Material de Lectura

De Station Island

 
Primera parte
 
Lejos de todos aquello
Vida de estante
Lugar de nacimiento
El pasadizo
El rey de las zanjas
 

Lejos de todo aquello

 

Una pinza de acero helada
husmeó por el agua del acuario
y pescó por fin una langosta:
articulaciones, piedras de río
del color de municiones sumergidas.

Ante el panorama de aquel puerto,
el viento marino escupía en el ventanal,
mientras nosotros, abismados, lo pintábamos de rojo:
en cónclave horas y horas,
hablando de las últimas tenazas.

El crepúsculo, crepúsculo, se iba adueñando
conforme las preguntas saltaban y echaban raíces.
Entre remos y espaldas de remeros
que se estiran hacia el frente y se levantan.
Y, amigo mío, más poder para nosotros,

tan endurecidos ya, con tan férrea voluntad
de penetrarlo todo en serio,
mientras el mar se oscurece
y se blanquea y se oscurece
y comienzan las citas a surgir

como coartadas maliciosas:
Me hallaba atenazado
entre la contemplación de un punto fijo
y el mandato de participar
en la historia activamente.

"¿Activamente?
¿A qué te refieres?"
La luz a la orilla del mar
se ha convertido en un tenue
matiz, algo difuso entre
la inanición y el equilibrio.

Aún no logro sacar de mis entrañas
esas vidas en la plenitud de su elemento
en el fondo empedrado del acuario,
y yo, frente a la gran enjaulada fuera del agua,
su fortaleza fuera de sí.

 


Vida de estante

 

 

1. Chispa de granito


Piedra veteada. Aberdeen de la mente.

Diciendo Brindemos por la unión
me he hecho daño en la mano al apretar
esta hoja de corte de la Torre de Martello
de Joyce, este brillante manchado insoluble

que conservo, pese a tener poco en común con él,
una especie de cuchillo circuncidor de la edad de piedra,
un filo calvinista en este mi nido complaciente.
El granito es irregular, como la sal, castiga

y exige. Vengan a mí, dice,
todos aquellos que padecen trabajo y fatiga; no
los refrescaré. Y añade: Aprovechen el día.
Y: Tómenme o déjenme. Allá ustedes.


2. Vieja plancha


Con frecuencia la observé levantarla
desde donde su cuña compacta montaba
la parte trasera de la estufa
como un remolque anclado.

Para saber, de oído, qué tan caliente estaba,
palmoteaba la superficie de acero
o se la acercaba a la mejilla,
adivinando así el peligro en potencia.

Suaves golpecitos sobre el burro de planchar.
Su anguloso codo con hoyuelos
y su inclinación intencional
conforme conducía la plancha

como un cepillo de carpintero entre las sábanas,
el resentimiento de todas las mujeres.
Trabajar, según aquella embestida sorda,
es poner una cierta masa en movimiento

a lo largo de una cierta distancia,
es impulsar el propio peso y sentirse
exacto e igual a él.
Sentirse arrastrado. Y alegre.


3. Viejo cacharro


No pertenece a la edad de plata, sino a un cierto
analfabetismo que habita bajo estas vigas:
un plato abollado, sobado, ahumado,
lleno de tormentas, manchado y corriente.

Me fascina el peltre tal cual, mi suave opción
cuando de metales se trata —después de la soldadura
que llora en contacto con la plancha caliente—;
triste y plácido como un aliso de corteza brillante

reflejado en la orilla nebulosa de un estanque,
donde creyeron que me había ahogado un día de invierno,
como lanzar una piedra desde casa, cuando todo el campo
era bruma y yo me escondía a propósito.

De destellos se compone el alma.
Retos nebulosos, resplandores lejanos de conciencia
y solapadas verdades a medias de verdadero amor.
Y toda una inundación tardía por el deshielo ancestral.


4. Gancho de acero


Tan parecido a un diente de trilladora,
escucho el rozar de un jaez y el golpeteo
de las piedras en un campo recién arado.
Pero se trataba de la era del vapor

en Eagle Pond, New Hampshire,
cuando este herrumbroso gancho que ahí encontré
fue dirigido y conducido
para arreglar un diente de trilladora.

¿Qué garantiza la permanencia de las cosas
si un sistema de rieles puede levantarse
como una larga zarza desde las hierbas cenagosas?
Sentí que había vuelto en mí

por el sendero de césped silencioso
donde saqué este pedazo de acero como una espina
o una palabra que había creído mía
de la boca de un extraño.

Y aquello que lo hundió
con un último golpe sordo,
muy dentro del durmiente
alquitranado, ¿dónde está?

¿Y el mango curtido de sudor?
Pregúntales a los del vagón de cola,
sordos y en su lugar;
las sombras los han dejado atrás.


5. Piedra de Delphi


Que me lleven a la capilla de madrugada
cuando el mar esparza rumbo al sur sus lejanas
cosechas de sol,
y yo realice la ofrenda matutina una vez más:
que me salve del miasma de la sangre derramada,
que controle la lengua, tema a hybris, tema al dios
hasta que se exprese sin trabas por mi boca.



6. Bota de nieve


La presilla de una bota de nieve cuelga de la pared
sobre mi cabeza, en un cuarto quieto y a la deriva:
es como una cifra escrita a todo lo largo,
un jeroglífico para todos los ámbitos del susurro.

Con tal de seguirle el rastro a una palabra,
abandoné la habitación tras una tormenta de amor
y trepé por las escaleras del tapanco como un sonámbulo,
abrigado y con la sangre caliente, restregando la costra
    de nieve.

