Material de Lectura

César Rodríguez Chicharro




Selección y nota introductoria de Enrique López Aguilar



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Nota introductoria

César Rodríguez Chicharro nació en Madrid el 11 de julio de 1930 y murió en la ciudad de México el 23 de octubre de 1984. Perteneció a la segunda generación de exiliados españoles en México, la que sin haber participado en la guerra civil vivió con peculiar intensidad las consecuencias políticas, vitales e intelectuales de la misma. Junto a la la añoranza de España, esta generación también tuvo que asumir su mexicanidad como extrañamiento y, ante ese doble desarraigo, adaptarse a la tierra de en medio que habitaban. Por estos motivos, Francisco de la Maza bautizó como Nepantla a dicha generación, que también incluye, entre otros, a Tomás Segovia, Federico Patán, Luis Rius, Gerardo Deniz, Jomí García Ascot, Ramón Xirau, Arturo Souto, Angelina Muñiz, José Pascual Buxó, José de la Colina.

Rodríguez Chicharro desembarcó en Coatzacoalcos en 1940. Estudió en el Instituto Luis Vives y en 1947 colaboró en la revista Apuntes. Más tarde, ingresó a Mascarones para estudiar la carrera de Letras. Además de la formación académica, se probó hacia 1948 en el oficio tipográfico y las talachas editoriales en los Talleres Gráficos de la Nación. Al egresar de Mascarones desarrolló ambas vertientes de su trabajo en las universidades de Guanajuato, de Zulia (Maracaibo), la Veracruzana, la Iberoamericana y, finalmente, en la propia Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. De 1948 a 1984 su obra como escritor se distribuyó entre siete libros de poemas y tres de ensayo, además de relatos y traducciones del francés aún no recopilados.

Rodríguez Chicharro desarrolló diversas tentativas en su obra poética. Temáticamente, fue reduciendo el espectro de los contenidos: Con una mano en el ancla y Eternidad es barro aluden al amor, al paisaje, al juego verbal que se complace en la creación de imágenes, a la intuición de la muerte, a España, al oficio literario; en cambio, Aguja de marear, Finalmente y En vilo condensan las preocupaciones del autor sólo en torno a tres ejes: el amor, la muerte y el exilio. Bajo esa medida, Finalmente resulta central en la producción chicharriana. Pero no sólo en lo limitado de los temas, sino también en su capacidad de concentrar expresivamente lo que oscilaba entre la rabia y la ternura, el deseo y la impotencia, la esperanza y el desaliento, es que Rodríguez Chicharro se desembarazó de otras tesituras marginales.

Estilísticamente, los primeros libros de Rodríguez Chicharro se encuentran determinados por un modo poético cercano a la Generación del 27 y por ciertas reminiscencias posmodernistas que no tardarían en desaparecer. La aspereza de algunos de sus versos parecen convocar a Porfirio Barba-Jacob, aunque también hay en él una búsqueda verbal, tanto sonora como de imagen, que se origina en Xavier Villaurrutia. La genealogía de sus ancestros no quedaría completa sin la mención de Emilio Prados y César Vallejo. Sin embargo, el estilo poético de Rodríguez Chicharro absorbe desde los inicios un carácter astillado que va a continuar hasta el final. Mediante ese lenguaje fue capaz de sugerir el quebranto y las contradicciones de sus temas, así como el paulatino aclimatamiento que siempre osciló entre los tonos mexicano y peninsular.

El presente muestrario se forma con poemas de sus siete libros de los que, a continuación, se ofrecen las respectivas referencias bibliográficas, y de otros no reunidos previamente:

Bibliografía

Con una mano en el ancla, prólogo de Julio Jiménez Rueda, Talleres Gráficos de la Nación, México, 1952, 78 pp.

Eternidad es barro, Unión Gráfica, México, 1955. (Los presentes, 11).

Aventura del miedo, prólogo de José Pascual Buxó, Universidad del Zulia, Maracaibo, 1962, 103 pp.

La huella de tu nombre, Ediciones del Puente, Xalapa, 1965, s/p. ("El Enano y el Río de la Luna").

Aguja de marear, UNAM, México, 1973, s/p.

Finalmente, Universidad Veracruzana, Xalapa, 1983, 36 pp. (La Luna Hiena, 11).

En vilo (1948-1984), selección y prólogo de Enrique López Aguilar, UNACH, México 1985, XLII + 155 pp. (Maciel, 9).

 


Enrique López Aguilar



Con una mano en el ancla
 


Palabras
 

En el hondo y extraño precipicio
donde las palabras suenan cuatro veces,
donde los vientos se entremezclan y confunden
para formar el viento,
donde las horas se convierten en siglos
y la vida no pasa.

