Material de Lectura

Giacomo Leopardi
Cantos



Selección, nota introductoria, revisión y notas de Mariapía Lamberti


Traducción de José Luis Bernal



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Nota Introductoria

 

El máximo poeta romántico italiano, Giacomo Leopardi, nació en 1798, en Recanati, villa algo menos que mediana de la región de Las Marcas, en los entonces Estados Pontificios, hijo del Conde Monaldo, reaccionario e incondicional del gobierno papal. Niño extraordinariamente precoz, adquirió una sólida formación humanística estudiando en los libros de la biblioteca paterna: a los once años componía en latín, a los catorce traducía los poetas líricos y épicos griegos y latinos, a los dieciséis escribía en latín un tratado sobre la vida de Plotino y un estudio sobre los más famosos oradores de la antigüedad, y realizaba un eruditísimo Ensayo sobre los errores populares de los antiguos. En aquellos "años de estudio loco y desesperadísimo", como él mismo escribió a su gran amigo el literato Giordani, el cuerpo se le hizo raquítico y enclenque, provocándole la irremediable convicción de ser destinado a la infelicidad y al desamor; pero el ánimo se le ensanchó hacia el más exaltado anhelo de grandeza y de gloria.

El joven consciente de sus valores, que ya se había puesto en contacto epistolar con los más notables hombres de cultura de su época, no tardó en sentir la limitación coartante del reducido y periférico lugar de su nacimiento (el "nativo burgo salvaje", como lo llamará en uno de sus Cantos), y de las cerradas ideas paternas. Su rebeldía ideológica (él mismo hablaría de conversión política) se manifestó en la adhesión más apasionada y conmovedora al naciente ideal de una nación italiana unida; al mismo tiempo se verificó su conversión literaria, que lo hizo abandonar la filología para acercarse a la poesía. Pero en la polémica de aquellos años (1816-1818) entre los defensores del clasicismo ilustrado y los introductores de las nuevas corrientes románticas, tomó decididamente partido al lado de los primeros, aunque con argumentos que bien podemos definir como perfectamente románticos: sostenía que la italianidad tenía sus raíces en el mundo clásico, y sólo de éste podía nacer una conciencia nacional; y que la poesía no podía brotar más que de la ilusión, negada al hombre moderno por su racionalismo y su ciencia, pero inagotablemente presente en la transformación mítica de la naturaleza que nos ofrece la poesía clásica. Poco después, se realizaba la tercera conversión: la filosófico-religiosa, que lo llevó a adherirse a una concepción mecanicista del mundo, desalmada y fría cosmovisión que haría irremediable el pesimismo por el que es conocida su poesía.

Los primeros cinco de los treinta y siete Cantos que forman la obra poética principal de Leopardi ("A Italia", "Sobre el monumento de Dante", "A Angelo Mai cuando hubo descubierto los libros de La República de Cicerón", "En las bodas de la hermana Paolina", "A un vencedor en la pelota"), escritos entre 1818 y 1821, están destinados a cantar el amor patrio, y a expresar el dolor de ver cómo el ánimo de los italianos no se inflama todavía en el espíritu de resurgimiento. La redacción de estos Cantos revela la formación filológica del joven autor: llena de referencias históricas, se vale de un lenguaje suntuoso y latinizante, apegado a los más estrictos cánones del purismo dieciochesco, que quería una lengua literaria modelada sobre los esquemas arcaicos del Trecento.

Después de estos Cantos, si el amor a Italia perdura, jamás volverá a ser tema poético. En 1822, su sueño de evasión se realiza; pero las estancias en Roma en aquel mismo año, en Milán y Bolonia en 1825, en Florencia en 1827, el contacto directo con los grandes literatos con los que había sostenido correspondencia o conocía de fama, lo decepcionan profundamente, convenciéndolo aún más de la mezquindad de los hombres, la superficialidad de las mujeres y la vanidad de toda empresa vital. Sin embargo, la decepción no anula, sino que agudiza, el anhelo de amor, de gloria, de felicidad, que, al saberse destinado a la frustración, genera un sufrimiento desgarrador e irremediable. Paradójicamente, es el retorno periódico a la casa paterna y al reducido paisaje natal, al lugar de sus primeras esperanzas (los "amenos engaños") el que lo inspira para componer sus mejores poemas.

La aguda conciencia de su infelicidad personal se enriquece con matices universales, y el pesimismo con que contempla su propio destino y su vida, se transforma en una desolada visión del género humano, condenado sin razón a la infelicidad. Su amarga filosofía culmina en una teoría de dolor cósmico, que reconoce a todos los seres hermanados en un común destino de sufrimiento. Supremo bien, la muerte; únicas dichas, las ilusiones; única felicidad, la que se saborea en los ensueños de amor y de gloria que llenan el alma juvenil, y que inevitablemente terminan en el amargo despertar de la realidad, de la madura toma de conciencia de la inutilidad de la vida.

