Material de Lectura

Miguel González Gerth



Selección y nota introductoria de Tita Valencia



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Nota introductoria


Miguel González Gerth es, según confiesa, un surrealista nato. Un surrealista malgré lui con pretensiones de hombre razonable. En ello, algo ha tenido que ver el destino.

Mexicano, encarna al poeta del exilio con las peculiaridades de vivencia y estilo que el desarraigo supone. Se diría que toda patria violenta a sus hijos, ejerce sobre ellos dictaduras explícitas o implícitas y quienes, ya adultos, optan por hacer su vida en otro país —y por amor o por soberbia, no están dispuestos a renunciar a su origen—, ya se están imponiendo una anómala cristalización de valores expresivos. En el hombre sensible, en el artista, no se diga en el poeta, la patria íntegra transmigra al espíritu, eminentemente al lenguaje. Lenguaje, por necesidades de preservación y precisión, que se torna exageradamente consciente de sí, deliberadamente rebuscado y reencontrado, preciosista en un alarde del recuerdo que no sólo reclama el dominio histórico de su pasado, sino exige pertenecer al dinamismo del presente y proyectarse al futuro.

Vive en Estados Unidos desde los años cincuenta. Con licenciatura y maestría en literatura inglesa y norteamericana de la Universidad de Texas en Austin y un doctorado en lenguas y literaturas románicas por la universidad de Princeton, Miguel González Gerth posee un dominio absoluto tanto del inglés como del español. Por lo mismo, tal vez, repudia la fusión corruptora de ambos, tan propia de la literatura chicana o transcultural, como hoy se llama a la inserción de modismos cubanos, portorriqueños, nicaragüenses, etcétera, en el inglés obligatorio. Su poesía resulta ser un ejemplo de puente literario —que no lingüístico—, entre ambos idiomas; no lingüístico porque nunca mezcla, combina o confunde los dos idiomas. Su producción sigue una línea recta dentro de uno u otro, creando así una suerte de ideolecto literario en la tradición de Samuel Becket, Joseph Conrad y Vladimir Nabokov; de poetas como Joseph Blanco White, Heinrich Heine y Rainer Maria Rilke; acaso más obviamente Vicente Huidobro, y hoy en día, las proezas lingüísticas de los latinoamericanos Carlos Fuentes y Guillermo Cabrera Infante.

¿Los orígenes? De muy joven, cuando todavía vivía en la ciudad de México y en razón de parentesco, González Gerth frecuentó a un poeta menor, al “Vate” Ricardo López Méndez, “el poeta de la imagen clara y la entonación épica” que inundó escuelas primarias nacionales y radiodifusoras continentales con su “México, creo en ti”. Por otra parte, la sensibilidad por la música, que por vía de una madre pianista le era propia, derivó en Miguel González Gerth en percepción acústica del efecto poético. López Méndez lo inició en el modernismo, sensibilidad que pronto modificaría en razón de modelos más fuertes: López Velarde, Gorostiza, Paz. La “imagen clara y sencilla” dejó de serlo gracias al impacto del barroco, del conocimiento de la generación española del 98 y la subsecuente del 27. Por otra parte, la lectura de los simbolistas franceses —Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, Eluard— reforzarían el tipo de imagen sinestésica de los barrocos españoles y los mexicanos modernos.

En un homenaje al poeta Stephen Spender, en el cual González Gerth participó como panelista, tuvo la oportunidad de confesar que, en cuanto a la apreciación de la poesía en lengua inglesa, “he had been weaned on the verses of W. H. Auden, C. Day Lewis, Louis McNeice and Stephen Spender” (es decir, que debía su destete poético en dicha lengua a estos poetas, prototípicos de la Segunda Guerra Mundial y del apoyo a la República en la Guerra de España). Que con Keats, Shelley, Thomas Gray; y desde luego T. S. Eliot, Ezra Pound, Hart Crane y Dylan Thomas, reclamarían una parte significativa en la tónica y la temática de su obra de poeta ambilingüe. Al grado, por ejemplo, de que no toda su obra en inglés existe en español y viceversa. Y cuando es así, como el original en inglés de “The Space of Night” —ese largo viaje de la noche hacia el día, de la otredad a la soledad en busca del espacio liberador—, no encuentra en la posterior versión en español traducción sino molde nuevo, en que la escritura automática de los surrealistas, la palabra poética liberada, elige sus propios cauces y casi en un estado segundo de inspiración, de desbocamiento irrefrenable, se alimenta de y a sí misma. Cito:

In the leopard night, avid in ambush,
After the padded step has stalked its last,
The universe appears intensely still,
Quiet and vibrant with electric force.
A silent and resplendent beast
It purrs and barely undulates,
Heaving its calm yet vivid breath.

Y su contraparte en español, en cinco en vez de siete versos:

En la leoparda noche y su acechanza
el mundo aparece intensamente quieto,
vibrante y quieto como corriente alterna,
como animal callado y relumbrante
que respira con ardiente hálito tranquilo.

Quizá tal capacidad translingüística y transcultural, tal independencia expresiva en uno u otro idioma, sean la peculiaridad y mérito más notables en González Gerth. Y al mismo tiempo su drama. ¿Por qué? Porque la vivencia profunda, el conocimiento a plomo de dos universos culturales ha implicado, inevitablemente, una constante observancia crítica de uno sobre otro; es decir, las letras hispanoamericanas han sido valoradas por González Gerth desde la óptica de las anglosajonas y viceversa. Lector y escritor simultáneo de lenguas tan acusadamente diferentes, y por ende de temáticas, formas estructurales y de desarrollo, estilos, tendencia y preocupaciones que corresponden a la polarización del pensamiento en sus particulares marcos geográficos e históricos, y en consecuencia modos en que se expresan y ensanchan, fatalmente conducen al poeta a perder provincialismo patrio o generacional, lo desvinculan de la consabida élite avant la lettre; si bien a cambio permiten que su aliento poético se oxigene con aquellos nutrientes que, ya sin ataduras y vengan de donde vengan, reconocen su expresión verdadera sólo en lo que les es esencial.

No en vano González Gerth ha sido discípulo, amigo y estudioso del gran narrador español Francisco Ayala —ejemplo de exilio sucesivo en Hispano-América y Estados Unidos— que incluye en su abanico del idioma no sólo la impronta de la maestría ibérica sino la de “todos los troncales de nuestra lengua”, como dice González Gerth. Lo cual lleva al exiliado a echar mano de la ubicuidad de la palabra no por su nacionalidad sino por su eficacia, “a emplear (dice el propio Ayala) las palabras y locuciones de uso común, apretarlas, estrujarlas y exprimirlas para extraer de ellas todo su posible contenido, de modo que signifiquen varias cosas a un tiempo, irradiando sentidos diversos y, en ocasiones, contradictorios”. En suma, a “sacar todo el posible partido a la esencial ambigüedad del habla”. Claro que, como todos los ausentes de un núcleo patrio, tales escritores corren el riesgo de perder esas etiquetas protectoras que agregan al prestigio personal el de la cofradía a que pertenecen, y en consecuencia, no pueden suscribir su obra, ni por estilo ni por contenidos, entre los poetas “representativos” de la cultura mexicana y/o hispano-americana y/o norteamericana. Y en cuanto a sus lectores en uno u otro ámbito, siempre habrá una reacción de desconcierto al encontrarse con ese mundo tangencial no encasillable en universo socio-literario del idioma correspondiente.