En el hondo, extraño precipicio,
he querido ser para ti
pedazos de infinito,
vida y muerte,
noche y aurora,
silencio de tus labios
y palabra,
oscura palabra de tu boca...

Serás


Serás como el dado
que se agita mil veces,
que tiembla en la mano
o en el cubilete,
que señala la dicha
o el número helado de la muerte.

Serás como el dado:
torpe, callada, indiferente.

Grito

La esencia de mi ser.
mi esencia,
es grito,
grito hacia un mañana
que presiento,
grito en el futuro lampo
de mi muerte futura,
grito estridente,
sin eco,
grito solo,
grito...


Bebí de ti

Bebí de ti
y beber de ti
es beber lágrimas.

Tu síntesis y tú
son gotas,
cristalinas gotas
de sal y de agua.

Bebí de ti
y mi carne canta.

Bebí de ti
y mis labios manchan.



Eternidad es barro
 
 
Fantasma

Y tener, ¿por qué no?,
un fantasma nocturno
con cuerpo noche a noche renovado,
y el alma tuya, Isabel,
que juega a eternizarse y bebe,
gota a gota,
mi sangre enarenada.
Ser, los dos, entre las zarzas, zarza;
y un grito de materia,
oscuro y renovado,
objetivo y presente.
Ser los dos, entre los vientos, viento;
y carne,
mil veces encontrada, repetida,
entre las almas.
Y que mis sienes cuenten,
entonces,
por los siglos,
las letras de tu nombre;
y que cambie tu piel,
y que tus besos quiten a mi pasado años.

Eternidad en ti,
fantasma apetecido,
quiero ser
mientras te robo aliento.


Paisaje
 

Un bolero en el aire;
dos mujeres con canas en los sueños;
un cargador con mitos en la espalda
y pulque verde el iris de los ojos.
Y más allá, mucho más lejos,
entre las sombras robadas a los muertos,
en una esquina maculada y tensa,
dejándonos tú y yo
caricias lentamente.
Y más allá, mucho más lejos,
la Muerte,
paciencia inmensurable,
se besa con las horas en la espera.

 


Aventura del miedo
 
 



El columpio

a Cintia

Las cadenas
(de un naranja chillón,
aparatoso)
no palpitaban ya,
ya no gemían.
Ni un vaivén,
ni una mano
(generosa y amiga)
que le hiciese avanzar
(un instante,
un segundo tan sólo),
retroceder,
abanicar el aire
(siempre distinto,
siempre perpetuamente
renovado).



Debajo del dolor se mueve España

Estás allí. Te tienen.
Te han ganado a traición.
Te han obtenido a gritos,
a puñadas, a obuses.
Ayuno para expiar la falta
de no verte. Ayuno aquí,
conmigo; aquí,
rehecho; aquí, esperando
la señal de abrirte
las entrañas a besos.

Ayuno aquí:
desecho.


España 1961

a José Pascual Buxó

Quizá lo mejor hubiera sido meter la cabeza en el agua
del lavabo hasta asfixiarnos,
o acercarnos al potro de belfos temblorosos y dejar que
sus cascos nos moliesen el cráneo,
o machacarnos el corazón con una piedra como si fuese
acaso la peor alimaña.
Porque ni queremos a Dios sobre todas las cosas,
ni esperamos diplomas el día en que la muerte
se nos vuelva de pronto nuestra hermana carnal.
Hemos vivido siempre entre las ruinas
y las ruinas se fueron haciendo de nosotros
y nuestro cuerpo es hoy una nube de polvo
que corre y se desplaza, y que gime las horas,
y que tropieza y grita por las playas.

Porque no queremos la compasión de nuestros hijos
ni la simpatía del Hombre
o el perdón de los tiranos.

Quizá lo mejor hubiera sido
machacarnos el corazón con una piedra como si fuese
acaso la peor alimaña.


Elegía

a mi madre

1

Clamaste y en tu clamor sentiste el peso de mi ausencia.
Yo era tu carne y fui tu grito. Y te encontraste sola y en
la espera.
Y no llegué. No supe de tu llanto.
Yo, que he sido siempre un punto de ti misma, el ala
disecada...
Pero estuve en tus poros, por tus venas.

2

Te siento morir entre mi llanto
y te revivo a besos en mi carne.

Salobre amor, mi amor;
salobre grito.

Dueles, amor, me dueles.
Eres eterna en mí y eres amarga.

