Material de Lectura

 

Nota introductoria
 

Marina Tsvetaieva es lava viva, criatura poseída que con su ser poseso invade, arrasa y edifica imperios en el orbe de la poesía rusa universal al lado de Pasternak, Maiakovski, Ajmátova y Mandelstam. Mujer hechicera y hechizada, la llama Octavio Paz. No existe una voz tan llena de pasión como la suya en todo el horizonte poético del siglo XX. Habita en el ápice extremo de las emociones que la colocan en el borde de un “no más allá”, en los linderos de una violenta y transfiguradora intuición carnal.

Marina Tsvetaieva nace en Moscú el 26 de septiembre de 1892, hija de Ivan Vladimirovich Tsvetaiev, notable filólogo creador del museo Pushkin, y de María Mein, descendiente de nobles polacos, pianista de gran talento y discípula de Rubinstein. Marina comenzó a escribir poesía a la edad de seis años, en oposición a los esfuerzos de su madre por convertirla en pianista. No obstante, ella le agradecerá siempre el haberla saturado de lírica. “Durante toda mi vida, para poder comprender la cosa más simple, siempre he tenido que sumergirme en los versos y verla desde allí.”

A los diez años se fue con su familia a Italia. Después de un tiempo se trasladaron a Alemania, donde se instalaron en las orillas de la Selva Negra. “Mis países preferidos son la antigua Grecia y Alemania.” En 1912 se casa con Serguei Efron. Este matrimonio fue quizá el único hecho real entre las innumerables y sorprendentes automitificaciones de Tsvetaieva. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Serguei Efron partió hacia el frente y en 1917 se enroló en la Guardia Blanca. Marina permaneció sola en Moscú con sus dos hijas, en medio de una indescriptible miseria que habría de desembocar en una dolorosa tragedia: Irina, su hija de dos años muere de hambre en un hospital, desgarrador hecho que la impulsa a abandonar su patria. Más que un gesto político, su oposición a la revolución significó en todo instante un acto de comunión con valores de cultura y espíritu que ella ya no encontraba en Rusia. “La altura como igualdad no existe —escribe— sólo como supremacía.”

Se encamina entonces a Praga donde reencuentra a su marido y viven en esa ciudad por espacio de dos años; llegan luego a París, donde vivirá doce años antes de su regreso a Rusia. En París, en el exilio, se sintió despojada tanto de su condición de occidental, puesto que se vivía ignorada de todos: “En Rusia soy una poeta sin libros, aquí soy una poeta sin lectores”, como de su fundamento ruso, ya que su país sufría la honda fractura revolucionaria. “La patria no es la convención del territorio, sino el hecho indiscutible de la memoria y de la sangre.” En Francia hace amistad con algunos rusos que gestionan su regreso a Rusia. Un marido miembro de la Guardia Blanca, su poema “Elogio de los cisnes blancos”, su amistad con Mandelstam, su “humanismo abstracto”, la idealización del elemento lírico irracional, eran motivos más que suficientes para asegurarle a Tsvetaieva un lugar en el gulag.

Para entonces ya su marido había cambiado de orientación política, consagrándose al movimiento euroasiático, lo que le vale una acusación de ser agente secreto soviético y estar involucrado en el asesinato de Ignacio Reiss Poretski. Cuando la policía francesa procedió al arresto de Serguei, éste había ya huido a Rusia con su hija. Víctima de la hostilidad más absoluta por parte de la colonia rusa de París, fiel al recuerdo de su marido y presionada por la insistencia de su hijo, Marina volvió a Moscú en 1939. Su hija Adriana, embarazada, fue arrestada y confinada en un campo de concentración. Ese mismo año fue arrestado su marido por la guardia estalinista y más tarde asesinado. En medio de una espantosa soledad, rodeada por un ambiente de hostilidad y recelo y en la mayor de las miserias, logró sobrevivir realizando esporádicas traducciones. Pero no sobrevivió mucho tiempo, el 21 de agosto de 1941 llegó a Elabuga, donde 10 días más tarde puso fin a su vida, ahorcándose. Su cuerpo fue sepultado en una fosa común. “La vida es una estación —escribió—, pronto partiré. ¿A dónde?, no pienso decirlo. Me gustaría reposar en el cementerio de Tarusa, a la sombra de un matorral de saúcos, en una de aquellas tumbas con una paloma de plata, en donde crecen los fresones más rojos y grandes de nuestra región.”

“El poema de la montaña”, inmenso grito de amor herido, escrito de un solo trazo durante febrero de 1924 en Praga, es sin duda el poema lírico más trágico de su obra. El inspirador de este poema, Constantin Rodzevitch, joven oficial ruso amigo de su marido, resulta una figura pálida, lejos de la altura del loco amor que le profesó Tsvetaieva. Su amor por él comenzó en el otoño de 1923, pero se extinguió pocos meses más tarde, ahogado bajo el peso de su propia pasión; tal vez porque ella no lo juzgara digno de una verdadera encarnación literaria, como sí aconteció con otros de sus amigos, Pasternak, Rilke (a quien no conoció, pero con el cual mantuvo una admirable relación epistolar), Blok, Mandelstam. Al recordar su encuentro, Marina escribe a un amigo: “Ah, ¿cómo es que suceden estas cosas? Yo estaba presa de una gran melancolía y alguien me respondió... supe que iba a entregarme a un inmenso sufrimiento”.

Tsvetaieva fue siempre en pos de lo desconocido emocional, arrostrando todo riesgo, sin buscar ninguna justificación intelectual para esos cambios súbitos en el objeto de su pasión; lo único que contaba a sus ojos era ese ritmo auténtico, esa avasalladora tensión que la habitaba, conduciéndola a una pasión tras otra, o a una sobre otra.


Lorenza Fernández del Valle