Del dominio expresivo —que deviene duda existencial en dos idiomas— deriva, naturalmente, la duda sobre la palabra misma como entidad significante y por tanto transmisible:


lo que se escribe ya se va desescribiendo
hasta dejar las páginas de nuevo en blanco
de ese blanco que tanto horrorizaba al mago
          Mallarmé,
como un legado inmerecido,
como si yo las fuera re-escribiendo con jugo de limón
antes de que se arrime una pequeña llama al dorso
          del papel
que produjera el pasmo en un pequeño, fascinado
por el misterio de su revelación.

es nada más querer captar palabras
que al fin de cuentas no se captan
sino que casi con seguridad se decapitan...

(Giros en que interviene, y no poco, su pasión por Ramón Gómez de la Serna, y en que la sonoridad da un giro insólito, arbitrario y lúdico al sustantivo, fracturando la idea y disparándola en otras direcciones.)

Abunda también en fuentes no literarias, como la plástica que para González Gerth constituye ese arte gemelo, no practicado pero sí profundamente amado en que el artista habría querido expresarse de no haber elegido ya el lenguaje poético. (El juvenil descubrimiento de García Lorca y Jorge Guillen es hermano al de Picasso y Dalí; frecuentar a los escritores del Siglo de Oro español fue también frecuentar la plástica renacentista y barroca.) Tal binomio ha persistido siempre, deslumbrante y total. De allí su recurrencia a esa línea de atracción poética por lo que podría llamarse la écfrasis, o sea una versión literaria de una obra plástica (Murray Krieger) o, en términos de Paul Claudel, la obsesión de expresar un arte con otro arte. Entre otros, resaltan tres poemas dedicados a Franz Marc; o “En busca de las calmas ecuatoriales” basado en el óleo de Edward Hopper “Rooms by the Sea”, y en que incluso el texto se distribuye en el espacio impreso como una calca del espacio lumínico:

¿Es el espacio el puro y primo
gobernante del mirar,
de modo que no hay ímpetu que lleve
a alguna parte más que allí,
descubrimiento y predestinación?

O “Escalera”, inspirado en una obra del futurista Giacomo Balla:

Por un caracol de despedida
allora per gli addii scala
las damas van descendiendo
rojo intenso negro
lento malva leve...

El arranque de este tipo de composición se encuentra, como es obvio, en el uso de la imaginería paisajística, pero la carga conceptual acaba por predominar. Y sin embargo, a lo largo del poema, poco a poco la abstracción cede, la temática se va humanizando ya sea desde fuera o desde dentro. Es como si ambas, de la visión plástica y de la poética, de la imagen y del concepto, derivara al fin una dimensionalidad física-metafísica de lirismo puro que constituye, en suma, el impulso liberador y alma creativa de toda la obra de González Gerth.

Banderillas de lujo son, en la poesía de González Gerth, el erotismo y el humorismo. El erotismo, puntilla de fuego que se clava bajo la dermis del poema y, castigándolo, lo abrasa y acicatea:

Musa encendida, dáteme tú como materia,
como flogisto que acude combustible
a mis instancias.
Que tu cuerpo tome el lugar de tus palabras.
Que mis palabras tomen la forma de tu cuerpo.
Que sean tu cuerpo y mis palabras uno,
como un sello en que mi amor
como mi voz se afirma y canta,
formando, firmando y conformando
ardores que trascienden,
sobrepasan y rebasan,
lo que escribo.

Si bien el erotismo más desenfrenado no podría sino partir —y en eterno retorno arribar de nuevo— al dolor que se comparte con la amada. La calidad humana que es el sentimiento trágico de la vida unamuneano se fija en la voz existencial que González Gerth registró en los años cincuenta:

Yo podría gritar la angustia de la vida...

Y sin embargo
sería sólo poblar en el ámbito antiguo
en que sólo la sed y la muerte hacen cauce.

Entre uno y otro estremecimiento, González Gerth vuelve a su obsesivo construir/deconstruir la palabra:

...La idea es precisamente
lo opuesto de una cosa, es decir que es una cosa
que no es cosa, como la palabra
que por fin alcanza un sitio de significancia
en el que, grumo ya de azúcar que enamora
el paladar del pensamiento,
tiene la forma contingente
del sonido.

Amor ya no es palabra al disolverse en su sentido.

Veta de la que no podría prescindirse en el conocimiento de González Gerth y/o González Gerth poeta, es —como para todo irreductible escéptico—, el humorismo. Ya se dijo que él se califica como surrealista nato, y lo no-nato se afilia, más que al modo programático de André Bretón, a la soltura traviesa de Benjamín Peret. Pero sobre todo y casi providencialmente, resulta un “ramonista” por inocultable parentesco anímico. Autor de “Ramón Gómez de la Serna/ Aphorisms” (“Translated and with an introduction...”), él mismo es un surtidor inagotable y cotidiano de todo género de aforismos, retruécanos, juegos de palabras e ingenio:

Éranse que se eran dos dioses: la diosa Hera
                                             [y el dios Fue.
El cementerio es donde los muertos juegan al golf.
En Milán: “Honni soit qui Malpensa”.
Pudo ser peor para Diana: en vez de Al Fayed,
                                                   [Chuayfett.
Bígamo: el que se casa con mujer precavida.

Y, en formato poético de largo aliento:

La guerra de las gárgolas y las veletas
la bailan dislocadamente
la tempestad y el aquilón
en un onírico escenario lírico
—estocada de Ariel, tajo de Calibán—
que se repite cada vez que se figura
una leyenda,
al desquiciarse un elemento al convertirse en otro,
al concentrarse la ilusión en la quimera.


tita Valencia


Bibliografía poética

En vísperas de olvido (México, 1967); La ausencia infinita (Austin, 1984); Palabras inútiles (Madrid, 1988); En busca de las calmas ecuatoriales (México, 1996); La lengua fracturada (México, 2003), Looking for the horse latitudes (Austin, 2007).

Cábala

                                                            A Ramón Martínez López

¡Árbol que oscureció al mundo!
Eran palomas tristes las sombras
que cegaron el último destello.
Fueron el quebranto de la audacia
que abriera la caja fabulosa.
Son un síncope de luz
tras una nube joven.

Huyamos de lo vegetal, me digo.
Sin darme cuenta tropiezo con las huellas
de mis propios pies ingrávidos,
y pienso que el caminar volando
es algo así como la vida:
mitad azar, mitad absurdo.

