Material de Lectura

Jaime Labastida
La vida entera


Selección y nota introductoria de Eduardo Casar






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Nota introductoria
 
 

Hablar de un árbol es hablar de sus raíces. Jaime Labastida pertenece al que se conoce en la historia de la literatura mexicana como el grupo de “La espiga amotinada”, reunión de voces que emergió en 1960 en el panorama de esta historia con el volumen colectivo que lleva ese nombre.

Como uno dentro de otros rasgos que configuran lo que podríamos considerar la “propuesta” del grupo –nunca planteada programáticamente– está su afán por ligarse de un modo explícito al contexto de aquellos años (signado en el plano nacional por la huelga ferrocarrilera del 59 y en el internacional por la revolución cubana), e imponerse la tarea de desacralizar el ejercicio poético, restituyendo sus vínculos con las necesidades populares sin mengua del amoroso cuidado orfebre del lenguaje.

La poesía de Labastida es una poesía singularmente compleja: une a una evidente densidad intelectual un desusado sentido del ritmo y de la imagen. Sonora y significativa, esta poesía aparece entretejida por un intenso acento lírico: es muy informada, muy culta, y, al propio tiempo, de una gran emotividad. Labastida cultiva, además, un manejo riguroso del verso, una destreza técnica heredera, acaso, de Díaz Mirón (“Un cuervo azul sobre el azul desliza/ su vuelo duro contra el bosque ausente./ Pastan caballos en el bosque magro./ El ala luz de la paloma leve/ silba un látigo dulce/ y aroma el aire el vuelo”).

A partir de sus más recientes libros de poemas, La-bastida usa, en ocasiones, una estructuración del poema que podríamos decir que sigue la técnica del collage, pero de una manera novedosa: elaborando un montaje entre textos ajenos y propios (los ajenos son los dichos por los “personajes” de los poemas, aun cuando su textualidad es a menudo modificada por el poeta); dicho montaje se dinamiza por oposiciones: oposiciones de conglomerados verbales. Por supuesto que no utiliza este tipo de conformación en todos los poemas: algunos evocan la estructura de una composición musical, otros se cumplen libremente. La unidad de lo diverso que persigue esta poesía, la concreción artística a la que aspira, exige lectores atentos.

Jaime Labastida nació en Los Mochis, Sinaloa, en 1939. Sus libros de poesía son El descenso, en La espiga amotinada (1960), La feroz alegría, en Ocupación de la palabra (otro volumen colectivo, de 1965), A la intemperie (1970), Obsesiones con un tema obligado (1975), De las cuatro estaciones (1981), y Plenitud del tiempo (1986), en donde se reúnen los dos libros anteriores y otros poemas.* Para la presente muestra se ha elegido un criterio temático: poemas sobre la muerte, en torno suyo o por su culpa. En el prólogo a su antología El amor, el sueño y la muerte en la poesía mexicana, Labastida señala:

 

Ningún poeta lírico se enfrenta a la muerte como si fuera una entidad abstracta y difusa, sino como a la encarnación, súbitamente dolorosa, que el rostro descarnado de la muerte asume en un semejante (y si es una persona amada, más semejante aún) o en la posibilidad de que nuestro mismo rostro llegue a ser una de las muecas de la muerte.

 

En los poemas de esta muestra la muerte asume distintos rostros y distintas dimensiones más allá de los rostros: está presente en el cosmos y en la cotidianeidad, en la dialéctica de la vida misma. Hay en estos poemas una visión lúcida, dolorosa y profunda de la muerte. Pocas veces en la poesía este tema aparece, como aquí, tan rodeado de elementos múltiples y diversos: química, física, cibernética, política, sensualidad, son, en estas piezas, dimensiones que resignifican el ámbito temático elegido y lo enriquecen. Si es cierto, como se dice, que después de leer un buen poema amoroso, se ama de una manera distinta, después de la lectura de esta selección se puede aprender a morir con una dignidad más alta; con la conciencia, además, de que la existencia misma de estos poemas constituye un territorio más que la vida ha conquistado en contra de la muerte.

 

Eduardo Casar


*Otros libros de poesía de Jaime Labastida posteriores a la primera edición de este Material de Lectura (1989) son Dominio de la tarde (1991), Animal de silencios (1996), Elogios de la luz y la sombra (1999) y La sal me sabría a polvo (2009). (N. del E.)

Conversaciones con Revueltas 

 

Esta tarde, y desde hace cinco días,
pienso que sólo la lluvia podría llegar
hasta tu cuerpo endeble, averiado por una
y otra destrucción de cirugía, reducido
a cuarenta y tres kilogramos minutos
antes de tu muerte. ¿Cómo hablarte,
entonces, con qué lengua de cal,
y así no ácida,
encender las dos o tres
palabras que nos reconozcan? Nunca
te vi junto al mar, sino en los sótanos,
frente a cinco compañeros o entre
la multitud de octubre. No importa
ahora esta forma sorda y sórdida
del diálogo: siempre estuviste
encerrado, hoy un sarcófago,
una cáscara antes, las prisiones
o un cuarto, la botella de ron,
las discusiones ásperas y largas
en las que jamás nos oíamos, siempre.
La lluvia, aguda espada de ruina, entra
tan espantosamente como un alfiler emponzoñado
en el corazón. Llueve, José, lo mismo
que otras veces. Lo mismo que otras
veces, el hueso ya destruido, el árbol
y su tórax congelado. Otra vez, igual
que ahora, oíamos a mitad de la lluvia
un oboe y un lamento.

