Material de Lectura

Jorge Teillier



Selección y nota introductoria de Hernán Lavín Cerda



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Nota introductoria


A partir del árbol de la memoria encantada y mezclando dicha memoria con un poco de nostalgia podremos vislumbrar los límites del país de nunca jamás, esa región de nuestra infancia donde todo es real, por ser ficticio, en medio de una naturaleza compuesta de pájaros, mamíferos, trenes como culebras, roedores, árboles no siempre frutales, espíritus en forma de humo, de música, mariposas fosforescentes, relámpagos, lluvias casi infinitas, nieblas, temblores, nidos, aguas que no dejarán de deslizarse hasta el fin del mundo. Todo es evocado a través de la poesía como si fuese una arcadia que se nos fue de las manos y donde no somos otra cosa que huérfanos o fantasmas. Jorge Teillier es el único responsable intelectual de esta mágica aventura que aún no se interrumpe. Me parece que estamos en presencia de un visionario que tuvo el valor del inocente y supo prolongar su iluminada adolescencia dentro de una atmósfera mítica que se constituyó, por último, en la atmósfera de fundación de un paraíso perdido.

Nos conocimos en 1958, cuando la Sociedad de Escritores de Chile acababa de publicarle su segundo libro en Ediciones Alerce; me refiero a El cielo cae con las hojas, un pequeño pero intenso volumen de 31 páginas y en tiraje de sólo 500 ejemplares. Por aquellos días me regaló un ejemplar de su primera obra, Para ángeles y gorriones, que fue una autoedición de 400 ejemplares.

Casi treinta años después de nuestro primer encuentro, releo la obra de Jorge Teillier y descubro la maravillosa creación de un universo absolutamente arcádico y unitario, me atrevería a decir que desde su primer poema. Universo deslumbrante, de paraíso perdido y recobrado a través del lenguaje, de macromundo y micromundo, de estimulantes olvidos y de no menos estimulante memoria, de conjugaciones en tono condicional o futuro, de pretérito sugerente, de muchachas no siempre en flor, de doncellas melancólicas, de amigos muertos, de vagabundos, de lechuzas que con sus ojos iluminan la noche, de tabernas, de trenes que parecen deslizarse, inmóviles, bajo el peso de la lluvia; de nostalgia interminable, de estrellas, de cohetes en el cielo, de orugas, de queltehues, de esa especie de hongos llamados digüeñes, de manzanas, patos silvestres, patios abandonados, hogueras, silbidos, fantasmas o aparecidos junto al lago, gorriones, ángeles, cartas no enviadas, daguerrotipos, casas tan húmedas como el humo de las chimeneas o los espejos rotos donde se reflejan, huevos de perdiz, caballos lentos como la respiración pausada del poeta que los hace nacer de nuevo en sus versos que también respiran por todos nosotros, los que se quedaron, los que partieron, los que tal vez pertenecen a la historia de la noche, de las fumarolas, la transparencia o las cenizas.

El ensayista Alfonso Calderón señala en su estudio Aproximaciones a la poesía de Jorge Teillier:

 

Me atrevo a sugerir algunos aportes fundamentales de Teillier a la lírica nacional (se refiere a la chilena, como es obvio), esbozándolos:

a) Creación y asentamiento de una nueva mítica poética (la que él mismo designaría como lárica, siguiendo la huella de Rainer María Rilke).

b) Búsqueda de un lenguaje en el que existe un núcleo emotivo capaz de dejar que muchas imágenes eficaces puedan perpetuarse independientemente del poema, sin perder la voluntad de vínculo.

c) Hallazgo de un metarrealismo, o realismo secreto, que no aspira al regocijo estático del bodegón, sino a existir dentro de una temporalidad subjetiva.

d) Aprovechamiento de una tradición literaria dispersa (Alicia en el país de las maravillas, Peter Pan y Wendy, Pickwick Paperʼs, Stevenson, Salgari, Alain Fournier, Un huracán en Jamaica, el desorden sobrerrealista de los hermanos Marx, etcétera) para reaparecer desde el otro lado del espejo con la palabra propia.

 

Sospecho que Teillier, en otro sentido, fue un adelantado. Más que ecología, vislumbro la ecofilia en casi toda su obra. Acaso el último de los románticos (o uno de los últimos que, por feliz paradoja, continuarán apareciendo). El que canta en voz baja, sin énfasis, como despidiéndose del mundo. Más que un canto, el murmullo de una hipersensibilidad dotada para la noción de gracia: el hijo pródigo que nunca acaba de volver, aunque su vida es la vuelta perpetua hacia el país de nunca jamás, como dice uno de sus libros.