He aquí que a los primeros "pequeños idilios" compuestos entre 1819 y 1821, llenos de melancolía ("El infinito", "A la luna"; "La noche del día de fiesta", "El sueño", "La vida solitaria") suceden, en 1822, los cantos del dolor histórico y de la añoranza del pasado clásico ("Ultimo canto de Safo", "A la primavera, o de las fábulas antiguas", "Himno a los patriarcas"); los cantos del ideal ("A su dueña", "Al Conde Cario Pepoli", "El resurgimiento") compuestos entre 1826 y 1828; los seis "grandes idilios" del dolor universal ("A Silvia", "Las recordanzas", "El gorrión solitario", "La quietud después de la tempestad", "El sábado del poblado", "Canto nocturno de un pastor errante de Asia"), escritos entre 1828 y 1830.

Finalmente, entre 1831 y 1834, la última, devastadora pasión lo refuerza en sus convicciones y le inspira los cinco cantos sobre el amor ("El pensamiento dominante", "Amor y muerte", "Consalvo", "A sí mismo", "Aspasia").

En 1833, Leopardi se trasladó definitivamente a Nápoles, con su devoto amigo Antonio Ranieri, que lo asistió en sus últimos años de enfermedad y amargura creciente hasta la muerte que lo alcanzó en 1837. Allí creó sus últimos poemas: dos canciones meditativas sobre la muerte (sobre un bajorrelieve antiguo sepulcral, "Sobre el retrato de una bella mujer"); una oda satírica ("Palinodia al Marqués Gino Capponi"), y el largo carmen "La retama o la flor del desierto", en la que deja, casi como un testamento, la exhortación a la solidaridad como único remedio contra la Naturaleza madrastra que desprecia el dolor de sus hijos; y finalmente "El ocaso de la luna", cuyos últimos versos dictó en su lecho de muerte.

Su lengua y su estilo permanecen, a lo largo de toda su obra, orgullosamente clasicistas y arcaizantes, aunque conocen por momentos concesiones a una mayor fluidez del discurso y coloquialidad del lenguaje. La construcción hiperbática a la latina, el uso de vocablos raros y desusados, los referentes históricos, filosóficos, mitológicos, el valor semántico otorgado a las palabras a partir de su etimología, hacen de la lectura de esta obra poética, igualmente rica en profundidad de pensamiento y en intensidad emotiva, una aventura intelectual y cultura! compleja y completa, de la que aquí se ofrece un breve panorama en la traducción prodigiosa, por la fidelidad y aliento poético, de José Luis Bernal.

 

Mariapía Lamberti


 

 

Canto I. A Italia

 

Aunque no lo sea propiamente, éste se considera el primero de los Cantos, y en tal posición aparece en todas las ediciones. Compuesto en 1818, refleja los espíritus juveniles de Leopardi, su énfasis patriótico que se manifiesta en todos los elementos que construyen la canción en un excursus pindárico. La retórica apasionada de las frecuentes interrogaciones, exclamaciones, arrebatos dramáticos, ha sido considerada excesiva, señal de la inmadurez poética del autor. Sin embargo, el mismo Francesco De Sanctis afirma que muchos de los jóvenes patriotas italianos que fueron a combatir durante las guerras de independencia llevaban en los labios los versos de este poema.



 

Oh patria mía, miro los muros y arcos
y columnas, y bustos, y las yermas
torres de nuestros padres;
mas su gloria no miro,
5 no miro el lauro y hierro que portaban
los antiguos ancestros. Ahora inerme,
nuda la frente y nudo el pecho muestras.
¡Oh, mas cuántas heridas!
¡Qué lividez, qué llagas! ¡Cuál te veo
10 hermosísima dueña! Y clamo al cielo
y al mundo: hablad, decidme:
¿Quién la redujo a tal? Y peor es esto,
que encadenados ambos brazos lleva;
y, sueltas las guedejas y sin velo,
15 yace sentada en tierra y sin consuelo;
y, abandonado el rostro
en el regazo, llora.
Llora, bien has razón, Italia mía,
para vencer nacida
20 en la fortuna fausta, y en la rea.

Si fueran tus dos ojos fuentes vivas,
nunca pudiera el llanto
igualar a tu daño y a tu escarnio;
25 pues fuiste dueña, y eres pobre sierva.
¿Quién de ti habla o escribe,
que, remembrando tu pasada gloria,
no diga: grande fue, ya no es aquélla?
¿por qué, por qué? ¿Do está la fuerza antigua,
30 las armas, y el valor y la constancia?
¿Quién te quitó el acero?
¿Qué traidor? ¿Cuál arte o cuál fatiga
o cuál potestad tanto
valió que el áureo manto te arrancara?
35 ¿Cómo caíste o cuándo
de tanta alteza en un lugar tan bajo?
¿Nadie pugna por ti? ¿No te defienden
los tuyos? Dadme un arma aquí: yo solo
combatiré, sucumbiré yo solo.
40 Dame, oh cielo, que fuego
a los ítalos pechos sea mi sangre.