    “Ésta no es música para charlar,
    escuchamos o discutimos.” Y una vez más
    las palabras espesas y el alcohol
    y tres voces y un grito y los perros,
    los árboles dulcemente cansados,
    como huérfanos que buscaran, igual
    que tú, calor. Igual que tú, en los tranvías
    y en las calles, los árboles se derrumbaban,
    dormidos. “La muerte es maravillosa.
    En el momento de morir presenciamos
    la transición de una frontera a otra frontera
    increíble. La muerte es privilegio
    por excelencia de la materia humana.”
    Desesperado por no encontrar trabajo,
    Pedro Bárcenas Huítzil, de treinta
    años de edad, se suicidó
    comiendo un pan con raticida.

La lógica de este sistema es de una simplicidad brutal:
el represor inactiva la transcripción y, a su vez,
es inactivado por el inductor. De esta doble negación
resulta un efecto positivo, una afirmación. La lógica
de esta negación no es dialéctica: no conduce
sino a la simple reiteración de la proposición
original, escrita en el código genético.

Es cierto que dudabas, tú el perseguido,
el inconforme, el prisionero, el que escribiste
sobre una patria muda, tú el expulsado,
tú el que dijiste: “Soy el responsable
de todo.” ¿Qué hemos hecho de ti, ahora? Apenas
puedo creer que sólo seas esa imagen atroz,
imperceptiblemente estatua, un gesto blanco.
Porque tú también propusiste una cacería
contra los dogmáticos, ensoberbecido de humildad,
violentamente un santo que deseó morir y arrastrarse
hasta las vías del ferrocarril y mansamente
tenderse como un perro, igual que un perro,
con objeto de que esa masa enorme, ígnea,
tranquilamente aplastara tu cráneo,
ese cráneo las últimas veces fatigado,
apenas suavemente colérico, sólo
en ocasiones irritado.
    “Me mataría, si no me detuviera
    el dolor que provocaría en los seres
    que me aman.” Bebías entonces
    para destrozarte. Horas enteras
    luchábamos para darte dos cucharadas
    de caldo, un puñado de arroz, un pedazo
    de queso y tú te gastabas en silencio.
    “El acto sexual es un acto típicamente
    mortal”, o sea, una destrucción ¿Acaso
    tenías miedo de dar alguna parte de ti
    y en el acto de amar se desprendía
    un tóxico y la vida?

    El obrero Juan González, desesperado
    por no tener con qué alimentar a sus hijos,
    estuvo a punto de morir porque acudió
    a vender, cuatro veces en una semana,
    casi toda su sangre al Hospital de Urgencias.
La lógica de este sistema es de una simplicidad brutal:
la física nos enseña que, salvo en el grado cero, límite
inaccesible, ninguna entidad microscópica puede dejar
de sufrir alteraciones de orden cuántico, cuya
                                                                [acumulación,
en el interior de un sistema macroscópico, alterará
la estructura, de modo gradual pero inexorable.


    Por eso eran cada vez más delgados tus brazos,
    más intransitable tu tos que arrancaba
    verdaderamente pedazos de raíces y bronquios
    averiados; y tu páncreas, tu hígado
    destrozado (como si fueras un pequeño
    y moderno Prometeo, comido por el pico
    del alcohol, único buitre capaz de corroer
    tus intestinos y herir cada una
    de las células de tu dañado organismo).
    “La clase obrera mexicana ha carecido,
    hasta hoy, de su vanguardia.
    El gran organizador de derrotas,
    el extraño monstruo bicéfalo,
    también llamado Rey Midas de la muerte”,
    es incapaz de transformarse; “construiremos
    una nueva organización revolucionaria”.
    ¿Por qué olvidaste luego estas palabras?
    ¿De dónde salió la sombra? ¿De dónde,
    digo, brotó esa mano de huesos sólo
    y que atrapó tu lengua y la hizo pasto
    y polvo y pesadilla y hambre?
    En la sierra del estado de Guerrero,
    los padres cambian a sus hijas menores
    de edad por guajolotes, gallinas,
    corderos o conejos.

La lógica de este sistema es de una simplicidad brutal:
los seres vivos, pese a la perfección de su maquinaria,
que asegura la fidelidad de la traducción, no escapan
a esta ley. La muerte de los organismos pluricelulares
se explica por esta acumulación de errores accidentales
de traducción que degradan poco a poco, de manera
fatal, la estructura de los organismos.

De modo que es eso solamente, José.
Por esa razón estás ahora dolorosamente
incrustado, como una semilla espantosa
que no germinará jamás porque el sarcófago
impide todo movimiento de putrefacción
y vida más allá de sus límites. Llegó
un momento en el que tus células
no pudieron ya más con el peso de su propia
reproducción y todas las que mantenían
la cantidad normal de azúcar en tu sangre,
las que contribuían a la eliminación del alquitrán
en tus pulmones fallaron o siguieron una ley
necesaria e implacable: la del error.
    “La nueva contradicción aparece
    de modo necesario como una correlación
    entre superestados nucleares en su conjunto.
    No distinguimos entre la Unión Soviética,
    China o los Estados Unidos.” Apenas
    puedo escuchar entre tantos acentos
    uno tuyo. No podíamos
    comprendernos más. Cualquier punto tocado
    era como una llaga purulenta, un muro
    seco, un polvo duro, más pesado que el viento;
    como si la garganta, el esófago, la lengua
    fueran sólo de yeso y produjeran
    sonidos blandos pero ni una frase
    que tocara en verdad el oído del otro.
    El 18 por ciento de la población
    latinoamericana, o sea, entre 45
    y 50 millones de habitantes, vive
    por debajo de los límites de indigencia,
    mejor dicho: muere de hambre.

