Material de Lectura

Arcadia


También romper la tierra tiene la escritura del sueño
José Lezama Lima


Yo era tierra.
Yo era calle, polvo, casa.
Yo era el padre y el hijo, la hija y la madre y el tiempo,
el lodo y la sombra y su largo camino de madres.
Yo era propia y rodeada como el fuego, veraz y fecunda en el olvido.
Yo moría bajo la luz imperceptible de una tarde a finales de invierno.

Fui mancha, fui polvo, fui grano de arena e insecto aplastado en el vidrio.
Fui azogue, fruición, simulacro, circunstancia y vestigio.
Vestigio y mareo en la nervadura de una frase,
en la fría colocación de la palabra en el texto. Fui texto.
Fui hembra parida en las palabras del cuerpo.

Cuerpo comprobado y continuo, cuerpo entero y sin saberlo,
cuerpo rodeado de sujeto: hundido.
Cuerpo en el ojo: impreso.
Cuerpo sellado al borde del cartílago,
cuerpo de mí,
cuerpo de quién,
cuerpo ciego.
Cuerpo en el descenso del infierno
y en la apócrifa sal del paraíso.
Cuerpo a las tres de la tarde cayéndose de mi cara,
máscara usada
en las letras, chorreando capitolina y azarosa.
    Inmóvil, sí,
en la esquina: niña figurada en el verbo
en la sangre corriendo en las afueras de algo, en el principio de algo,
en la cima imperfecta del ojo
y el ojo puesto en la mano despierta y reseca,
la mano que gira
y abre la sorda circunstancia,
la espera de un principio, una fábula sigilosa
en un lugar muy extraño.
Toda la eternidad a las tres de la tarde.
El mundo en un punto fijo, en un minuto exacto,
en la esquina revelada por la luz de los sueños.

Cuerpo de mí,
cuerpo de quién,
partícula abriéndose paso en cada diminuto tablón
de la falda escolar, de la Pléyade y su abertura en el mundo,
en el Sur por el humo, en el Norte dibujada en el rostro
de seres fluviales, metamorfosis simples que pasan
a milímetros de mi yo, asidero y filamento, borde diseminado,
borde mediterráneo, borde en el ojo que arde
y transpira la sal y la carne, la piel diferida en las comisuras del texto,
hacia adentro rozando la estructura de trabes y frisos,
uniones mecánicas, ánforas donde siempre aguarda
la cercanía como un punto en la piedad, una gota en la fuente.
Uva de mí, en mi vientre,
un apenas vivir.
Un vivir en los ojos que anuncia su mar, su río
de ciudad interior, lineal y tejida en lo adentro y en la astucia
de ser, de estar en un zócalo de palabras hambrientas.

Vena superior,
almacén de tejidos y glándulas que se agitan
en sus calles y recovecos como una sola matriz solar.
Todas las avenidas y su blancura de muerte,
su borbollón de semejanzas y diferencias,
de furiosos encuentros sangre a sangre,
verbo a verbo por los intersticios de la piel y sus catástrofes.

Vaticinios del sol:
La dura seca tierra de la piel cayendo en sus escamas.
Roncos bramidos de esa tierra que se hunde
mecida por las olas, unas olas distintas.
Falsos ceremoniales.
Inconfesables promesas de un amanecer que no llega,
que no está,
que se disuelve en el aliento de una piedad ya perdida.
Todo se evade:
desde la sangre del árbol detenido
a la mitad del sueño hasta esa pequeña muralla construida
con la paciencia de una hoja, una página distinta
donde la lluvia vino a dejar el canto equivocado,
la palidez de una frase no dicha.
el aliento buscando otra salida.
¿Y él, dónde estaba?

Ciudades que caen de mi boca
como trozos de un mapa inventado.
Sombras que se ocultan tras otras sombras
en lo profano de la piel,
en lo impensable del silencio.
Sentidos descubiertos en la punta de un arpón falso,
de una lanza equivocada,
de una flecha que nunca da en el blanco
y que olvida la ruta,
como el estibador olvida su nuevo frasco de viaje,
la luz que alguna vez vio cómo se hundía
en la sentencia de un mar distinto.
Rostros anudados junto a la paz de una ventana.
Éxodos en un país que rueda de otra manera,
con el código de una distancia disuelta,
una forma impasible en que se ocultan las sombras,
las otras videncias de lo que no se es
y que no se sostiene
ni en la orilla de una canción olvidada.
Figuras que sonríen en la niebla.
Y un fuerte gemido que se escucha invisible junto a otro abismo.

