Material de Lectura

Eliseo Diego



Selección y nota de Alberto Paredes



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Nota introductoria
 

Empezar a hablar de Eliseo Diego es aproximarse a describir su tono: creo que ningún lector es ajeno a una cierta sensación de lectura amable y benigna en relación a este poeta... Y hablo sobre el poeta y no sobre el tono de la obra, pues nuestra impresión de lectura no se constriñe al poema particular que estemos gozando, sino que se trata de una verdadera modulación que proviene del ánima. Hay un modo de ser, una forma que da cuerpo, suponemos, al cubano, y, claramente a su producción de casi cuatro décadas. En el desglose, conviene adelantarse a distinguir lo cotidiano de lo coloquial. Diego se entrega a la recuperación de los ecos y tonos generosos de las calles de su ciudad, es la intención de nombrar las cosas de su ámbito diario; lo cotidiano tiene cita, pero como aura —de ahí la tentación de hablar de magia en esta obra— no como atestiguamiento estricto de las voces coloquiales. Ciertamente es un testimonio, pero entonado a lo celeste, no a lo callejero: “la extraña conciliación de los días de la semana con la eternidad”… Podemos hablar también de la transfiguración como operación sustancial en este mundo; pero conviene de nueva cuenta precisar un distingo. Usualmente Lezama Lima es aludido y entrometido cada vez que se atiende a cualquier otro miembro del “Grupo Orígenes”. Lo transfigurativo en Lezama convoca un estrato a la vez geológico y teofánico, un camino propio que él conoció y caminó. En Diego, su amigo y compañero, la transfiguración —podría decirse— sucede in situ: nunca se trasciende el espacio cotidiano, no pretende ser abolido; la magia cotidiana consiste, precisando un poco, en una delicada operación poética de despojamiento de lo accesorio; una purificación donde lo coloquial, lo pesaroso, la polis como fácil grandilocuencia, se evitan para rescatar desnudamente lo cotidiano —su júbilo, su melancolía— como la materia del poema: la ciudad, La Habana prodigiosa, se transfigura en sí misma y es, ya, el espacio dichoso de la fiesta.

Tal tono de amable milagrería es lo que enseñorea esta obra. El delgado hilo de la palabra benigno recorre la producción de Diego y brilla con el peso de su moneda. Uno supone que es característica de la obra porque es cualidad del hombre, pero no se trata de un tono homogéneo, excesivo. Hay al menos, dos variantes, dos accidentes. Por un lado, los poemas iniciales de En la Calzada de Jesús del Monte (primer libro, 1949) muestran cómo el autor batalló por abrirse camino hacia su estado generoso que después lo caracterizaría. Tales poemas iniciales (los “Discursos”, “Voy a nombrar las cosas”, “El Paso de Agua Dulce”) dan cuenta de la pérdida más que de la transfiguración: lo cotidiano —se dice aquí— es lo que muere y nos huye día a día. Todo es desolación —sin desgarradura, eso sí— y el poema debe atestiguarlo: “Rehacen las materias el canto llano de su pesadumbre”; el calendario tiene un tiempo y no es el mejor para el hombre, tiempo de “cuando las nubes rezagadas en mala sombra nos sepultan”. Sin embargo, por alguna Calzada de Jesús del Monte asciende el ánima de poeta de Diego pues el libro gana hasta “El sitio en que tan bien se está”, de entre todos mi favorito, claro magisterio de sus mejores recursos y testimonios de la cualidad humana.

El segundo accidente al que aludía es la cuenta por pagar a la exigida verosimilitud del mundo externo. No todo, lo sabemos, se deja ordenar por el generoso imperio del viejo ebanista: el tiempo, la muerte, el ahogo de la tristeza, en fin, todas las formas de discordar el tono que he procurado describir, aparecen en su danza de muerte. Versiones (1970) da espacio amplio al último vals: “ʻPéineme usted como nunca, señorʼ, dice la muerte, ʻpéineme usted como nuncaʼ.  / Y con grosera reciedumbre la muerte rompe a reír”.