La lógica de este sistema es de una simplicidad brutal:
esta ley determina una acumulación de miseria
proporcional a la acumulación de capital; lo que en
                                                                        [un polo
es acumulación de riqueza es, en el polo contrario,
acumulación de miseria, tormentos de trabajo,
despotismo, ignorancia y degradación moral.


¿Únicamente el azar se encuentra en la base
de toda novedad, de toda creación en la biósfera?
¿El azar puro, solamente el azar, la libertad
absoluta pero ciega, en la raíz misma del prodigioso
edificio de la evolución, hace que todo sea posible?
¿Hará el azar, o el error, que una muchacha vibre
como un corcel herido? ¿Alguna ley obliga a los amantes
a que sean “dos náufragos adentro de un tenebroso
y encendido océano, agitados por una locura animal,
combatientes hasta el exterminio, con la furia
más tierna y enemiga, con la prisa más lenta
y amorosa”? Debo decir: no sé, no sé. Debo
decir: te quiero con un dolor extraño
y mutilado, como podría tal vez amarse el pedazo
de mano que nos falte, la porción del encéfalo
más roída de luz, más hambrienta de sombra. Oigo
el rumor del río y un eco de nostalgia vegetal
invade el cuarto: otros días, otras voces,
la medida y la lucha, la necesidad dolorosa
del amor y el amparo. Mi lengua ya fue de cal,
tu cerebro ceniza, quiero decir residuo
de combustión y llama inapagable.

 

Conversaciones con Efraín

 

Hoy he intentado, junto al cielo destruido,
hablarme, siquiera por una vez
en la vida, a fondo, entender lo que pasa,
sentarme a reposar y ver lo que hemos
hecho de nosotros, hermano, hermano,
hermano. Tu muerte me ha arrojado
de bruces hasta el centro de mí
y el aire adentro de mi cuerpo
se vuelve de cristal opaco. Luchamos
por abrir otro mundo, nosotros, simples
hechos temporales o fracasos
de una materia
que se pudre o se seca. ¿Dónde
meditar, entonces, en qué lugar
donde la atmósfera sea clara,
junto a qué fuego, en qué montaña
abierta, del lado de qué invierno,
sentarse a repasar la historia,
realmente, hermano, hermano,
hermano? El espacio está yermo,
es sólo geometría, desnudez,
extensión, está hecho de sombras
y de oscuros reflejos.

    Hay que repasar los principios,
    siquiera por una vez en la vida.
    Y el hombre aquel quedó atrapado
    en una aldea deshecha.
    Cerró entonces la puerta
    de la choza y encendió los maderos:
    hasta la nieve crepitaba afuera.
    Esa tranquilidad
    tan frágil lo alteraba. Algún príncipe
    imbécil hacía sonar su corno
    de combate y el fragor de las armas
    se perdía. Pero él empezó a leer
    en el libro del mundo, escrito en lengua
    matemática. Y abrió la puerta
    insomne del cerebro.

No puedo sentarme con esa calma europea
a esperar por la aurora. Nuestros
crepúsculos internos tardan mucho
en llegar, quiero decírtelo hoy, aquí,
en esta ciudad que odiaste y que quisiste
tanto. ¿Por qué, pues, me pregunto,
buscaste reposar junto al volcán,
en mitad de los árboles? Hemos
luchado por un tiempo
que no nos pertenece. Buscamos
una nueva geografía, un nuevo
espacio que siempre estará lejos.
Estamos desgarrados, una parte de mí
siente nostalgia por lo que ha de venir.
¿Y tú? Estabas deshojado,
desde el esófago a la tráquea.

    Es necesario emprender, siquiera
    por una vez en la vida, seriamente,
    la tarea de deshacernos de opiniones
    ajenas, y volvernos hacia nosotros
    mismos, en esta tierra árida,
    hurgarnos para encontrar el amor,
    la crueldad o la dicha. Abrir
    el corazón como un espejo y oír,
    oír, oír. O ver con unos nuevos
    ojos un mundo nuevo, construido
    con el polvo más fino, exacto,
    como un reloj perfecto
    que diera horas
    como frutos maduros. La sangre
    sería entonces indolora y el mundo
    entero un mecanismo lento: apenas
    la sombra delicada que deja
    el lápiz de los geómetras
    en un papel sin mácula ninguna.

Y nosotros, Efraín, ¿qué vemos?
¿Qué mundo nuevo es éste en el que ahogan
a los niños en los ríos o en la selva?
¿Qué continente es éste con los huesos
partidos? ¿Qué tierra nueva es ésta
si al que habrán de matar,
antes de degollarlo, le dan a comer
su propio estiércol? Tenemos
que empezar desde la base misma.
¿Pero cómo? ¿Corriendo de aquí
hacia allá, de la noticia abril
hasta el avión nocturno? ¿Aquí,
en la ciudad, en tu ciudad, repasar
los principios, airadamente
descansar y entrar en nuestro desnudo
corazón? ¿Aquí? Tiene que ser
aquí, no hay otro sitio,
aquí tendremos
que repensar los principios.

    Ésta será la primera piedra
    del edificio buscado: pienso,
    y por un breve instante hemos
    encontrado condiciones adecuadas
    para vivir. ¿Por qué tendrán que perecer
    implacablemente barridos todos
    aquellos que poseen un cerebro
    que piensa? No importa,
    en otro lugar y en otro tiempo,
    la maquinaria dulce
    de la vida, con la misma torpeza,
    hará nacer otro cerebro.

