Material de Lectura

El pliegue y sus dobles

 

Xavier Villaurrutia (1903-1950) escribió obras de teatro, ensayos, artículos, poemas. El tomo de sus Obras, publicado en 1966 por el Fondo de Cultura Económica, tiene más de mil páginas. Sin embargo, para la mayoría de sus lectores, Villaurrutia es el autor de unos quince o veinte poemas. ¿Poco? A mí me parece mucho. Por esos poemas recordamos las obras teatrales y volvemos a leer los ensayos de crítica poética: queremos encontrar en ellos, ya que no el secreto de su poesía, sí el de la fascinación que ejerce sobre nosotros. Esos quince poemas cuentan entre los mejores de la poesía de nuestra lengua y de su tiempo, es decir, entre 1920 y 1950. ¿El lugar que ocupa Villaurrutia en México y en Hispanoamérica corresponde a esta excelencia? Hay que contestar con franqueza: no. Villaurrutia no tiene una reputación continental y su poesía es poco leída. No es difícil entender la razón. Su poesía es una poesía solitaria y para solitarios, que no busca la complicidad de las pasiones que hoy tiranizan a los espíritus: la política, el patriotismo, las ideologías. Ninguna iglesia, ningún partido y ningún Estado tiene interés en propagar poemas cuyos asuntos —mejor dicho: obsesiones— son el sueño, la soledad, el insomnio, la esterilidad, la muerte. Incluso el erotismo, el gran fetiche de nuestro siglo frígido y cruel, aparece en sus poemas como una pasión secreta y cuyos atributos más visibles son la ira, la sequía, la impotencia, la aridez. Nada en esta poesía puede atraer a lectores que, como la mayoría de nuestros contemporáneos, reducen la vida, sin excluir a la de los instintos y el sexo, a categorías ideológicas. La poesía de Villaurrutia no es antisocial sino asocial.

El Gobierno mexicano, gran embalsamador y petrificador de celebridades, ha mostrado una soberana indiferencia ante la obra y la memoria de Villaurrutia. Tal vez haya sido mejor así: se ha salvado de la estatua grotesca y de la calleja con su nombre. (En México las grandes avenidas y las plazas pertenecen por derecho propio, iba a decir: por derecho de pernada, a los ex presidentes y a los poderosos. Las calles de nuestras ciudades, como si fuesen reses, han sido herradas con nombres no pocas veces infames.) Tampoco la opinión pública mexicana —me refiero a los intelectuales y a los sabihondos— ha mostrado mucho amor por la poesía de Villaurrutia. Pero su caso no es excepcional: con parecido desdén miran nuestros letrados y semiletrados a Tablada, Pellicer, Gorostiza, Reyes, González Martínez y al mismo López Velarde. En realidad, al único artista que admiran al unísono nuestros burgueses y nuestros hombres públicos es a David Alfaro Siqueiros... La gloria de Villaurrutia es secreta, como su poesía. No lo lamento y él tampoco lo lamentaría. No pidió más mientras vivió: el fervor de unos pocos. En la época moderna la poesía no es ni puede ser sino un culto subterráneo, una ceremonia en la catacumba.

A Villaurrutia le preocupó siempre la oposición entre clasicismo y romanticismo. Estos términos no tenían para él una significación exclusivamente histórica y estilística sino vital y personal. La oposición entre ellos era su conflicto, su drama. Hay poetas poseídos por la unidad, como si la realidad y el lenguaje mismo fuesen emanaciones del Uno plotiniano, poetas del ser, no disperso en la multiplicidad sino resuelto en la esencia. Pienso en Jorge Guillén. Hay otros poetas para los que el mundo y el lenguaje son el oleaje de una sustancia fecunda y confusa, anterior a la unidad, una sustancia genésica, indistinta, rítmica. Pienso en Pablo Neruda. A la poesía de Xavier Villaurrutia no la define ni la unidad de la esencia ni la sustancia plural sino la dualidad. Su poesía parte de la conciencia de la dualidad y es una tentativa por resolverla en unidad. Pero unidad que no destruye la dualidad sino que, al contrario, la preserva y en ella se preserva. El uno es dos y el dos es uno.

