Material de Lectura

Marguerite Yourcenar
Las caridades de Alcipe



Selección, traducción, nota introductoria y notas de Humberto Saldaña Pico



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Nota introductoria

Existen palabras que uno no puede traducir
literalmente y hay que cambiarlas.

Marguerite Yourcenar

Si, como sabemos, sólo una parte del sentido
puede ser vertida en paráfrasis, ello se debe
a que el poeta queda confinado dentro de las
fronteras de la conciencia, más allá de las cuales
las palabras fallan, aunque el sentido permanezca.

T.S. Eliot

 

Marguerite Crayencour nació en Bruselas el 8 de junio de 1903. Su madre falleció poco después de dar a luz; su padre, un noble francés, la inició en las letras clásicas y estimuló su vocación literaria, incitándola a publicar su primer poema a los dieciséis años; edición que él pagó y ella firmó con el apellido de Yourcenar, anagrama de su nombre real; con este poema, que ella más tarde desechó, comenzó una obra que vendría a ubicarse entre las más sorprendentes de la literatura universal.

En sus escritos, el mito y la historia se penetran mutuamente para darnos una imagen clara del complejo misterio que entraña el ser humano: vivir para morir y amar lo que nunca nos pertenece. Marguerite Yourcenar nos muestra la trágica y sensual verdad del hombre, dándonos una deslumbrante visión de su grandeza y su miseria, de su belleza y su abyección, sumido en obsesivas interrogantes, acicateado por el contradictorio fuego de la pasión, efímero y eterno como el río griego.

Ya anciana fue invitada a ocupar un asiento en la Academia Francesa —a la que llamaba "club de caballeros"— donde pronunció una alabanza a las piedras y a la búsqueda desinteresada de la verdad, y destacó el valor de la humildad en la persona de Roger Caillois, a quien homenajeaba, precisando: "el secreto en poesía sólo vale cuando permanece oculto por razones profundas, casi involuntarias, no como un procedimiento artificioso para sorprender al lector".

La excelencia de su obra y su vasta erudición son un legado único para la humanidad contemporánea, agobiada por el tedio y la trivialidad, tan ignorante de sí misma como cuando éramos hordas vagando en la desolación. En diciembre de 1987, a los ochenta y cuatro años de edad, murió esta enorme aunque menudita mujer poeta. Durante la última mitad de su vida, dueña de un duro y resplandeciente conocimiento, habitó una casa de sugestivo nombre (Petite Plaisance) en una isla del estado de Maine, al norte de los Estados Unidos, llamada Mounts Deserts. Allí la imagino: iluminada por la aurora boreal, retirada de las modas literarias y la fama, saboreando la pequeña delicia de su soledad en medio de los bosques y las aguas, recordando entre montes sin nadie las frías costas atlánticas de su infancia y las oscuras, azules llamaradas del Mediterráneo que en vida tantas veces recorrió.



Humberto Saldaña Pico

Las caridades de Alcipe


Alcipe, hija del dios de la guerra Ares y de la princesa ateniense Aglauro, fue madre del ingeniero constructor del laberinto, Dédalo. Un día, mientras Alcipe descansaba despreocupada en la playa, Halirrotio, hijo de Poseidón ‒dios del mar y el terremoto‒ la violó o intentó violarla; lo cierto es que Ares acudió de inmediato y lo mató, por lo que fue juzgado en una colina aledaña a Atenas que más tarde sería sede del tribunal griego (el Areópago). El dios de la guerra salió absuelto de tan sonado caso al considerarse que vengó o defendió legítimamente el honor de su hija.

Esta mítica mujer es el personaje que encarna Marguerite Yourcenar para hablarnos de las ambivalencias y complejidades que entraña la absurda entrega total al otro, la sumisión gratuita del propio ser y el propio deseo a demandas ajenas, el irracional impulso que nos pone ingenuamente a merced de una voluntad extraña, engatuzados por la seducción o bloqueados por la indiferencia.

El tema es actual y sin tiempo, expone la condición humana con dolor y estupefacción, pues ser lo que no deseamos ser nos confronta con nuestra verdadera realidad, con lo que no queremos saber de nosotros, y violenta los límites de nuestra conciencia y las bases de nuestra identidad.


Me he tendido sobre la arena en playas de áridas dulzuras,
Donde se goza el desgaste del mundo;
A la hora llena de asombro en que las estrellas nacen,
He visto venir a las sirenas, mis hermanas,
Sus largos cuerpos vestidos con el nácar de los sueños.

Las he visto venir de las riberas, locas,
Entonando su lúgubre canto en medio de la noche;
Amantes sin amor, cautivas para siempre,
Que nunca sintieron bramar en sus pechos dolientes,
Bajo el frío de sus senos, el fuego secreto de un corazón.

Me han pedido el cálido trozo del alma
Que se estremece como un niño dentro de mí;
Este péndulo vivo, hecho de sombra y llama,
Lanzadera que trama el telar de la sangre
Y de instante en instante se acelera y se pasma.

Deseaban esta úlcera de promesas incumplidas
Que nos irrita aunque no lo queramos
Y permite al ahogado, ya sea grumete o corsario,
Encontrar en el agua y la sal que lo macera
El calor y el amor que disfrutamos en la cama.

