Material de Lectura

III


1

Miro los árboles elevándose sobre las casas,
el árbol de trueno colmado de retoño en su tronco,
emergiendo de un cobertizo,
y sobre el muro, una hiedra antigua.
Siento el aire frío en el patio,
la presencia húmeda de la lluvia que caerá durante la noche.
Siento el paso sosegado de la tarde sobre mi cuerpo, sin
prisa,
sin el movimiento de los niños que oímos dentro de la casa.
Las puertas de madera son antiguas
y en la habitación de juegos, donde hace algunos momentos
miré a una de las niñas abrazando a mi hijo,
la puerta es de cristal y madera.
Sé que él no volverá a perder
este olor viejo de la casa,
este olor antiguo de muros y de techos,
un viento de lluvia próxima golpeando en las ventanas
y el abrazo de la niña imprimiendo su aroma de seis años,
el recuerdo de seis años que hundirá sus raíces
para persistir, esfumada ya, con su olor, en sus sueños.
Y yo, mientras converso de gentes que desconozco, de
amigos que desconocen,
de lugares que dejamos asomarse junto al sabor del
café, avanzando con el paso imperceptible con que se pudre
la vida de los seres humanos,
siento que mientras mi padre conversaba con otros
amigos,
en alguna tarde de lluvia, o en alguna mañana sin lluvia, en
alguna casa ajena de minutos íntimos, viví lo mismo; trato de
recordar y meto las manos al fondo de la niebla,
al fondo de la ropa que gastó mi cuerpo,
al fondo de las cosas y los juguetes rotos y los juguetes
que no estuvieron conmigo,
al fondo de los días y sus vestigios,
y sólo siento una risa fugaz, su paso efímero,
su aroma cercano, sin egoísmo, rondándome
como la mujer próxima que aún no conozco, como la
muerte o el amor.


2

Es noche.
Oigo a lo lejos, sobre las calles,
el golpe solitario y humano de la lluvia cayendo a oscuras.
Mi amiga duerme a mi lado.
Tengo en las manos, bajo la lámpara encendida, un libro.
Horas antes, cuando atravesamos en automóvil las calles de
México,
vimos en las esquinas familias de obreros,
ancianas, niños, esposas jóvenes
protegiendo a sus hijos bajo una cornisa,
mientras miraban pasar las luces de automóviles, de
patrullas,
de camiones colmados de pasajeros,
de las horas lluviosas de la noche del veinticuatro de abril.
Antes aún, con mi hijo, estuvimos en casa de los abuelos;
él jugó a construir figuras con sus juguetes de madera,
a construir molinos de viento, gallos, dinosaurios, tortugas,
árboles quietos y duros como las piedras del mundo.
Y antes aún,
tanto como si no hubiese sido este día,
como si no hubiese sido yo, sino hace muchos años,
vi el amanecer, a solas,
surgiendo como si lo retuviera la vida;
como si su sangre fuera sólo recordar el mundo,
el susurro melodioso y oprimente de la ciudad.
Pero estoy aquí, junto a mi amiga que duerme,
bajo la lámpara encendida, a las dos de la madrugada,
oyendo la lluvia caer a ciegas desde el fondo de la noche,
destruyendo su multitud sobre las calles.
Me incorporo. Dejo la cama y atravieso las habitaciones.
Llego a la puerta. Abro. Siento el olor húmedo, la lluvia fría,
y mi cuerpo que huele a sudor y a la desnudez de mi amiga,
a los treinta años de persistir en mí,
de persistir en calles de otras ciudades,
a pesar de amigos y de recuerdos.
Miro bajo la lluvia los automóviles estacionados.
Es la lluvia que ahora me reconoce y me toca,
que se une a este instante y a este frío
por su insistencia, por su derrumbe.
La miro caer sobre esta calle, ahora, esta noche,
y detrás de mí, la casa, los libros donde el tiempo se
agolpa sin lluvia, con sed,
donde las voces de muchos hombres se callan,
aquietadas por otro rumor que los oprime y en que
se apoyan.
Y la lluvia mezcla su lodo, su negrura, su frialdad,
y como se moja mi cuerpo se mojan las calles,
como se mojan mis cabellos se mojan los que en alguna
esquina cruzan hacia su casa,
o hacia ninguna mujer y ninguna casa.
Como se mojan mis pies se mojan los suelos sin ladrillos
ni madera.
Como se moja mi vida se han de reblandecer las viviendas de
México.
Como se mojan mi pensamiento y mis versos
se han de mojar los cuerpos del mundo en que la sangre
persiste como esta lluvia,
en que la sangre persiste numerosa y sin nombre, fría y
viviente,
oscura y sin esperar recompensa ni resurrección.


3

Hoy, a la sombra de la ciudad,
mirando por la ventana la noche de lluvia,
tratando de escuchar algo más que el ruido de los autos
o la respiración de los que duermen en el mismo edificio;
asomado para tratar de distinguir otros lugares, otros años;
a solas, oyendo que llueve sobre calles que quisieran
permanecer para siempre;
recordando sin prisa cuándo he encontrado en las
mujeres amigas la tierra luminosa;
aquí, en este instante habitado por muchos,
pensando en la mujer que hace unos momentos se ha ido,
quieto junto a la ventana,
como si afuera pudieran volver a reunirse
todos los que una vez estuvieron conmigo,
miro a solas la transparencia humana,
miro la noche humana.


4

El latido de mi sangre
es un puño que toca desde otra puerta.
Un día de lluvia, al amanecer,
abrirá el que llama.