Luego me senté ahí a escribir, imaginando en silencio
sonidos como los del amor después de larga abstinencia.
animado y absorto y dispuesto
bajo el signo de una bota de nieve en la pared.

La presilla de la bota, como papalote de otra época,
se alza al viento y se pierde de vista.
Ahora, sentado, en blanco veo la gradual brillantez 
    de la mañana,
su expresión distante, inviolada.

 


Lugar de nacimiento



I

La mesa de pino en que escribía, tan pequeña y simple,
la sencillez del lecho, verdadero sueño de disciplina.
Y una cocina adoquinada allá abajo, sus rayos oblicuos

de luz espesa: una imperturbada, confiable vida
fantasmal, sin necesidad de inventar nada.
Y altos árboles en torno de la casa, grato aroma,

día y noche, de vientos como carretas lentas
que llegan tarde del mercado, o la conmoción intensa
que un violín podría causar en su renuente corazón.


II


Aquel día, fuimos una de tantas
duplicidades atormentadas, sin habla
hasta que habló de ellos,

los perseguidores del silencio al mediodía,
en un carril profundo, sexual,
lleno de helechos y mariposas.

asustado por nuestra pena,
nudo en la garganta, dolor de corazón,
por entre el bosque de tierra húmeda

donde armamos todo un episodio
de nosotros mismos, inolvidable,
inmencionable,

y nos dispersamos de nuevo como ganado
entre los arbustos, mojados y escurridos
a unos metros de la casa.


III


Si todos los sitios no están en ninguno,
¿quién podrá probar la existencia
de un lugar cualquiera?

Regresamos vacíos
a alimentarnos y resistir
las palabras del descanso:

lugar de nacimiento, viga del techo,
cal y canto, hogar, losetas,
como pesas de acero sin apilar

flotando entre galaxias.
Y aún así, ¿acaso fue hace treinta años
que me quedé leyendo hasta el amanecer,

por primera vez, de principio a fin,
El retorno del nativo?
La codorniz entre la hierba

se hizo realidad, y yo escuché
el canto del gallo y a los perros
tal como si él los estuviera describiendo.


El pasadizo

 

Llegó un tiempo en que añorábamos
los bancos plenos de anguila y las dunas
de una playa del norte, con sus algas y aves marinas,
sus pastos enloquecidos de tanta agua salada
derramándose por los diques para asegurar
el premio al reino de los humildes.
Esa fue toda la esperanza que los más puros
y los más tristes estaban dispuestos a recibir.

Desde esas escenas emergió, no de una concha,
sino lamida por los fríos y empapados fuegos fatuos,
ángel de la última oportunidad,
mostrándonos los peces en la roca,
la ternura silvestre del helecho.

Ese día, el golpeteo de las piedras
cuando nos deslizábamos fue un sermón
acerca de la conciencia y el alivio:
sus lágrimas, un ciervo fascinante
en la escena de la catástrofe.

 


El rey de las zanjas

 

                                      para John Montague

I

Como si un transgresor
desatornillara una reja olvidada
y arrancara la hierba
al enredarse en los barrotes bajos...
justo después de la cerca
se ha abierto una oscura brecha
a lo largo de la loma,
una llaga chueca

de silencioso pasto, lleno
de telarañas. Si me detengo
se detiene,
como la luna.

Vive en sus pies y oídos,
en sus ojos aclimatados,
todo quietud y atención,
ser en movimiento sin guarida.

Bajo el puente
su reflejo se mece
de lado en la corriente,
apolillado, tentador.

Me persigue
su murmullo furtivo,
el rastro inesperado,
el polen que se posa.


II


Estaba seguro de conocerlo. Durante la época que pasé tan obsesivamente encerrado en aquel cuarto de azotea, me fui acercando a él más y más: a cada pausa embelesada, fumando como chimenea con la pupila fija en los pastizales, me iba abriendo. Dependía de mí, colgado del borde de una frase traducida, como un chiquillo que se arriesga a balancearse en la rama de un aliso sobre el estanque. Pequeño ser de sueño entre las ramas. Temores de sueño hacia los que me inclinaba preguntando:

—¿Acaso eres tú el que encontré, cuando subí corriendo, ahogado en el agua de la tina?
—¿Al que la podadora hizo trizas como a una liebre durante la cosecha?
—¿Cuya ropa pequeñita ensangrentada enterramos en el jardín?
—¿El que permanecía despierto en la oscuridad, a un suspiro de los cascos atormentados?

Después de aventurar semejantes invocaciones, regresé a la reja para ir tras él. Y mi cautela era mi segunda naturaleza, como si me dirigiera a mí mismo. Recordé que me habían investido para este llamado.


III


Ese día, cuando se me llevó aparte,
supe del sentido de la elección:

me adornaron la cabeza con una red de pescar
y ramitas plegadas con hojas enredadas

para que mi vista fuera de ave
y el corazón de un matorral

y hablé al moverme
cual voz proveniente de un arbusto sacudido.

Rey de las zanjas,
los seguí, obediente,

hasta el pie de un árbol de corteza moteada,
sobre un baldaquín tembeleque, carruaje abierto

de la tarde que dejamos en silencio.
Ningún ave concurrió, pero yo aguardaba

entre zarzas y piedras, o susurraba
o rompía las acuosas telarañas

si me atrevía a mover un músculo.
"Regresa a nuestro lado —decían— en época de cosecha,

cuando nos ocultemos entre el maíz amontonado,
cuando los perros de caza casi no puedan recobrar

lo que haya caído." Y me vi
iniciar el movimiento en ese disimulo,

encopetado, enmascarado entre gavillas, atento
a la caída de las aves: un acaudalado jovencito

que deja todo lo que tiene
por una migratoria soledad.