Ante esto, es sobremanera ilustrativa la diada que forman dos poemas de A través de mi espejo (1981). El espejo del tiempo que fluye y se detiene por un instante: Diego atisba la fluencia infinita y capta, borgianamente, las líneas de su rostro y el ruiseñor que canta a un ocaso y su memoria: “Frente al espejo” y “Un rato más”, que aquí reproducimos, son haz y envés de la mejor escritura de Diego, de su percepción de un mundo suave y fugaz, melancólico y jubiloso.

He mencionado a Borges y no considero inconveniente sugerir al lector la lectura conjunta del célebre “Adrogué” (El Hacedor, 1960) y “La Quinta” (En la Calzada de Jesús del Monte, 1949). ¡Qué distintas maneras de modular la misma noble evocación del reino perdido! Formas diversas y hermanas en que la casa familiar de las afueras se transfigura en cifra rotunda de lo que se ha vivido dentro de lo sagrado y cuyo acceso ahora nos está vedado. Queda entonces, como siempre, el poeta para simultáneamente ate­sorar y perder con sus palabras “aquellas fuentes ciegas, y las acequias hondas por las fragantes tardes paseadas”.

Obra entonces de la unidad y lo fragmentario. La unidad del reino evocado, purificado por tan amable poética; el hecho de poder mentarlo gracias a los fragmentos privilegiados. Y los fragmentos que yacen dispersos a la vera del río que los ha abolido. El poeta, el ebanista, recoge los melancólicos derelictos... “Un poema no es más/ que la felicidad, que una conversación/ en la penumbra, de todo/ cuanto se ha ido, y ya/ es silencio”.



Alberto Paredes

 


En la Calzada de Jesús del Monte


El sitio en que tan bien se está
La Quinta



El sitio en que tan bien se está


I

El sitio donde gustamos las costumbres,
las distracciones y demoras de la suerte,
y el sabor breve por más que sea denso,
difícil de cruzarlo como fragancia de madera,
el nocturno café,
bueno para decir esto es la vida,
confúndanse la tarde y el gusto,
no pase nada, todo sea
lento y paladeable como espesa noche
si alguien pregunta díganle
aquí no pasa nada, no es más que la vida,
y usted tendrá la culpa como un lío de trapos
si luego nos dijeran qué se hizo la tarde,
qué secreto perdimos que ya no sabe,
que ya no sabe nada.

II

Y hablando de la suerte sean los espejos
por un ejemplo comprobación de los difuntos,
y hablando y trabajando
en las reparaciones imprescindibles del invierno,
sean los honorables como fardos de lino
y al más pesado trábelo
una florida cuerda y sea presidente,
que todo lo compone,
el hígado morado de mi abuela y su entierro
que nunca hicimos como quiso porque llovía tanto.

III

Ella siempre
lo dijo: tápenme
bien los espejos,
que la muerte presume.
Mi abuela, siempre
lo dijo: guarden
el pan,
para que haya
con qué alumbrar la casa.
Mi abuela, que no tiene,
la pobre, casa
ya,
ni cara.

IV

Los domingos en paz me descansa
la finca de los fieles difuntos,
cuyo gesto tan propio,
el silencioso “pasen” dignísimo
me conmueve y extraña
como palabra de otra lengua.
En avenidas los crepúsculos
para el que, cansado, sin prisa
se vuelve por su pecho adentro
hacia los días de dulces nombres,
jueves, viernes, domingo de antes.
No hay aquí más que las tardes
en orden bajo los graves álamos.
(Las mañanas, en otra parte,
las noches, puede que por la costa.)
Vengo de gala negra, saludo,
escojo, al azar, alguna,
vuelvo, despacio, crujiendo hojas
de mi año mejor, el noventa.
Y en paz descanso estas memorias,
que todo es una misma copa
y un solo sorbo la vida ésta.
Qué fiel tu cariño, recinto,
vaso dorado, buen amigo.