Querían este corazón para sufrir y conocer
Los cantos del dolor y sus roncos sollozos,
Y comprender por qué, cuando amanece el día
Revelando el naufragio y la barca sin dueño,
La esposa del marino acude ansiosa a la orilla del mar.

Para que la desdicha pueda alcanzarlas,
Enseñándoles gritos que nunca conocieron;
Para que a la triste hora en que el día se apaga
Puedan llorar, enternecerse y abrazarse
Soportando el dolor como una carga viva.

Cedí, enardecida, al llanto de su incierta mirada,
Cedí al oscuro rumor de su canto, y vi hundirse
Mi corazón entre las perlas de sus anillos,
Entre sus dedos lascivos, en el hueco de las olas,
Hacia el tormentoso abismo donde rueda todo lo que
muere.

Lo vi resbalar en el precipicio de la tempestad,
Abrirse como un loto en el calmo seno de las aguas
Y saltar sobre las crestas danzantes de las olas,
Gimiendo, atrapado entre juncos, en el temblor
De largos hilos vibrantes como cabellos de oro.

Vi su sangre tibia sonrosar el mar inmenso
Al sumergirse como un sol herido
Y dejar tras él, triunfante, el vacío y la locura;
Lo vi desaparecer devorado por la noche naciente
Con todo lo que yo llamé "mi corazón".


*


En inquietantes bosques donde el cazador acorrala a su
presa,
En jardines donde florece el jazmín embriagante,
Acallando sus mudos lamentos con un dedo sobre sus
labios,
Vi venir hacia mí una muchedumbre de estatuas;
El mármol y el metal me tomaron de la mano.

Los sombríos ídolos posaron su bella, amarga mirada
sobre mí,
En el dorado interior de los templos
Donde con ojos de zafiro miran hacia el mar,
Y un lento suspiro, parecido al estremecimiento de las
góndolas,
Agitó las pesadas guirnaldas que adornan sus pechos.

En los tajos de Carrara, en los abismos de las montañas,
El mármol bruto clamó bajo mis pasos; las piedras
De jaspe y de ágata, las rojas rocas cristalizadas
Que arrastran en las canteras los rudos escultores,
Me hablaron de la desesperación de no ser.

Sufren por no entender los nombres que llevan
Ni saber quién es el rey o el César
Que pasivamente representan sobre las puertas de Roma
O qué maestro olvidado en este infierno humano
Subsistirá en ellas como un insulto contra el tiempo.

Bajo sus frentes pálidas ceñidas de apio y de verbena
Hastiadas del incienso que no perciben elevándose ante
ellas,
Hartas de la tibia dulzura de la tarde que no impregna
sus venas,
Las griegas deidades lamentan su vana, eterna belleza:
El dolor de ser sin darse cuenta de ello.

Estas deidades me han pedido el alma, mi alma inagotable,
Para ver brotar en ellas un manantial de oro,
Para que el fiel, arrodillado en la arena,
Al ver sonreír sus impenetrables máscaras;
Abra los brazos, grite y se levante plenamente gratificado.

Para poder escuchar al fin a los que imploran
O burlarse secretamente de los tontos que las adoran;
Para abrir las joyas de sus ojos sobre el universo,
Castigar a sus sacerdotes y azotar a sus escultores,
Aburridas de la idolatría y la impostura.

Pegué mi boca al rígido mármol de sus labios
Calientes por mis besos apresurados
Y mi alma entera, con todo su pasado, se alejó de mí,
Llena de pavor, desesperación y fiebre,
Para entrar en sus severos cuerpos pulidos por orfebres.

Mi cuerpo, viudo de mi alma, vagó a la intemperie,
Insensible al canto melodioso de los vientos;
Para animar a los dioses me abandonó mi alma,
Lámpara de oro suspendida en vano, cuyo aceite,
Gota a gota, se ha perdido para siempre.

 

*

 

Cabizbaja, anduve en las necrópolis
Donde vagan los chacales lanzando aullidos disonantes;
Desde el fondo de sus tumbas, del techo de sus cúpulas,
Tendían sus manos los muertos tentando mi espalda,
Rogándome que les entregara mi cuerpo.

Reclamaban de mí la amalgama de átomos
Que sirve de soporte a los furores del deseo.
El caballo que galopa por los reinos de la carne
Y masca, babeando, la cálida sal del placer
Montado por jinetes fantasmas que se turnan.

Los avaros rondaban cerca de los depósitos vacíos
Donde antaño se enmohecían sus bienes enterrados,
Y deseaban mis alargadas manos para sus ávidas faenas,
Para amontonar reluciente oro y pilas de plata lívida,
Tesoros demasiado pesados para quien los posee en vano.

Como héroes engañados que maldicen su gloria,
Cansados de beber el vino puro del cáliz,
Los santos, para condenarse, reclamaban mi cuerpo.
Reclamaban mi boca para beber de ella;
Mi voz podría divulgar los oráculos de los muertos.

Lamentando su frenesí, desde el fondo de su reposo,
Renegando de una dicha que han pagado muy cara,
Trascendentes hambrientos que nada sacia,
Como los demonios sobre los cerdos de Asia,
Los muertos se arrojaron sobre mí para habitar mi carne.