¿Tus hijos dónde están? Oigo son de armas
y de carros, y voces y timbales:
45 en ajenas regiones
pugnan tus propios hijos.
Escucha, Italia, escucha. Veo, paréceme,
un olear de tropas y caballos,
y humo y polvo, y relucir de espadas
50 como entre niebla lampos.
¿No te alegras? ¿Y tus trémulas luces
volver no quieres al dudoso evento?
¿A qué pugna en aquellos
campos tu juventud? ¡Oh santos númenes!
55 Pugnan por otra tierra sus aceros.1
Ay desdichado el que en la guerra es muerto,
no por los lares patrios y la pía
consorte y caros hijos,
mas por los enemigos
60 de otra gente, y no dirá muriendo:
alma tierra nativa,
la vida que me diste aquí te ofrendo.

¡Oh venturosas, caras y benditas
65 las antiguas edades, que a morir
por la patria corrían las escuadras;
tú siempre glorioso y siempre honrado
70 oh tesálico puerto,2
do menos fuerte asaz Persia y el hado
fue que un puñado de almas generosas!
Creo que la hierba, y piedras, y las ondas,
y aun vuestras montañas, al viajero
75 con indistinta voz
narren el modo como aquella playa
cubrieron los invictos
cuerpos de los que a Grecia eran devotos.
Luego, vil y feroz,
80 Jerjes huía por el Helesponto,
hecho ludibrio a su postrer linaje;
y hacia el risco de Antela, do muriendo
sustrájose a la muerte aquella santa
hueste, subía Simónides,3
85 mirando éter, tierra y mar a un tiempo.
Y esparcidas de llanto las mejillas,
y ansioso el pecho, y vacilante el pie,
tañía la dulce lira:
90 A vos las alabanzas,
que ofrecisteis el pecho a los venablos
por amor de la tierra que os dio al sol;
Grecia os venera, y os admira el mundo.
100 Al campo de batalla
¿qué tanto amor las juveniles mentes,
cuál hacia el hado acerbo amor os trajo?
¿Cómo tan gaya, oh hijos,
veíais la hora extrema, que risueños
105 disteis el paso lacrimoso y duro?
Parecía que a la danza y no a la muerte
fueseis juntos, o a espléndido convite:
mas el Tártaro oscuro
os aguardaba, y la onda muerta;
110 ni las esposas ni los hijos cerca
tuvisteis cuando en la margen áspera
sin besos perecisteis y sin llanto.

Mas no sin la del Persa pena horrenda
115 e inmortal angustia.
Cual un león en medio de manada
de toros salta encima de uno, y clava
las garras en sus lomos,
y a otro el anca muerde, a otro el pernil;
120 tal su furia mostraba entre las turbas
persas, la ira griega y la virtud
Ve caballos supinos y jinetes;
ve al vencido, a quien carros
la fuga impiden, y las rotas tiendas,
125 y, corriendo el primero,
pálido e hirsuto, a Jerjes el tirano;
ve cómo en sangre bárbara
los héroes griegos tintos y bañados,
causa a los persas de infinito afán,
130 poco a poco vencidos por las llagas,
uno tras otro caen. Oh viva, oh viva:
a vos las alabanzas
mientras en este mundo se hable o escriba,

135 Antes, cayendo al mar, en lo profundo
chirriarán los astros arrancados,
que la memoria vuestra
y amor transcurra o mengüe.
Vuestra tumba es un ara; y aquí a mostrar
140 vendrán las madres a sus tiernos vástagos
de vuestra sangre las hermosas huellas.
Y aquí me postro,
oh benditos, y en estas piedras beso,
que serán claras y alabadas siempre
145 del uno al otro polo.
¡Si entre vosotros me encontrara, y muelle
fuese con sangre mía esta alma tierra!
Que si el hado es diverso y no consiente
que por Grecia mis luces moribundas
150 cierre postrado en guerra,
así la verecunda
fama de vuestro vate en días futuros
pueda, queriendo el numen,
tanto durar cuanto la vuestra dure.


 

 

1 Alusión a la campaña napoleónica de Rusia, en 1812, en la que participaron tropas italianas.

2 El Desfiladero de las Termópilas, donde 300 griegos, al mando de Leónidas, perdieron la vida para detener al enorme ejército del rey persa Jerjes, en 480 a. C.

3 Simónides de Ceos (566-467 a. C), poeta lírico que cantó las victorias griegas sobre los persas, y compuso una oda triunfal Leónidas en las Termopilas.

 

 

 

 

Canto ix. Último canto a Safo

 

Compuesto en 1822, hace parte de los cantos llamados del dolor histórico o progresivo. Leopardi retoma aquí, entre las muchas versiones de la vida de la poeta de Lesbos, la que nos la describe tan fea en el cuerpo como elevada en el espíritu, enamorada sin esperanza de un joven, Phaón, favorecido por la belleza pero de alma insensible, y suicida a consecuencia de este amor. El canto, en voz de la poeta al momento de decidir su muerte, trata los temas del anhelo de amor, de la Naturaleza madrastra y de su inexplicable e indiferente crueldad al repartir o negar sus dones.