Polvo es el polvo.
Tu cielo soy apenas.

 


 


La huella de tu nombre
 
 


Hastío

Aquí,
quemándome
en fuegos de artificio.

(¿La verdadera lumbre, Señor, dónde la guardas?
¿Dónde la fuerza, el sol? ¿Dónde la lucha?
¿Dónde la luz, la rabia?)

Aquí,
quebrándome
en batallas inútiles
en trabajos estériles.

(¿Dónde el peligro, el mar? ¿Dónde la muerte?
¿Dónde la loca crepitación del fuego?
¿Dónde el volcán y dónde el exterminio?)

Y guardo mi pasión, la encierro
en la profunda gruta de mí mismo.
Escucho la sonata de los días
tendido en el desván de los recuerdos
como el muñeco de la cuerda rota.



Caín enamorado

He sido el oso pedernal
y la cueva de carne
náufrago del desierto peregrino del mar
zozobra amor y por las playas planto
rito de la intención más alta
objeto.

Y si el amor,
sitia quizá de pronto la plaza de Caín
sitia mi plaza
te suplico madre de Dios María
ofende y hiere maltrata ya destruye
al que no supo hacer del sufrimiento
luz de la culpa y de los hombres faro.



El castillo
 

a María Zambrano


Tersa la luz, desvanecida y alta...
La hora del derrumbe
llegó despacio, displicente y seca;
olvidada de sí;
túmulo y fábula.
Cayó el Castillo;
y con él cayeron
el señor,
su ayudante
y el ayudante del ayudante
del señor del Castillo;
bóvedas; muebles;
cuadros y cruces;
el cazo de la sopa
y la sopa de pan.
De la cima a la sima;
cúmulo y suma;
súmula y cifra.
(Los habitantes del pueblo
cubren con una lápida
el humus que apisona
esencia y huesos
del agrimensor,
del ayudante del señor agrimensor,
del señor.)


Será

 
1

En la espiral será
si no en la esfera.
Entre la bruma, solos.
Sólo de amor abiertos;
a lo demás, cerrados.
Sólo al amor, al nuestro;
solos y atados.
Si no en la esfera,
será en el torbellino,
en la espiral será.

2

Señálame en la boca
la huella de tu nombre;
sumérgete en mi sangre;
palpita en mí, desnuda;
entiérrame en la carne
la sed de tus raíces;
florece en mí, madura;
deshazte en mí, desnace.

 


Aguja de marear
 
 
Tlatelolco


...Y mueves la manija del retrete
y en vez de tirar agua llora sangre.
"¡Es sangre, sangre!", exclamas lerdamente.
Acude tu mujer; llegan los críos.

Y procuras —a instancias de los tuyos,
pues tú, qué duda cabe, has visto tanto—
averiguar la causa del suceso,
o por lo menos —"¿Quieres?"— si el plasma
es de animal. "No es de animal", te dice
al fin —te quema en fin— un subteniente.
"¡Sea por Dios!", respondes cauteloso.

Día tras día tu mujer reclama:
"La sangre, Ernesto, ensucia mi retrete.
Y no es posible echar agua del grifo
pues sabes que lo veda una ordenanza".

Refulge el sol. Los niños cantan.

Del ciego amor
 

1

Quien ha recorrido una y cien y mil veces
mil cien y una calles de la ciudad el puerto
cien mil y una veces rabioso
jadeante
y no ha dado con ella
ha vivido sin ella —con otras— tediosa eternidad
y de pronto la encuentra
está allí
la siente...
piensa que no hay sima tan honda
que no colme el deseo
ni cúspide tan alta que no la alcance amor.

2

Tener, tenerte.
Sin voluntad, ni eco,
sin resquicio.
Será tu cuerpo
—mañana—
el trozo mío,
la entraña,
el corazón,
el bazo...
Seré tu carne,
el viento,
tu altura,
tu gemido...

3

Inesperadamente
tu cuerpo fue
volviéndose mío.
El júbilo final
Apoteosis

En ti contigo
arco los dos
nosotros
Piedra maestra tu sexo
piedra el mío.
La piedra imán
La clave
la piedra del bautismo.

4

Último goce quizá o primera muerte
Amoroso dolor si placentero
Tú y yo quemándonos
Alrededor: el hielo.


Resurrección

¿Cuántas veces te tuve
y sin embargo ajena?
¿Por qué —oh renacido amor—
rondas mi oscura muerte?
¿Por qué encierra mi cuerpo
el pozo de tu dicha?
(Soy —como ayer— el mismo
—acaso más amargo—,
idénticas las brasas
y semejante el rito.)
¿Por qué —dime amor muerto—
vuelves a mí —desnuda—
si sólo puedo darte
el peso de mi historia?