Yo también soy planta, fruto
de la nefasta, prima relación
del agua y el cerebro;
presencia múltiple que contemplaran
la muerte del alma mártir
y la fuga del pez minero.

Yo también suspiro, en la noche
que atisba el ancho cuartel
custodiado por esqueletos mancos.
Y cuando florecen las alas
de mi fragancia que llaman maligna,
se incendia un jardín de voces.

En ese cáliz inacabable y sordo,
de esa corola sin relieve fijo
se beben sangres de piedra
y se suspende en sombra
la regalía de la natividad:
mi flor nace marchita.

Entonces la expiación es previa
a su pecado, el cínico diría.
No sé. Aquí sólo los ciegos cantan.
A mí se me ha otorgado solamente
el mantillo que cubre calaveras
de capitanes oscuramente blancos.

¡Árbol que oscureció al mundo!
Me pregunto si mis ojos,
que desvelan a una llama
olvidada por el humo,
son un rasgo de tus raíces serpentinas.
Tu altura llena de vívidos colores
desciende trémula sobre mi fe sin tierra.

He repetido muchas veces


He repetido muchas veces
esta invitación, esta invitación
esta invitación de cintas de colores
esta invitación a un viaje
a un dios de largos brazos rotos
a un búho de grandes ojos refulgentes
a una niña de trenzas de color limón

Un viaje de larga travesía
un viaje de silencio en si bemol
un viaje a sitios indebidos
un viaje sin decir adiós

He repetido muchas veces
esta invitación a un viaje
no por tierra ni por aire ni por mar
y el dios no ha contestado nunca
y el búho ha contestado: nunca
y la niña no ha sabido contestar

Ya no quiero prestar oído
 

Ya no quiero prestar oído
a los secretos que dice el silencio
ya no quiero entremirar
su mirar entre las sombras
ya no quiero morar
en la quietud de su penumbra
no quiero ni entrar
en la luna de su espejo

Deseo ávidamente
con ansias de última aventura
deseo desear deseos
deseos de viento, de volar
de altura y brújulas exactas
de amor acompasado
de gritar, de plomo
de aire y tierra en plumas

Quiero esperar el eco de mi vida
y saber que sólo solamente solo
se escucha el tiempo que fue y vino
como un pasado repasado apenas
por la yema de un dedo recordante
que se aprieta angustiado a los oídos
que se muerde con dientes de tristeza
o que inicia el girar de un trompo

Ya no quiero prestar oído
a los secretos que dice el silencio
quiero ser sordo, quiero ser hombre
quiero gritar mi deseo sin aburrirme
quiero aullar a la luna como un perro
quiero vivir sin vida, quiero morirme
en la queja que sumerge el mundo
y sube y apenas toca el cielo

Visión
 

¡Espejo de la mañana!
Mar en que sueños viajeros
apuntan sus proas de silencio
hacia la cruz del alba.

Laberinto de la luz.
Ensayan los dardos
del sol los arcos
de la lentitud.

Y aparece la sombra,
la sombra al trasluz
de cansada quietud
y gaviotas.

Entonces se tiñen los aires
de altura y suspensión.
Entre reflejos sin voz
vuelan imágenes.

La soledad
 

La soledad es algo
que a veces asombra

Se percibe una música
por las estelas del aire
en un teatro, en una tienda, en una calle
una mirada, una sonrisa
una casi palabra
se antojan a la imaginación
en cualquier parte

La soledad es algo
que a veces asombra

 

Sueño
 

Algo así como una lluvia de cristales
cayó sobre tu imagen

Te vi como en una laguna
suspendida por nubes clarísimas
rodeada de luz y mariposas

Y cuando te alejaste
quise dar mis ojos al viaje de tu forma
donde el cielo navegaba
por mil rutas y entre rosas

Las miradas
 

a veces las miradas
tienen forma prístina
algo inefable y débil
débil como la aurora, colores y alas

Qué suavidad
qué gracia
qué desperdicio de palabras

Deberíamos escribir con nuestros ojos
en la nada

Escalera
 

Por un caracol de despedida
allora per gli addii scala
las damas van descendiendo
rojo intenso negro
lento malva leve
como el espíritu de Giacomo Balla
barandal vuelta tras vuelta
de hierro cada balaustre
de mármol cada peldaño
y de encaje los sombreros
en escalones volados
sonrisas hilvanan miradas
enaguas de andares como agua
curvas transitan las curvas
curvas subieron y bajan
a tiempo llegarán al fondo
raíz de vida raíz de casa
cuántos pasos en declive
cuántos pisos en redondo
miradas pespuntan risas
desde la altura invisible
allora per gli addii scala
las damas han ido bajando
rojo intenso negro
lento malva leve
desde una abúlica nostalgia
las hemos imaginado

En busca de las calmas ecuatoriales

A partir del cuadro Rooms by the Sea
de Edward Hopper

        Algo que no se ve preocupa
        la elasticidad del pensamiento.
        Las apariciones cotidianas
        han sido totalmente exorcizadas.
        El mar, que parecía al principio
        vacilar, al fin ha entrado
        en las habitaciones y ha dejado
        en lo oscuro un prisma luminoso.
        ¿Habrá —en alguna parte—
        un trampolín fantasma
        del cual tirarse al mar mas acabar
        ahogándose en el cielo?
        ¿O de otra suerte descender
        al fondo del océano
        donde un afán no confesado
        pueda hallar el olvido?

Tantas cosas se escuchan
que nunca fueron dichas.
¡Qué soledad! ¡Qué premio inacabable
de aislamiento que, sin embargo,
no implica privación!
Se puede ver ese silencio.
Merece una respuesta
y esparce visos y reflejos.

        Aquí se encuentra la vacante delatora,
        el axiómetro vacío,
        la oquedad que induce y clama
        con precisión cual un espejo,
        la esencia que resume la sustancia,
        la invertida visión ya corregida
        y por encima de la brújula desviada.

            ¿Podríamos caer en el color
            y disolvernos en mera liquidez?
            ¿Es el espacio el puro y primo
            gobernante del mirar,
            de modo que no hay ímpetu que lleve
            a alguna parte más que allí,
            descubrimiento y predestinación?

Aquellas gentes, sí, las multitudes
aquí ausentes, hoy están tan solas.
Anhelan el misterio capaz de presentar
lo que sería el futuro de un pasado.
Están tan solas y por consiguiente
una puerta se ha dejado abierta
silenciosamente,
a fin de que ellas y nosotros todos
clavemos la mirada en el sonido
y algún día, cansados ya del paredón
del tiempo, zarpemos con el viento hacia la calma.