Fui célula. Parte cardenalicia
que rozan las manos en la ausencia,
el comienzo de quién,
con el peso de un cuerpo nuevo,
un principio de ser, una sed en el ojo
y en el ojo la total circunstancia,
la médula y sus caminos abiertos,
sus miles de formas curvas y rectilíneas
para el derroche de una sangre, el derrame en el hueco,
el hueco y su sin embargo de animal y de cueva,
el dedo en mi sexo, el sexo como sustancia primicia.
Todo el hueco del mar
y sus rugidos de animal voraz,
animal que se mueve y que está detenido en el tiempo,
en las nuevas metamorfosis de una ciudad interior y vestal.
Ciudad que llega a mi lomo, lomo de bestia labial
de bestia con sabor a cielo, a café con leche para el niño
en la mesa del desayuno seco.
Sabor a leche primera, leche derramada
en la escritura y sus lentas letras que avanzan
por la avenida en mi cuerpo,
cuerpo de quién,
cuerpo ciego
como una cantidad exacta,
un ruido que ruge en su fresca corriente,
en su estrecho obsesionante y fatal,
en su ser un simple ferry
que lleva a la gente de una orilla a la otra,
de un sueño que unge nuevos caminos, avances,
hoyos, contrasentidos, cansancios en la fiebre,
sustancias extrañas mentidas acaso por lo no dicho,
lo no escrito, lo no posible.
Toda una vida sin futuro y sin llegar a quién.
Magnitudes minúsculas,
límites impuestos por cargas milenarias
y momentáneas, conclusiones físicas y dolores musculares,
civiles, feroces.
Perros solitarios en calles pobladas de luz y de basura.
Residuos de otras vidas.
Vidas que cargan sus propios miedos,
manchadas y llenas de tabaco,
de sustancias peligrosas, de finas partículas
donde no se vive, no se duerme, no se piensa
sino en la sal en el ojo. El ojo y su circunstancia de vida.
El ojo y lo visto hace tiempo en una ficción ya escrita.

Palabras que significan otras palabras
perdidas en años y años donde se sabe no hay posibilidad
de la última cosa, la última distancia, la primera frontera
del corazón y sus dagas de improviso. Vida sin futuro.
Futuro que apesta como en los residuales de Homero
y su casa nocturna,
su asfalto de risa y su comezón en la piel.
Viñedos que esconden un punto, un resquicio interior,
quizás una pausa
en el aire, en la serenidad que se busca
para narrar otro tiempo,
un tiempo mejor. Viento en el Sur.
Epidemia de eses sibilantes que surgen
de las venas cardenalicias, de las temperaturas fluviales
donde un mar arde en la garganta de quién.
Bordes y límites en las bocas.
Huecos donde no se consagra el anhelo y su circunstancia,
su afinado sonido de campana, su peste de eternidad
y su terror en los niños. Niños cuidados por mí
en mis manos abiertas como sustitución de la dicha.
Descomposturas de la cal y sus anillos de oro,
su frágil compromiso de torrente.
Su haber vivido veinte o treinta años
con el mismo plato, el mismo vaso interior.
Madrugadas infieles al sueño,
al primer despertar donde se recorta un rosal
y se clama una vida llena de hijos, hijos en los vocablos,
hijos de noche y de día que detienen nuevas banderas,
regiones impresas en el primer deseo y en el último,
el que vivimos siempre junto a la luz de lo incierto.
Hordas piramidales.
Advenimientos de lo que no está o no podrá suceder,
como las elegías de Tibulo,
como el festín de Próspero en su isla de muerte.
Marcos referenciales,
teorías de una luz interior y sedante,
una hoguera del mundo y sus novelas,
historias contadas en otras caras,
unas caras extrañas,
unas caras que no conoceremos,
maquilladas por sótanos y rezos que consagran
y detienen el grito y su pulmón aledaño,
el aullido del Mármara y su futuro glorioso,
su no llegar a la isla de enfrente,
a la ciudad más vieja del mundo,
al continente detenido en la uva
y su descendencia de espejo.
Su no poder nombrar otra página
o escribir un cuento mejor,
un poema como clave del mundo.
Mundo en el grito,
en la más atroz desesperación,
con su nombre de amor
demorado en el cuerpo como si fuera un cielo inferior.
Detonaciones.
Suaves mugidos del campo y sus estrellas de cobre,
su gallo que canta en la imperfección,
en la madrugada asestada de cosas no vistas,
no dichas, no soñadas,
sólo sentidas o presentidas
por un instinto suave e incomprensible,
un querer ser bacteria, principio,
animal en el animal de este mundo.
Falsos cordajes. Cuerpos enlazados en sitios
donde la lluvia resplandece en la nostalgia,
en el borde de secas batallas. Desprendimientos.
Amuletos en los cuellos de una tempestad escrita
como una música callada,
la partitura inconstante de un pájaro abierto
y mínimo que pondera la suavidad del aire,
la lenta aparición de una sed de mañana.
Reclamos en los pies a la sed
y sus finos trazos en la arena,
en el exilio de unas letras convocadas
y el oscuro corazón que resucita a los truenos.
Nudos junto a los barcos de otros callamientos,
despidiéndose en muelles improvistos de madera dolorosa,
cerca de un Martín Fierro que toca otros cerros,
que cruza con su manto la fiesta descapotada de los usos
o la paciencia reverberante de quien se asoma a un coto.
Sonrisas que murmuran el gruñido del lobo junto a la puerta.
Laceraciones.
Tiempo de una piel dentro de otra piel escrita.
Dudas en el último comité de la noche y sus blancas expiaciones.
Colinas lentas donde las moscas devanan la desesperación
de un primer relato, un momento en el principio de las cosas,
de los yerbajos que anima la lluvia solamente para ungir la máscara,
la faz de una tierra sembrada donde nadie encontró la promesa,
el hambre de un río sin escrúpulos que al paso de sus aguas
desató las vendas.
Guardias cifrados en la frecuencia de lo no dicho,
lo no escrito, lo que produce un resquemor de viento
en el rumor del fuego. Ráfagas sumergidas entre la cal
y el salitre indeterminado, sobrepuesto a una historia
desvanecida y menos audaz que el olvido.
¿Quién canta?
Toda mi boca abierta a una carta que no llega,
una palabra anónima que resuelva el avance del recuerdo,
la parte circunstancial de una célula.
Vastas exploraciones de un microscopio.
Lo visto: pequeñas arborescencias en la piel.
    Fisiologías.
Estertores para dormir en el futuro,
donde no hay nada ni nadie,
en un tiempo inexistente.
una nueva fundación de la carne,
un camino desierto en una ciudad diferente.
Trazos de mundo, mundo en los bolsillos de la tarde.
Tardes que caen de la mano,
pétreas.
Fábulas en un sol de exilio.
Tribulaciones para la voz del público.
El mar, ahora, es una lanza de miedo.
El miedo y sus uñas de profecía,
sus lentos rasguños que hunden todo el dolor
en un domingo en el campo.