Jorge Teillier nació en Lautaro, al sur de Chile, el 24 de junio de 1935 (día de la muerte de Carlos Gardel).* Otros de sus libros son: El árbol de la memoria, 1961; Poemas del país de nunca jamás, 1963; Los trenes de la noche y otros poemas, 1964; Crónica del forastero, 1968; Muertes y maravillas, 1971; Para un pueblo fantasma, 1978; Cartas para reinas de otras primaveras, 1985.

Ha sido traducido a varios idiomas; sin embargo, le hubiera gustado ser traducido "al papiamento y al malgache". Tiene dos hijos, Sebastián y Carolina, que conocí cuando balbuceaban los primeros monosílabos de su vida. Pero la película va tan veloz que en el horizonte genealógico apareció Tania Portugal, la nieta, nacida y residente en Lima, la convulsa y bella capital del Perú.

Relee más que lee, lo cual le parece un signo de precoz envejecimiento. Una vejez sabiamente vital, agregaríamos desde México. Actualmente a Nicolás Garin, Joseph Conrad, Hans Fallada, Raymond Chandler, Gaston Leroux, Gonzalo Bulnes. Y seguramente Lubicz Milosz, Robert Louis Stevenson, Lewis Carroll, Alain Fournier, Francis Jammes, Rainer Maria Rilke, Antonio Machado, y René Char, entre tantos otros.

Ha extraviado el pasaporte y el carnet de identidad. Más allá de este olvido no del todo involuntario, "le gustaría ver aparecer un Ovni, como el que vio en su ciudad natal al mediodía del mes de enero de 1958; hacer un viaje en velero hacia Chiloé, y uno en el ferrocarril de Temuco a Carahue, la Ciudad que fue".

A continuación presentamos una muestra de la poesía de Jorge Teillier, el hermano que transcurre como la niebla entre las araucarias. Más que una voz, he aquí una visión que aún está muy poco divulgada en América Latina.

 

Hernán Lavín Cerda



* Falleció el 22 de abril de 1996, en Viña del Mar. (N. del E.)
 

Alegría



Centellean los rieles
pero nadie piensa en viajar.
De la sidrería viene olor
a manzanas recién molidas.
Sabemos que nunca estaremos solos
mientras haya un puñado de tierra fresca.

La llovizna es una oveja compasiva
lamiendo las heridas
hechas por el viento de invierno
La sangre de las manzanas
ilumina la sidrería.

Desaparece la linterna roja
del último carro del tren.
Los vagabundos duermen
a la sombra de los tilos.
A nosotros nos basta mirar
un puñado de tierra en nuestras manos.

Es bueno beber un vaso de cerveza
para prolongar la tarde.
Recordar el centelleo de los rieles.
Recordar la tristeza
dormida como una vieja sirvienta
en un rincón de la casa.
Contarles a los amigos desaparecidos
que afuera llueve en voz baja
y tener en las manos
un puñado de tierra fresca.


Bajo un viejo techo



Esta noche duermo bajo un viejo techo,
los ratones corren sobre él, como hace mucho tiempo,
y el niño que hay en mí renace en mi sueño,
aspira de nuevo el olor de los muebles de roble,
y mira lleno de miedo hacia la ventana,
pues sabe que ninguna estrella resucita.

Esa noche oí caer las nueces desde el nogal,
escuché los consejos del reloj de péndulo,
supe que el viento vuelca una copa del cielo,
que las sombras se extienden
y la tierra las bebe sin amarlas,
pero el árbol de mi sueño sólo daba hojas verdes
que maduraban en la mañana con el canto del gallo.

Esta noche duermo bajo un viejo techo,
los ratones corren sobre él, como hace mucho tiempo,
pero sé que no hay mañanas y no hay cantos de gallos,
abro los ojos para no ver reseco el árbol de mis sueños,
y bajo él, la muerte que me tiende la mano.


La última isla

 

De nuevo vida y muerte se confunden
como en el patio de la casa
la entrada de las carretas
con el ruido del balde en el pozo.
De nuevo el cielo recuerda con odio
la herida del relámpago,
y los almendros no quieren pensar
en sus negras raíces.

El silencio no puede seguir siendo mi lenguaje,
pero sólo encuentro esas palabras irreales
que los muertos les dirigen a los astros y a las hormigas,
y de mi memoria desaparecen el amor y la alegría
como la luz de una jarra de agua
lanzada inútilmente contra las tinieblas.