Espacio de la noche

  Conticinium aeternitatis
summum raptus est.
Lucano

El conticinio casi ya pasando
iba...                                 
Juana de Asbaje

The silence of deep height was
drawn
A veil across the silver dawn
On holy wings that hovered
Aleister Crowley


En las pupilas de un gato
se piensa que la noche es toda parda.
Mas no es así,
pues en el filtro profundo de esas córneas
anidan innúmeros colores:
verdes, azules, increíbles oros
con tonos de violeta,
y encrespadas alondras que cantan aleluyas,
veteados brillos que saltan como ágatas,
que ruedan mustias a un correr saltando
a través de intangibles tules de sigilo.

En la leoparda noche y su acechanza
el mundo aparece intensamente quieto,
vibrante y quieto como corriente alterna,
como animal callado y relumbrante
que respira con ardiente hálito tranquilo.

Hay que imitar ese descanso intenso.
Hay que escapar del tábano siniestro
que zumba por las calles del hastío,
hay que esconderse y descubrirse apenas
en ignotos sitios del conocimiento.
Espacio. Espacio. Espacio desbordante
y confinado también por tan sombrío,
luz de la luna que despacio invita
dejándonos tocar por el silencio:
en el fondo del mar cruzan escamas,
en las alturas máximas, vellones pálidos.

Todo deambula hasta encontrar su nido.
Todo reposa después de haber hallado
el anillo secreto de los días,
vaso invisible de chispas augurales,
encantamientos luego repetidos
por infinitos labios anteriores,
huestes tardías de frutos desgranados
y ofrecidos al colmillo de la luna,
fugaz espectro de ilusión lunática
que en vértigo astronómico desata
un descifrar de signos escanciados
por la visión opaca de los siglos.

        Mientras tanto, en el mundo de los vivos,
    las muchachas extiéndense incitantes,
    sus desnudeces manan como faros
    de radiación solícita y temprana.

Poco a poco,
cual en refugio que firme nos aguarda,
entremos sin tocar las hojas húmedas
que tiemblan en el bosque hospitalario,
incomparable soto opalescente
en que cursaron los puntuales pasos,
el caminar tan lúcido y sonoro
y el atavío volante de los ciegos.
Entremos con singular confianza,
sin resistir los tientos del conjuro,
en el resguardo que mitiga el frío
de los inviernos crueles del espíritu.

Necesitamos una tregua de los tráfagos
que hienden nuestros huesos hasta el fondo.
Entremos en el soto oscurecido,
el soto en que las tersas hojas tiemblan.
Vayamos muy ligera y levemente
a sus desmontes de lánguido extravío,
a sus jardines donde el sol no quema,
donde la vida se dilata y se dispersa
y ríe al fin sobre las puntas de los dedos,
como sirenas que descubren de improviso
el agua y la arena en su camino.

        Mientras tanto, en el mundo de los vivos,
    los actos no dependen de sus fines,
    las apariencias antes eran hechos
    que conservan sus antojos desleídos.

En el trasfondo del profundo espacio
se va desmoronando lentamente
el corazón entreverado de los sueños
y se deshila una frágil existencia
hasta llegar a un légamo lejano
en próximos ocasos solitarios.
Y en esa reclusión o errancia mínima
la oscuridad anula las vertientes
que la oquedad anónima despierta.

En el espacio de la noche insomne,
cuando allá afuera reverbera el ocio
y conmociona el eco del vacío,
nuestra visión recogerá las claridades
que bajan del desván del universo.
Entonces beberemos decantado
el vino puro con que se celebran
las bodas milenarias de la dicha.

En el dominio del fulgor cambiante,
sensacionado ya por lascas estelares,
un zodiaco de luz baña en crespones
la materia más densa del sentido,
envuelve luego en su espiral eclíptica
y cristaliza el fuego en sus blasones.

En el oscuro firmamento como viva sombra
se distinguen candiles infinitos,
reflejos que se adhieren a los párpados
asegurando el básico equilibrio.

¡Cierra los ojos! El cielo está tan alto,
y en la porfiada cacería de estrellas
la masa de la luz busca la aurora.
Mas el nocturno espacio es más radiante
que el espacio del día tan alevoso.
En la noche se escuchan los sonidos
como si no existiera la distancia.
Crepitación cualquiera extravagante
perfora el aire con su aguda lanza
y se convierte en parte concurrente
de la conciencia misma que la explaya.

        Mientras tanto, en el mundo de los vivos,
    se fingen todavía mañanas cálidas,
    las guerras se equiparan con sequías
    y el crimen más procaz se disimula.

El cuerpo aquí se postra y se relaja,
se enlaza con la geometría seráfica
en que los ángulos se vuelven dulces alas.
Y la mano que entonces te acaricie
será mi canto que niega las falacias.

En ese espacio de noche tan cerrada,
en ese soto de hojas temblorosas
los duendes del amor desenfadados,
los niños de costumbres diáfanas,
se yerguen con sus sueños inclementes
de una hermosa libertad imaginaria.

Hay que parar la rueda de las horas,
hay que cerrar el paso perentorio
al gran ejército de enseñas blancas.
Hay que quedarse quieto entre las sombras,
paseándose entre nubes fugitivas
y presumiendo que en esa casta inopia
yace la verdadera y única esperanza.

En el sosiego de apetencia exhausta,
en el deseo que sabe a incertidumbre,
el más intenso de los tics nerviosos
se adhiere a la imagen de la calma.

        Mientras tanto, en el mundo de los vivos,
    armadas de promesas se aproximan,
    se dan obsequios archipresuntuosos
    y se veneran ídolos fortuitos.

Como una pluma de agua, frágil lluvia,
como frescura volandera de caricias,
de miradas, de palabras y de pétalos
es el amor que vela lo que ama,
formando luego un ápice de ensueño.
Y tú lo alcanzarás, desnuda y desdeñosa,
por las mareas oceánicas del alba.
Me buscarás entre las fauces de los lobos
que acechan como un túnel prodigioso
por donde volverás con túnica glaseada.

Ni del atardecer los garabatos
ni los rehiletes del encumbrado mediodía
sabrán acariciar las cuerdas cándidas
de las arpas del cielo.
Se escuchará una música latente,
una musitación de claves angustiadas
que registren acordes incipientes.

Desaparecerá la huella del enojo.
Los ríos ya no se perderán en el océano.
Los mares se ahogarán en su espejismo.
Nos sentaremos en la orilla del crepúsculo,

pues ya no seguiremos adelante,
y apostaremos que nuestro amor
hará reír al odio.

Anunciaremos que las copas de los árboles
rebasan la impaciencia redundante.
La soledad se volverá tan fresca como malva
en nuestras nítidas e inmóviles gargantas.
Y de pronto veremos nuestros brazos
que en cruz silente juntaremos.

        Mientras tanto, en el mundo de los vivos,
    las olas del azar se precipitan,
    navíos espeluznantes buscan puerto
    y pájaros se truecan en silencios.

Aquí, en el espacio de la noche híspida,
el cielo es una cárcel derrocada,
una ventana ardida por las llamas,
un abismo doliente en nuestras almas.

