Manuel Calvillo |
Nota introductoria |
¿En qué región mantienen las palabras su alucinado impulso? ¿Quién aguarda mi cuerpo y lo eterniza? Manuel Calvillo |
La obra literaria de Manuel Calvillo quedó marcada por una experiencia de su infancia que él mismo relata en una narración inédita: ...Mi casa, el colegio, el recreo, las calles, eran los dispersos vestíbulos del escenario en la casa de la abuela, escenario al que me precipitaba tarde a tarde como arrobado espectador. Escribo y me pregunto qué de cuanto fui testigo, se disuelve imperceptible en estas líneas ineptas y enervantes. Poco o nada importa, porque estas páginas en su indigencia registran, ya que no reaniman, una escueta representación en la que todos padecían o disfrutaban —¿cómo saberlo?— a sus propios personajes, los que una fatalidad azarosa les había deparado... En provincia, en casa de su abuela, vivió durante varios meses un suceso peculiar: fue testigo inocente de la agonía del coronel Cristo, un cedillista al que su tío rescató del hospital militar, donde agonizaba víctima de la guerra cristera. Herido, mutilado, el coronel Cristo recibió los cuidados de las católicas parientes del poeta. El coronel, la abuela, la tía y el cura Castillo —que se hacía pasar por licenciado para ayudar a los cristeros— son los personajes de esa trama, en la que el hombre herido y al borde de la muerte juega partidas de ajedrez con el "licenciado" Castillo, de quien no tarda en descubrir su verdadera identidad. La memoria de aquel soldado moribundo "que tenía una dignidad pictórica" (como si proviniese de un cuadro de El Greco) y las palabras que escuchó en el patio de la casa de su abuela, alimentaron su imaginación de niño e impulsaron la búsqueda del poeta. No es de alguna manera el coronel Cristo, con su nombre real, y no por ello menos épico, el bosquejo lejano de ese testigo que se observa ya en "Estancia en la voz" (1942) poema de la infancia y del amor: ¿Esta arcilla entrañable que se mira las manos, O en sus fragmentos del Libro del emigrante, continuidad más allá de las circunstancias temáticas de cada poema. Desde luego, que esto no es una certidumbre, sino el solo señalamiento de una disposición. La obra poética de Manuel Calvillo no es extensa, es intensa y está siempre cerca del silencio. En uno de sus "apuntes" del Libro del emigrante —sin duda su mejor y más profunda obra y que pareciera interminable hasta el último aliento, comienza preguntando: "¿Decir lo sé?" y termina con una afirmación: "Escribo al azar." En otro de sus apuntes se interroga: "¿Cómo recordar?" y finaliza exclamando: "¡Oh dios, oh dioses!" En sus fragmentos del Libro del emigrante su imaginación poética alcanza un tono que nos devuelve una dimensión que la vida diaria suele suprimir; el otro yo que el poeta evoca escapa de las contingencias diurnas. El desdoblamiento literario es una premonición del misterio que al final de la vida se revela. La poesía no deja de ser así un artificio que puede conducir, como todo verdadero arte, al umbral de la resurrección de los cuerpos. En el muelle, un día antes, oí gritar mi nombre desde Si en la tradición occidental la reencarnación no fuera sólo tema de cultura o de curiosidad, la escritura literaria tendría otro sentido; la poesía sería, en parte, esos destellos de un rito perdido, de una iniciación cuyo contenido fragmentado en los actos humanos se hubiera borrado, permaneciendo en las palabras sólo el eco de una antigua alianza: un collar de vidas. A pesar de las concepciones y entendimiento del poeta, la poesía emerge así, serena, como una inmemorial estela en medio de las turbulentas aguas de la emigración de los cuerpos. Pero esto es un rumbo distinto, no ausente de anhelo y recuerdo, de asombro y de duda, del cual el poeta guarda distancia: "Contra el azar y el hado, contra una piedad irredimible, yo no puedo ceder", en su obstinada batalla dentro del territorio de la separación. Para el poeta la historia se vuelve eterna, o mejor sería decir, simultánea: Jerusalén y Teotihuacán, la costa de Sussex y la esquina de Madero y Letrán. La identidad misma de uno en cada rostro elegido, como el del "hereje quemado entre disturbios en Ravenna" o el del vendedor de la lotería del centro de la ciudad de México que en sus ojos refleja "...los pertinaces fulgores, al