V

Un sorbo de café a la madrugada,
de café solo, casi amargo,
he aquí el reposo mayor, mi buen amigo,
la confortable arcilla donde bien estamos.
Alta la noche de los flancos largos
y pelo de mojado algodón ceniciento,
en el estrecho patio reza
sus pobres cuentas de vidrio fervorosas,
en beneficio del tranquilo,
que todo lo soporta en buena calma y cruza
sobre su pecho las manos como bestias mansas.
¡Qué parecido!, ha dicho, vago búho,
su gran reloj de mesa,
y la comadre cruje sus leños junto a la mampara
si en soledad la dejan,
como anciana que duerme sus angustias
con el murmullo confortador del viento.
De nuevo la salmodia de la lluvia cayendo,
lentos pasos nocturnos, que se han ido,
lentos pasos del alba, que vuelve
para echarnos, despacio, su ceniza
en los ojos, su sueño,
y entonces sólo un sorbo de café nos amiga
en su dulzura con la tierra.

VI

Y hablando del pasado y la penuria,
de lo que cuesta hoy una esperanza,
del interior y la penumbra,
de la Divina Comedia, Dante: mi seudónimo,
que fatigosamente compongo cuando llueve,
verso con verso y sombra y sombra
y el olor de las hojas mojadas: la pobreza,
y el raído jardín y las hormigas que mueren
cuando tocaban ya los muros del puerto,
el olor de la sombra
y del agua y la tierra
y el tedio y el papel de la Divina Comedia,
y hablando y trabajando
en estos alegatos de socavar miserias,
giro por giro hasta ganar la pompa,
contra el vacío, el oro y las volutas,
la elocuencia embistiendo los miedos,
contra la lluvia la República,
contra el paludismo quién sino la República
a favor de las viudas
y la Rural contra toda suerte de fantasmas:
no tenga miedo, señor, somos nosotros, duerma,
no tenga miedo de morirse,
contra la nada estará la República,
en tanto el café como la noche nos acoja,
con todo eso, señor, con todo eso,
trabajoso levanto a través de la lluvia,
con el terror y mi pobreza,
giro por giro hasta ganar la pompa,
la Divina Comedia, mi Comedia.

VII

          Tendrá que ver 
          cómo mi padre lo decía: 
          la República. 

          En el tranvía amarillo: 
          la República, era, 
          lleno el pecho, como 
          decir la suave, 
          amplia, sagrada 
          mujer que le dio hijos. 

          En el café morado: 
          la República, luego 
          de cierta pausa, como 
          quien pone su bastón 
          de granadillo, su alma, 
          su ofrendada justicia, 
          sobre la mesa fría. 

          Como si fuese una materia, 
          el alma, la camisa, 
          las dos manos, 
          una parte cualquiera 
          de su vida. 

          Yo, que no sé 
          decirlo: la República.

VIII

Y hablando y trabajando
en las reparaciones imprescindibles del recuerdo,
de la tristeza y la paloma
y el vals sobre las olas
y el color de la luna, mi bien amada,
tu misterioso color de luna entre hojas,
y las volutas doradas ascendiendo
por las consolas que nublan las penumbras,
giro por giro hasta ganar la noche,
y el General sobre la mesa erguido
con su abrigo de hieles,
siempre derecho, siempre:
¡si aquel invierno ya muerto cómo nos enfría!
pero tu delicada música,
oh mi señora de las cintas teñidas en la niebla,
vuelve si cantan los gorriones sombríos en las tapias,
a la hora del sueño y de la soledad, los constructores,
cuando me daban tanta pena los muertos
y bastaría que callen los sirvientes,
en los bajos oscuros, para que ruede
de mi mano la última esfera de vidrio
al suelo de madera sonando sordo
en la penumbra como deshabitado sueño.

IX 

          Tenías el portal 
          ancho, franco, según se manda, 
          como una generosa 
          palabra: pasen—reposada. 

          Se te colmaba 
          la espaciosa frente, como 
          de buenos pensamientos, 
          de palomas. 

          Qué regazo el tuyo
          de piedra, fresco, para 
          las hojas! 

          Qué corazón el tuyo,
          qué abrigada púrpura,
          silenciosa! 

          Deshabitada, 
          tu familia 
          dispersa, ciegas 
          tus vidrieras, 
          qué sola te quedaste, 
          mi madre, con tus huesos, 
          que tengo que soñarte, tan despacio, 
          por tu arrasada tierra.