Sin embargo, por siempre guardaremos
las ávidas sonrisas y miradas.
Los tiempos del marfil y de la lana,
la duración del fósil y la oveja
transitan sobre cera derretida.
Ya vueltas las espaldas, los ojos cerraremos.
La lumbre quemará tortuosamente
la oscuridad decapitada.
Aves más grandes que los vientos
lucharán por un lugar dónde posarse
en la abrasada y lóbrega enramada.

En los huecos de las redes de la brisa
no buscaremos a nuestros semejantes.
La vida ya se abate lastimera
y lo factible no fomenta lontananza.
¿Habrá qué resignarse a la hecatombe?
¿Tiene el estiércol la última palabra?

Se han ido sujetando los silbidos.
Se han ido adelgazando poco a poco
los vinos del sabor más contundente,
los habituales nexos corporales
y las convexas pizarras arenosas.

        Mientras tanto, en el mundo de los vivos,
    los ojos se han llenado de sospechas,
    la voluntad ahora es el destino
    y el hambre coloniza los rincones.

Mas hay aún milagros por ganarse
y lo que salva al hombre de sí mismo.
Hay que mirar las cosas muy de cerca
y de muy lejos simultáneamente,
y resistir el golpe del incendio,
la doble asfixia que viene con el tiempo.

Y sabias como antiguas cabañuelas,
las aves aún adornan la floresta.
Las rocas gozan en sus lechos subterráneos.
Las bestias nutren el aire con sus ojos.
Recobrada cual milagro la inocencia,
habitaremos una espina deliciosa,
punta de tierra nunca dominante,
y un grifo anidará dentro del pecho,
ignorante de miserias y de estupros.

Aquellos que nunca conocimos
se encuentran en aldeas insospechadas.
La vida se coló por sus cabellos
como una luz que arcana los esculpe
y nos ofrece máscaras de escarcha.

Como el andar de todo caminante,
así se mueven plantas primigenias,
modelo de conciencia en sus orígenes,
cayendo hacia la tierra, al sol trepando,
navegando por veladas aguas
de noche milenaria, noche del tiempo,
hasta licuarse en la corriente torrencial
que inunda y anega los relojes.

Sí, descansaremos en sopor perfecto
en la morada verde de hojas trémulas.
A tus ojos vendrán grandes alhajas
de fértiles distancias y minas incidentes.
Esperemos que el futuro nos conceda
el mágico rumor de sus pesebres,
en que se adumbre el devenir telúrico
de alternaciones lentas y seguras.
El demonio embriagante de la dicha
por fin se elevará de nuestras lágrimas.

        Mientras tanto, en el mundo de los vivos,
    vehículos trasladan pelotones,
    débil, podrido y fuerte son lo mismo
    y la lluvia es sólo un choque entre las almas.

La verdad es sauce que llora junto a un lago.
No hay que temer del fosco bosquecillo
donde se esconden voces del pasado.
Tomemos la senda de la bienandanza
entrando en este soto de arrobada calma,
y acogidos por la bruma que allí aguarda,
abandonemos todo triste pensamiento.
Ésta es la hora de la risa trágica,
de un suspirar tan hondo como el sueño.

    Al aullido espantoso que recoge a los muertos,
que refleja la luz ya temprana o tardía,
se dibuja lo ignoto en enigmas cromáticos,
en tonos que al sentido del hombre desafían.
Y la unión esencial
en que duerme el silencio,
silencio sepulcral
sin lamento ni oído,
la profunda quietud
en que reposa el viento
es el marco invisible
en que se ven los espectros.

Allí se instala el alma
como rémora del tiempo
y cumple una consigna
angustiosa y desvalida,
que mira más allá
de los graneros legendarios
donde se arrumban calendarios
como archivos de la vida.

El instante preciso que anuncia la alborada,
al despertar del alba el álgido derroche,
deslumbrante floreo,
gallardete de proa de la barca tornasol,
todo converge en la corona que deslumbra
cual puñales.

Con honduras nupciales
el soto nos recoge.
Así se consuma el tránsito de Venus.
Todo se junta al fin en repentino golpe,
rayo de sol y luna, apenas el toque.
Un zarpazo certero con fuerza transmutante,
el menguante
es una garra del gato de la noche.


Travesía en rojo
 

El rojo afán de mi tristeza
navega su nuevo itinerario,
invitando a todo el complejo circundante.

La participación resulta inevitable,
y la falacia patética de Ruskin
se cumple feliz y locamente
mientras mi luto enrojecido
conflagra árboles y aves,
céspedes humildes,
ondulaciones y trinos.

¡Qué verdor sombrío y ensimismado!
Todo un querer subir a espacios improbables
se desmorona en quiebros de arena fugitiva.
Ricos trozos de naturaleza,
compactas piedras desleídas,
maderas álgidas en medio del verano,
un reino completísimo de insectos y de flores
sufre su ciclo breve y repetido
como deseando condensar su esencia
para llamarse muerte en carne viva,
y, fértil rito, ofrece un constante grito
que se aúna con el terremoto,
con la tempestad y con la tromba,
con el alud, con el relámpago feroz
que invaden, que habitan y pululan
mi alma decididamente en ruinas,
mi pobre alma cuyo afán vacila,
se hunde en el abismo de sí misma
por ser tristeza y luto enrojecidos.

Mar antiguo
 

Una mujer contempla un mar antiguo.
No es algo prehistórico
sino un sentimiento casi eterno.
Una bahía con barcos cuyas velas
pespuntean la tarde.
Un horizonte que se reconoce a sí mismo
en la mano gentil que lo saluda.
¿Bienvenida o despedida?

El horizonte se refleja en la bahía
más allá de donde los barcos con sus velas
pespuntean la tarde.
La mujer eres tú,
como ya se había prefigurado.
Indiferente no, cautelosa cual reciente,
miras hacia un exterior que no es ajeno,
un mar horizontal que ya conoces
porque una vez lo recibiste entero.

Y ahora, desde una ventana,
casi detrás de una cortina,
un velo sigiloso,
atisbas aquello que representa lo perdido
y lo que aún queda por venir:
la vida que desespera a las gaviotas,
las olas con su espuma que ligeras se rompen
en la playa,
y por la noche, después de haber mirado,
después de haber enviado aquel saludo
silencioso,
la eternidad de un firmamento marinero
en que los astros cumplen su función
por fin no eterna pero sí grandiosa.

De dentro afuera miras,
de fuera adentro sientes.
El velo, la cortina apenas delimita
la tensión, la frágil intención
de tu mirada.
¿Qué miras? ¿Qué buscas en un término
de lejanía que no distingue nadie,
en un tramo de mar que se quedó allá lejos,
en los años locos del crepúsculo?
Yo creo, como poeta casi detective,
con la certeza de un hombre que confía
en sus firmes intenciones,
en sus inventos de vana analogía,
opino, por decir al fin ya casi nada,
que buscas lo que ya buscaste entonces,
lo que buscaste en aquel tiempo irresoluto y vago,
más allá de las seguridades prometidas.