Plácida noche, y verecundo rayo
de la poniente luna; y tú que apuntas
en la tácita selva sobre el risco,
nuncio del día; oh deleitosas, caras
5 —Mientras las Furias ignoré y el hado—,
apariencias al alma; no sonríe
dulce visión al desolado afecto.
Sólo se aviva nuestro gozo insólito
cuando en el éter líquido se vuelven
10 y por campo trepidantes, las ondas
polvorientas del Austro, y cuando el carro,
grave carro de Jove, a nos en lo alto
tronando, el tenebroso aire divide.
Nos por barrancos y profundos valles
15 nada place entre nimbos, y la vasta
fuga de grey turbada, y de hondo
río y dudosa orilla
el son de la onda y la ira victoriosa.
20 Bello tu manto, ¡oh divo cielo!, y bella
eres tú, perlada tierra. Ay, de aquesta
infinita beldad parte ninguna
a la mísera Safo concedieron
el numen e impía suerte. En tus soberbios
25 reinos, vil, ¡oh natura!, y grave huésped
y despreciada amante, a tus graciosas
formas en vano el alma y las pupilas
suplicante vuelvo. No me ríe
la abierta margen, ni de etérea puerta
30 el matutino albor: ni a mí ya el canto
de coloreados pájaros, ni de hayas;
el murmullo saluda: y do a la sombra
de los sauces inclinados despliega
35 lúbrico pie las flexüosas linfas
desdeñado sustrae,
y oprime en fuga las olientes playas.

Mas, ¿qué falta, qué tan nefando exceso
40 manchó mi nacimiento, que tan torvo
me fuera el cielo y de fortuna el rostro?
¿En qué pequé de niña, cuando ignara
de crimen es la vida, que menguado
de juventud, marchito, en el huso
45 de la indómita Parca se torciera
herrumbrado mi estambre? Incautas voces
tu labio expande: el destinado evento
mueve arcano consejo. Arcano es todo,
salvo nuestro dolor. Prole olvidada
50 nacimos para el llanto, y en el regazo
del Dios yace el motivo. ¡Ay anhelos
de la más tierna edad! A la apariencia,
a la amena apariencia eterno reino
aquí dio el Padre; y por magnas empresas,
55 por docta lira o canto,
virtud no luce en un desnudo manto.

Moriremos. Dejado el velo indigno,
desnuda el ánima huirá hacia el Hades,1
60 y el crudo fallo enmendará del ciego
dispensador del sino. Y tú a quien largo
amor en vano, y larga fe, e inútil
furor me ató de un fuego inaplacado,
vive feliz, si pudo en este mundo
65 feliz vivir mortal. Ya no escanció
de su ánfora avara el licor suave
Jove, cuando murieron los engaños
y sueños de mi infancia. Los más gayos
días de nuestra edad vuelan primero.
Siguen los males, la vejez, la sombra
de la gélica muerte. Así de tantos
gratos errores y esperadas palmas,
el Tártaro2 me resta; el bravo ingenio
75 va a la tenaria Diva,3
la oscura noche y la silente riba.

 


1 Plutón, el dios infernal.

2 Según Hesíodo, la parte más profunda y oscura del infierno, cárcel perpetua para el alma de los criminales.

3 Hécate, la diosa infernal, llamada así por el río Ténaro, cerca de cuya desembocadura se imaginaba la entrada a los infiernos.

 

 


 

 

Canto xi. El gorrión solitario

 

Compuesto en 1829, pero concebido ya diez años antes, hace parte de los llamados grandes idilios, o canciones libres, y es, con "A Silvia", uno de los poemas más célebres de Leopardi. El tema de la inexplicable renuncia a la vida que se suma a la indiferencia o al ensañamiento del hado, para aumentar el horror de la odiada vejez, está tratado a través de una límpida y enternecida visión de su paisaje natal.



Desde la aguja de la antigua torre,
solitario gorrión, a la campiña
cantando vas en tanto muere el día;
y yerra la armonía por este valle.
5 En torno primavera
brilla en el aire, y en el campo exulta,
tal que al mirarla se enternece el pecho.
Oyes greyes balar, mugir ganado;
los pájaros contentos, en parvada,
10 van por el libre cielo en sus giros,
festejando sin fin su mejor tiempo:
tú, pensativo, aparte, el todo miras,
no compañía, no vuelos,
no curas alegría, esquivas gozos;
15 cantas, y así rebasas
la bella flor del año y de tu vida.

Ay, imas cuán semejantes
tu costumbre y la mía! Solaz y risa,
20 de la primera edad dulce familia,
y tú, de juventud hermano, amor,
suspiro acerbo de provectos días,
no curo, no sé cómo; sino dellos
más bien huyo muy lejos;
25 casi eremita, y ajeno
a mi lugar nativo,
paso de mi vivir la primavera.
Este día que ya cede a la noche,
se suele festejar en nuestro burgo.
30 Oyes en lo sereno un son de esquila,
y a menudo un tronar de férreas cañas,
que a lo lejos retumba por las villas.