Tomaron, agitándolo, este cuerpo entregado sin temor,
Mordieron con mi boca turbios engaños seductores,
Anudaron mi abrazo alrededor de sus deseos,
Por donde yo pasé imprimieron su huella
Y a camas desconocidas me arrastraron.

Desatando sin temor mis nudos interiores,
Como un canto escapado de un gran violoncello,
Todo lo que creí mío ahora se disuelve y se tambalea.
Rueda prolongándose en el aire amortiguado y se
derrama;
Ahora sólo puedo encontrarme buscándome en otra
parte.


*


¡Silencio, catacumbas! ¡Templos griegos, callen!
¡Amplias olas conmovedoras, no le cuenten esto a nadie!
Ustedes, muertos, incomunicados en la prisión de sus
tumbas
¡Callen para siempre bajo el peso de las lágrimas!
¡Guarden mi secreto, dioses, si hablan con el viento!

Desesperado testigo de mi metamorfosis,
Sin poder alcanzar el ser que fui,
La muerte, único mendigo que obtendrá mi rechazo,
Para encontrarme excava en el seno de las cosas
Como quien busca un perfume en el interior de una rosa.

Que vaya, el que quiera, a rogar a las sirenas
Por mi voluptuoso corazón abandonado entre las olas.
Para mí han sido inútiles la absolución y las fúnebres
exequias;
Como el nardo se derrama sobre el cuello de las reinas,
Yo existo eternamente en lo que he dado.


Endimión


La leyenda caracteriza a Endimión como un pastor de gran belleza. La luna, Selene, se enamoró de él; se amaban en una gruta del monte Latmo. Endimión, por argucias de Selene, consiguió que Zeus le concediera el deseo de permanecer eternamente joven, aunque sumido en un sueño perpetuo y con los ojos abiertos, sin ver a nadie más que a su espléndida amante, quien lo visitaba todas las noches y acabó dándole cincuenta hijas.

He aquí el poder embriagante del sueño celebrado por los románticos como una bendición que entraña una maldición, porque nos permite alcanzar lo imposible —vivir fuera del tiempo— y nos regala la contemplación extasiada del objeto de nuestro deseo, la unidad inaccesible con la persona amada. Pero al hundirnos en la cueva de nuestros sueños, al despertarnos en el seno original y fundirnos en el misterio de la creación, nos aislamos mortalmente del mundo y terminamos destrozándonos, consumidos por la locura o marginados por la limitada y dura realidad material que nos impone su norma rutinaria, el fastidioso imperio de la imperfección.

En medio de nuestras miserias, Selene, la de hermosa faz, círculo de la esperanza y ojo sangriento, somete el corazón del hombre soñador a su capricho, desconectándolo del mundo como a un feto fascinado.

 
 


Madre etíope, con senos de estrellas,
Matriz donde brota lentamente el universo;
Negra carne de médulas relucientes,
Sombra lechosa en el polo y verde en el Ecuador.

Secreta tibieza donde los cuerpos se penetran
Y el alma se derrama en sombríos perfumes;
Hora cero, asombro de los seres, donde aparecen
Los blancos fantasmas de noches ya muertas.

Vacío pozo de lo absoluto, presencia del espacio,
Limosna de una paz sin reposo; viento adormecedor
Que se levanta y pasa, pleno de olvido,
Y doblega a los vivos, esos rebaños.

Punto de agotamiento, espasmo que se extingue,
Donde se hacen, se deshacen y rehacen nuestras cadenas,
Donde esos extraños nosotros que llamamos sueños
Nos llevan, arriándonos, a secretos infiernos.

Oscuridad que hace resplandecer la belleza del pastor,
La palidez de la luna y el deseo.
Manojo negro de sombras, cálido hueco de alabastro,
Sepulcro sideral donde sangra el placer.

Momento en que el universo vuelve a ser posible,
Oscura resolución donde yacen los acordes;
Temblor confuso, indistinto y apacible
Donde todos los cuerpos son un solo cuerpo.

Noche en que el recién nacido cree recobrar el asilo
De la gruta maternal que lo abrigó tanto tiempo,
Océano de negrura donde el astro es una isla
Y el día despliega su matinal apostasía.

Gracias a ti huimos de la luz que nos despedaza
Y nos enfrenta unos contra otros, oponiéndonos a todo.
Yo me entrego, oh tinieblas, esposa universal,
A los mil labios de oro de tu beso sombrío.

Ya no soy el que vagaba entre las viñas
Buscando un fruto claro como esperanza fundadora,
Y ofrecía su pálida belleza al incendio del sol
Al salir del agua donde retozan los cisnes.

Ya no soy el que busca su imagen en las zanjas
Donde el agua se adormece con dulzura,
Y besa en vano, en voluptuoso homenaje,
La tierna ilusión de un cuerpo ingrávido.

Ni soy el que corría tras la ninfa o el sátiro
Y tendía sus brazos desnudos al objeto pasajero;
Ya no distingo en la oscuridad que me llama
Al otro, al enemigo de Mí, al extranjero.

Después de haber luchado, tendido sobre el musgo,
En la arena o las piedras, sin intención de gozar,
Mis ojos aumentan la noche cerrando los párpados
Y el reposo del mundo es mi serenidad.