¿Acaso semejante al tuyo?
Jamás. ¿En qué otro lugar,
en qué otro tiempo? Serán diferentes
los crepúsculos, tendrán otros acentos
los idiomas. Mira, un día soñé
un valle de ahuehuetes y los ríos
eran un suave rumor de follajes
y los sembradores apenas tenían
tiempo de poner el grano en la tierra
porque la cosecha estaba pronta
en la espiga. Y no había esfuerzo
y todo era solaz. Y el dolor no existía.
Pero ese mundo estaba muerto,
pues la belleza se encuentra
siempre en un territorio
en el que nunca habremos
de entrar, en un edificio
que poco a poco construimos.

    No hemos de admitir, por eso,
    nada como verdadero si encontramos
    un solo motivo para ponerlo en duda.
    Hay que buscar, pues, hasta el fondo,
    hasta que el cielo mismo
    y su horizonte se asemejen
    a un dibujo de Euclides. Hay
    que apagar colores, armonizar
    balanzas, establecer el orden
    en el mundo. Porque ahí
    los ejércitos parecen servir
    sólo para que los hombres gocen
    mejor de los frutos de la paz.
¿Y aquí, Efraín? ¿Tienen los ejércitos
esa misma misión? Si nosotros tenemos
simetría, parece la simetría de la cólera,
la razón del abismo. Falso es un cielo
si carece de nubes, absurda esa razón
abstracta que carece de sangre. Tengo
que buscarte aquí, mientras camino
desde Polanco al Centro,
aquí, en la Plaza Mayor o en Coyoacán,
mientras se escuchan los presagios
del desastre y los nuevos volcanes
estallan y se cristaliza una lava
que nunca podrás ver. Una mano
metálica escarba adentro de mi dolido
corazón. Tú buscabas un trago –mejor
que un libro de metafísica, mejor una mujer
que un largo tratado de estupidez
sensible:
las más hermosas carcajadas–.
Y este país, que se agita
ante el anuncio de tormentas,
parece que hoy requiere que le digas,
como siempre, una sola palabra,
un responso, una sílaba, para
que te detengas, como un relámpago
en el día, hermano, hermano,
hermano, y te desangres
en la página, una vez más,
en esta tierra ácida que precisa de ti.


Primera aproximación
a la muerte de mi padre

 

Ése era el mes azul, soplaban grandes vientos.
Afuera el sol se estremecía
abriendo el horizonte
con un gran arco de palabras puras.
Adentro la noche se agrandaba
hasta ocupar el tamaño de tu cuarto.
hasta anidar entera en tu cerebro.
Era un grito de luz la luz del cielo,
pero en nosotros sólo sombra y dolor
sólo ceniza, polvo, lacerante espera.

En otros territorios, el otoño
podía precipitarse entre las hojas.
Aquí no, aquí el verano destellaba, inmenso.
Arces y álamos, abetos y abedules
semejaban sangre, oro ya opaco
el sol caído entre sus ramas,
mientras tú resistías, padre tristísimo,
como una hoja seca, moribunda, viva.
Te vi como una vela que se consumía.
Miré cómo cruzabas el río sin ruidos
de la noche, con qué paso pequeño.
tal vez endurecido, atravesabas
el umbral de la muerte.
Imaginé también que alguien soplaba
con un rencor de ciego,
en contra de esa vela.

Nuestro amor más completo se estrellaba
en contra de esa noche lenta,
la noche más oscura de mi vida.
Te ofrecimos entonces un poco de nuestro aire.
quién sabe cuánta sangre,
mientras oíamos palabras
con sabor a martirio
y tu llama pequeña se apagaba.

Ay padre amadísimo, yo era un ladrón
en busca de palabras. Y me quedé
arropado en un oscuro manto de sollozos.
Pero tú despertaste desde el sueño.
Ignoro cómo fue, pero con labios
de aserrín dijiste: “Mira el paisaje, árido
y triste, inmensamente triste”. Quizás
ese paisaje que mirabas era la geografía
del dolor, las miradas
opacas de nosotros. ¿Qué encontraste
en la penumbra larga de ese sueño? Recordé
que de tu mano conocimos
el mar inmenso y las grandiosas olas
y también el desierto
y las vastas planicies cultivadas
y a tu lado, todo azoro y preguntas,
caminé por crepúsculos
de sangre y conocí la frontera fragosa
que divide a la muerte
y me enseñaste a desatar la vida
de las palomas y a manejar esquifes
en el mar airado y a domeñar caballos
y con cuchillos de plata descubriste
los tumores de los moribundos y extendías
la sábana más dulce para los enfermos
y vi cómo ayudabas a morir tranquilamente
a los agonizantes y juntos contemplamos
el implacable avance del violeta
en el rostro de un niño.
¿Qué paisaje, pues, querías que viéramos,
padre dulcísimo, si todo territorio era dolor?
Y tú, dime, ¿qué podías mirar que no fuera
la llanura calcinada, acaso el vuelo de las aves
sin estrépito? Áridos los pulmones, ardidos
también los intestinos, más seca aún
nuestra esperanza. Te movías en el límite
extremo de la vida. El cerebro ya muerto,
paralizados para siempre los riñones.
Y sin embargo despertaste desde ese largo
sueño y nos dijiste que miráramos un paisaje
triste, inmensamente triste. Alto
gritaba el sol cuando morías.

Y junto a ti agonizábamos también
tu mujer y tus hijos, tus nietos,
tu casa, tus trajes, tus zapatos,
hasta el paisaje se moría contigo,
mientras entrabas y salías
desde la muerte, mientras entrabas
y salías hasta la vida.