X

Y hablando de los sueños
en este sitio donde gustamos lo nocturno
espeso y lento, lujoso de promesas,
el pardo confortable,
si me callase de repente,
bien miradas las heces,
los enlodados fondos y las márgenes,
las volutas del humo, su demorada filtración
giro por giro hasta llenar el aire,
aquí no pasa nada, no es más que la vida
pasando de la noche a los espejos
arreciados en oro, en espirales,
y en los espejos una máscara
lo más ornada que podamos pensarla,
y esta máscara gusta
dulcemente su sombra en una taza
lo más ornada que podamos soñarla,
su pastosa penuria, su esperanza.
Y un cuidadoso giro
azul que dibujamos soplando lento.


 La Quinta


En un tiempo mis padres socavaron el tedio voraz del
                                                                 [color blanco
valiéndose de gárgolas lunáticas que prodigaban por
                                                      [juego las tinieblas,
y aquellos hipogrifos de cemento que lograron a fuerza
                                   [de paciencia consagradora pátina
callando conseguían disimular sus bromas y extender
              [la penumbra con un vago terror hacia la noche.
Más importante aún era el negrito a quien hacía tanta
                                                              [gracia la nada
sentado junto a las escaleras que siempre pretendieron
                                                 [ser unos saltos de agua
y a quien acompañaba no sé si por su gusto el silencioso
               [gato sobre la tapia intenso, contra la tarde rojo,
         [enigma pobre, conmovedor qué será de mi barrio.
Las japonesas cuevas, escasas y profundas con la
              [profundidad de una noche pintada en una tabla,
y aquellas fuentes ciegas, y las acequias hondas por 
                                [las fragantes tardes paseadas.
Escribo todo esto con la melancolía de quien redacta un
                                                                    [documento.
Como quien ve la ruina, la intemperie funesta 
     [contemplando el raído interior del griego.
Digo cómo debían ser el ocio tan suave y el paso regio
                                    [y la ternura graciosa del paseo
cuando volvían a la casa despacio entre las aguas limpias de
   [la fuente, mirados por las criaturas extáticas del parque,
cuando la noche no siempre comenzaba en la caída, sino
      [que también era la tiniebla lustrosa del inútil recodo
socavando el tedio de la cal, el horror de la pared como
                                                       [vacío deslumbrante.
Aquel negrito, aquellos hipogrifos que gustaban 
                                  [magistralmente de la lluvia
saboreando las gotas y el color gris como si el frío fuese
                                          [de veras parte de sus almas,
y el nombre de la quinta, que las filosas enredaderas 
    [trenzaban con variadas flores de reluciente hierro,
los gobernados arroyuelos de piedra por donde navegaban
                                  [los bergantines dorados de las hojas
sin saber el tamaño menudo y deleitoso de su aventura 
            [ni el agradable olvido de aquel sombrío puerto,
el jardín de la quinta donde termina la Calzada y comienza
           [el nacimiento silencioso del campo y de la noche,
raído por el sol lo miro, melancólicamente desolado como
                                         [el feo pensamiento de un idiota.
Digo estas cosas con la tristeza de quien a solas dice
                                                              [cuántos años
y deja caer la inútil mano sobre la frescura del mimbre 
              [y en su comodidad encuentra algún consuelo.

 


Por los extraños pueblos


El color rojo
Los trenes
Ponte la vieja camisa que sabe
Las ropas

 
 

 

El color rojo
 
 
 
 

 

El color rojo de los pueblos, antiguo,
fervoroso y tenaz en la memoria
del almacén nocturno arde
como borroso puño y escritura
sagrada y ágil máscara de fiebre,
de tal forma que nunca
podremos descifrar
el angustiado parlamento,
el discurso veraz y las noticias
seniles de la fiesta que acabó muy tarde,
cuando el color rojo
de los pueblos surgía
en las cenizas del alba como el silencio
en la intemperie del andén último, que mira
el desolado sueño y la inquietud de la seca
y el color rojo
de los muros finales, ásperos,
el color rojo, el cansado color
que nunca pierden, casi como razón de fe,
como la piel amarga,
como la fe sedienta de los pueblos.