La inmensa vida se agita y fermenta en silencio,
Fluido que el objeto alberga sin retenerlo,
Líquida paz donde mi cuerpo se balancea
E ignora que odiar es lo contrario de amar.

El día prisionero, tropieza en los límites de las cosas,
Se esfuerza en su lucha, se agota al crecer,
Mientras la noche y la vida reposan en el fondo de todo
Y el corazón de cada hombre es un secreto nadir.

En el día me busqué, en la noche me encuentro;
Por un instante el seno primordial se abre de nuevo;
Y mi perra, sombría loba junto a mí,
Lame la blancura del invierno en los dedos de mi pie.

La noche hincha mis flancos, mis vértebras, mis venas;
Oscuros señuelos me reclaman desde el frío seno de
Diana;
Como un niño acurrucado en el corazón de las tinieblas,
Me deslizo, perdido, hacia todo lo que no es.

Nada espero, nada persigo, nada deseo alcanzar;
Soy el olvido que alienta y se mece;
La sombra, secreto regazo donde nada se teme,
Hace de la inmensa vida una pesadilla que pasó.

La noche resuelve en mí el enigma que me obsesiona;
En el estío nocturno mi cuerpo se funde como la miel;
Y cada tarde mi ser se rinde y cede, paso
De los brazos de Pan a los brazos de Astarté.


Siete poemas a una muerta


T.S. Eliot y Juan Rulfo cantaron la condición fantasmal del ser humano que habita entre los muertos, el ser entre seres desconocidos que parecen vivos y cristaliza ecos, imágenes, reflejos venidos de otros lugares y otros tiempos. Marguerite Yourcenar reconoce la fuerza implacable y misteriosa del vacío inconmensurable que nos borra y nos llena de sentido, pero no ubica sus versos en una populosa metrópoli ni en una deshabitada ranchería, sino en el yerto cuerpo concreto del ser amado, donde la devastación es una ola infatigable, indiferente al llanto del amante.

Desorbitada ante la presencia de un cuerpo sin voz y sin gestos, impotente ante el hecho de que ya no responde a su dolor, inalcanzable a su deseo, el objeto de su amor es el latido de lo que fue y permanece ausente y mudo. Aferrada al doloroso aleteo de ese efímero milagro, Marguerite Yourcenar coloca ramitas de resignación y elevadas verdades en la frente de la angustia, penando de amor el cuello de la desesperanza, para hacer posible lo imposible y aceptar lo inaceptable.

Es difícil hablar de Eternidad y elevar nuestro canto contra la inevitable Nada. Los insondables ojos de la muerte rasgan como parvadas de palabras el velo de la Noche en que nos acunamos. El poeta alza su tallo desde los mórbidos pantanos que lo sostienen, melancólico ángel humano, y es capaz de morder con deleite en las carnes del Cosmos para probar el sabor del fracaso.


I

Cuando estaba por llegar, murió
Quien me esperaba, cansada de esperar.
Sus brazos abiertos volvieron a cerrarse
Legándome un remordimiento en vez de un recuerdo.

La plegaria, la flor, el gesto más tierno
Fueron regalos tardíos que nadie pudo bendecir.
Los muertos no escuchan a los vivos.
La muerte, cuando llega, nos junta sin unirnos.

Nunca conoceré la dulzura de su tumba.
Mis gritos, lanzados demasiado tarde,
Resuenan y se extinguen sin eco en la sorda eternidad.

Los muertos desdeñosos, forzados al silencio,
No nos escuchan llorar en el oscuro umbral del misterio
Por un amor que jamás existió.


II

He aquí la miel que fluye, pura, del corazón de las rosas,
El perfume, los colores, los suspiros amados.
Ya no sonríes por la belleza de las cosas;
Tus brazos, siempre abiertos y dispuestos, al fin se han
cerrado.

No volverás a sentir sobre tus párpados
El lento deshojar de largos sollozos perfumados.
Tu corazón se diluye en metamorfosis.
Yo llego, justo a tiempo, a perderte para siempre.

Como un triste extranjero, camino titubeante
Por el estrecho jardín donde otros contigo gozaron;
He aquí mis ojos, mis manos, mis pies que te buscaron.

Demasiado tarde llego... y me arrepiento.
Envidio a los que te amaron cuando aún vivías
Y supieron a tiempo que todo pasa.


III

Cuando debí acudir, sólo supe dudar;
Cuando debí llamar, callé.
Demasiado tiempo persistí en mi camino, solitaria;
Nunca imaginé que fueras a morir.

Nunca preví que fuera a secarse la fuente
Donde uno se refresca y se baña,
Ni supe que existieran en el mundo
Misteriosas frutas que maduran al morir.

Obstinada, siempre busqué en la ruta del sol tu sombra;
Ahora el amor es una palabra, el tiempo un número
Y mis penas chocan contra los ángulos de una tumba.

La muerte, menos indecisa, supo cómo acercarse a ti;
Si ahora piensas en nosotras, tu corazón debe
compadecernos.
Uno se ciega cuando muere una antorcha.


IV

Las estrellas son el fruto del verde ciprés
Balanceándose en la noche, al fondo del verano;
La vida única y desnuda a través de cien velos
Asume tu belleza para derramarse en todo.