De dientes afuera
 

De dientes afuera, amor, nada es bastante.

Te circunscribo, cubro. Halo de ti: levanto.
Voy y te digo. Vuelvo a insistir. Prometo.
"Mis venas, tuyas. Mi corazón, lo mismo,
Al igual que los ojos, el terror, la esperanza."

De dientes afuera, amor, nada es bastante.

Y al propio tiempo, arguyo, mino:
clamo por más, socavo.
Te pido cien —con ese gesto mío
que imagino sutil y sin embargo es basto—,
cuando me das —como si dar no fuera—,
cuando te das noventa.



Palabra

Cuando el gesto me ronda,
quema —en su verde— los labios,
mi voz —la llave—
penetra el alma entelerida,
pueril, desorbitada;
mi voz —espátula—
honrada,
escinde, hiende,
corta,
separa;
y es taladro mi voz,
y pico,
pala.



Lágrimas


¿Cómo medir las lágrimas del otro
con la vara gastada de uno mismo?
Yo sólo soy —si soy— el que se pone
por la mañana el terno deshojado,
quien atraviesa —oscuro— albas moradas,
el que se esconde —harto de sí, borrado—
entre cuatro hecatombes de ladrillos.
¿Cómo medir las lágrimas ajenas?
Debo —loco de mí— negarme el llanto.



Marina

Quizá no deba dibujar el buque:
sería afrontar un riesgo innecesario,
hacerme de una nueva (enorme) culpa
si por acaso zozobrara en el mar
(blanco impasible, inhóspito) de papel.


 
Visita
 

Cuando se llega al sitio
tirado por atávicos lazos de amor
y te sienten los tuyos —pues, qué duda cabe, eres—
extraño inesperado, culpado huésped
a quien ciertas corteses fórmulas se deben,
pues son los tuyos al menos practicantes,
viejos, buenos cristianos,
sientes que en tu pecho hierven
todas las víboras.


Ladislao Pujlas

Pudo haberse llamado Ladislao Pujlas
y nacer en un pueblo cualquiera de la Europa oriental.
Tuvo hasta su muerte el privilegio de vivir sin saberlo
uno de los mejores estadios de mi vida.
Amó sin complacer a nadie: tan sólo a Pujlas.
De un valor inconsciente, arriesgaba el pescuezo
como juega sus últimos dólares
el hético apostador de carreras de galgos
—quizá mañana sus hijos no tengan qué comer—:
serán, por unas horas, los artistas del hambre;
no hay mal, insomne apostador, que no venga por bien.
Ladislao era justo —tanto, que no lo parecía—;
útil —los otros marineros, guacamayos heridos,
despotricaban pero hacían su parte—;
generoso —le arrebataba el pan al anciano sediento—
Ladislao Pujlas tuvo una muerte digna:
saturado de alcohol, deshecho el músculo cardiaco
estuvo tres semanas con dos putas del Congo.
En los últimos —testimonio: las negras—, tiraba sangre.


Naufragio

Húndase el buque.
Contamos con lo necesario: salvavidas y botes.
botellas de champaña.
Y sabemos nadar.
Mas, ¿para qué el esfuerzo? y hacerlo, ¿con qué fin?
Zozobremos sin prisa. Naufraguemos sin gritos.
Acaso, sin zozobra.
Húndase el barco; hundámonos con él
desnudamente.
Que se ahoguen las ratas.
Los pasajeros de primera.
El capitán.
El torvo maquinista.
Que sea la calma chicha
y la sirena —púdica— guarde silencio.
Cuando amanezca —a un nudo de la costa—
húndase el buque. Hundámonos con él
desnudamente.



Finalmente
 
 




Laura


Porque te palpo, mido, bebo, imploro,
poseo, infamo, calmo, quemo, dignifico...

Porque te colmo y no; te abraso y no;
te escucho y no; y no. Porque te quiero.

Y ni siquiera sé de cuanto tengo,
me tienes cuánto.

Y me olvido de mí, y en el espeso, vasto,
podrido bosque de los días me besas —sabia—
ignorando que anulas la obscena costra de los años
con el áspid que emerge del cielo de tu boca.

Quiéreme así —me digo a veces— aunque me partas
luego,
Laura, la madre, el rostro, el aire y el camino;
quiéreme así, aunque luego me rompas,
a gritos, dudas, pedradas, crucifijos...