De nuevo sólo se escucha
el crepitar inextinguible de la lluvia
que cae y cae sin saber por qué,
parecida a la anciana solitaria que sigue
tejiendo y tejiendo;
y se quiere huir hacia un pueblo
donde un trompo todavía no deja de girar
esperando que yo lo recoja,
pero donde se ponen los pies
desaparecen los caminos,
y es mejor quedarse inmóvil en este cuarto
pues quizás ha llegado el término del mundo,
y la lluvia es el estéril eco de ese fin
una canción que tratan de recordar
labios que se deshacen bajo tierra


He confiando en la noche



He confiado en la noche
pues durante ella amo la vida,
así como los pájaros
aman la muerte a la salida del sol.
Pero la noche
es sino una brizna de pasto
volando al resoplido de un potrillo
y a la luz desigual del fuego de leña
veo que sólo me queda el terror del gusano
sintiendo el trueno en la gota de agua,
la tempestad en la caída de las agujas del castaño.


Vimos llegar mañana



Vimos llegar mañanas
que eran bandadas de grullas
con maravillas en las pupilas
y las seguimos a puertos olvidados.
Allí nos esperaban muchachas descalzas
con las que bailamos en los galpones
donde se guardan las redes y los remos.

Las grullas de la mañana se van
como serpentinas tras la fiesta.
Alguien niega su amor
a nuestro hermano el vagabundo.
Pero una banda de músicos ebrios
nos guía hacia circos pobres
para que hallemos a todos los amigos.

Los trenes de carga nos dejan en pueblos
donde nos esperaba el verano
reuniendo gavillas de islas amarillas,
pero de pronto las inundan
los ríos silenciosos de la medianoche
y huimos hacia el granero ruinoso,
del que el viento era dueño y señor.

Un gallo canta.
Mil gallos le responden.
El tiempo entrega a los artesanos
la greda de nuevos días,
y cuando salgamos de nuestro encierro
la lluvia encontrará caminos desconocidos
para escribir de nuevo nuestra historia.


Ella estuvo entre nosotros



Ella estuvo entre nosotros
lo que el sol atrapado por un niño en un espejo
Pero sus manos alejan los malos sueños
como las manos de la lluvia
las pesadillas de las aldeas.

Sus manos que podían dar de comer
a la noche convertida en paloma.

Era bella como encontrar
nidos de perdices en los trigales.
Bella como el delantal gastado de una madre
y las palabras que siempre hemos querido escuchar.

Cierto: estuvo entre nosotros
lo que el sol en el espejo
con que un niño juega en el tejado.
Pero nunca dejaremos de buscar sus huellas
en los patios cubiertos por la primera helada.

Sus huellas perdidas
tras una puerta herrumbrosa
cubierta de azaleas.


Poema de invierno



El invierno trae caballos blancos que resbalan en la helada.
Han encendido fuego para defender los huertos
de la bruja blanca de la helada.
Entre la blanca humareda se agita el cuidador.
El perro entumecido amenaza desde su caseta
al témpano flotante de la luna.

Esta noche al niño se le perdonará que duerma tarde.
En la casa los padres están de fiesta.
Pero él abre las ventanas
para ver a los enmascarados jinetes
que lo esperan en el bosque
y sabe que su destino
será amar el olor humilde de los senderos nocturnos.

El invierno trae aguardiente para el maquinista y el
[fogonero.
Una estrella perdida tambalea como baliza.
Cantos de soldados ebrios
que vuelven tarde a sus cuarteles.

En la casa ha empezado la fiesta.
Pero el niño sabe que la fiesta está en otra parte,
y mira por la ventana buscando a los desconocidos
que pasará toda la vida tratando de encontrar.


La llave



Dale la llave al otoño.
Háblale del río mudo en cuyo fondo
yace la sombra de los puentes de madera
desaparecidos hace muchos años.

No me has contado ninguno de tus secretos.
Pero tu mano es la llave que abre la puerta
del molino en ruinas donde duerme mi vida
entre polvo y más polvo,
y espectros de inviernos,
y los jinetes enlutados del viento
que huyen tras robar campanas
en las pobres aldeas.
Pero mis días serán nubes
para viajar por la primavera de tu cielo.
Saldremos en silencio,
sin despertar al tiempo.

Te diré que podremos ser felices.