La oposición entre clásico y romántico es una de las formas que asume la contradicción general. No es difícil encontrar otras en cada uno de los poemas de Xavier Villaurrutia: soledad/compañía, silencio/ruido, sueño/vigilia, tiempo/ eternidad, fuego/hielo, pleno/vacío, nada/todo, etcétera. Villaurrutia no se propuso en sus poemas la trasmutación de esto en aquello —la llama en hielo, el vacío en plenitud— sino percibir y expresar el momento del tránsito entre los opuestos. El instante paradójico en el que la nieve comienza a oscurecerse pero sin ser sombra todavía. Estados fronterizos en los que asistimos a una suerte de desdoblamiento universal. En ese desdoblamiento no somos testigos, como quería Nicolás de Cusa, de la coincidencia de los opuestos sino de su coexistencia. La poesía de Villaurrutia conserva y preserva la dualidad. La palabra que define a esta tentativa es la preposición entre. En esa zona vertiginosa y provisional que se abre entre dos realidades, en ese entre que es el puente colgante sobre el vacío del lenguaje, al borde del precipicio, en la orilla arenosa y estéril, allí se planta la poesía de Villaurrutia, echa raíces y crece. Prodigioso árbol transparente hecho de reflejos, sombras, ecos.

El entre no es un espacio sino lo que está entre un espacio y otro; tampoco es tiempo sino el momento que parpadea entre el antes y el después. El entre no está aquí ni es ahora. El entre no tiene cuerpo ni sustancia. Su reino es el pueblo fantasmal de las antinomias y las paradojas. El entre dura lo que dura el relámpago. A su luz el hombre puede verse como el arco instantáneo que une al esto y al aquello sin unirlos realmente y sin ser ni el uno ni el otro —o siendo ambos al mismo tiempo sin ser ninguno. El hombre: dormido despierto, llama fría, copo de sombra, eternidad puntual... El estado intermedio, que no es ni esto ni aquello pero que está entre esto y aquello, entre lo racional y lo irracional, la noche y el día, la vigilia y el sueño, la vida y la muerte, ¿qué es? El estado intermedio, en la poesía de Villaurrutia, designa un momento de extrema atención en el centro del abandono también más extremo: dormir con los ojos abiertos, ver con los ojos cerrados. El estado intermedio tiene otro nombre: agonía. También se llama: duda. ¿De qué? Duda de ser pero también de no ser. El poeta duda, se mira en un espejo, se percibe como un reflejo, se ahoga en un resplandor. La duda es agonía: muerte y resurrección en un minuto largo como la creación y la destrucción de los mundos. El poeta es un fantasma y el eco de su grito al golpear contra el muro es un puño que golpea un pecho desierto, una página en blanco, un espejo empañado que se abre hacia una galería de ecos. No metáforas: visiones instantáneas del hombre entre las presencias y las ausencias. El entre: el hueco. Pausa universal, vacilación de las cosas entre lo que son y lo que van a ser.

El entre es el pliegue universal. El doblez que, al desdoblarse, revela no la unidad sino la dualidad, no la esencia sino la contradicción. El pliegue esconde entre sus hojas cerradas las dos caras del ser; el pliegue, al descubrir lo que oculta, esconde lo que descubre; el pliegue, al abrir sus dos alas, las cierra; el pliegue dice No cada vez que dice Sí; el pliegue es su doblez: su doble, su asesino, su complemento. El pliegue es lo que une a los opuestos sin jamás fundirlos, a igual distancia de la unidad y de la pluralidad. En la topología poética, la figura geométrica del pliegue representa al entre del lenguaje: al monstruo semántico que no es ni esto ni aquello, oscilación idéntica a la inmovilidad, vaivén congelado. El pliegue, al desplegarse, es el salto de tenido antes de tocar la tierra —¿y al replegarse? El pliegue y el entre son dos de las formas que asume la pregunta que no tiene respuesta. La poesía de Villaurrutia se repliega en esa pregunta y se despliega entre las oposiciones que la sus tentan:

 ¿Quién medirá el espacio, quién me dirá el momento
en que se funda el hielo de mi cuerpo y consuma
el corazón inmóvil como la llama fría?

     Octavio Paz
México, a 30 de septiembre de 1977