Mi casa y yo
Aunque no puedo conocer el número infinito de rincones ocultos en mi casa (apenas hace un día sorprendí, detrás de algunos libros, un mínimo vacío por el cual respira agradecido el edificio);
aunque me agota recorrerla con los ojos (porque en mi casa todo, incluso la señal del deterioro, me lanza sus anzuelos persuasivos);
aunque fue aquí donde una sangre concebimos cuya ascendencia no se agota en nuestros padres ni en los padres de sus padres;
aunque mi casa se confunde con las nubes, digo, es tan pequeña como una codorniz que se entregara a la amenaza de mi rústico apetito.
Hacia donde voltee me flanquea una pared, o la escalera cuyo abismo es muchas veces un súbito terror.
No sé si es la carencia de alguna menudencia original o mi incapacidad de desplazarme con cautela.
Es tan pequeña que mis brazos se laceran contra los bordes diarios de lo usual (mis brazos, que al vaivén tiran las fotos familiares o despedazan la servil azucarera).
Y es que no sólo es diminuta y yo brutal, sino que se adereza con objetos delicados: aquí y allá minúsculas y frágiles delicias cuyo esqueleto tiembla ante mi tosca cercanía.
Lo cierto es que camino y nunca sé, a ciencia cierta, si hay un espacio franco debajo de mis pies o una fina tacita para el té.
Pero soy yo, que veo cómo mis manos se dejan atraer por las espinas de los cactus familiares.
Soy yo, que entro con yelmo a la cocina para emprender gozoso la excursión y descuidar en las alturas la cabeza.
Soy yo, cetáceo en una prístina pecera. Nadie me dijo cómo había que navegar las olas de este mar domesticado.
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