El universo teje la eternidad
Y ensancha su tela como una araña monstruosa.
Tu amor, mi amor, nuestro corazón y nuestras médulas, Serán diferentes después de existir.

Pasamos medio dormidos bajo una inmensa puerta,
Para ganarlo todo nos perdemos en todo;
Una ola sin mañana nos arrastra y nos dispersa.

Los labios del corazón quedan siempre insatisfechos.
El amor y la esperanza nos fuerzan a soñar
Que el sol de los muertos otra vida ha de madurar.


V

La miel inalterable del fondo de las cosas
Está hecha de dolor, deseo y remordimiento;
Eterno alambique donde el tiempo destila
Las lágrimas de los vivos y la piedad de los muertos.

Tan inseparable es el perfume de la rosa
Como inseparable tu alma de tu cuerpo.
Una misma causa germina efectos idénticos
Y una misma nota vibra en mil acordes diversos.

El universo nos da y nos quita lo poco que somos.
Yo olvidaré cada día cuánto te amé
Pero tú no sabrás que mis lágrimas te amaron.

La muerte espera que nos acunemos en ella.
Arrullada en sus brazos, como una niña de pecho,
Escucho sonar el hierro de lo eterno.


VI

Sólo el silencio tiene palabras
Que pueden decirse junto a ti sin herirte.
Ante lo irremediable, sólo podemos sonreír;
Llueven sobre tu cuerpo las lágrimas de las corolas.

A la hora en que nos despojemos de nuestras máscaras
Deslizándonos soñolientas en el mismo lecho,
Por cada dedo tembloroso de la hierba que nos roce
Tú podrás bendecirme y yo acariciarte.

Es hacia tu dulzura que conduce mi camino.
De este suelo impregnado de alma humana,
El olvido, lento jardinero, extirpa el remordimiento.

Inagotable, vaga el amor de vena en vena;
No quisiera perturbar con un vano lamento
El eterno abrazo de la tierra y los muertos.


VII

Nunca sabrás que tu alma viaja
Dulcemente refugiada en el fondo de mi corazón,
Y que nada, ni el tiempo ni la edad ni otros amores,
Impedirá que hayas existido.

Ahora la belleza del mundo toma tu rostro,
Se alimenta de tu dulzura y se engalana con tu claridad.
El lago pensativo al fondo del paisaje
Me vuelve a hablar de tu serenidad.

Los caminos que seguiste, hoy me señalan el mío,
Aunque jamás sabrás que te llevo conmigo
Como una lámpara de oro para alumbrarme el camino

Ni que tu voz aún traspasa mi alma.
Suave antorcha tus rayos, dulce hoguera tu espíritu;
Aún vives un poco porque yo te sobrevivo.


Poema para una muñeca comprada en un bazar ruso

Yo
Yo soy
Azul Rey
Y negro hollín.

Yo soy el gran moro
(Rival de Petrouchka)
La noche es mi troika
Y el sol mi balón de oro.

Tan amplia como las tinieblas,
Tan frágil como un ser vivo,
El soplo más sutil conmueve mi cuerpo sin vértebras.

Me he resignado porque soy sabia:

No se burlen de mi tez negra ni de mi boca abierta;
Yo soy, como ustedes, un juguete en manos de gigantes.

 


 

Versos gnómicos


Te vi crecer como un árbol
Eternidad inefable;
Te vi endurecerte como un mármol,
Realidad inenarrable.

Prodigio cuyo nombre se me escapa,
Granito demasiado duro para el cincel,
Felicidad compartida por el pájaro
Y por el agua que el perro lame.

¡Secreto que debemos saber y callar!
Todo lo que dura pasa;
El cielo estrellado se aligera
Y la tierra gira bajo mis pies.

¡Sonrían, yacientes muertos!
Todo lo que pasa queda;
Del negro grano de las rocas están hechas
Las briznas más delgadas del prado.


Tu nombre


Como una gota de miel venenosa,
tu nombre, el que te dio tu madre,
se derrama amargamente en mi garganta.
Bajo distintos cielos clamé tu nombre,
lo lamenté en todos los lechos;
leí tu nombre en filigrana en la página de mi desdicha,
claro como el sollozo que vierte sobre nosotros un ángel.
Tu nombre, con el que duermo,
lastima mi boca como si fuera un talismán,
y me arrastra, como una sentencia, hacia el destierro.
Tu nombre, como un niño bello y desnudo,
se revuelca en todos los fangos.
Gimo tu nombre como limosnera
frente a las puertas de la ciudad en llamas.
Manchado por las moscas-chismes de la infamia,
la gente pronuncia vulgarmente tu nombre,
X desconocida, tú misma.
Tu nombre de bautismo
inscrito en los registros negros del diablo
y en el libro de oro de Dios.
Tu nombre es la única cosa que jamás te podré regresar;
no importa que lo repita mil veces,
nadie me lo podrá arrebatar.
Cada letra de tu nombre es un clavo de mi pasión,
y lo único, quizás, que nunca podré olvidar
hasta que llegue el día de la resurrección.

 


 

Firme propósito


Ni protegerse del día bajo el árbol de las tinieblas,
ni morder en el fruto la dulce carne del verano,
ni besar largamente los lívidos labios
de muertos hastiados de haber existido.