 


Los trenes

 

¿Adónde han ido los trenes
llenos de fama y poder,
cuya elocuencia fue ayer
la gloria de los andenes?
Cuando por la tarde vienes
cruzando el año perdido,
¡cómo extrañas el silbido
anhelante, noticioso,
que desdeñaba el reposo
y majestad del olvido!


Ponte la vieja camisa que sabe

 

Ponte la vieja camisa que sabe
del año rumoroso y del tranquilo
año inocente de sucesos graves
como tela de ciegos, azulados hilos.

Ponte el sombrero de ilusión caída
que te alegraba con su tosca nieve.
Ponte el chaleco de las bienvenidas
y la corbata ilustre de las nueve.

Porque es seguro que vengan esta tarde,
porque es seguro que vengan a decirte
algo importante como un noble alarde

que te bastara para no morirte.
Pero mira la noche, ya es muy tarde,
y apenas esperabas, debes irte.


Las ropas

 

¿Y cómo eran las ropas,
las obstinadas, fieles ropas
del abuelo? Su saco

de fervorosa pana,
¿cómo era? ¿Su chaleco
de áureo relumbre, su corbata

de litúrgico lazo, y aquel cuello
nevado desde siempre?

¿Y cómo para ir
al nocturno Liceo, y cómo
para la vasta misa?

¿Y para el fausto melancólico
de la prudente cena,
y para estarse inmóvil?

¿Y cómo el imposible,
absurdo peso de aquel paño,
fue la costumbre de sus días,

si ya, cegado espejo
de la quinta, se vuelve,
con la mágica lluvia,
misterio ya del sueño,
lienzo de la locura?

 


El oscuro esplendor 


Calma

Avisos

   


Calma

 

       Este silencio,
   blanco, ilimitado,
       este silencio
del mar tranquilo, inmóvil,

            que de pronto
rompen los leves caracoles
por un impulso de la calma,

        ¿se extiende acaso
de la tarde a la noche, se remansa
tal vez por la arenilla
de fuego,

           la infinita
playa desierta,
                 de manera

        que no acaba,
quizás,
       este silencio,

       nunca?

 


Avisos

 

En este jueves décimo y tranquilo
    del clarísimo mes, descubres
nuevas señales y prodigios nuevos
    de la humedad en la pared.

Que ya no son fiestas ni son misterios
    sino materia de estupor:
el joven ama el ruido de la muerte
    pero el viejo teme su olor.

 

Versiones


El taller del zapatero

Las dos manos
Pantomima
El pez
Al fin del juego

 


El taller del zapatero

 

    “En toda ciudad existe una calle en la cual, si está uno atento, hallará cierta tienda muy antigua. El recinto es pequeño, y tan oscuro que su techo se hunde en sombras. En una de las paredes habrá una litografía casi indescifrable —un almanaque tal vez, o alguna estampa sagrada.   

    ”Cerca del umbral hay siempre un mostrador muy bajo —en mi ciudad, y en el pueblo donde vivo, está pintado de añil; y sobre él se ve la fatiga, se ve la materia, se ven los años de las cosas en que allí trafican.

    ”Y en una puertecilla que hay al fondo, si está uno atento, podrá ver al dueño, soportando su delantal enorme, en una mano el martillo esbelto, y eternamente velado su rostro en la penumbra.”

 


Las dos manos

 

    Las dos manos, como dos perros muy fieles, conducen ágiles las irritadas cosas.

    Cuando el mayor se cansa viene el otro, el segundo de las fiestas continuas, y juega. La indiferencia que lo recibe algún rencor esconde, que orgullo y cariño disimulan.

    Las dos manos trabajan siempre. Son como dos bestias de las que figuran en el Apocalipsis, materiales y angélicas. Su misterioso afán, su oficio prodigioso a qué podríamos compararlo.

    Cuando su dueño muere se le tienden sobre el pecho —no quisieran ya dejarlo.

 


Pantomima

 

   “Viene la muerte, en figura de General de Brigada. El Escribiente la recibe con excesos.