Vestida para fiesta,
35 toda la juventud
deja sus casas y anda por las calles;
mira, es mirada, y en el cor se alegra.
Yo, solitario, en esta
remota parte a la campiña salgo;
40 todo deleite y juego
difiero hacia otro tiempo: y la mirada
tendida al aire dulce
me hiere el sol, que entre lejanos montes,
tras el día sereno,
45 cae y se esconde, y decir parece
que la dichosa juventud se esfuma.

Tú gorrión solitario, en el ocaso
del vivir que han de darte las estrellas,
50 por cierto tu costumbre
no negarás; pues de natura es fruto
todo vuestro deseo.
Mas yo, si de vejez
el detestado umbral
55 evitar no pudiere,
cuando estos ojos mudos sean al alma
de los demás, y hueco les sea el mundo,
y el día futuro más tedioso y tetro
que el día presente, ¿qué tales deseos?
60 ¿qué me parecerán estos mis años?
¿qué de mí mismo? Asaz lamentaréme,
mas sin consuelo volveré al pasado.

 

 


 

 

Canto xiv. A la luna

 

Uno de los idilios breves en endecasílabos sueltos, o pequeños idilios, compuesto en 1819. La luna es uno de los interlocutores preferidos de Leopardi en los momentos de pausada melancolía como éste, en que se valora el sabor dulceamargo del recuerdo, el aumento de cuyo caudal, con el transcurrir de los años, es paralelo al aumento de la experiencia que hace imposible la esperanza, único bien, aunque falaz, de la vida.

 

Oh graciosa luna, yo me acuerdo
que, hace un año, encima de este risco
venía lleno de angustia a contemplarte:
y tú pendías sobre aquella selva
5 como ahora, que toda la iluminas.
Mas nebuloso y trémulo, en el llanto
que bañaba mis ojos, a mi vista
tu rostro aparecía, pues pesarosa
era mi vida: y es, tenor no cambia,
10 oh mi dilecta luna. Y aún me place
la recordanza, y numerar los años
de mi dolor. ¡Oh cuán grato acontece
en el juvenil tiempo, en que memoria
ha breve el curso, y luengo la esperanza,
15 el memorar las cosas del pasado,
aunque sea triste, y el afán perdure!

 

 

 


 

 

Canto xxi. A Silvia

 

Canción libre compuesta en 1828. Silvia es una de las tenues y fugaces figuras femeninas que nos presenta Leopardi, víctima de una muerte precoz que le arrebata el único bien concedido a los humanos: las ilusiones y esperanzas juveniles. Y Leopardi la asemeja a su propia esperanza, caída también antes de tiempo ante la lúcida comprensión de la verdad de la vida.

 

Silvia, ¿revives siempre
de tu vida mortal aquellos tiempos,
cuando beldad fulgía
en tu mirar risueño y fugitivo,
5 y alegre y pensativa, los umbrales
de juventud subías?

Sonaban las quietas
estancias, y las calles aledañas,
10 a tu perpetuo canto,
cuando atenta a bordados femeniles
te sentabas, contenta
del vago porvenir que imaginabas.
Era mayo oloroso: tú solías
15 así llevar los días.

El deleitoso estudio
dejaba a veces, y sudados pliegos
donde mi edad primera
20 y mi parte mejor se consumía,
y en los balcones del hogar paterno
prestaba oído al eco de tu voz,
y a la mano veloz
recorriendo la tela fatigosa.
25 Miraba el calmo cielo,
y las calles doradas y las huertas,
y aquende el mar, y allende el Apenino.
Labio mortal no dice
lo que sentía mi pecho.

30 ¡Qué suaves pensamientos,
qué esperanzas y ardores, Silvia mía!
¡Qué oferente nos era
la vida humana y el hado!
Cuando me acuerdo de tamaño anhelo,
35 un afecto me oprime
acerbo y sin consuelo,
y vuélveme a doler la desventura.
Oh natura, natura,
¿por qué rendir no puedes
40 tus promesas? Oh dime: ¿porqué tanto
engañas a tus hijos?

Antes de que la hierba helara invierno
oculto morbo combatió tu vida,
45 tan tierna, y la venció. No mirarías
de tus años la flor;
no halagaría tu pecho
el dulce elogio a tus cabellos negros,
ni a tus ojos amantes cuanto esquivos;
50 ni contigo tu amiga en días festivos
razonaría de amor.

También morían en breve
mis más dulces anhelos: a mis años
55 negó también el hado
la juventud. ¡Ay cómo,
cómo pasado has,
querida amiga de mi edad más nueva,
mi llorada esperanza!
60 ¿Es éste el mundo? ¿Son
éstos los goces, el amor, las obras
de los que tanto razonamos juntos?
¿Tal es la suerte del género humano?
Disipado el engaño
65 tú, mísera, caíste; y lejanos
la fría muerte y un sepulcro nudo
mostrabas con la mano.