Elisa


1

Cómo volver a percibir la escueta,
próxima caricia de tu vuelo
junto a la carcomida, densa,
lapidaria masa de mi cuerpo.
Cómo casar el ocaso y la aurora.

Cómo circunscribirte a mí
si estás abierta a la pasión,
a la esperanza, al fuego...

Recojo velas. Me sumerjo
en el vano resquicio de mí mismo.
La escueta nave masticada de orín,
sucia de tiempo, desarbolada.
debe encallar silente
y hacerse —¿importa cómo?—
al gris amargo del olvido.

2
(Mito)

Bajo los turbios goterones vamos
deshilando la tilma del recuerdo
Acaso sin quererlo el sueño pese más
en el mínimo claustro de tus días
que en la constancia amarga de los míos
Vives ajena y apretada al mito
y mi voz inasible se desgaja
y alienta vanamente entre las sombras
Tan sólo sé de ti y en ti me engarzo
cuando rescato de tu cuerpo el grito.

3
(Metamorfosis)

¿Cómo ayudar la desolada selva de los días
y protegerlos con una capa tosca invulnerable?
Quizá la clave sea desbaratar las horas
sin que su cisma —inhóspito, confuso, lacerante—
consiga altivo, señero dibujarse en el rostro;
dejar que vague —jugosa— la pulpa de la vida
cuánto más lejos de la negra avidez de los labios.

(Quizá la clave sea esfumarse por último
en la voluta, el canto, la esquila de tu aliento

4
(Líneas)

Hasta el mar y la tierra estoy de tan jodido
Donde fijo los ojos la voz se vuelve espanto
Entremezclo ilusiones que de pronto se esquirlan
Me duermo entre cristales machacando tu nombre
Nada sabes de mí porque de mí no es nada
Me mastico los huesos y me anudo las venas
Dices temerme cuando te escondes de ti misma
Deshago los caminos y te encuentro en mis hombros
Es inútil vivir cuando se ha muerto tanto
Yo soy el pedernal y me excavo tan hondo
Cómo querer si a gritos te quebrantan y a duelos.

Dame la voz

Dame la voz para escalarme a solas
y pueda hollar el fuego de tus ojos,
la canícula espesa de tu llanto.
Duérmete luego. Deja, en el sopor,
la caricia extremada de tu tacto
en el amargo hilo de mis venas.
Deshazte altiva a insultos en la noche
que yo sabré sufrir —tenaz— la estela
inhóspita, cruel de tus guijarros.
Duérmete ya. Desata en la espesura
la soberbia caricia de tu paso.
Dame la voz. Reúne las palabras
y arrójalas después desnudamente
al campo donde mueren las palomas.


Exilio
 

Nos colocaron en fila como semilla en surco fértil.
Nos midieron los pasos y —supongo— las intenciones.
"Solamente se puede —dijeron— llegar hasta aquí."
Agregaron: "Es conveniente indicar a quien se deba
las veces que se juzgue necesario —muchas sin duda—
lo profundamente agradecidos que están al Presidente
—nuestro Tata, el Tata a quien fallamos cada día,
pero eso sí (verdad de Dios, por ésta) sin quererlo—,
a nuestros jefes, a nuestro pueblo —a nuestra gente,
pues—,
por admitirlos entre nosotros vista —¿a qué engañarnos?—
la escueta nómina de naciones ganosas de hacerlo".

Soy también —¿a qué negarlo?— un jugador mediocre,
mas no ignoro —en puridad de verdad todos lo saben—
que hay juegos con reglas complicadas y otros con simples
Nos señalaron las propias con alarmante premura:
trabajar —o, en el caso de los menores, estudiar—
y no intervenir; callar, pues, respecto de tópicos como
política mexicana, lacras nacionales, Virgen
Santa de Guadalupe— Tonantzin, corrupción ambiente...
Hablar, de precisarlo, "de lo propio" para, por último,
—afinar los detalles de "la vuelta inminente a las raíces"
—matizar la estrategia a seguir —oh aromática minerva
del Papagayo, el Venecia, el Tupinamba, el Betis, el
Madrid...
—señalar "crudamente" lo que hicieron, debieron hacer,
dejaron hacer, durante la guerra —"nuestra gente"—
don Inda, Azaña, Negrín, Líster, Largo Caballero,
Miaja...
—llorar de inalcanzable unión, la cohesión imposible,
la diferencia —más y más acusada cada día—
de clases, profesiones, oficios, visión del mundo,
estado...
—rememorar la exacta geopolítica peninsular,
los topónimos, los planos precisos de las urbes
(ejemplo: ubicación de barrios, calles, plazas... de
Madrid)...
Pero ante todo trabajar, y el descanso llegado,
mover la metafórica cola en prueba de alegría
porque —semidesnudos— nos dieron ropa usada,
porque —a la intemperie— nos brindaron refugio
en internados y hospicios donde los otros niños
—hoy sí, mañana también— nos recordaban (ululantes)
nuestra condición de pinches refugiados de mierda
que nos tragábamos su pan, y, de haberlos, sus frijoles,
los cuales—al menos a mí, transcurridos los años—
aún se me atragantan —agrios— en el recuerdo.