sol y entre el polvo y los escudos de pluma, y en la penumbra a orillas del Usumacinta velando la fresca piel de una cautiva púber, con su mano, la mía..." Esta última trasposición la logra por medio de los colores: "los verdes billetes de la lotería bajo incoherentes salmodias". En esos "verdes" ya se presagian las inéditas copas de los árboles que crean "la penumbra a orillas del Usumacinta". Las palabras son así una suerte de cartas que van ordenando al azar el viaje poético. El hombre es una palabra, la que busca: ...la primera y la últimaErrante, el hombre es un acertijo, una cifra que contiene toda la enumeración posible, humanamente posible, como su vocablo, ¿pero cuál?: Atisbo una que centellea y se desvanece. Pudiera ser todo únicamente una fugaz estrella, pero el intelecto y la poesía no pueden ir más: lo invisible desaparece a la imagen. Hay en el fondo de toda historia cotidiana de cada hombre una necesidad que parece no tener satisfacción, una necesidad que refleja la huella del alma en nuestros cuerpos: Y de nuevo un día más y un día menos, La historia y el amor son las únicas armas para combatir esa cotidianeidad que puede llegar a asfixiar; en su poema "Del amor hallado" escrito cuando tenía veintidós años, dice: Y estás en mí como un antiguo aroma en "Quiero decir amor" publicado en 1943: ...calla, calla en este silencio de las y en "Estancia en la voz":
Asombro ante un hallazgo, que en la "Estancia en la voz" busca descifrar: ...este agudo invisible de la piel Y en los "Apuntes" del emigrante: Yo, el vagabundo pródigo, Desde hace varios años, Manuel Calvillo ha dejado casi de escribir poesía para entregarse a su familia y al estudio de la historia. Sus últimos poemas del Libro del emigrante son una reflexión sobre la abyección del escritor ante el poder; sin imágenes, sobrios, son también la reflexión sobre una generación, la que comenzó a escribir en los años treinta y que con incertidumbre ven el derrumbamiento de un sueño, de aquella transparencia que tenía el país durante la primera mitad de este siglo. Hace quince años escribió: Hoy, bajo la fría lámina de estaño al horizonte, lívidos por las calles destellan el carbón y el mercurio en los hilos de la madeja, donde ciertamente no existe una salida sino todas las salidas hacia ninguna parte. En su último poema publicado en 1983 que lleva por título "De la epístola III" escribe: Tuyos son el poder y la gloria, y te celebramos, yo el La abyección ante el poder es una historia que se repite día tras día y va minando el corazón del hombre. El escritor queda encadenado por su propio artificio, sus cualidades son los mismos eslabones que lo atan al poderoso, al "príncipe de este mundo" como se diría en otro lenguaje: El precio de unas horas, si para todos hay alguno superior a treinta monedas. El Libro del emigrante prosigue, no tiene principio ni fin, su itinerario es la eternidad, mientras la vida alcance para hablar de ella, del pasaje por donde transita el hombre y su linaje, ese linaje "tan remoto como nuestra vocación de amor y sufrimiento". Un tiempo y un espacio ilimitados, reducidos a una condición que el amor cerca y redime: A través del olvido y la esperanza, de la violencia, la De esta manera, Manuel Calvillo es el testigo de una historia que comenzó en una casa de provincia con un hombre herido, perseguidor de cristeros, que recibió los cuidados de una familia católica, mismos que él devolvió al salvarle la vida al cura Castillo: su última jugada de ajedrez ante la muerte. El polvo y el sudor de aquel rostro fueron las primeras imágenes de un mundo que fue creciendo hasta convertir al poeta en testigo de la historia del hombre y de su conciencia de exilio terrestre, donde la reconciliación es el azar que se descifra, la palabra perdida, el sino de una historia personal, el sentido del emigrante, la conversión postergada que el escritor medita en su soledad. En el centro del círculo, en el ápice de la noche el día |
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Nota |
El mapa de referencias literarias de la obra de Manuel Calvillo es tan vasto como su hábito de lector: Malraux, Faulkner, Borges, Pound, Eliot, Reyes, las novelas policíacas, la historia; Simón Bolívar y Fray Servando Teresa de Mier; una larga lista de libros que su biblioteca conserva.
