Material de Lectura

 De Station Island

 

Tercera parte: "Sweeney redivivo"

 
El primer reino
Atento
El clérigo
El ermitaño
El maestro
Un artista
En el camino
 
 
El primer reino 

 

Los caminos reales eran veredas de vacas.
La reina madre, acuclillada en un banco,
tocaba las cuerdas de la leche
que caía en una cubeta de madera.
Con bastones de palo, los nobles señoreaban
desde los cuartos traseros de las reses.

Las unidades de medida se otorgaban
por carretada, carretilla o balde.
El tiempo era memoria inversa de nombres y desgracias
fuegos, cosechas perdidas, injustos asentamientos,
muertes en inundaciones, abortos y asesinatos.

Y si mi derecho a todo aquello se debía
a su aclamación, ¿acaso valía más por eso?
Siempre me hallaba entre el sí y el no.
Ellos, tan dos caras y acomodaticios
como hasta hoy, semilla, casta,
generación, genio y figura
de la piedad, la exigencia y el deterioro.


 


Atento
 

Desde un principio conté con suerte,
desafío y castigos suficientes,
no fuera yo a crecer confiado
y abrigando demasiadas esperanzas.

Me preguntaba un día si podría
o si acaso debería dar la espalda
a la obediencia, cuando escuché
el aullido de la zorra en celo.

Cardando las redes del deseo,
desenterrando la entraña y el relámpago,
rompiendo el hielo de las graves
estrellas ejemplares,

me clavó a ese lugar,
atento, desilusionado ya,
bajo mi vieja, clandestina
noche precopérnica.


 


El clérigo
 

Escuché palabras nuevas en oración a las vacas
en el establo, hallé su señal
en la vasija de barro y el alambique escondido,

aspiré el humo de su incensario
en los primeros fuegos de la mañana.
Después supe que se abría paso
por la barranca, proporcionando asiento,
hundiendo su báculo muy hondo
en el hogar de la fortaleza.

Ay, si se hubiera conformado
con sus salmodiantes y abadesas
sembrando alrededor del coto,

con su latín, su charlatanería de amor,
sus pergaminos y proyectos
en cartas enviadas por mar...

Pero no. Lo subyugó todo
]con sus órdenes y unciones.
Tenía que llegar al grano.

La historia que plantó principios
en sus muros y capiteles
me arrojó a las filas

de quienes acechan gimoteando.
O ¿habré desertado quizás?
A cada quien su merecido. Al fin y al cabo

me mostró el camino hacia un reino
de tal alcance y fidelidad
que mi vacío es desde entonces su señor.

 


El ermitaño
 

Rondando, a punto de desbrozar terrenos
donde la navaja de la elección
no había otorgado ni un ápice de afecto,

era como una reja de arado
enterrada para dar sostén a todo el campo
de fuerzas, desde la curva tensa

del cuello del caballo en alto
hasta el propósito firme
entre codos y muñecas;

mientras más brutales el impulso
y el jalón, más profunda y apacible
la obra refrescante.


El maestro
 

Vivía dentro de sí mismo,
como un palomar en una torre sin techo.

Para acercarme tuve que escalar
constantemente murallas desiertas
sin vacilar ni alzar la vista
en busca de un ojo vigilante
desde aquel rincón de encierro.

Deliberadamente abriría
su libro de renuncias,
página por página, y no se trataba
de algo arcano, sólo de viejas reglas
que todos debíamos observar.
Cada personaje se acomodó en el pergamino
en su peso y medida justos.
Se otorgaba a cada máxima su espacio.

Como martillos de picapedrero y cuñas castigadas
por servicio intransigente.
Como piedras de brocal que permiten descansar
en el bálsamo del manantial.

Qué ligero me sentí al descender
por los peldaños sin barandal en el muro,
escuchando el propósito y el riesgo
en un aleteo sobre la cabeza.

 


Un artista
 

Me fascina imaginar su cólera.
Su obstinación ante la roca, su contención
de la sustancia de las manzanas verdes.

El modo en que supo ser perro ladrando
frente a su imagen ladrando.
Y su odio por la propia actitud
ante el único trabajo que merecía la pena,
la vulgaridad de esperar si acaso
gratitud o admiración, significado
al fin de un robo de sí mismo.

Y el modo en que su fortaleza se erguía,
segura de estar haciendo lo que sabía hacer.
Su frente como una boule arrojada,
surcando el incoloro espacio
tras la manzana y la montaña.


En el camino
 

El camino allá adelante
hacía eses
a velocidad constante.
Los bordes rezumaban.

Entre mis manos,
como un trofeo torcido,
el espacio vacío
del volante.

El aturdimiento de conducir
hacía de todos los caminos uno solo:
la vereda toscana, poblada
de serafines, los verdes

paseos arbolados de la Dordoña
o el sendero en el maizal,
donde aquel acaudalado jovencito
formulara la pregunta:

Maestro, ¿qué he de hacer
para salvarme?

O el camino donde el pájaro
de lomo rojo barro

y cola blanco y negro,
taraceado
de piedra y azabache,
volara encima de mí

como quien hace una visita.
Vende todos tus bienes
y da el producto a los pobres
.
Y puse manos a la obra

como un alma humana
emplumada desde la boca,
en ondulante, alto latín
de negras letras.

Me sentía lleno de pena,
paloma de Noé,
sombra temerosa
cruzando el sendero de los ciervos.

Si llegara a la tierra
sería por el este, entraría
por la pequeña ventana
que alguna vez me permitió

escalar el cielo
por superstición,
ebrio y feliz
en el portón de aquella iglesia.

Pasaría la noche
en la percha del exilio:
me escondería en la grieta
de aquel muro del atrio

donde manos y más manos
pasan y desgastan la fría, durísima
piedra votiva.

Y sígueme.
Emigraría
por la boca de una cueva muy alta
hacia un risco pastoril, soleado,

y por el pasaje suave, protuberante,
de suelo de barro,
rostro de aire, aleteando
rumbo a la morada más profunda.

Ahí un venado abreva,
esculpido en la piedra;
su cuello y grupa
se yerguen entre los contornos,

su línea incisiva
es curva en el tenso
]hocico atento
y la nariz entreabierta

ante una fuente ya seca.
Para mi libro de los cambios,
meditaría
en esa vigilia de rostro de piedra,

hasta que el confuso espíritu
rasgara el velo
y levantara el polvo
en la pila del agotamiento.