Pero finalmente se han ido quedando en el sendero
—es un decir por no decir "osario", "huesa"—
los mayores, y poco tardaremos en hacer otro tanto,
y ya que deglutimos —se infiere— la parte leonina
de los alimentos propios de esta ubérrima tierra,
les serviremos al menos (agradecidamente)
a los hijos, los nietos de quienes nos refugiaron
de guano impar —inmejorable— para sus plantíos.



Ars moriendi

1

Durante muchos años
dije de la muerte
como quien habla
del perro ventrudo
sucio y distante.
Hoy, tan próxima y asible,
sólo tangencialmente
me atrevo a susurrarla
no quiera violentarse
y concluya el conteo.

2

Cuando cómicamente
dirijo la mano al pecho
como el más miserable
orador de plazuela,
siento —junto al dolor,
próximo al miedo—
el peso de mil actos
irrealizados.
¡Oh mierda!
Deshacerme en la nada
y sólo haber vivido
vicariamente.

3

Como el viejo agente viajero
tira de su maleta anciana
por los caminos —áridos siempre
de villas, pueblos y ciudades
perdiendo a su paso —deshojada—
la flor de la alegría,
así jalo yo del corazón
menos interesado cada día
y más y más renuente
a incorporarme en cambio
—al minuto que adviene—
menguado, apócrifo, torpe,
sirviéndole de blanco indefectible,
de blanco preso, de puro blanco,
a la siempre acerada flecha del dolor.
"Basta", grito. "Basta", se ha dicho,
mil y una veces,
el inerme, viejo corsario,
y sin embargo aún tira de su maleta,
y sin embargo aún digo de mi corazón
pensando que tal vez un día
no llegue la flecha a su destino,
o me atine por fin tan sabiamente
que no volvamos a repetir el juego.

4

Procuro ensordecer frente a la tibia
palpitación del tiempo que me arrastra.
No duermo más. Apunto. Rectifico.
Es inútil vivir, y sin embargo
trato. Escoria soy, hálito, ausencia...
pero defeco aún, respiro, grito...

5

Suenan de pronto
en medio de la noche
—jirones sonoros de luz—
pífanos y tambores.
"¡Alarma!", grito.
Aliento: "¡Al arma!"
Olvidé, no sé cómo,
que está mi plaza
—en medio de la noche—
sin redención posible.

6

¿Y cómo —corazón— cabrá negarlo?
Jalé de ti por la trillada Europa
como la anciana tira de su perra.
Y cómo —recuerda corazón partido—
se dio Venecia: palomas golfas;
palacios mustios; músicos heridos
por los años, el vicio, la quimera;
vaporetos; visitantes lombardos,
teutones y franceses; tiendas;
gondoleros hastiados de lo mismo,
del queso/fiambre/vino de la tierra,
del golpe acompasado de los remos
en las aguas turgentes y traidoras
que cercan, roen, queman la ciudad.
Muere Venecia como tú
—oh corazón—: menudamente.

7

Estoy en suma cundido de gusanos
y sólo monocorde toco la tecla
de la espera hilvanada en que me sumo
de este acceder en vano a la esperanza.
Alcanzo —en la gruta del sueño—
cuanta compensación me niega
—sabia, mezquina, inhóspita— la vida,
y destrozo, a puñadas y coces,
el torpe sacrificio en que me pudro.

8

Pasaron en tropel —atropelladas—
entre las dos palomas de tus manos
las mariposas. Te pregunté feliz
—¿soñaba entonces?— si eran el cuerpo,
resquicio, sudario de las almas,
de tanto caballero —águila, tigre—
o de príncipe todo unción y penacho—
muertos en la florida guerra.
¿Hubo respuesta? No sé. Quizá la hubo.
¿Será mi muerte —indagué presuroso
tornarme mariposa y reventar —desnudo—
en una caja de cartón acaso
o quizá en una de nogal y vidrio?
No —te dije entonces, ¿en el fragor del sueño?—
Déjenme estar. Que el polvo
vuelva al aire, el hueso al barro.
Que sea, en fin, el fin,
sin artes de abalorio, mitos,
resurrección, Tamoanchán, paraíso.

