
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