En la secreta casa de la noche



Cuando ella y yo nos ocultamos
en la secreta casa de la noche
a la hora en que los pescadores furtivos
reparan sus redes tras los matorrales,
aunque todas las estrellas cayeran
yo no tendría ningún deseo que pedirles.

Y no importa que el viento olvide mi nombre
y pase dando gritos burlones
como un campesino ebrio que vuelve de la feria,
porque ella y yo estamos ocultos
en la secreta casa de la noche.

Ella pasea por mi cuarto
como la sombra desnuda
de los manzanos en el muro,
y su cuerpo se enciende como un árbol de pascua
para una fiesta de ángeles perdidos.

El temporal del último tren
pasa remeciendo las casas de madera.
Las madres cierran todas las puertas
y los pescadores furtivos van a repletar sus redes
mientras ella y yo nos ocultamos
en la secreta casa de la noche.


Tarjeta postal



Me decías que no me enamorara de tu hermana menor,
aquella que aún temía a los duendes
que salen de los rincones a robar nueces.
Y yo te contestaba
que en el cielo podía leer tu nombre
escrito por los pájaros
y que las nubes flotaban como los gansos
en el patio dominical de tu casa
que me hablaba con su lenguaje de gorriones.

Este domingo me veo de nuevo en el salón
mirando revistas viejas y daguerrotipos
mientras tú tocas valses en la pianola.

Alguien me ha dicho en secreto que la primavera vuelve
La primavera vuelve pero tú no vuelves.
Tu hermana ya no cree en los duendes.
Tú no sabrías escribir mi nombre
en los vidrios cubiertos de escarcha,
y yo sólo puedo contar mis recuerdos
como un mendigo sus monedas en el frío del otoño.


Sentados frente al fuego



Sentados frente al fuego que envejece
miro su rostro sin decir palabra.
Miro el jarro de greda donde aún queda vino,
miro nuestras sombras movidas por las llamas.

Ésta es la misma estación que descubrimos juntos:
a pesar de su rostro frente al fuego,
y de nuestras sombras movidas por las llamas.
Quizás si yo pudiera encontrar una palabra.

Ésta es la misma estación que descubrimos juntos:
aún cae una gotera, brilla el cerezo tras la lluvia.
Pero nuestras sombras movidas por las llamas
viven más que nosotros.

Sí, ésta es la misma estación que descubrimos juntos
–Yo llenaba esas manos de cerezas, esas
manos llenaban mi vaso de vino–.
Ella mira el fuego que envejece.


Lewis Carroll



Un profesor de matemáticas de Oxford
El reverendo Dogson
Ligeramente tartamudo y zurdo
Nos deja en la primera casilla de otro mundo
Allí para el unicornio somos monstruos fabulosos
Y se oye el ruido de armaduras
De caballeros que piensan mejor cuando están cabeza
[abajo

El señor Dogson pasea con tres niñitas
Tal vez sueña fotografiarlas desnudas
Pero estamos en el siglo XIX
En plena Era Victoriana
Y se contenta con escribirles cartas festivas
Con narrarles historias
Sobre el otro lado del espejo
Y ver fluir sus tiernos rostros en el atardecer de una barca

El nombre Alicia significa ahora Aventura
Y cuando lleguemos a la octava casilla
Empezaremos a ser reyes
En un juego que ya no vamos a olvidar.


Letra tango



La lluvia hace crecer la ciudad
como una gran rosa oxidada.
La ciudad es más grande y desierta
después que junto a las empalizadas del Barrio Estación
los padres huyen con sus hijos vestidos de marineros.
Globos sin dueños van por los tejados
y las costureras dejan de pedalear en sus máquinas.
Junto al canal que mueve sus sucias escamas
corto una brizna para un caballo escuálido
que la olfatea y después la rechaza.
Camino con el cuello del abrigo alzado
esperando ver aparecer luces de algún perdido bar
mientras huellas de amores que nunca tuve
aparecen en mi corazón
como en la ciudad los rieles de los tranvías
que dejaron hace tanto tiempo de pasar.


La puerta del jardín sigue abierta



La puerta del jardín sigue abierta.
El viento la hace golpear
y volver a golpear el cerco.
La sombra de los girasoles
me hace recordar con odio tu sonrisa de extranjera
que se burló de mí en la fiesta de mis enemigos.


Un año, otro año

 

El que durmió largo tiempo
despertó en la fría tarde,

foráneo y solo
en el sur donde nace la lluvia.