Buscas lo mismo, amor mío, mirando sólo,
atisbas desde lejos, desde la protección
de tu ventana lo que antes saludaste
ingenuamente,
jugando tus pies con las espumas,
tus manos con las olas,
tus ojos con el verde azul de la osadía.

Buscas lo mismo cautelosamente,
detrás del velo protector de la cortina,
porque la vida ha sido y ha pasado,
y sólo así sabemos lo que pasa,
sólo así sabemos lo que es vida.
Y, sin embargo, aun así queremos recibir
y luego despedir
lo que sólo se vive en la mirada.

Conjugación
 

La muerte se conjuga. Tiene verbos.
No hay palabra más terrible que muriendo.
Morir es verbo infinitivo
y por lo tanto indefinido,
y muerto es algo ya pasado,
como murió es pretérito.

La muerte es también taimada.
Decía Jorge Manrique que viene tan callando:
una abstracción de lo que pasa,
sí, lo que pasa cuando ya no hay remedio.
Ese espantajo encapuchado y cadavérico,

estrafalario director de tráfico,
intimida porque nos hace imaginar
su escuálido camino,
la ruta que nos lleva hasta el destino.
Durero nos hace ver la muerte
como una guadañera imagen de asechanza.
Rilke, bastante más moderno,
nos sugiere que la llevamos dentro.

Mas son los verbos de la muerte
que nos acercan a la realidad.
Muriendo se tiene la experiencia más terrible:
la expresión del que muere
y la del que mira en el morir
la última esperanza hasta su fin.

Veletas


                                                     Al pianista Bernard Flavigny
                                                     y a su discípula Tita Valencia


        Más que volando
vienen aeronavegando de no se sabe dónde,
vienen aventurando las borrascas de la vida
hasta posarse con agilidad de pájaro
sobre los ápices de las instalaciones
de los hombres.

        Los hombres son seres convencidos
de haberlo heredado todo.
Creen —pues que supongan es harto más modesto—
que las veletas fueron creadas
por ellos y tan sólo para ellos.
Que su propósito es singular y muy sencillo,
o sea indicar la dirección del viento.

        Mas hay que ver,
hay que afinar el tino y los sentidos
para atreverse a ver
la realidad que ostentan las veletas.
Son ante todo el símbolo del mundo;
son mucho más que las mareadas brújulas
pues no varían según minúsculos motivos.

        Son, además, patricias y poéticas.
A veces giran cual girasoles de agua,
surtidores de luz que pronto se liquida.
Su aparición es siempre una sorpresa.
Su voluntad sin duda es el espacio,
su amor tan sólo es contemplar el viento,
su tino —el trino de las aves—
es una invitación
que presupone un modelo de ala,
de línea nunca recta,
de curva —curvilínea— que se mueve
pero no se inclina,
de tácita —no taciturna—
imagen de soberanía cual bóveda invisible;
con ellas sólo compitieran
en las alturas sigilosas
el júbilo y la tristeza de los campanarios.

        Las veletas siempre se proyectan hacia arriba;
otros móviles podrán tener otras tendencias
u otras miras.
Son estas giralunas que en la noche,
cuando el rigor de la intemperie incide
en el escalofrío —que es frío del alma—
afirman su estabilidad
y su constancia
al descifrar eléctricas tormentas,
y vendavales y ciclones, que son
potencias naturales que no saben
que se cifra en las veletas el parangón
de la futura calma.

        Al contemplar el firmamento
cada veleta acierta en alcanzar la proporción
en que se distorsiona el aire.
El aire no es siempre el portador del canto,
del salmo o la oración,
sino que con frecuencia es vehículo del llanto.
(Se dice que hace mucho tiempo
cierto Pontífice ordenó que las veletas
de su Catedral y su obispado,
de saetas pasaran a ser gallos,
emblemas de San Pedro, el viejo apóstol,
suministrando un cabal afincamiento
a toda cúpula de iglesia;
sin darse cuenta de que igual daba evidencia
de cómo la ironía resulta tan volátil y voluble
como la veleta).

        De las veletas
(que en tierras gálicas se llaman girouettes)
las enemigas son las gárgolas,
extrañas excrecencias en los cantos de las catedrales.
Mucho se ha dicho
de los nobles y simpáticos aleros
y de las celosías
que, sin llegar a celotípicas, espían
la presente ausencia de los buenos días

(pues las ventanas, que son madrinas de los vientos,
respetan la afición de las veletas por lo aéreo).

        Mas no, sus verdaderas enemigas son las
                  gárgolas,
monstruosas bestias cuyo origen tampoco se conoce
(quizá la suya sea una prehistoria
de la que no se dice nada,
ni en las secretas páginas del Génesis),
esas troneras que disparan lluvia muerta,
ángeles negros que parecen despertar de un sueño
    inmóvil.

        La guerra de las gárgolas y las veletas
la bailan dislocadamente
la tempestad y el aquilón
en un onírico escenario lírico
—estocada de Ariel, tajo de Calibán—
que se repite cada vez que se figura
una leyenda,
el desquiciarse un elemento al convertirse en otro,
al concentrarse la ilusión en la quimera.

        Pero esa guerra que nunca tuvo término
sólo es capricho de las fuerzas climatéricas;
no afecta la función que enorgullece a las veletas.
Gallarda su cruzada eterna
que acaba siendo horizontalidad de planisferio,
apuntan con su lanza
al punto cardinal de donde viene el viento,
largo corcel veloz y veleidoso,
que apaga fuegos prescindibles
y azuza fuegos desbordantes.
Son dieciséis los nombres que ha adoptado el viento
y, en consecuencia, dieciséis también las claves
en que se clavan las veletas.
Y al ínterin perenne de los tiempos
dan una nota intemporal y mística,
nota de gracia sobre un conjetural diseño.

        ¿Quién no ha tenido pesadillas
                                         de las gárgolas?
        ¿Quién no ha medido la distancia
                                         con los faros,
        ojos de cristal candente,
                                         salvavidas
        que advierten los escollos de la
                                         lontananza?
        Pero, ¿quién ha soñado lo que sueñan
                                         las veletas,
        que adornan las techumbres
                                         de un mundo alucinado?

        Al final de su mutable trayectoria
se imaginan las veletas
que se adueñan de los mares
y que vuelan agudas como águilas.

         Y aunque aniden por instantes en las nubes
al cabo vuelven a la tierra insomne
donde comparten silenciosamente con el hombre
sus frecuentes avatares.

Cenizas de los muertos

                                       Cuando el sol está yéndose hacia
                                       el sur en el otoño y hundiéndose
                                       cada vez más en el cielo ártico, los                                        esquimales de Iglulik juegan con hilo
                                       formando una malla con objeto de
                                       atraparlo e impedir así su
                                       desaparición.