Nos has dejado a oscuras, aprendiendo
a masticar de nuevo, en ese mes azul
en que soplaban con furor los grandes vientos,
ese día en que el cielo era una fiesta
y el sol estremecía las nubes y los árboles,
cuando la noche inundaba tu cerebro
y aves nocturnas, en vuelo altísimo,
sin prisa, sin viento, sin estrépito,
circulaban adentro, en nuestro cráneo. 

 


Diálogo del parto y la vejez
 

¿De dónde, desde adentro, viaja
la mano de madera
que toca el rostro ajado, el pergamino?
Atrás del cráneo se levanta la máscara.
En el espejo queda una mueca roída. ¿Quién
sonríe entonces desde el azogue ciego?
¿Quién se acerca a nosotros con un hielo
en los dedos y toca la falange
apenas de mi mano izquierda?

    Un hombre desnudo, casi mono,
    trabajosamente destacado de la geografía.
    Su mandíbula inferior, casi completa.
    Fue omnívoro, tenía 25 años de edad
    cuando murió, 600 mil años atrás.

El hielo es anuncio, tormenta. La boca
tiembla ya de frío y demencia. ¡Qué peste,
qué desorden! El brazo brota desde un hombro
falso. La pierna está en el pecho. Es la espalda
la que incierta ríe. Se adelgaza el espacio
entre el espejo y yo. Zumba ya, extraña,
la abeja de la muerte.

    Con él vivieron tigres dientes
    de sable, hipopótamos, elefantes
    que se bañaban en el lecho de este
    mismo río. (Por entonces fluía
    300 metros más arriba.) Fue ahí
    donde murió, atrapado quizá
    por un derrumbe, pues la falla
    geológica africana llega hasta aquí,
    en el centro de Europa. ¿Dónde
    vivías? ¿Quién te vio perecer?

La naturaleza obra por reverencias,
aun cuando destruya. Hombre, pájaro,
cristal, no importa, hormiga, se derrumban
un día, quizá este mismo día en que contemplo
la boca equivocada de la muerte, la punzante
ceniza, la mandíbula izquierda, la hemiplejía
que canta sin saber por qué.

    ¿Lloraron tus hijos? Ni rastro
    de fuego o de herramientas. Quizá
    las fracturas de la tierra y el curso
    turbulento de las aguas te hicieron
    desaparecer. ¿Dónde quedó
    el resto de tus huesos? ¿Alguien
    te recordó, siquiera unos minutos?
    ¿Existía entonces la memoria?
    No hay huella de una tumba,
    quedaste abandonado como un higo seco.
    Hoy crecen vides en lo que fue
    tu involutaria, acaso, fosa.

Las especies caen con estruendo, el mismo
estruendo tal vez de la quijada loca
que se abre en monstruosa sinfonía.
La luz oscura ciega a la herramienta.
Como una fuga de oro y sangre,
fluye la vida desde el húmedo útero.
En un orden perfecto avanza ya la niña
por un largo pozo. Viene luchando
contra todo obstáculo. Vence a la puerta
que le cierra el paso, rompe tejidos, grita
la madre con un grito cruento, el agua
es dulce y la humedad es gracia.

    ¿Cazaba entonces cuando fue destruido?
La niña llora con un hondo grito,
es el escándalo azul del nacimiento.
Mi padre se prolonga en esta mano,
mi hija tiene dedos que vienen
tras los montes. ¿Dos, acaso cinco,
las mujeres que hundían sus manos en el agua?

Tal vez alguna de ellas parió un hijo
con tus ojos iguales. Recuerdo ahora
el ronco gutural, aquellos
ojos, el animal aquel, su garra
equívoca, el parto, la demencia.

 


Elegía por Salvador Martínez Estrada

 

A Humberto Aguilar Cortés

 

1

La muerte ha tocado con su dedo de amonio
la generosa estructura del amigo,
un implacable objeto destronó su cráneo.

Y puedo ahora caminar, ya no protesto;
¿contra qué, contra quién?
No me parece justo, es cierto,
porque vivir
es una lucha espantosa en contra tuya,
aire de arena que intentas
ahogar mi corazón.

Sobre nosotros ahora vuela
un ruiseñor sin lengua
que acuchilla el silencio
hasta sangrarlo
y ya la muerte
adquiere un rostro, un nombre,
un apellido y viene a visitarme
con la súbita cara que conozco,
que he visto,
desconsoladamente he visto.

2

Si diariamente quiero algo,
si minuto a minuto, construyo
un pequeño esqueleto de amor y aire
en mi epidermis muerta
para que exista
algún pequeño objeto que me sobreviva;
si cada hora, amargo hasta el cansancio,
me edifico en memorias siniestras,
¿por qué llega este blando viento
a demolerme?
El día que supe de tu muerte
no pude ni dormir ni emborracharme.
Amé, con mayor fuerza,
los eucaliptos derrumbados,
sus escapadas vísceras,
sus astillas sangrantes
que pisaba el sol,
crujiendo a nuestros pies.

Pensé junto contigo trabajar,
recuerdo que bebimos
en el lomo del cerro;
pero tembló,
en tu cabeza golpeó desamparado
un puño de diamante
y tus vértebras
se esparcieron
por la acequia.
Ya no, desde hoy, me consideré a salvo.

3

Te veo como si fueras
el brazo que mutila la pantera.
He pensado en todo lo que hubiéramos
hecho la semana siguiente.
Pude haber sido yo. Nunca
he visto otra cara de la muerte
tan semejante a la mía.