Juan Cunha



I

En el confuso caserío
la luna escarcha los tejados.
El río echa espumas
de caballo enfurecido.
Se extingue una nube rojiza
que es el último resplandor de la fragua.

Nadie mira hacia las ventanas
después que el día huye
entre las humaredas de los álamos.
Ha huido este día que es siempre el mismo
como la historia contada por el anciano que perdió la
[memoria.

Termina el trabajo. Y todos: miedosos avaros
que alguna vez disparan contra las sombras del patio,
carpinteros ebrios, con las ropas aún llenas de virutas,
ferroviarios enhollinados, pescadores furtivos,
esperan en silencio
la hora del sueño pronunciada por relojes invisibles.

Nadie mira hacia las ventanas.
Nadie abre una puerta.
Los perros saludan a sus amos difuntos
que entran a los salones
a contemplar el retrato
que un domingo se sacaron en la plaza.
El pueblo duerme en la palma de la noche.
El pueblo se refugia en la noche
como una liebre asustada en una fosa.

II

Bebo un vaso de vino
con los amigos de todos los días.
Gruñe desganada la estufa.
El dueño del Hotel cuenta las moscas.

Los desteñidos calendarios
dicen que no se debe hablar.
"No se debe hablar", "no se debe hablar"
repiten las moscas, la estufa, la mesa
donde nos agrupamos como náufragos.
Pero bebemos mal vino
y hablamos de cosas sin asunto.

III

El viento silba entre los alambres del telégrafo.
Malas señales: aullidos frente a una puerta que nadie abre
Y tras la máscara del sueño
me espera el día que ahora creo abandonar.


Para hablar con los muertos



Para hablar con los muertos
hay que elegir palabras
que ellos reconozcan tan fácilmente
como sus manos
reconocían el pelaje de sus perros en la oscuridad.
Palabras claras y tranquilas
como el agua del torrente domesticada en la copa
o las sillas ordenadas por la madre
después que se han ido los invitados.
Palabras que la noche acoja
como a los fuegos fatuos los pantanos.

Para hablar con los muertos
hay que saber esperar:
ellos son miedosos
como los primeros pasos de un niño.
Pero si tenemos paciencia
un día nos responderán
con una hoja de álamo atrapada por un espejo roto,
con una llama de súbito reanimada en la chimenea,
con un regreso oscuro de pájaros
frente a la mirada de una muchacha
que aguarda inmóvil en el umbral.


IV (fragmento de Crónica del forastero)



El viento y el miedo golpean los muros.
Se ha ido el relámpago del caballo del alba.
Uvas marchitas sueñan con el vino
donde podrían resucitar.

La muerte,
esa manzana llevada por la bruja,
y ahora golpea los muros
sin dejarnos dormir.
La muerte será una hoguera
junto a la cual nos agruparemos.

Quizás alguna vez he muerto. Y era otro
el que alejándose de la cocina huérfana
donde los duendes echaban de menos
a aquélla de la que ocultaban ollas y sartenes,
deletreaba el nombre de la Agencia de enfrente
mientras oía el chirrido de la soldadura del ataúd.

Llegaba hasta la calle el runruneo de los rezos.
Los tíos salían a tomar una cerveza antes de seguir el
[cortejo.
Es largo el camino al cementerio.
Los visitantes miraron por última vez la cara de la muerta.
("Un niño se murió y lo sembraron" oí decir a una niña
[de cuatro años).

Yo sabía que alguna vez se lloraría por mí mismo.
Todos seguimos alguna vez nuestro cortejo
y hemos resucitado tantas veces
en el moscardón que ronda las casas.
Todos hemos estado
en el puñado de tierra
que lanzamos por primera vez a ese ataúd.


V (fragmento de Crónica del forastero)



Un desconocido
nace de nuestro sueño.

Abre la puerta de roble
por donde se entraba a la quinta de los primeros colonos,
da cuerda a relojes sin memoria.

Las ventanas destruidas
recobran la visión del paisaje.

Aparecen en los umbrales las marcas
que señalaban el crecimiento de los niños.

Mientras dormimos junto al río
se reúnen nuestros antepasados
y las nubes son sus sombras.

Se reúnen los que partiendo de Burdeos o Le Havre
llegaron a la Frontera por caminos recién trazados
mientras sus mujeres daban a luz en las carretas.