   ”Se sirven pasteles, granizados, almendras. La muerte participa de todo con gustosa gravedad. El Escribiente habla y habla.

    ”Luego la muerte, en figura de General de Brigada, toma al Escribiente del brazo y lo conduce en silencio a la puerta.”

 


El pez

  

    Un pez de fuego atraviesa el tumulto de las nubes y la ira de las tinieblas –un pez de fuego, semejante a los que en su inocencia cruzaron el obstinado furor del Diluvio.

   Un pez, un pez radiante que atraviesa la locura del espacio enorme, tan suavemente como la flecha eriza el lívido reino de la luna.

 


Al fin de juego

  

    Al fin del juego se barajan las cartas, y el que iba tranquilo delante, ¿adónde irá a parar?   

    Adónde el rey a dónde el caballero y los demás a dónde. 

    Aire y tierra y fuego y agua: fe y barajar.

 

 


 

Muestrario del mundo o libro de
las maravillas de Boloña



Paraíso
Heraldo


 

Paraíso

 

Ir con las niñas de la mano
por un aire tan puro que ilumina
su sola transparencia los desganos
de quien no más se lo imagina.

Y estar donde el estar es la manera
de ser en que se cumple todo,
los castos árboles y la quimera
tal como son y nunca de otro modo.

 


Heraldo

 

Hacia el bosque galopa, precedido
por el eco remoto de la trompa.
¿Qué noticia traerá –la capa al viento–
capaz de conmover las soledades?

Quién lo manda o a quién —no lo sabemos
ni de dónde vendrá. Pero nos basta
ver que cruza los páramos vacíos
un heraldo veloz hacia la sombra.

 


Los días de tu vida


Tiempo de la siesta
En medio de la noche
Oda a la joven luz
Inscripción


 

Tiempo de la siesta

 

Asurbanipal en su palacio
está leyendo un libro de aventuras
mientras dibuja entre los aires
un halcón su círculo de gritos
y pasa el tiempo, con la guardia, afuera.

Siente Asurbanipal que alguien lo mira,
ya vuelve la cabeza, el sol le corta
en dos la barba, en dos también el manto
y en dos el libro de aventuras mientras
Nínive truena, con el tiempo, afuera.

Pero antes de mirar a quien lo mira
deben pasar los días de aquel año,
los años de su vida más las vidas
de Ciro y Alejandro y Empédocles y Cristo
y el tiempo con las nubes, a toda prisa, afuera.

Al fondo de la estancia los leones
en naranja perpetúan su bostezo:
las baldosas siguen tan desnudas,
tan regias, tan asirias como siempre,
anticipando el tiempo y el desierto afuera.

Asurbanipal no ha visto a quien lo mira
desde un enjambre de islas increadas
y en una identidad de sol y tedio.
Temblando vuelve a su libro de aventuras
mientras el tiempo, cauto, se ensombrece afuera.

 


En medio de la noche

  

…el fuego salvaje
que quema millones de niños

Che Lan Vien

 

De pronto, en medio de la noche, sientes
un terror que no entiendes. Y es
el hambre en vilo de los lobos
aullando silenciosamente
bajo una luna ya abolida
en lo profundo de tu sangre.
                         O bien

el estupor ante el murmullo ajeno
de un río indiferente: ¿no se acaba
el destierro jamás bajo los muros
de eternos azulejos? Babilonia
brama en lo oculto de tu corazón
como una res agónica. Y el ciento
de lo perdido se renueva

en medio de tu sangre, y crece
junto a las novedades del horror.


Oda a la joven luz

  

En mi país la luz
es mucho más que el tiempo, se demora
con extraña delicia en los contornos
militares de todo, en las reliquias
escuetas del diluvio.

                                 La luz
en mi país resiste a la memoria
como el oro al sudor de la codicia,
perdura entre sí misma, nos ignora
desde su ajeno ser, su transparencia.

Quien corteje a la luz con cintas y tambores
inclinándose aquí y allá según astucia
de una sensualidad arcaica, incalculable,
pierde su tiempo, arguye con las olas
mientras la luz, ensimismada, duerme.