                                                     J. G. Frazer, La rama dorada


Cuando después de haber soltado el más hondo
lamento de la soledad reaparece uno,
semejante fantasma probablemente asumirá
el aura de un vidente. Pues lo que ve
no es aquello de que la gente habla.
Su relato es algo que las palabras mienten.

¿Qué fin tienen las cosas que decimos?

¿Son las palomas de la Piazza di San Marco
las mismas que las de Trafalgar Square?
En algún sitio yace la respuesta y su verdad
trasciende todo espacio con límites abiertos.
La medida del amor intenta restaurar
el cuerpo hace tanto tiempo desollado.
Hay que robar al tiempo muy piadosamente,
llámese reliquia o llámese como se quiera,
y celebrar dicho prodigio con ritos de primavera
retocado, mas por derecho de conquista, poseído:
lascivia del espíritu (“A ti, mar nuestro, unidos
en prueba de dominio verdadero y permanente”).
De nuevo diestra lucha ha de librarse en contra
de un enemigo peligroso aunque en derrota,
y con viril piedra recordarse la victoria

(“La patria cuenta con que cada hombre haga
su parte; gracias a Dios yo hice la mía”).

¿Qué fin tienen las cosas que decimos?
Las decimos como un cebo, un juego de sonoros hilos
para atrapar al sol que no puede atraparse.
No hay forma cierta de unirse con las olas
o de ganar la guerra: hablar no es realidad, es arte.
En algún sitio todo lo ya dicho se deshace
cual columbario que de pronto queda abierto,
de donde las palabras, palomas que anidaron mucho
                                                                      tiempo,
las santas urnas rompen y aleteando escapan.

La cara del espejo
 
                                                                           A Octavio Paz

No hay nadie allí
y sin embargo creemos entrever
un mundo de entidades
que explicarían un contenido en el vacío
un abecedario de apariencias
un conato de conformación
de inconsecuentes congéneres cautivos

antropoide atado / adán atirantado / ángel ardiente
belleza que se vuelve belcebú
crisálida de la quimera
chamuco / chulapo / chocarrero
desilusión / delirio / doppelgänger

¿es el espejo falsedad
en que se abre el abanico de la realidad?

engendro erótico / envidia / envanecimiento / enojo
ficción / figuración y fingimiento
gorgona de gloria gorgotera
halo sin santo (aquí = allí)
ilusión (hija del yo) / ícaro ahogado
judas jabberwocki
kairos y cronos
lacrima christi logarítmica y liliputiense
llave que abre pero que no cierra
maelstrón de melusina
nada que nada en la nada
ñiquiñaque ñoño
orfeo orante / orangután orondo
pitecántropo erigiéndose
¿quo vadis quantum brutus?
rêverie du revenant
simulacros simultáneos
tabula rasa (allí = aquí)
utopía
variación del ojo antojo
x / exquisita equis
yo y también tú =
zurdería del cero

y el impulso continúa
el esfuerzo por sobrepasar
por penetrar (¡oh penetración!)
el velo celestial
el himen de cristal
por perturbar la materia debajo de la espira
con cincel o con espada
cortar la curva sólida de geometría
de libre habilidad hasta matar
hasta los huesos subyacentes en cavernas sombrías
inexistentes carapachos tan sólo imaginados
que se desvanecen
hasta que la polla / pluma / pene / pincel
que pisa la página
sucumbe a los sentidos hondamente quebrantados
de la incapacidad estéril
preludio del silencio que presagia
la infinita soledad
en un revés de misa negra
que luego recomienza la lúgubre epopeya
dentro del tres veces insondable
laberinto loco de pensamiento palabreado
allí en el espejo
donde no se encuentra / nadie

El otro lado del mapa

                                                        a María Kodama de Borges


El Atlántico era su océano.
El Mediterráneo era su mar.
Otras extensiones de agua:
el Lago de Ginebra, el Ródano,
el Río de la Plata.
Hoy, mientras contemplo el azul Pacífico,
sobre el cual voló dos veces,
pienso en Borges.
Pienso en todas las palabras:
las que me dijo a mí
y las que yo podría haber dicho.

Como el agua, las palabras fluyen
y, cuando sopla el viento,
forman olas, remansos, remolinos. Y desaparecen.
Quizá besen las riberas de la realidad
en las bahías remotas del tiempo,
llevando sus crestas consumadas
de ilusión fría
a romperse sobre la arena cálida.

Esas cabrillas
sabe usted, Borges:
esas pequeñas olas dóciles, cuya espuma
juega con los laberintos de la luz,
la luz vista y no vista,
constantemente vuelven con el vaivén de la marea,
mojando el vidrio requemado
hasta que refleja la redondez del cielo,
el universo que se pierde
más allá de donde alcanza el pensamiento,
nómade inquieto en el espacio infinito.

Una bala de cañón de hace doscientos años
aún silba su canción fatal
al pasar volando.
Estoy sentado en la cubierta de un barco
cuya historia ha sido reducida,
de la firma de tratados importantes
al viaje de comunes y corrientes.

Miro fijamente el mar, un mapa
detrás del cual se ha ido acumulando
un fértil polvo
que mi pensamiento surca
lentamente como una proa.
Y el azul Pacífico
devuelve la mirada, acaso incrédulo
del cerco horizontal
que es el trasfondo de mis ojos.
Siento un suave movimiento
adormeciendo mis pasiones
sin alterar la vista,
la configuración imprecisa
de calladas, exuberantes, misteriosas islas
que navegan a mi lado.

Todo se hace con espejos, se me ha dicho,
salvo que Caín y Abel...
Nuestras palabras son como el azogue
de las estratagemas.
Borges, ¿está usted por allí también,
como en esa otra densa y nítida Babel?


En el ínter(rogante)
 


¿Por qué será que so pretexto de la contemplación
siento de veras la necesidad
de mantenerme inmóvil,
apenas parpadeando,
moviendo la cabeza levemente sólo de vez en cuando
al ver pasar un pájaro, alguna nube,
algún inadvertido transeúnte?

¿Por qué respiro tan calladamente?
¿Por qué de modo inconsecuente
intento saborear cada momento
que no logro detener por bello
(aunque quizás tampoco lo quisiera)
como si fuera un gajo desgajado
de una fruta extraña
a la vez verde y madura,
jugosa de nostalgia con sabor un tanto amargo,
con cierta prevalencia opaca ribeteada de oro?

¿Por qué, cual la efeméride pregunta
de un soldado en las murallas
de un castillo en Dinamarca
quien hace varios siglos dice intempestivamente
“¿Quién vive?” emito la mía propia?
Pues un por qué parece siempre equivaler
a un quién vive:
el ser, más que el estar, que el existir,
requiere una respuesta, una razón,
una razón de ser.
Requiere menos mediación y más inmediación,
cual fruta natural no siempre dulce
que urgentemente tiene tal urgencia
que se podría calificar como emoción del tiempo,
la vida que se rompe en medio de una nada,
fractura conocida mas no reconocida
porque —¿por qué?— seguimos insistiendo
en dar con el haber que falta
en una contabilidad intemporal
y, sin embargo, sucesiva
al punto de convertirse en relojera
y de dar vueltas infinitamente,
pues nunca se va a saber dónde ni cuándo para.