Se reúnen los que fueron contrabandistas de ganado,
ladrones de tierra, dueños de hoteles o almacenes,
bandoleros, pioneros de hachas y arados.
Los que mataron mapuches y aprendieron de los
[mapuches
a beber sangre de corderos recién sacrificados,
y fueron enterrados en lo alto de una colina
mientras los deudos se reunían a tomar aguardientes en
[el Bajo

Hablan de su resurrección
los ríos cuyos primeros puentes construyeron
las herramientas aún guardadas en los galpones,
y los que ahora son partículas de alerce
creen escuchar las campanadas anunciando el primer
[incendio
del pueblo levantado con tablas sin labrar
en medio del invierno del fin del mundo.

En los establos y prostíbulos
se entrelazan parejas furtivas.
Se celebran matrimonios en capillas rústicas.
Los hermanos se matan por herencias.
Los hijos volverán cantando canciones de trincheras.
Las carretas cargadas con los sacos de las primeras
[cosechas
llegan a las bodegas.

El sol quiere alcanzar el árbol de nuestra sangre,
derribarlo y hacerlo cenizas
para que conozcamos a los visibles sólo para la memoria
de quienes alguna vez resucitaremos en los granos de trigo
o en las cenizas de los roces a fuego,
cuando el sol no sea sino una antorcha fúnebre
cuyas cenizas creeremos ver desde otras galaxias.

El silencio del sol nos despierta.
¿De dónde viene ese chirriar de puertas invisibles?
Los visitantes miran la mesa vacía y tratan de decirnos
que hace falta derramar la ofrenda de vino en las tumbas.
En el corazón de los alerces se apaga un tictaqueo
[repitiendo:
"No hay tiempo, no hay memoria".

Griterío de choroyes
en busca de trigales.
A orillas del río
buscamos huellas.
Rápido parpadeo
de un día de verano
que despierta con nosotros.


XIV (fragmento de Crónica del forastero)



Somos los ociosos que en la tarde
se reúnen en la plaza.
Entraremos a ver las llovidas películas que llegan de
[provincia.
Canta Jeanette MacDonald y responde Nelson Eddy.
Reímos con Laurel y Hardy. Y de pronto
"El Muelle de las Brumas" y "Grandes Ilusiones".
En los barrios bajos, negras ollas sin fuego.
Se habla del Centenario del Manifiesto Comunista.
Hay campos de concentración y un Fantasma recorre el
[mundo.
Un zapatero nos presta libros y diarios perseguidos.
Sabemos –más allá de las puertas que se empujan
[o cierran cada día–
más allá del parloteo alrededor de la sopa de cada día
cuando en la mañana vemos la hierba encanecida
y quebramos la escarcha de la jofaina,
que se debe esperar, esperar.
(Teníamos años y años por delante
y esperanzas y esperanzas como las calles interminables
y las estrellas sobre nuestras cabezas).
No soñamos con ser médicos ni abogados, ni empleados
[de banco.
Para otros está el pasear como tenientes
con las buenas muchachas del pueblo
(sin embargo, cuánto daríamos para que apareciera una
[mujer
en el frío lecho de estudiante).
Leemos a hurtadillas bajo el pupitre, o bajo las sucias
ampolletas de las pensiones a Dostoievsky, Jesse, Knut
[Hamsun…
Somos los que viven
al otro lado del río o de la vía férrea.

Tarde en la Feria de Entretenciones. Un frío viento
nos hace envolvernos en las bufandas. Miro
a la muchacha del Tiro al Blanco
que coquetea con los conscriptos. La rueda gigante
nos invita a huir del cielo y de la tierra.

La lluvia dispersa a todo el mundo, sin dejarnos ganar
ni una botella al juego de las argollas.
Un millón de blancas palomas de maíz
va a iluminar los sueños de los niños del barrio.

Adiós muchachos. A medianoche
esa canción en la victrola a cuerda del prostíbulo.
El dinero alcanza sólo para una cerveza
(remolino de turbina amarga dentro de la piel fría del
[vaso).

Estrellas tiernas
nacen entre los cerezos. Los caballos mojados
de los carabineros
dan topetones a los cercos. Una prostituta
habla de su novio y de su casa junto a un lago.
Otra discute su precio con un pastor evangélico. Adiós
[muchachos.

Esperábamos algo, sin duda,
algo entre las puertas que abríamos y cerrábamos,
cuando tras romper la escarcha de las jofainas
el día nos saludaba con un muro a punto de caer,
noticias de nuevas guerras;
algo al no creer en la rutina de los mayores
y escribir en los cercos por la paz, el pan, la libertad.
Crecían bajo nosotros raíces de nuevos mundos.