 


 


En vilo
 
 
El renegado Salim

Con una cruz en alto
al filo de la noche
sólo marino de una
breve concisa nave
Salim escucha ansioso
el peso de las olas.

"Mira por mí". "No dejes
que el cuerpo se me pudra"
"Yo te maldigo río del pecado"
"Déjame escafandra de Cristo
sumirme aleve
en la culpa insondable"

Lanza Salim el ciego
puños y dientes
al cuerpo de la noche
a su aliento profundo
Se mece altivo
y sin embargo dueño
de equilibrio precario
en las trenzadas tablas
que lo acunan lo salvan

"Líbrame Señor de lo salvable
del hombre bueno líbrame del malo
del colérico líbrame del niño
y líbrame de mí
Señor de lo insalvable"

Era la guerra de Salim
el repetido ciclo
lo negro deshilado el faro
lo opaco y gris el grito
y el mar le iba legando
escamas en el torso
algas vidrios corales.



Deseo
 

No se hable más —susurro—.
Que alienten sorprendidos
—palomas enclaustradas—
los besos en la boca.
Sean ahora —agrego—
tiempo y contorno inoperantes.
Gocémonos mujer arteramente.
Con pausas y señales.
Entre luces y sombras.
A gritos, en silencio.

Digámonos adiós
después altivamente.



Poema

Si hubiéramos sabido recoger las palabras
meterlas en un frasco
y tirarlas al mar
y recogérselas luego
cubiertas las edades las máscaras marchitas
Nuestra voz en el agua
al peso de las olas.



Livia
 

1

Tu cuerpo, el mío alientan;
escalan sabios, solos
la luz de la fatiga.

Y a veces nos da igual
—tan sólo nos miramos
tan lejos de uno mismo.

En cambio tiene el tacto
en cada yema un pulpo,
un lince en cada mano.

En las cuatro paredes
podadas del recinto
semejan nuestras voces
el bisturí, la daga,
y solamente a gritos
nos adviene el espasmo,
oh luz alborozada.

Quizá la puerta al cabo
del calabozo se abra
y por salir primero,
por muéveme esa paja,
nos matemos por fin,
por fin a dentelladas.

2

"Soy tu fuego" —dijiste—. Acaso entonces.
Cuando el puente desnudo,
cuando la brasa, y cómo la cuidamos,
cuando el portón abierto...

3

Sólo los dos —la suma del miedo y la fatiga—
Era a veces la cama de Procusto la tierra
acompañado el goce de gritos de macacos
los mugidos de vaca sin becerro ni ordeña
el ruido desolado desnudo de las ramas
Oscura apoteosis de quien quedó en el sitio
aunque no supe cómo ni por qué ni por cuánto
Y comprendí —qué pronto— que diciéndote "¿Quieres?"
se aprestaban las fauces alternas de tu carne
Cómo saber si éramos pira crisol acaso
pudiera sacerdotes perpetuos de algún rito
Cómo negar que tuvo la inesperada punta
aquél mellado romo tálamo de puñales
donde hoy resumo solo la cuesta de los días.



Interdicción

No pretendas saber cómo perdura
Tampoco indagues sobre el sucio fardo
que arrastra torpe boba neciamente
Mejor déjalo estar Que no te asuste
Acaso pueda llenar de hollín tus ocios
de negro el claro remate de tu día
Déjalo solo Que muerda —dura—
la hogaza de su tiempo
Que se recobre y parta
No permitas que te acaricie el rostro
que te apriete la mano que te diga
Pues no es hombre de bien Himno de ausencia
No respires su aire No lo acojas
Nada le debes Nadie
Es —cómo decirlo— una oración fallida
la leche que se corta el paso que se pasma
Déjalo ir Su palabra desdora
Que no te diga se acerque se insinúe
Témele así Recela Te pedirá el ovillo
con el que busca salir de su meandro
Déjalo en él Quiere tu fruta
Tu voz y tu silencio Te llama Margarita
cuando tampoco el diablo se atreve en su camino
Desdéñalo Arrójale tu frío sus años la mortaja
Hazle decir que te confunde Te llamas otra
Que en todo caso no son las margaritas
para el hocico sucio de los cerdos
Que se vaya mejor pues su rostro revela
la impudicia que nunca lo abandona
el rechazo que lo presume siempre
Déjalo ya No intentes torpe redimirlo
Fruta caída Punto vacío horro
La firma que no avala Casa sin techo
Que tome su zurrón ubique sus mendrugos
Que su presencia deje de inquietarte
No es nadie Nada El peso de una gota





