Este judío de números y letras
Te acuerdas, sylvia
Te acuerdas, Sylvia, cómo trabajaban las mujeres en casa. Parecía que papá no hacía nada. Llevaba las manos a la espalda inclinándose como un rabino fumando una cachimba corta de abedul, las volutas de humo le daban un aire misterioso, comienzo a sospechar que papá tendría algo de asiático. Quizás fuera un señor de Besarabia que redimió a sus siervos en épocas del Zar, o quizás acostumbrara a reposar en los campos de avena y somnoliento a la hora de la criba se sentara encorvado bondadosamente en un sitio húmedo entre los helechos con su antigua casaca algo deshilachada. Es probable que quedara absorto al descubrir en la estepa una manzana. Nada sabía del mar. Seguro se afanaba con la imagen de la espuma y confundía las anémonas y el cielo. Creo que la llorosa muchedumbre de las hojas de los eucaliptos lo asustaba. Figúrate qué sintió cuando Rosa Luxemburgo se presentó con un opúsculo entre las manos ante los jueces del Zar. Tendría que emigrar pobre papá de Odesa a Viena, Roma, Estambul, Quebec, Ottawa, Nueva York. Llegaría a La Habana como un documento y cinco pasaportes, me lo imagino algo maltrecho del viaje. Recuerdas, Sylvia, cuando papá llegaba de los almacenes de la calle Muralla y todas las mujeres de la casa Uds. se alborotaban. Juro que entraba por la puerta de la sala, zapatos de dos tonos, el traje azul a rayas, la corbata de óvalos finita y parecía que papá no hacía nunca nada.
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