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De Desde lejos
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La casa La abuela |
La casa |
Temible y aguardada como la muerte misma se levanta la casa. No será necesario que llamemos con todas nuestras lágrimas. Nada. Ni el sueño, ni siquiera la lámpara. Porque día tras día aquellos que vivieron en nosotros un llanto contenido hasta palidecer han partido, y su leve ademán ha despertado una edad sepultada, todo el amor de las antiguas cosas a las que acaso dimos, sin saberlo, la duración exacta de la vida. Ellos nos llaman hoy desde su amante sombra, reclinados en las altas ventanas como en un despertar que sólo aguarda la señal convenida para restituir cada mirada a su propio destino; y a través de las ramas soñolientas el primer huésped de la memoria nos saluda: el pájaro del amanecer que entreabre con su canto las lentísimas puertas como a un arco del aire por el que penetramos a un clima diferente. Ven. Vamos a recobrar ese paciente imperio de la dicha lo mismo que a un disperso jardín que el viento recupera. Contemplemos aún los claros aposentos, las pálidas guirnaldas que mecieron una noche estival, las aéreas cortinas girando todavía en el halo de la luz como las mariposas de la lejanía, nuestra imagen fugaz detenida por siempre en los espejos de implacable destierro, las flores que murieron por sí solas para rememorar el fulgor inmortal de la melancolía, y también las estatuas que despertó, sin duda a nuestro paso, ese rumor tan dulce de la hierba; y perfumes, colores y sonidos en que reconocemos un instante del mundo; y allá, tan sólo el viento sedoso y envolvente de un día sin vivir que abandonamos, dormidos sobre el aire. Nadie pudo ver nunca la incesante morada donde todo repite nuestros nombres más allá de la tierra. Mas nosotros sabemos que ella existe, como nosotros mismos, por el sólo deseo de volver a vivir, entre el afán del polvo y la tristeza, aquello que quisimos. Nosotros lo sabemos porque a través del resplandor nocturno el porvenir se alzó como una nube del último recinto, el oculto, el vedado, con nuestra sombra eterna entre la sombra. Acaso lo sabían ya nuestros corazones. |
1946
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La abuela |
Ella mira pasar desde su lejanía las vanas estaciones, el ademán ligero que con idénticos días se despiden dejando sólo el eco, el rumor de otros días apagados bajo la gran marea de su corazón. De todos los que amaron ciertas edades suyas, ciertos gestos, las mismas poblaciones con olor a leyenda, no quedan más que nombres a los que a veces vuelven como a un sueño cuando ella interroga con sus manos el apacible polvo de las cosas que antaño recobrara de un larguísimo olvido. Sí. Ese siempre tan lejos como nunca, esa memoria apenas alcanzada, en un último esfuerzo, por la costumbre de la piel o por la enorme sabiduría de la sangre. Ella recorre aún la sombra de su vida, el afán de otro tiempo, la imposible desdicha soportada; y regresa otra vez, otra vez todavía, desde el fondo de las profundas ruinas, a su tierna paciencia, al cuerpo insostenible, a su vejez, igual que a un aposento donde sólo resuenan las pisadas de los antiguos huéspedes que aguardan, en la noche, el último llamado de la tierra entreabierta. Ella nos mira ya desde la verdadera realidad de su rostro. |
1946
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