Memoria y ficción, historia y fantasía; las líneas de separación se borran. Todo es parte de lo mismo, de la misma tarea del escritor; los signos sobre el papel; fugaz instante en que nos asomamos al maravilloso y terrible misterio de la creación. |
Primer fragmento |
Denn die Liebe sie öffnet den |
I IV Sí, en la hora prevista, el odiado, y no como un hombre mortal sino como un ser indomable e invencible, avasallando el tiempo, impenetrable a la muerte. En este lugar sin horizontes, en la ciudad en donde se prohíbe los festivales del deseo, y los Augures indagan sólo el nombre del futuro Cónsul, una figura color de ágata llega inadvertida, extraviada en la luz y no entre las hogueras de antaño emerge y la contemplo en su apasionado orgullo. Cuando aparece cubierta con un flámeo y asume el atavío y la potestad de sus atributos la preserva de agravios su invulnerable fragilidad. Y pregunto: —¿Recuerdas! Ella vuelve el rostro. Mirándome mi frente marcada por la temeridad me salva al concederme sus dones inminentes, inicia el más leve ademán, como en la tarde de Corinto ante aquel vagabundo a quien redimió en el deseo y el amor. ¡Oh dios, oh dioses!
(1957)
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Segundo fragmento |
Para Paul Blackburn
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Hoy escribo su nombre, y él, mi perseguido, el implacable,
irrumpe, lo grita sordamente, y me enfrenta. (Lo reconocí hace tiempo, a lo lejos, mudo y solitario sobre el talud en la cima de la montaña, lo reconocí una noche, jadeante y enconado a través del desierto, lo reconocí una mañana en Praga, a las puertas del Hrad, en un mendigo edificante y astroso, y otro día en un patíbulo de Madrid, consumido, indomable ante la abyección y el tumulto. Me llama hoy, como aquella tarde en los muelles de Génova. Quizá deba narrarlo. Zarpamos. Su eminencia lucía cota, yelmo y espada, e impartía suntuosas bendiciones hacia el bauprés. La noche encendió los fuegos de San Telmo, y el Mediterráneo bullía acuchillado por nuestra proa. Lo trajeron al alba. Había destrozado con sus puños el rostro de su compañero de banco y de cadena. En el muelle, un día antes, oí gritar mi nombre desde la fila de los galeotes. Y era él. Nos miramos Me enfrentó sobre las cabezas sucias, y sus ojos tenían una expresión insobornable de ansiedad y rebelión. La misma de aquel día, en otro mundo y en otro tiempo, cuando esperó en lo alto de las fortificaciones, y era el último, no el sobreviviente, pero sí el último con el arco en la mano, y me miraba, a través del incendio de la destrucción, a través de toda esperanza me miraba ascender, y mi ejército y su pueblo nos miraban, y los muertos fueron testigos. Esculpido contra la luz me esperó. Cuando llegué a él, me enfrentó en silencio, y su derrota y mi victoria no existían en sus ojos. A su lado, a unos pasos, la tarde sembraba el más bello rostro de la doncella. Sí, en los ojos de él no existían su derrota y mi victoria. ¡Nadie fue nunca investido de tal orgullo! Me enfrentó, y me reconocía. Entonces la señaló, y en su lengua extraña pronunció tierna y lentamente su nombre. Ella y yo nos miramos, y la reconocí. Después, como un dios proscrito se lanzó de lo alto sobre las humeantes ruinas. Esa noche, los hombres y las mujeres de su pueblo se arrancaron los ojos. Torné a mi padre, sin rehenes, sin botín ni trofeos, y él nos contempló, a ella, a mí, en silencio; convocó al pueblo e hizo ofrendas nocturnas en la luna nueva, sacrificó siete jaguares al sol y una doncella noble en el crepúsculo. —Lavamos nuestros cuerpos con su sangre—, y la tercera noche la poseí. Estuve en