Ni penetrar, transido, el frío corazón del álgebra,
ni clavar en el vacío una máscara,
ni acostar bajo el sólido olvido célebres huesos
ni derramar su nada en un sepulcro prestigiado.

Ni acariciar, amor, tu ardiente garganta,
ni quemar tu deseo en el fuego negro de la espera,
ni aplicar al dolor el torniquete de la resignación.

Ni levantar hacia el cielo las manos insatisfechas,
sino soportar en uno mismo, en medio de la noche sin
pensamientos,
el profundo vacío de un corazón donde la vida ha
sangrado.

 


 

Sirenas


Con risas sordas, gruñidos y sollozos, las hijas del mar
pelean y se abrazan entre negros peñascos,
peinan sus cabelleras relucientes en la sombra
y arrastran, taciturnas, su ondulante piel por la playa

A su lado se bañan anguilas viajeras,
ágiles cachalotes y un oso-niño color de nieve;
el fuego de sus ojos se aviva y se extingue,
trémulo faro sobre las olas, provocando el naufragio.

Sus cuerpos de ámbar y de leche toman la forma de las
olas;
en la amarga niebla que el mar exhala, el incierto deseo,
el pesar, el terror y la esperanza condensan la noche.

Y los náufragos, mecidos blandamente sobre la garganta
donde todo zozobra, paladean en la oscura inmensidad
el cálido amor que esconde la muerte en la entraña del
agua.

 


 

El visionario


Yo he visto un ciervo
Atrapado en la nieve.

He visto en el lago
Flotar a un ahogado.

He visto en la playa
Una concha seca.

He visto en las aguas
Pájaros temblando.

A los malditos serviles
He visto en las ciudades.

He visto en las llanuras
El humo del odio.

He visto en el mar
El sol amargo.

En el cielo he visto
Pasar este siglo.

En el espacio he visto
Insondables ojos.

He visto en mi alma
La ceniza y la llama.

Un negro dios vencer
En mi corazón he visto.

 


 

Cantilena para un flautista ciego


Presencia líquida del llanto,
flauta en la noche solitaria,
todos los silencios de la tierra
son pétalos de tu flor.

Dispersa tu polen en la oscura inmensidad,
alma llorosa, casi inaudible,
miel chorreando de una boca sombría.

Ya que tus lentas cadencias
dan ritmo al pulso de las tardes estivales,
convéncenos que el cielo baila
porque un ciego cantó.

 


 

Cantilena para un rostro


Carne marcada de un rostro,
pulpa sangrante del verano;
doble lago de hielo inmóvil,
orbe azulado bajo el párpado.
Dientes chasqueando entre rosas.
Narices, portales del perfume,
donde muertos soles reposan sus halos
sobre amplios, ondulantes planos.
Rostro que ningún sueño aviva, angustiado,
casi infantil, apenas hermoso,
donde de pronto se eleva una sonrisa.
Rostro donde fluyen como arroyo las lágrimas,
extraña máscara, apariencia humana,
cofre carnal que encierra el silencio del alma.
En ti habita la inmutable belleza de la piedra,
hiriente, dura máscara, y cae la noche
cuando cierras los párpados.

 


 

Cantilena de pentauro


La muerte se acerca a ti
como un dulce sueño a la sombra de un dulce techo;
como un vino se vierte, como un loto derrama su aroma,
como el llanto de un junco, la muerte está junto a ti.
Curación para el enfermo, reposo para el extenuado,
la muerte es un dulce lago con remolinos de polvo en el
horizonte.
La muerte hincha tu vela y sopla lentamente tras de ti
como el suave aliento del viento de la tarde.
Los amantes navegan hacia el país lejano,
y la muerte, dulce invitada, asiste al festín.
Como el pajarero echa suavemente sus redes,
el verano marchita la flor y se bebe el rocío.
Sólo queda la sombra solitaria del ciprés
donde yacen juntos, para siempre, los amantes.

 


 

Niña


Las flexibles antorchas de tus manos
acarician en vano mi soledad;
el fruto banal que mordemos
cuelga tristemente cercado por la costumbre.

Yo disfrazo mal mi torpeza
con el frío carmín del abandono;
el desdén rige mis dones
y tu placer es para mí un ensayo.

Mi corazón distraído, sueña y se adormece
mientras la fuerza del deseo y tu juventud,
te impiden percibir que abrazas una ausencia.

En el borde del cielo, oh alcoba de oro,
mis ojos pensativos cuentan los astros
mientras tú, niña ávida, cuentas tus piastras.

 


 

Claroscuro


Claroscuro, sombra insidiosa
donde se mueven en silencio las estatuas,
donde una voz melodiosa
susurra cosas calladas,
enigmas que sólo el corazón puede revelar,
secretos pagados muy caros.
Cada sabio es alumno de un loco
y la carne es maestra del alma.

 


 

Hermafrodita


Acabado único, doble voluptuosidad,
Delicia inmóvil en el centro de las cosas;
Breves efectos, persistentes causas,
Dos sexos, espíritu y carne,
Movimiento múltiple detenido en la unidad.

En medio de la fragmentada realidad,
Los seres separados se vuelven a juntar.
Dulce monstruo perfecto yaciendo entre rosas;
Su deseo esculpe la roca del placer.