Quiero callar, pero viene una orquídea
con su cáncer al aire, escucho
la combustión de las garrapatas
cuando las tienta el nitrógeno
y pongo sobre tu cuerpo
estas piedras sin nombre,
para que sobre ti florezcan
torres de granito,
pájaros que canten
para que no los oigas.

Y todo será, pienso,
una lucha contra el polvo,
el hueso descarnado y los gusanos
que vestiste.

4

No quiero protestar, no puedo.
Así fue, así será. Dichoso el árbol.
Pero saber a dónde vamos,
oscurecer los ojos porque sabemos
que de nada venimos, porque de todo
adquiero mi linaje, persigo una luciérnaga;
porque de todos modos engendro
carne, como tú, para la muerte,
gozo y equilibrio de vivir
quebrándose en las rocas
y luces epiteliales que obstruyen a la muerte
para darme capacidad de amar y de vivir
feliz en la total desesperanza.


Viajes en avión (fragmento)

A Joaquín Hernández Armas

 

Qué alegría decidir qué beber,
cómo morir, por qué, y en dónde.
Quisiera morir, así,
bajo un gran árbol.
Desearía ser quemado;
que mis cenizas irritaran,
polvo, los ojos de la que amo;
que fueran sólo la mancha
en un libro pasados los años.
Podría morir aquí, sin duda.
No todo sitio es bueno.
Bajo un cielo que triture
sus escamas o junto a un mar
agresivo de rocas, sí;
también al pie del monte de arces,
camino a las montañas. Pero
jamás la cama de hospital;
nunca la aurora perdida
del quirófano.

Cuando de mí no quede nada,
ni siquiera estos ojos
comidos por los peces,
ni siquiera los peces
hechos polvo en las rocas
por esta mar de violenta dulzura
que deja caer su golpe de martillo
sobre el destruido yunque de la playa;
cuando no quede ni la arena
que hoy golpea el aire de tus piernas;
cuando, como antes, vuelvan
a ser lo mismo la carne de ese buitre
y los dientes de Europa; cuando
la garganta del sapo y los senos
de Helena una vez más combatan
cuerpo a cuerpo produciendo
vanadio o una lágrima de oxígeno
unida a un coágulo de sangre inexistente;
cuando la astilla de este árbol
deje de ser una pequeña catedral
de clorofila; cuando no quede
ni el viento que oprime
una ciudad de lava; cuando de mí,
cuando de ti (ay, carne ahora suave,
ahora cabello, plácida mazorca),
cuando de todos; cuando del sol
y de la tierra nada, pero todo,
quede; cuando ya nada,
y el simúm musical de roca viva
se detenga; entonces, cuando no haya
más que el silencio, el brutal
y tenebroso ruido de los mares
oceánicos y planetas que chocan
contra estrellas y meteoritos
que se entierran como utensilios
gastados en la tumba de un hombre;
cuando queden tan sólo galaxias
dispersas expandiéndose y del silencio
salga un crujido de huesos,
entonces los siglos, como ahora,
aplastarán la cabeza del insecto,
destruirán la lengua del poeta,
sí, alegría, alegría.

Entonces, algunos seres en algo
semejante a nosotros,
tendidos en el regazo de la que amen,
resueltos en carne,
contemplarán nuestras antiguas tumbas...
Pienso todo esto frente al mar de Cuba,
mientras paseo, solo, por el Malecón.
Un barco avanza
hacia la isla amenazantes luces.

Éste es un sitio claro,
preferido entre todos,
donde el Almendares,
turbio de lluvia y lodazales,
encaja su espada de agua al mar,
hasta la empuñadura. 

(México - Detroit - La Habana)


La mortada de jade

(Homenaje a Diderot)

 

A Óscar Oliva

...veía en una gota, de agua
la historia del mundo.

El sueño de DʼAlembert

 

Un metro setenta centímetros
de mortaja azulada para que dentro
de la piedra se pudriera el cerebro
y el intestino se hiciera
poco a poco nada.


La percepción de lo diverso, de las flores
y el mal, de arcillas y cadenas. El hombre
moribundo, atravesado por la bala, que cae
y muere en el Danubio, ahogado. La bomba
gris que estalla en un avión que grita
y es violín herido. Los australopitecus
que desaparecieron cuando aún permanecen
los helechos. El hombre que piensa
cómo equilibrar las masas de los gases
y lucha por entender las galaxias exteriores,
mientras los insectos devoran musgos tiernos.
    Todo
animal es más o menos planta, toda planta
más o menos mineral, nada hay preciso
en este río, ni las gotas
ni la espuma ni los cauces.

    Como un niño contraído y débil,
    como un niño vegetal y seco,
    el fuego, adentro y por encima
    de la tierra; sus ojos vigilan
    coléricos el aire. Sometido a presión,
    sin oxígeno, alcanza en las entrañas
    líquidas un millón de grados,
    aunque encerrado y tenso.
    La vida es oxidación metálica
    de carne. El estroncio no puede
    escapar de estas jaulas; sólo golpeado,
    de su caja de Pandora brota
    una flor de débil geometría.

“Los vegetales que comemos
fueron tratados con insecticidas
y en ellos hay un gas que altera
la estructura de los nervios
y ataca nuestro código genético.”
¿Quién conoce las especies
que vendrán después de las nuestras?

