Nombra el poeta con un silencio ante la cosa oscura, con un grito ante el objeto luminoso. Pero ¿qué cosa dicen de las cosas los nombres? ¿Se conoce al gallo por la cresta guerrera de su nombre, gallo? ¿Dice mi nombre, Eduardo, algo de mí? Cuando nací ya estaba creado el nombre, mi nombre, pero creció conmigo como un zarzal de letras, penetró en la sangre que llenaba apenas el fondo de la copa, tiburón en playas bajas. Fue prendiendo sus garfios en mi cuerpo, se enredó con mis vísceras, infló un segundo, verde corazón junto al mío. El nombre deja marca, trastorna el laberinto digital, cicatriza y se abre su herida terminada en o, como la piel del lago con la quilla de la palabra guijarro. Y nada, pese a todo, dice el nombre de mí. Tener nombre no es nada, cosa en el vuelo. Las relaciones de cosas, los idilios librados entre cosas, los privadísimos odios entre la dalia y la silla, los parentescos de sangre establecidos entre el felpudo verde y los poemas de Gonzalo de Berceo, la sospechosa bastardía del plumero en la jaula de los leones ¿tienen su nombre? Cosa desnuda, transparente a fuerza de proyectar sin nombre su materia. Cosa en escape como el vuelo extremado más veloz que el vuelo o caza sin alcance. He aquí la cosa para nombrar, poeta: nombre del pan que tiembla ante el cuchillo, del cuadro que en el terremoto altera el ojo y el pincel, del crimen y el asado de ternera.
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