 

 

 


 

 

Canto xxvi. El pensamiento dominante

 

Compuesto en 1831, en los momentos más intensos de la pasión por Fanny Targioni Tozzetti, expresa el sentir leopardiano acerca del amor, entendido como el bien supremo en cuanto suprema ilusión, fuente de verdadera magnanimidad, pues impulsa a nobles empresas y a despreciar la muerte. De toda ilusión comparte la falacia y el destino de decepción, y el hombre que lo concibe está destinado a la soledad y el dolor; pero también a la orgullosa conciencia de superioridad y a la dicha suprema que el sentir mismo le da.

 

Dulcísimo, potente
dominador de mi profunda mente:
terrible, pero caro
don del cielo, consorte
5 a mis lúgubres días,
pensamiento que a mí frecuente tornas.

De tu natura arcana
¿quién no discurre? Su poder ¿qué humano
10 no sintió? Empero, siempre
que, en decir sus efectos,
el sentir espolea la lengua humana,
nuevo escuchase aquello que razona.

15 ¡Cómo desierta queda
mi mente desde cuando
tú la tomaste toda por morada!
Y veloces en torno como el lampo
mis otros pensamientos
20 se disolvieron. Tal como una torre
en campo solitario,
estás solo, gigante, en medio de ella.

¿Qué devienen, fuera de ti solo,
25 toda obra terrenal,
toda entera la vida a mi mirada?
¡Qué intolerable tedio
los ocios, los comercios,
y de vano placer la espera vana,
30 a lado desa dicha,
dicha celeste que de ti me viene!

Cual desde nudas piedras
del rocoso Apenino
35 a un campo verde que sonríe lejano
vuelve ansiosa la vista el peregrino;
así del seco y áspero
mundano conversar, ardientemente,
casi a gayo jardín, a ti retorno,
40 y estar contigo aviva mis sentidos.

Paréceme increíble
que la vida infeliz y el necio mundo
asaz por largo tiempo
45 sin ti ya soporté;
y comprender no puedo
que por otros deseos,
a ti no semejantes, se suspire.

50 Jamás desde que supe
esta vida qué es, en carne propia,
temor de muerte no oprimió mi pecho.
Hoy me parece un juego
la que el inepto mundo,
55 loando a veces, aborrece y teme,
necesidad extrema;
y si peligro amaga, con sonrisas
me pongo a contemplar sus amenazas.

60 A los cobardes siempre, y a las almas
abyectas y mezquinas
di mi desprecio. Hoy punge todo acto
indigno mis sentidos;
mueve a desdén el alma todo ejemplo
65 de la humana vileza.
A esta edad soberbia,
que de esperanzas vanas se alimenta,
no amante de virtud, mas de palabras;
loca, que lo útil pide,
70 y que inútil la vida
así cada vez más no ve tornarse;
me siento superior. De los humanos
juicios me burlo; y al voluble vulgo
al bel pensar infesto,
75 digno despreciador tuyo, detesto.

A aquél del cual procedes,
¿cuál afecto no cede?
Es más, ¿cuál otro afecto,
80 sino aquél, tiene sede en los mortales?
Avaricia, soberbia, odio, desprecio,
de honor afán, de reinos,
¿qué son, sino apetitos
en parangón con él? Sólo un afecto
85 vive en nos: sólo uno,
prepotente señor,
al cor humano dio la ley eterna.

Valor no tiene, ni razón la vida
90 salvo por él, por él que al hombre es todo;
sola disculpa al hado,
que a los mortales en la tierra puso
a tanto padecer sin otro fruto;
sólo por él a veces,
95 a la gente no estulta, al ser no vil,
la vida que la muerte es más gentil.

Para tus goces, dulce pensamiento,
sentir humano afán,
100 y soportar por años
esta vida mortal, no me fue indigno;
y otra vez tornaría,
así cual soy en nuestro mal experto,
hacia tal fin a comenzar mi curso:
105 que, entre arena y serpientes ponzoñosas
tan cansado jamás
por el mortal desierto
no vine a ti, que estas nuestras penas
no creyera que tanto bien venciese
110 ¡Qué mundo así, qué nueva
inmensidad, qué paraíso es ése
donde a menudo tu estupendo encanto
parece que me eleva! A donde yo
bajo otra luz, que no la usual, errando,
115 mi estado terrenal
y toda la verdad doy al olvido.
Tales son, creo, los sueños
de los dioses. En fin, tan solo un sueño
que en mucha parte todo lo embellece
120 eres, dulce pensar;
sueño y mostrado error. Si bien divina
entre hermosos errores
natura tienes; pues tan viva y fuerte,
que contra la verdad porfiando dura,
125 ya veces se le iguala,
tan solo disipándose en la muerte.

Y tú por cierto, oh pensamiento, solo
tú vital a mis días,
130 causa dilecta de ansias infinitas,
serás conmigo a un tiempo en muerte extinto:
que en mi alma por vivos signos siento
que perpetuo señor me fuiste dado.
Otros gentiles sueños
135 solía su real aspecto
siempre debilitar. Cuanto más vuelvo
a contemplar a aquélla
de la cual razonando voy contigo,
crece aquel gran deleite,
140 crece aquel gran delirio en que respiro.
¡Angelical beldad!
A doquiera que mire rostros bellos,
paréceme que todos falsamente
imiten a tu rostro. Única fuente
145 de toda la hermosura,
y única beldad tú me pareces.