    En el costado oriental de la cámara,
    viendo de frente cómo brota el sol
    oscuro y congelado, con una mano tiesa,
    la momia disecada. Sólo tres dientes quedan
    en su mandíbula de polvo. Un rumor
    de rugidos se levanta cuando el perro
    olfatea la presa, los huesos del tapir
    en la turba hace mil años enterrados.
    Somos producciones momentáneas de este planeta,
    igual el ave que tu sonrisa cuando llena el día,

la lombriz lo mismo que aquel satirio
musical y herbívoro. Todo animal fermenta
en este átomo, la tierra.
    Como un niño demasiado fuerte,
    como un niño en exceso orgulloso,
    el frío. Y bajo el agua, fuego
    nuevamente. Separadas moléculas
    se encienden. Del oxígeno, llama;
    el hidrógeno estalla. Y en el cauce
    del río, peces cegados por estrellas,
    los mismos peces siempre diferentes.

Cuando hacíamos hachas de sílex,
cuando el hielo nos hacía huir
rumbo al sur y tocábamos
con pies desnudos la tierra de Marruecos,
los crustáceos iniciaban
su camino hacia la cámara donde está
la mortaja de jade.
En ese mismo instante,
en Salamina, la escuadra persa
se hundía en las aguas limpias
del Mediterráneo. Hoy Venecia
es una cloaca enorme y el Adriático
está contaminado. Musgo, liquen,
rosa carbonizada o vermes densos,
¿quién conoce las especies

    que nos precedieron? Todo
    pasa mientras el todo permanece.

“Las fábricas y los vehículos
de combustión interna consumen aquí”,
bajo este sol que ya no existe para nosotros,
bajo esta masa densa (corazón oscuro
de una nuez de polvo), “catorce mil
metros cúbicos de combustibles”.
(Y no hablo del gas ni del tetraetilo
de plomo quemado libremente en el aire.)
“Nos movemos diariamente dentro
de cinco mil seiscientas toneladas métricas
de monóxido de carbono, entre cuatrocientas
dieciocho toneladas de hidrocarburos,
metidos en ciento veinticinco
toneladas de bióxido de azufre.”
    Y el huracán, mientras tanto,
    oxidado de arrugas, podrido por el mar,
    hecho tierra, da la vida a las algas
    que se reproducen igual que dos mil
    millones de años atrás. Botticelli
    pintaba la primavera cuando se construía
    el teocalli de México, en el mismo sitio
    donde los tanques avanzan hoy
    contra la clase obrera. Las plantas
    angiospermas nacieron casi al mismo
    tiempo que nosotros, sólo cien millones
    de años antes que Brahms. El mundo empieza
    y acaba sin cesar; cada instante
    se encuentra en su comienzo
    y en su fin, densidad, densidad.
    Los déspotas intentan pensar
    en lugar de los pueblos, pero la distancia
    entre el altar y la silla del poder
    es pequeña. Esquilo lo sabía,
    por eso luchó, a los treinta y cinco
    años de edad, contra los persas.

    Nos levantamos como niños demasiado
    soberbios porque hemos arrancado el fruto
    del árbol hasta ahora prohibido
    y hemos dominado el fuego. Tenemos
    soles en las manos. Pero en Tlatelolco

“el ácido sulfúrico se diluye
en la lluvia”, cada día más ácida,
que entra en cornisas de la iglesia
y se hunde entre las plumas de las palomas.
La pirámide entonces se carcome
y toda vida vegetal entra en peligro.
(No salgas a caminar, mujer, bajo la lluvia:
no hay sitio ya
para un amor tan ciego. Despertamos.)

    Veo de nuevo el traje rígido
    de jade, las dos mil seiscientas
    piezas que recubren la anatomía
    de este caudillo o hijo de emperador,
    el guerrero de una dinastía carcomida,
    cubierto por una máscara implacable.

Agosto se apresura y ya lo sigue julio,
y mientras los cristianos iban
a Damasco, hay un gruñido sordo:
el perro me arrebata el hueso ya roído
y el volcán se encabrita.

    Porque el fuego nada es
    sin la tierra y la sombra, nada
    sin el frío que lo doma.
    Como un niño contraído y débil,
    como un niño brutal y poderoso.

 


 

El mono de bronce

(Homenaje a Darwin)

A Uriel Aréchiga

La corteza terrestre es un
inmenso museo.

El origen de las especies

 

Sentado sobre unos libros enormes,
casi diría que pensando –tiene
en la pata derecha un compás–,
el mono de bronce observa
el cráneo de un hombre. ¿Así
seré yo? ¿Tanto trabajo para producir
una obra tan frágil?


“Cada uno de nosotros empezó por ser,
también, una célula. Toda la información,
todo el programa de lo que seríamos,
estaba encerrado ahí, en esos cromosomas.”

    Tu nariz, la forma de tu brazo
    y la cóncava estructura de tu espalda.
    Cada una de tus pestañas y tu sexo.
    Aun así, nadie posee sus miembros
    y su vida sino porque los quiere:
    el animal no puede mutilarse
    ni darse muerte.

Pero hablemos en serio: el mono
orina frente a todo el mundo,
contra el viento, y lo podemos encerrar
en un zoológico, no entiende
música, su cola es prensil, no fabrica
herramientas, no habla, no escribe,
no hace habitaciones con claros
de 50 por 27, ni fantásticas torres
de 700 metros de altura. Pero sí
guturales sonidos metafísicos,


“Todos los seres vivos están formados
por sustancias químicas de idéntica
naturaleza, compuestas de carbono,
anillos y cadenas.”

    Una espiral y un ácido me permiten pensar;
    la estructura molecular básica
    ha intervenido en dar un ángulo
    especial a tus ojos y a tu cuello.
    En tu lengua hay minerales
    que buscan identificarse con los míos.
    Te invento: sumamos un organismo
    inseparable. ¿Sabías que en los meteoritos
    hay fósiles y que nosotros,
    seres vivos, comemos luz?