ella, en su frenética docilidad, anegado en el humor ritual de su deseo. En los escombros del Palacio de los Adivinos, cinco estelas de piedra perpetúan esta historia, y la de mi reinado, en la selva de Tabasco, y mi perfil acuña el perfil del invicto en su perfil, el suyo en la tarde última sobre las fortificaciones. Lo trajeron al alba. Me decían su falso nombre y le acusaban. Miré tan sólo su hombro izquierdo el signo indeleble que llevo en el mío desde mi nacimiento, el de un nombre indescifrable y su linaje perseverante, tan remoto como nuestra vocación de amor y sufrimiento. Ordené que desataran sus manos. No rehuía mis ojos, y no obstante, lo descubrió bajo el astrolabio –el camafeo de ónix y su rostro, el de ella. Llevó una mano a su costado, hurgó, y con vehemente lentitud tiró sobre mi mesa un tejo de obsidiana con su rostro, también el de ella, en relieve, y pronunció de nuevo, con obstinada y áspera ternura, el mismo nombre, como en la tarde de su derrota y de su muerte. Él, que preservó su virginidad para el aniversario de las Fundaciones y abdicó de su privilegio funeral para entregarla a mi custodia, emergía a través del océano y del tiempo con el estigma de su renunciación, y no a demandarme sino a abolir, en un designio más inclemente que todo cuanto yo podía tolerar. Una violencia inmemorial nos poseyó al acecho de nuestro amor y de nuestra muerte. Pero en el Mediterráneo, el alba, contra el Hado y el Azar, ante él, a quien sólo el amor y la humillación intimidaban, asumí para siempre nuestro irreconciliable destino. Y no podía ceder. Desde la puerta me enfrentó al partir, y le ahogaban su orgullo y una salvaje resignación. Yo no podía ceder. Mi furia arrasó las islas y los puertos del Egeo bajo los ineficaces exorcismos de Su Eminencia, y entre sus agobiadas oraciones rescaté en Nicea la Túnica inconsútil y en San Juan de Acre la venera perdida de Godofredo. Dejé a mi espalda la victoria y la devastación. Me precedía la fama en su leyenda de crueldad y de coraje hacia una gloria efímera. Y regresé a ella, a mi lecho nocturno, a su cuerpo, a los ritos secretos de nuestro amor, a nuestro deseo incorruptible). Hoy escribo su nombre, y él, mi perseguidor, irrumpe, lo grita sordamente, y me enfrenta. A vida y muerte en nuestro destino encarnizado, la eternidad se consume un día más, y no existe una hora para mi renuncia y la restitución. Contra el Azar y el Hado, contra una piedad irredimible, yo no puedo ceder. (1966)
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Apuntes |
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¿Decir lo sé?
(1971) |
De la epístola III |
Tuyo es el atributo de la veracidad, de manifestarnos lo
cierto y lo falso, aunque a veces callas o disimulas o hablas en acertijos. Nos proteges – ¡tu prudencia es tanta! – de la mentira y de la verdad. Tuyos son los veredictos de la justicia, los que nadie prodigó más en la severidad y la clemencia. Tuyos son el poder y la gloria, y te celebramos, yo el más constante, en exaltados epinicios. Tú, benévolo, recogiste dos hexámetros, míos para grabarse en la columna que ya te conmemora. Tuya es la munificencia, y abrumas a quienes te loamos. Tuya es la hospitalidad más indulgente. Un día, después de leerme lentamente en voz baja, me dijiste: Mientes. Y sonreías. Lo sé, lo saben todos, ellos cuya envidia me cerca y cuya solicitud te acosa y agobia. Los otros, tus enemigos, me hostigan y me desprecian, y aunque desde hoy te infaman, esperan su hora, la de tu abatimiento o tu muerte. ¿Mas quién, oh Augusto, quiénes borrarán de la memoria del Lacio tus hazañas, y mi Oda I y mi Epístola II? |
(1983) |