Y yo contemplo los pájaros-minutos,
las nubes-horas y los hombres-días,
semanas, meses, años, quizá siglos,
que no me ayudan, no pueden ayudarme
aunque quisieran,
que no pueden contestar la vitalmente breve,
tan razonablemente irracional pregunta
ilusamente dividida del por qué-quién vive.


Leerencia

                                                                          A Octavio Paz

                                          Porque la suerte es una suerte de
                                          desguince, el cortaplumas viene
                                          a ser la propia voluntad.

                                                                                  Anónimo

         Considero conveniente estipular desde el
      principio
—¿de qué principio y desde cuándo, qué es eso de
      principio?—,
desde el inicio de este infinitésimo momento,
que tengo la firme convicción del poderío latente del
      lenguaje
y, al mismo tiempo, de su patente desarraigo o, mejor
      dicho,
su desasosiego, su inquieta desazón consigo mismo.
¿O será al revés acaso? ¿Será el revés de lo que
      acabo de escribir
tan decididamente? Digamos ya, lector,
      conjuntamente
que patente o sea evidente es el poder vital de aquel
      lenguaje
en tanto que latente o sea inmanente es su continua
      antigüedad.
Arenas movedizas son palabras que describen el
      idioma
del que forman parte —loco sinécdoque en su
      locomoción semántica—,
idioma en el que trato de decir lo que ahora mismo
      digo
incierta y tan calladamente, sin sonido audible,
      acaso sin sonido,
posiblemente aligerado por la seguridad de ser aún
      oído y escuchado,
entendido incluso en su eventual y nunca contextual
      sentido,
hermano de su propia significación que así transmuta
      lo inefable,
no obstante lo específico —y nunca/siempre lo
      específico—
que viene a ser lo entonces —¿cuándo entonces?—
      compartido.

         Pero si el cambio ya iterado está jamás
      pudiendo ser
como un desfile —que no se para por no ser
      comparable,
que no tiene parada, que ni siquiera ostenta
      paridad—,
como un desfile que se mira mientras pasa,
      entonces/luego:
no tiene ni siquiera movimiento, pero su flujo, su
      fluir,
que más se desarrolla en lo invisible,
si acaso se compone de lo que no se puede asir
con manos maniatadas, con formas escultóricas de
      pensamiento
—o sea manumentales— pues su gobernabilidad
      no existe,
siendo ilusorio su gobierno, gramatical dominio
      iluso,
súbditos cuyo carácter pertenece a la reiterativa
      iteración
de estados de ánimo, de humor y de color de una
      experiencia
que vuelve a ser sencillamente indescriptible.

         Y mientras que me empeño en escribir
—que de por sí termina siendo la supuesta
      descripción
de un transcurrir o glosa/palimpsesto que se
      desmorona—,
lo que se escribe ya se va desescribiendo
hasta dejar las páginas de nuevo en blanco,
de ese blanco que tanto horrorizaba al mago
      Mallarmé,
como un legado inmerecido,
como si yo las fuera re-escribiendo con jugo de
      limón
antes de que se arrime una pequeña llama al dorso
      del papel
que produjera el pasmo en un pequeño, fascinado
por el misterio de su revelación.

         Lo que yo escribo va desescribiéndose
como si se lavara en la cisterna de la inopia,
como si se perdiera en agua clara a la vez que turbia,
agua del mar de las palabras mismas,
palabras como peces que han tenido su patrón de
      vida
pero que ya lo van abandonando por un esquema
      nuevo
de índole suicida, logrando así una fisura anárquica...

         Lo que yo escribo deja de ser texto,
volviéndose jirón, hilacha, harapo, desgarradura,
      garra,
tela de juicio ya nunca jamás,
aunque parezca ser lo que ya no es,
aunque semeje estar hilado y aun tejido
ya fuera por la fuerza de la voluntad
que es sólo apenas un reflejo, quizás el recuerdo, sí,
de un eco oído en la posteridad del ya no-tiempo
o del destiempo incongruente, por otra fuerza de
      la también
costumbre, la cual parece no cambiar mas siempre
      cambia,
no apareciendo en el desfile inmóvil de la
      expectativa.

         Lo que yo digo sin dictarlo
o sea que no lo digo para ser por otro escrito
—sino lo que yo simplemente escribo—
y sin dictaminarlo
o sea que no lo digo para ser por otro obedecido
—sino lo que yo por mi cuenta escribo—
es nada más querer captar palabras
que al fin de cuentas no se captan
sino que casi con seguridad se decapitan:
lo que yo digo al escribir
lo voy urdiendo
al mismo tiempo que va ardiendo
hasta quedar sólo ceniza.

        Lo que yo escribo ya se va borrando,
va desapareciendo
en las finuras de un desierto insomne,
desdibujándose de modo paulatino
como una voz que adentro va apagándose
o como un sol que ni siquiera quema,
un sol que no calienta ya porque sus rayos
carecen de capacidad de enfoque,
porque su plomo se ha tornado oblicuo,
porque sus nubes se han trocado en sombras.

Desconfiguraciones
 

1. Deshaciendo el poema

Hay veces que un prurito inesperado
nos lleva a merodear de nuevo,
a reconsiderar, y vemos que todo lo ya visto
no era nada.

Y entonces una sensación ambigua
ejerce sobre el hombre un poder lato,
extendido, más allá de la ilusión
que es todo.

Se mueven las cosas, los objetos,
ya menos ordenados, entre los que se pierden,
por ejemplo, las... y los...
Así desaparecen nombres, sujetos, vago contenido:
quedando sólo lada, lodo, nada, nodo, tada, todo.


2. Rehaciendo el poema

Hoy que el arte tiene pretensiones,
quizá la ciencia y la política
debieran convertirse en juegos
de átomos y sueños.

Aunque ya lo son: el milagro de los panes
y los peces.

Lástima que el arte quiera andar
no bien con compromisos, sino con ínfulas y líos.
Estoy harto de harte, baste decir
que el harte me harta.
Y hasta que el harte os harte
no os daréis cuenta cabal de que arte
se escribe y se hace sin hache.

¡Hacha a la hache del harte!


3. El canto

azul  sin sol  en la lluvia
unta  su urna  de cristal
ahoga  la sed  única
sola  columna  vertebral
duna  de llanto  luna
pulsa el fondo de los viáticos
luz  en derroche  aúna
avidez  de las  claves
grave  sedente  ingrávido
en la noche  profunda
solemne  de las aves
se ha formado  el canto