Pues no mira la luz en mi país
las modestas victorias del sentido
ni los finos desastres de la suerte,
sino que se entretiene con hojas, pajarillos,
caracoles, relumbres, hondos verdes.

Y es que ciega la luz en mi país deslumbra
su propio corazón inviolable
sin saber de ganancias ni de pérdidas.
Pura como la sal, intacta, erguida,
la casta, demente luz deshoja el tiempo.

 


Inscripción

 

Virgilio, claro poeta romano,
      tú que no olvidaste nombrar a la humilde arveja
         junto a los vastos dioses impávidos,
enséñanos a mirar las cosas,
         la quebradiza corteza y la sombra
            que apenas roza el agua;

tú que descendiste al revés del silencio, dinos
        cómo conjurar a las vanas imágenes,
           para que siendo
           no se nos huyan como el humo,
        ni con el frío dañen a los nuestros;
            
              ayúdanos,
     condúcenos al arduo trabajo, enséñanos
el rumor que ahuyenta a los pájaros salvajes,
              y cómo desarraigar a la estéril avena,
              y los diversos sacramentales de las aguas;
y qué signos ocultan las veloces nubes,
     y las pacíficas noches qué repentinos presagios, y
                                                               cuáles
            la penumbra de la patria;
            de modo que sea nuestra
            tu lúcida vigilia, nuestros
            tu coraje y tu paciencia, y la obra
como un inmaculado sacrificio que se ofrece, así
                 como tú ofrendaste la Eneida a las llamas.


A través de mi espejo


Frente al espejo

Un rato más
Caballos
Transfiguración
El circo en tierra extraña
Carrusel

 


Frente al espejo

 

    En un abrir y cerrar de ojos
ya no estarás en donde estabas:
un triste viejo está mirándote
con qué terror desde tu cara.

Mirándote ávido y mirándote
mientras la luz te da en su cara:
en un abrir y cerrar de ojos,
ni tú, ni él, ni nada.

 


Un rato más

 

                ¡Qué bueno ver
                otro día, tener
mañana y tarde por delante,
    sol y color y puede ser!

                 ¡Un rato más,
         a espaldas de jamás,
     para el delirio de las cosas,
    la fiesta en llamas de su paz!

 


Caballos

 

Yo he visto a los caballos,
yo vi la gloria
del viento y de los rayos
y de la serenísima victoria
cuando vi a los caballos.

Cuando vi su mirada
que no responde nada a nada,
que no es sino mirada,
entonces fue que en un momento
me hundí en su eternidad ensimismada,

descubrí en su quietud la gloria pura
del esplendor del viento
y de los rayos,
                       la figura
del simple movimiento
en su magnificencia oscura

naciendo de los mágicos caballos.


Transfiguración

  

Aquellos cómicos horrendos
que eran escándalo del alma,
¡qué extraño que,
           de pronto,
no sean ya más que la nostalgia!

¡Cómo sus tretas burdas, toscas,
sus pobres burlas desdichadas,
tórnanse leves,
        trémulas,
como una luz en la distancia!


El circo en tierra extraña

  

Amiga mía, tengo miedo
de todo en esta noche.
Tú estás muy lejos, y no puedo
recordar cómo miras, esta noche.

Los enanos caen como bolos
en la pista del circo. Sus trompetas
me calan de frío. Estoy solo
ya en la sala repleta.

Tengo terror de que no vayas
a ser a la luz del día
más que una linda historia. Callas
dentro de mí. La música es sombría.

Desaparecen los enanos
idos en sueño. Asumo
el pleno horror de la vigilia. Vano
ya todo. Tus ojos son de humo.


Carrusel

   

La música da vueltas
tras de los reyes que se van volando,
tras de los ciervos,
los bosques y cañadas,
todo este mundo tan veloz girando.

La dicha de los niños
tras los corceles que se fueron cuando
volvían las cascadas
y rápidos bajeles
tras de los ciervos que se van callando.

Y así la tarde huye
tras de los niños y su raudo bando
y a poco ya no queda
sino el rumor extraño
de la memoria que los va soñando.