Desde que te miré por vez primera,
¿de cuál mi grave cuita último objeto
150 no fuiste tú? ¿Cuánto pasó del día,
que no pensara en ti? En mis ensueños
tu soberana imagen
¿cuántas veces faltó? Bella cual sueño,
angélica semblanza,
155 en la terrena estancia,
y altas vías del universo entero,
¿qué pido más, qué espero
contemplar, más hermoso que tus ojos,
tener, más dulce que tu pensamiento?

 

 

 


 

 

Canto xxvii. A sí mismo

 

Compuesto en 1833, es el más perfecto de los llamados cantos de la última ilusión, dedicado a la amargura de la decepción amorosa. La asunción de la actitud estoica de lúcida renuncia se manifiesta en ritmos quebrados, versos constantemente encabalgados y frases cortas, que suenan como sollozos en contraste con la ostentada frialdad de la actitud de desprecio hacia la vida.



 

Ya posarás por siempre,
cansado corazón. Murió el postrer engaño,
que eterno yo creí. Murió. Bien siento,
en nos de engaños caros,
5 no la esperanza, aun el deseo ha muerto.
Posa por siempre. Asaz
palpitaste. No paga cosa alguna
tus latidos, ni es digna de suspiros
la tierra. Amargo y tedio
10 la vida, nada más; y es fango el mundo.
Te aquieta ya. Despera
la última vez. A nuestra especie el hado
no dio más que el morir. Ahora desprecia
a ti, natura, el feo
15 poder que, oculto, en común daño impera,
y la infinita vanidad del todo.

 

 

 


 

 

Canto xxviii. Aspasia

 

Compuesto en 1834, es el único Canto dedicado directamente a una mujer que le ha inspirado una verdadera pasión, retratada en su aspecto físico, entorno, actitudes y psicología. Esta descripción exaltada y sensual, única en la producción poética de Leopardi, que representa siempre una visión delicada y sublime de la mujer, angelical inspiradora o tierna víctima del hado, es el aspecto más notable del poema, y triunfa sobre las afirmaciones de libertad y desprecio, demasiado sarcásticas y dolidas para no revelar un sustrato pasional no resuelto.



Torna a mi pensamiento algunas veces
tu semblante, ¡oh Aspasia! O fugitivo
por habitados sitios a mí esplende
en otros rostros; o en desiertos campos,
5 al día sereno, a las estrellas tácitas,
por tan suave armonía suscitada,
en el alma a turbarse aún proclive
esa soberbia visión resurge.
¡Cuán adorada, oh númenes, y un día
10 cuál mi delicia y Furias! Jamás siento
mover perfume de florida playa,
ni flores impregnar vías citadinas,
sin que a mirarte vuelva cual el día
que en tu adornada alcoba recogida,
15 toda aromada por recientes flores
de primavera, del color vestida
de la bruna viola, a mi ofrecióse
tu forma angelical, tendido el flanco
sobre nítidas pieles, y en un halo
20 de placeres arcanos; cuando, docta
en seducir, férvidos y sonoros
besos sonabas en los curvos labios
de tus niños, el níveo cuello en tanto
brindando, e, ignaros de tus causas,
25 tu hermosísima mano los ceñía
al seno oculto y deseado. Nuevo
cielo, y tierra, surgió, y casi un rayo
en mi mente divino. Así en mi pecho
nunca inerme imprimió a viva fuerza
30 tu brazo el dardo, que después clavado
llevé aullando hasta que al mismo día
volvió dos veces en su giro el sol.

Rayo divino fue para mi mente
35 dueña mía, tu beldad. Igual efecto
dan belleza y acordes musicales,
que alto misterio de ignorado Elísio
parecen siempre revelar. Contempla
el llagado mortal luego la hija
40 de su mente, la amorosa idea,
que gran parte de Olimpo en sí comprende,
toda en rostro, en costumbres, en el habla,
igual a la mujer que el ebrio amante
contemplar y amar confuso estima.
45 A ésta él no ya, más bien a aquélla,
también en los amplexos honra y ama.
Al fin su yerro y los trocados seres
conociendo, se aíra; y siempre inculpa
a la mujer en vano. Tan excelsa
50 imagen rara veces el femíneo
ingenio toca; y lo que inspira en nobles
amantes su beldad, mujer no advierte,
ni comprender podría. No cabe en esas
angostas frentes tal concepto. Y mal,
55 por el vivo fulgor de esas miradas,
el hombre espera, y engañado pide
profundos sentimientos, no sabidos,
más que viriles, a alguien que es menor
que el hombre por natura. Si más blandos
60 ella y más tenues miembros, menos fuerte
también la mente y menos vasta tiene.