Ahora,
uno me escribe: Vivo en un pueblo donde me llaman
el loco y los niños me tiran piedras
cuando paso por las calles. Otros son oscuros oficinistas
y yacen en una pieza de pensión con toda su familia.
Otros explotan la Revolución que no quieren
y viajan a su costa por el mundo.
Otros sueñan con ser gerentes.
Otros duermen en vagones de carga y necesitan
tratamientos antialcohólicos y psiquiatras. Adiós
[muchachos…

Y yo
juego con los recuerdos
a la gallina ciega.

Abramos las manos:
las larvas son
mariposas blancas
volando sobre las tumbas
sobre las cuales jugamos brisca.

Veo un amigo tratando
de atrapar una trucha en el estero.
Hemos hecho la cimarra para buscar digüeñes.
Y dejamos que el cielo
libremente haga maduros nuestros rostros.
Nos reunimos en la afueras del Convento
que estuvo cerrado por el crimen de un cura.
Una muchacha se asoma entre los visillos de la ventana
[de enfrente.
Una muchacha debiera sonreímos.

¿Quién soy yo? ¿Quién pensabas tú que yo sería?
–Déjate de jugar a los recuerdos.
Aquí estás después de años y años.
De tantos días con olor a ropa mojada
y tedio infinito en las salas del Liceo.
De viajes de un pueblo a otro. De prostitutas que hablaban
de novios y casas a orillas de un lago. De horas
acodados en las vidrieras de los almacenes.
Y si yo hubiera sido un buen alumno, no recordaría
el olor a ilang-ilang –fantasma adolescente–,
las lágrimas por nada en estaciones vacías,
el cuerpo de mujer deseado en el cuarto de pensión,
el vino y la lectura compartida con los artesanos.

Vuelo blanco
de una mariposa que muere
entre habas nuevas.


Edad de oro



Un día u otro
todos seremos felices.
Yo estaré libre
de mi sombra y mi nombre.
El que tuvo temor
escuchará junto a los suyos
los pasos de su madre,
el rostro de la amada será siempre joven
al reflejo de la luz antigua en la ventana,
y el padre hallará en la despensa la linterna
para buscar en el patio
la navaja extraviada.

No sabremos
si la caja de música
suena durante horas o un minuto;
tú hallarás –sin sorpresa–
el atlas sobre el cual soñaste con extraños países,
tendrás en tus manos
un pez venido del río de tu pueblo,
y Ella alzará sus párpados
y será de nuevo pura y grave
como las piedras lavadas por la lluvia.

Todos nos reuniremos
bajo la solemne y aburrida mirada
de personas que nunca han existido,
y nos saludaremos sonriendo apenas
pues todavía creeremos estar vivos.


Cuando todos se vayan



Cuando todos se vayan a otros planetas
yo quedaré en la ciudad abandonada
bebiendo un último vaso de cerveza,
y luego volveré al pueblo donde siempre regreso
como el borracho a la taberna
y el niño a cabalgar
en el balancín roto.

Y en el pueblo no tendré nada que hacer,
sino echarme luciérnagas a los bolsillos
o caminar a orillas de rieles oxidados
o sentarme en el roído mostrador de un almacén
para hablar con antiguos compañeros de escuela.
Como una araña que recorre
los mismos hilos de su red,
caminaré sin prisa por las calles
invadidas de malezas
mirando los palomares
que se vienen abajo,
hasta llegar a mi casa
donde me encerraré a escuchar
discos de un cantante de 1930
sin cuidarme jamás de mirar
los caminos infinitos
trazados por los cohetes en el espacio


A Jack Kerouac



Jack,
a pesar de todo
pienso que temías
"la andrajosa melancolía de envejecer".
Me cuesta creer en los dioses,
en los elegidos de los dioses
y en los vagabundos del Dharma
y por eso me hubiese gustado estar en tu funeral
y que Sinatra hubiese cantado:
"No hay nada más que un corazón solitario".


Paisaje de clínica

a Rolando Cárdenas



Ha llegado el tiempo
En que los poetas residentes
escriban acrósticos
A las hermanas de los maníaco-depresivos
Y a las telefonistas.
Los alcohólicos en receso
Miran el primer volantín
Elevado por el joven psicópata.

Sólo un loco rematado
Descendiente de alemanes
Tiene permiso para ir a comprar "El Mercurio".

Tratemos de descifrar
Los mensajes clandestinos
Que una bandada de tordos
Viene a transmitir a los almendros
Que traspasan los alambres de púa.