El mono come hierbas. Nosotros carne, hierbas
e insectos. Claro, por favor, nosotros
cocinamos la comida. Atrapamos langostas
y las bañamos en salsa Thermidor. (Aunque
hay hombres que comen tierra porque tienen
    hambre
de hierro.) Nosotros doramos faisanes
en el horno y dicen que los romanos
comían lenguas de colibrí,
tal vez para aclarar sus voces
en el circo, cuando daban órdenes mortales.


“Hay, ya se sabe, una evolución química,
anterior a la evolución orgánica,
pues también los filamentos en espiral
generan objetos semejantes a ellos.
La glicerina puede dar a luz cristales,
que se autorreproducen y el fuego tiene
una morfología específica, metabolismo,
oxida materiales orgánicos, degrada
energía química a térmica, crece
y decrece y se reproduce y muere.”

    Lo mismo que nosotros: mi calor
    te contagia, te abrasa y contamina.

De una de las ramas biológicas más recientes,
por un azar, aparecieron los mamíferos
superiores, los antropoides y el hombre
mismo. Señores, el mono es simplemente,
llanamente, limpiamente animal. Nosotros,
en cambio, estamos manchados. Seres híbridos
de naturaleza y razón, sexo y palabras.


    Cuando muramos, amor, nos degradaremos
    químicamente, por oxidación. O seremos
    quemados, o tal vez devorados por animales
    necrófagos. Quizá nos atrape la turba,
    o nos conservemos en hielo para ser masticados
    por los perros hambrientos
    del futuro medievo. Tal vez se dé
    una mineralización progresiva
    de nuestra carne. Bebamos, pues.
    Recuerda, mujer,
    que pasaremos: sombras sólo
    de un ave en el agua enlodada.

 


 

Bajo la pesada losa del mundo

 

Sobre la Tierra, estamos enterrados.
Todo su peso cárdeno
se vuelca sobre mis pies antiguos.
Toda la Tierra me avienta sobre el cielo,
me sujeta en mi raíz
y me hunde entre sus manos.
Despedazado estoy.
Mis ojos van allá, por el impulso,
mas presos en órbitas se quedan,
asidos a su fin y a su condena.

Toda la Tierra es una losa terrible
sobre cuerpos caducos y marchitos.
Los cielos rosáceos se coloran aún más de sangre
    violenta
que se arroja por los ojos.
Bajo la pesada losa de la Tumba Terrestre,
se mueven vidas sepultadas,
muertos que se engañan.
Pero las tumbas se violan,
para encontrar los huesos,
deshechos en pedazos, débiles al tacto.

El dolor nace y se queda, callado,
en las voces de los muertos que palpitan.
El dolor es propio: nace del corazón
y se renueva con la sangre, en su latente
perfección de círculo, de cansada finitud.

Un día amaneceré resucitado.

 


 

Siempre sueño la realidad

 

                                                            El sueño todo, en fin, lo
                                                                 poseía;
                                                            todo, en fin, el silencio
                                                                 lo ocupaba...

                                                            Sor Juana Inés de la Cruz

                                                         Sin cuellos machas cabezas
                                                               pululaban;
                                                         unidos de hombros vagaban
                                                              desnudos brazos...

                                                                                Empédocles

 

Pues hormiga, vegetal, mujer o piedra,
todo, por fortuna, se corrompe y pasa
y se destruye y el mundo entero
se equilibra y denso quiebra
al mármol mismo y ya le arranca
mariposas; yo quizá entonces sólo
río, sólo luz brevemente enamorada
que digiere y avanza, amenazada sombra,
sueño. Te he soñado tres veces
en mitad del espanto
y en la penumbra tensa de la sábana.
Soñé también en el estrago
de árboles inmóviles, en la ruina
y en las máquinas de pronto detenidas
por óxidos sombríos. Y combatí
contra la noche armada y soñé
velo tras velo, párpado a párpado,
el cuerpo natural, el tiempo seco,
el pez varado y con su ojo terco:
brutal paisaje donde sólo hay viento
(y por detrás del viento, el hueco
suave de una larva ciega). Soñé
al torturado, que en la cárcel
busca arrancarse, silenciosamente,
sólo una cierta parte del encéfalo
para no delatar, en el sueño,
a sus amigos; a la mujer que intenta
arruinarse la boca con la sombra
para no revelar al esposo dormido
el nombre del amante. Pero nada ocurre.
Yo te construyo hacia adentro
y habitas en mi cráneo con un rumor
de helechos, con un filo de espadas.
La cacería en que voy es una imagen
pura; el venado herido no vierte aquí
su sangre, en el colchón nocturno,
donde sólo es verdad el resorte
implacable incrustado en la espalda.
¿Dónde termino yo, dónde empieza
mi cuerpo? Me muevo entre los átomos
que traspasan mi terca geografía.
Sólo puedo ser lo que soy
si me sueño, si intercambio
salivas con esta tierra grasa
y musical y eterna, que me altera
y conserva. Estoy descuartizado, créeme.
Viudos de tus manos van mis hombros;
tus senos completan mi delirio;
de tu cuello brota mi cabeza;
las yemas de mis dedos se acostumbran
a mirar suavemente tus cabellos sonoros.
Perteneces de cuerpo entero a la realidad,
por eso te sueño como te pienso
mientras duermo bestial, mineralmente.
Sueño entonces la libertad
y la desesperanza, el día
en que la cosecha brote
al paso del sembrador. Siempre sueño
la realidad: todo lo que existe
merece perecer.