Entre las voces, una.
Inesperada, inexcusablemente.
Era el reclamo, la luz.
Era la esencia. La voz.
Tu voz. Eras, por fin.
Y yo la escucho ahora
desuncido, deshuesado, desecho.
Harto de mí. Torpe. Colérico
El plomo derretido.
El atado de leña.
La cesta de cisco.
Yo, ahora,
oigo mi cuerpo,
temo por él, lo aliño.
Y tú, la voz.
Y yo diciéndome
ésa es mi voz,
renunciar es morir.
Y yo, luego, ahíto de paredes,
aullando por la calle.
Y sin embargo,
tú, siempre, la voz.



Angina de pecho
 

Dolor amargo, oh la carga dolorosa
que destroza y angustia y crucifica.
¿Pero sin ti cómo sería?
¿Cuál la posible unión, el lazo estrecho
con lo ausente, el ahora, lo ignorado?
¿Cómo atarme de manos a la vida
sin la conciencia exacta de tu peso
—dolor— en mí, por mí, justo conmigo?

Y si obseso discuto tu presencia
vivo contigo mi plenitud apenas
la sustancia de ti se sustantiva
en el camino azul de las arterias.


 


Poemas no recogidos en libro
 
 
Autorretrato


Desgraciadamente, no basta, no.
No es mala cosa ser un respetable padre de familia.
Ni pagar religiosamente los impuestos.
Ni entregarle tu abono mensual a la oscura cajera de una
[empresa (yanqui).
Ni darle veinte centavos de propina al que te limpia los
[zapatos.
Ni saludar ceremoniosamente al engolado señor a quien
[detestas.
Ni rodearte de libros, de cuadros, de discos.
No, no es mala cosa, no. Pero no basta. No es suficiente.
Tú quieres más. ¿O quieres menos?
Y emborrachas cuaderno tras cuaderno.
Hay algo en ti, una raíz oscura que se enrosca en tus
[células, y te sorbe la savia, y te angustia, te llama.
Hay algo en ti. Algo que quieres tratar de hacer, que a
[veces haces, sin que nadie te exija, te pida que lo hagas.
¿Por qué, entonces, te gangrena la sangre una raíz
[extraña?
¿Por qué quieres hacer aquello para lo que, seguramente
[no estás dotado?
¿Por qué escribes?
¿Para qué?
¿Para quién?
¿Quién te impulsa, te obliga?
¿Quién te llama?
No, no basta ser un excelente padre de familia para ser
[un poeta.
Ni pagar los impuestos. Ni ser de izquierda, de derecha o
[del centro.
Desgraciadamente, no basta, no.
Así emborrones los pliegos por millares. Así publiques
[tus versos por millones.
¿Por qué no te arrancas de cuajo la oscura raicilla?
¿Por qué no dedicas más horas a jugar con tus hijos?
¿Por qué no te lustras tú mismo los zapatos?
¿Por qué no, carajo?



El seminarista
 

Blanco de amor,
de miedo desolado.
Aleve la oración
—rosa de invierno—
lumbre en los labios.



Lagarto al sol

Roja de sol la tarde.
Roja de sol la oscura
Cola (boreal ayer,
inane ahora)
del lagarto



Perdón
 

Cuando llegué a San Luis, negro, yo no sabía.
Yo no sabía que tu sonrisa, blanca, es para el negro,
para él, la canción, el dolor, la alegría...

Yo no sabía.

Y cierta tarde quise —insisto: yo no sabía—
acariciar el pelo de tu hija.

Y gritaron sus ojos —acerados puñales de la niña—
el odio de mis víctimas.

Yo no sabía.

Sólo —negro—, sólo quería —lo juro—
acariciar el pelo de tu hija.



Basura

Se pudrieron las sábanas que nos cubrieron ayer
[tímidamente.
No fue la posesión,
que fue tu ausencia,
el equilibrio
entre mi ascenso —franco—
y tu desvío.

La posesión no fue, no fue el encuentro.
Velan quizá en el carro, quizá velan su albura
los hilos que se urdieron
en torno de mi carne y tu silencio.


Metamorfosis

Deshaz la rama el cardenal el nido
sacrifica el dolor a la quimera
rompe la luz el canto
desgaja
vive en la sombra
alienta...


Morir al hielo
Subir y subir sin saber adónde
subir al sol
quemarse
morder la lengua del dragón su fuego.

Matar la salamandra
subir al sol
al sol
morir al hielo.