William Gray, marino escocés,
Pasado su quinto delirium
Nos dice que fue peor el que sufrió en el Golfo Pérsico
Y recita a Robert Burns
Mientras el "Clanmore", su barco, ya está en Tocopilla.

Ha llegado el tiempo
En que de nuevo se obedece a las campanas
Y es bueno comprar coca-cola
A los Hermanos Hospitalarios.

El Pintor no cree
En los tréboles de cuatro hojas
Y planea su próximo suicidio
Herborizando entre yuyos donde espera hallar cannabis
Para enviarla como tarjeta de Pascua
A los parientes que lo encerraron.

Los caballos aran preparando el barbecho.
En labor-terapia
los mongólicos comen envases de clorpromazina.

Saludo a los amigos muertos de cirrosis
Que me alargan la punta florida de las yemas
De la avenida de los ciruelos.

La Virgen del Carmen
Con su sonrisa de yeso azul
Contempla a su ahijado
Que con los nudillos rotos
Dormita al sol atiborrado de Valium 10.

(En el Reino de los Cielos
Todos los médicos serán dados de baja).

Aquí por fin puedes tener
Un calendario con todos los días
Marcados de rojo
O de blanco

Es la hora de dormir –oh abandonado–
Que junto al inevitable crucifijo de la cabecera
Velen por nosotros
Nuestra Señora la Apomorfina
Nuestro Señor el Antabus
El Mogadón, el Pentotal, el Electroshock.


Fin del mundo



El día del fin del mundo
será limpio y ordenado
como el cuaderno del mejor alumno.
El borracho del pueblo
dormirá en una zanja,
el tren expreso pasará
sin detenerse en la estación,
y la banda del Regimiento
ensayará infinitamente
la marcha que toca hace veinte años en la plaza.
Sólo que algunos niños
dejarán sus volantines enredados
en los alambres telefónicos,
para volver llorando a sus casas
sin saber qué decir a sus madres
y yo grabaré mis iniciales
en la corteza de un tilo
pensando que eso no sirve para nada.

Los evangélicos saldrán a las esquinas
a cantar sus himnos de costumbre.
La anciana loca paseará con su quitasol.
Y yo diré: "El mundo no puede terminar
porque las palomas y los gorriones
siguen peleando por la avena en el patio".


A un niño en un árbol



Eres el único habitante
de una isla que sólo tú conoces,
rodeada del oleaje del viento
y del silencio rozado apenas
por las alas de una lechuza.

Ves un arado roto
y una trilladora cuyo esqueleto
permite un último relumbre del sol.
Ves al verano convertido en un espantapájaros
cuyas pesadillas angustian los sembrados.
Ves la acequia en cuyo fondo tu amigo desaparecido
toma el barco de papel que echaste a navegar.
Ves al pueblo y los campos extendidos
como las páginas del silabario
donde un día sabrás que leíste la historia de la felicidad.

El almacenero sale a cerrar los postigos.
Las hijas del granjero encierran las gallinas.
Ojos de extraños peces
miran amenazantes desde el cielo.
Hay que volver a tierra.
Tu perro viene a saltos a encontrarte
Tu isla se hunde en el mar de la noche.


Despedida



Me despido de mi mano
que pudo mostrar el rayo
o la quietud de las piedras
bajo las nieves de antaño.

Para que vuelvan a ser bosques y arenas
me despido del papel blanco y de la tinta azul
de donde surgían ríos perezosos,
cerdos en las calles, molinos vacíos.

Me despido de los amigos
en quienes más he confiado:
los conejos y las polillas,
las nubes harapientas del verano,
mi sombra que solía hablarme en voz baja.

Me despido de las virtudes y de las gracias del planeta:
los fracasados, las cajas de música,
los murciélagos que al atardecer se deshojan
de los bosques de casas de madera.

Me despido de los amigos silenciosos
a los que sólo les importa saber
dónde se puede beber algo de vino
y para los cuales todos los días
no son sino un pretexto
para entonar canciones pasadas de moda.

Me despido de una muchacha
que sin preguntarme si la amaba o no la amaba
caminó conmigo y se acostó conmigo
cualquiera tarde de ésas en que las calles se llenan
de humaredas de hojas quemándose en las acequias.

Me despido de la memoria
y me despido de la nostalgia
–la sal y el agua
de mis días sin objeto–
y me despido de estos poemas:
palabras, palabras –un poco de aire
movido por los labios– palabras
para ocultar quizás lo único verdadero:
que respiramos y dejamos de respirar.