En esbelto bello mármol, como un beso prolongado
Su carne dura y lisa concentra la felicidad.
Siete notas se mezclan para unir dos acordes.

Se entrecierran sus ojos de penumbra y de fuego
Y propone al deseo el enigma de su cuerpo
Con el tierno abandono de un dios que es mujer.

 


 

L´Idolino


Comparado con otros jóvenes, sin duda salgo ganando;
mi padre, un amoroso soberano o magistrado,
mandó fundir mi imagen en delicado metal
y unió su nombre al mío en una breve oda.

De fino bronce, apenas menos mortal que la carne
núbil y ardiente, he padecido la humedad de la tierra
he escapado de su noche y del sol que corroe para estar
serenamente en este pedestal, frente al ojo del día.

¡Qué dulces son los reflejos sobre la pureza de mi pátina!
La curva de mi espalda, la esbelta ondulación de mi costado,
me hacen imitar en metal a un efímero muchacho.

Mis dedos, aún intactos, ya no sostienen la palma del triunfo,
Pero aún puedo enseñar al que pasa prendado de mi gesto
calmo
los sabios cálculos que exigió la belleza de mis formas.

 


 

Colonia griega


Cerca de montes luminosos cuyas formas soberanas
recuerdan las cumbres de su país con nostalgia,
al abrigo del viento y las sirenas,
los marineros griegos construyen una ciudad y un puerto.

La savia pegajosa de los pinos carena sus naves. El delfín
salta sobre el altar esculpido en honor de Dionisos;
bronceados jinetes dejan a un lado las riendas
y se bañan en el mar todas las mañanas del verano.

Guirnaldas de flores ornan el umbral de sus mujeres;
la viña de flexibles guías y el olivo de fruta arrugada
se enriquecen con las sales del suelo extraño.

Borracho, el comerciante ronca en el fondo de la choza
y el joven alfarero, con trazo ligero,
sobre los flancos rojos de una copa
delínea el perfil de su amante.

 


 

Macrocosmos


Soles, exvotos de las tinieblas.
Corazones palpitantes, corazones traspasados,
lágrimas de plata entre fúnebres paños.
Soles, yo paso y ustedes pasan.

Objetos en el fondo de mi ojo,
como ustedes, yo me consumo:
ustedes ruedan en la sombra eterna
sin saber que la alumbran;
Yo sé porque ignoro.

Dentro de este caracol sonoro,
en esta esponja donde palpita mi alma,
en mis entrañas, una sola fuerza se concentra,
y su lucha es mi lucha.

 


 

David


Un duro tallador de piedras ha desgajado mi cuerpo
de este bloque atormentado por un alma insatisfecha.
Soy un pastor y seré profeta; me bastará
un guijarro para derribar al más fuerte.

Pero ¿a qué debo mi ambición, a qué tanto esfuerzo?
Si más allá del éxito percibo mi derrota
y, con las cejas fruncidas, me retiro del festejo
al sentir sobre mi virtud el remordimiento.

La culpa y la desdicha pudrirán mi victoria;
Jehová soltará sus perros expiatorios;
mis músculos se crispan; sé demasiado; he luchado
demasiado.

El grito de mi dolor colma el espacio
y la honda que gira en mi agotada mano no puede
lanzar mi corazón contra el Dios que me ha tentado.

 


 

Bandera griega


La orden era traer a tierra
el andrajo color azul cielo,
el harapo que se dobla en el viento
formando y deformando un dios.

Con los estertores de alegría
de un mártir entregado a sus verdugos,
escuché gemir y rechinar la seda viva
como si fuera de hierro.

Lo que me quedaba de patria
flotaba en sus pliegues ofendidos
y yo imploraba como un viudo
frente al lecho vacío.

Sostuve en mis manos la vívida tela
y derramé sobre mí su raudal de gloria
cubriéndome de la cabeza a los pies,
y después salté... dije adiós al sol.

Me envolví en ese paño
como un alma se arropa en su pasado,
y me vi en el aire como una enorme mujer
que cae, como un pájaro herido.

Mis brazos estirados y abiertos
fueron el asta del agitado andrajo.
Mi caída se transfiguró en vuelo,
en mi piel fue soldada un ala.

Mi cuerpo chocó contra el suelo
cuando la transitoria curva de mi muerte
había trazado en el cielo
el claro perfil de la victoria.

 


 

EStaciones de emigrantes: Italia del sur


Farol rojo, ojo sangriento de las estaciones;
Entre los paquetes amontonados,
Gritos que se alargan, sollozos, peleas;
Emigrantes, fugitivos,
Apóstatas sin patria entre los estados;
Carriles que se confunden y se extravían.

Fondas: demasiado caro para comer aquí;
Bruma sucia sobre la puerta;
Esperar, obedecer, acomodarse;
Aduaneros ¿Para qué sirve una frontera?
Cada rico tiene la tierra entera,
Cada miserable es un extranjero.

Máscaras sucias bañadas por el llanto,
Demasiado cansancio para rebelarse;
Estiramiento de rostros pálidos;
El trabajo pesa; están embrutecidos;
El viento dispersa; están abandonados.
Esta tarde la ceniza. ¿Hasta cuándo la lava?