Ni tú jamás aquello que tú misma
un día inspiraste a mi pensamiento,
65 pudiste, Aspasia, imaginar. No sabes
qué amor desmesurado, qué tormentos,
qué indecibles delirios y emociones
moviste en mí; ni vendrá tiempo alguno
en que lo entiendas. De tal guisa ignora
70 ejecutor de músicos concentos,
lo que con mano o con la voz opera
en quien lo escucha. Aquella Aspasia ha muerto
que tanto amé. Yace por siempre, objeto
un día de mi vida: si no en cuanto,
75 como larva querida, de hora en hora
suele tornar y disolverse. Vives,
bella no sólo, sino bella tanto,
a mis ojos, que a las demás superas.
La llama que de ti nació extinguióse:
80 pues a ti yo no amé, sino a la Diva
que ya vida, hoy sepulcro, halla en mi pecho.
Mucho a aquélla adoré; y tal gustóme
su celeste beldad, que yo, ya desde
cuando empezó el entendimiento claro
85 de tu ser, de tus artes y tus fraudes,
contemplando sus ojos en los tuyos,
deseoso te seguí mientras vivía,
engañado no ya, mas, por el gozo
de aquel tan dulce símil, convencido
90 de tolerar áspera y luenga cárcel.

Ya ufánate, bien puedes. Narra cómo
de tu sexo la única eres ante
la cual plegué la frente altiva, y a quien
95 brindé espontáneo el corazón indómito.
Cómo primera y última, miraste
mi suplicante llanto, y me viste
tímido y tembloroso (ardo al decirlo
de rubor y desdén), fuera de mí,
100 cualquier deseo, cualquier palabra tuya
o acto espiar sumiso, a tu superbo
desdén palidecer, brillar mi rostro
a algún signo cortés, a una mirada
mudar forma y color. Cayó el encanto
105 y en pedazos con él, regado en tierra
el yugo: así me alegro. Y si bien llenas
de tedio, al fin después de servidumbre
y tan luengo soñar, contento abrazo
cordura y libertad. Que si de afectos
110 ciega la vida, y de gentiles yerros,
sin estrellas es noche a medio invierno
ya del hado mortal a mí bastante
consuelo y venganza es que, en la yerba,
inmóvil, descuidado aquí yaciendo,
115 la tierra el cielo el mar miro, y sonrío.

 

 


 

 

Canto xxxiii. El ocaso de la luna

 

Compuesto en 1837, el año de la muerte del poeta, es uno de los más perfectos entre los Cantos que hablan de la condición humana. La descripción serena del paisaje nocturno refleja su paz en las consideraciones desesperadas sobre la condición infeliz del hombre, condenado a sobrevivir a la pérdida de las esperanzas y de los fugaces placeres que sólo proporciona la juventud. El tono se mantiene sosegado aun en la amargura, y la comparación con el renacer cotidiano de la naturaleza asume el aspecto de una desolada resignación.

 

Cual en noche desierta,
sobre campiñas argentadas y aguas,
do céfiro aletea,
y mil vagos aspectos
5 y engañosos objetos
fingen lejos las sombras
entre ondas tranquilas
y ramas y breñales y colinas y villas;
en el confín del cielo,
10 tras Apenino o Alpe, o del Tirreno
en el seno infinito
cae la luna; y palidece el mundo;
desaparecen las sombras, y los valles
y los montes sombrea la tiniebla;
15 ciega la noche queda,
y cantando, con triste melodía,
los extremos albores de la luz fugitiva
que antes le fue guía,
desde el camino el arriero saluda;
20 tal se disipa, y tal
deja la edad mortal
la juventud. En fuga
van sombras y apariencias
de los engaños deleitosos; menguan
25 las esperanzas vagas,
donde se apoya la mortal natura.
Abandonada, oscura
queda la vida. En ella la mirada,
busca el confuso caminante en vano
30 de la vía que aún siente tan larga,
meta o razón; y entiende
que a sí la humana sede,
él a ella en verdad se ha vuelto extraño

35 Muy feliz y gozosa
nuestra mísera suerte
en lo alto pareció, si el juvenil estado,
do cada bien de mil penas es fruto,
durase todo de la vida el curso.
40 Muy benigno decreto
aquél que todo ser sentencia a muerte,
si también media vía
antes no se le diera
de la terrible muerte asaz más dura
45 De ingenios inmortales
digno hallado, y extremo
mal de todos, los Dioses encontraron
vejez, donde fuese
incólume el deseo, extinta la esperanza,
50 secas las fuentes del placer, las penas
mayores siempre, y ya negado el bien.

Vos, colinas y playas,
caído el esplendor que en Occidente
55 argentaba los velos de la noche,
huérfanas luengo tiempo
no quedaréis; pues en el polo opuesto
pronto veréis el cielo
blanquear de nuevo y despuntar el alba:
60 a la cual luego sucediendo el sol,
y fulgurando en torno
con sus flamas potentes,
de lícidos torrentes
os bañará, con los etéreos campos.
65 Mas la vida mortal, ya que la bella
juventud se marchó, no se colora
con otra luz jamás, con otra aurora.
Viuda es hasta el final; y a la noche
que las demás edades oscurece,
70 por sello puso Dios la sepultura.