A veces el invierno, a veces el verano;
Frío, sol, violencia doble;
El agobiado, el amargado, el idiotizado;
Aquí el quejido y allá el silencio;
Los dos platos de la balanza,
Y la pobreza como plaga.

El express seccionando el espacio;
El hierro, el fuego, el agua y los carbones
Arrastran en la noche los vagones
De quienes duermen en primera clase.
Brincan los vagabundos.
Miedo; estupor; el rápido pasa.

Rebaño hastiado, cansados cuerpos,
Bloques soñolientos que la muerte roza;
Se persignan, aterrorizados.
Grito, insulto, ojo enloquecido que se enciende;
Temen el atropellamiento,
Ellos los eternos atropellados.

 


 

Siluetas


Te destacas contra la noche disfrazado de Dios
(es decir desnudo)
pálido y blanco como el desconocido
que muere de hambre en el camino
aunque puede ser un ángel.
Tu boca bebe de las tinieblas, gota tras gota,
con amargura, y la franja de tu párpado
alberga el poco cielo que me queda.
Sobresales del día, como el cuerpo del amor
sacrificado por sus víctimas,
y mis besos son crímenes
que agujeran tus manos, sin esperanza.
Te desprendes de la tarde
como el sol en el crepúsculo;
tu silencio es el canto
que tu orgullo y tu dolor se obstinan en callar.
Rey derribado, de pie en el umbral de la noche
como a la entrada de un monasterio,
donde la sombra te cubre con una capucha inesperada:
la primera estrella reemplaza el corazón en tu pecho,
la sombra se coagula en tu sangre
y el sol rueda en el mar como una tiara de oro
perdida en la juventud.
Te destacas sobre la muerte
como un cisne sobre blasón negro.
El dolor y la esperanza sostienen el blasón
y hay sangre en el pico y lodo en el ala del cisne;
cada uno de sus temblores remueve las olas de la vida
y la eternidad.
Detrás del broche, el destino;
su ojo fijo en mi corazón resignado, al fondo de mi
garganta.
La nieve cae lenta y amontona sobre mí sus copos
como plumas esparcidas sobre una tumba abandonada.

 


 

Oda a los verdugos


Trabajo, tus manos adiestradas en lo duro
Forjan el hierro del destino;
Herrero hermano de los titanes,
A golpe de constancia creas
La obra que preferimos,
Excusa de nuestra existencia,
Hermoso hijo de nuestra sustancia.

Dolor, tu mazo nos extermina;
Poco a poco, como los sueños,
Tu cincel nos perfecciona
¡Adversario parecido al alma!
Acostumbrado a su propia cuchilla
El más puro diamante reclama
El corte exacto del bisel.

Deseo, vil traidor,
En el bosque del ser tiendes
La trampa donde todos caemos;
Hábil en la lucha, el alma está siempre
Dispuesta a enfrentar la belleza del peligro
Se levanta después de la caída
Y se enriquece de nuevo abandonándola.

Piedad, triplicas nuestro coraje,
Aunque poco nos importan los náufragos
Cuando dobla nuestra campana.
¿Cómo aceptar algo así por otro hermano?
Remeros locos, capitanes temerarios,
Resistamos, encaremos los vientos contrarios
Por aquellos que no resistan.

Muerte, maravilla helada,
Al interrumpir nuestra obra exquisita
Nos evitas otros errores.
Provenimos de nuestros oscuros esfuerzos,
Habitamos en lo que somos,
Ocultos a la mirada de los hombres
Por un muro de terrores en calma.

 


 

Quia hortulanus esset


Soy el obrero del silencio,
el más allá del ser humano,
la moneda que equilibra en tus manos
el oro del César.

Soy la inocencia del alba,
el frágil huevo al fondo del nido;
tan amplias como el infinito
son las arrugas de mi viejo vestido.

Más vendido que un esclavo
y, más que pobre, abandonado.
Soy el agua celeste que lava
la sangre por ti derramada.

Mis hermanos, los libros y los corderos,
como yo, no tienen defensor.
Yo protejo a los que claman
con una coraza de ternura.

Poco me importa que se me niegue:
soy el oscuro insultado
que siembra sudor de agonía
en los surcos del futuro verano.

Soy la nieve que prepara
la lenta eclosión del grano;
soy dos brazos abiertos,
madero viviente, diámetro del dolor.

A mi lado, la rosa eleva su inocente hermosura
y el seco madero se humedece de savia.
Bajo el negro árbol del Gólgota,
la Magdalena reconoce al jardinero
en las manos lastimadas del Dios que solloza.

 


 

Versos órficos


En el umbral de una puerta oscura,
A la derecha, corre bajo un álamo
El agua del olvido.

A la izquierda brota la corriente de la memoria,
Helado cristal como un licor frío.
El agua de la memoria se estanca en mi corazón.

De allí beben mi alegría y mi zozobra;
En su ribera acampan los sabios;
Yo les diré: tengo miedo de morir.

La imagen derramada del tiempo
Se refleja en mi memoria;
Su hermoso espejo no está agrietado.

Soy hija de la tierra negra
Pero también del cielo constelado
¡Abridme la puerta de la gloria!

 


 

Epitafio
(después del bombardeo)

Un cielo de hierro se desplomó
sobre esta tierna estatua.