Secas planicies.
Casas desaparecidas en una vegetación imposible,
lejos de la lepra y de los desprendimientos del sueño.
Visitaciones de la infancia en ruinas,
en la apostasía que aún tortura la calma de quien viaja.
Vírgenes en la llanura proscrita,
en las finas ligaduras de un misterio
que está en la linterna de un niño
como si fuera un tiempo inmóvil,
un largo trazo de luz incierta.
Hogares que no tienen nombre,
que guardan en el blanco sudor de un pañuelo
la barda de la miseria y el llanto,
la posibilidad de encubrir un beso.
Un beso y su paso de miedo.
Un beso y su andar taciturno en un cuento.
Miel en los pozos,
cielos feroces suspendidos en las dunas del piso.
Formas donde la niebla unge
la nueva atmósfera bajo otras palmas.
resquemores de un trópico desconocido
entre esas peñas irresistibles,
piedras de artificio dedicadas
a hundir las manos más íntimas,
las alas más precoces
cuando levante el viento.

Todo el mundo detenido en la esquina de mis trece años,
de mi nuevo mundo escrito por mi piel.
Boca abierta a los tantos gritos interiores,
al nuevo magma que me recorre
desde entonces como una letra negra que avanza sorda
y puntual y verdadera. Todo el mundo en la esquina
de Insurgentes y Revolución, a miles de años en miles de vidas,
de momentos sutiles e íntimos, de tiempo guardado en las venas,
en las venas donde fluye la luz
como la esencia verbal de las cosas,
la materia del brazo,
la materia del sueño
y la mesa y la silla que siempre me aguardan,
como se espera una ciudad vestal. Una ciudad escrita
por mí y por mí vivida,
una ciudad es un fruto que estalla
como un sol desesperado,
un sol veloz en mi pecho adentro de mi corazón.
Todo en la punta de mi lengua
en la punta de la mirada
del filo que se ve y determina una forma de vida
un estar interior,
lo más último de las cosas y su perfil de gallo en el alma.
Me fue dada la piel. Cúpulas abiertas a otras superficies.
Sonidos de pájaros extraviados con las alas cerradas,
con la luz de una llama posible y su rosario de verbos.
Húmedos trenes en un exilio previsto,
entre sábanas tendidas en los verdes desposorios
de una iguana con la lluvia. Colores que petrifican
los gritos en distintas lejanías, en la vibración de una palabra
caída como si fuera la nueva clave, el nuevo código del conjuro.

Salutaciones. Piel en mis ojos y en mi boca.
Días sin sombra sobre los días de sombra.
Nuevos atardeceres adentro de la lengua
donde un mar devuelve su alfabeto de soles,
sus otros poemas anulados en la primera sal,
en la espuma teñida de falsas temperaturas.
Nada se encausa,
sólo el movimiento del ojo y la cuña que exalta su pupila.

Cámaras en el cielo.
Vistas ocultas que descubren el reverso de la historia,
el recuento de lo que fue o de lo que pudo haber sido.
Siluetas desmanteladas sobre una mesa mal pulida,
rayada por la vacuidad del alba.
Comidas apacibles en calles venturosas
donde una letra avanza y destila otros ordenamientos,
el frío mito de una extranjera en Tierra Santa
con el relincho del azúcar en su fina blusa bordada.
Pequeños alfileres en sus tetas,
en el brillo que emigró de los ojos a la pista de baile
con la risa de un corazón saliente.

¿Quién estaba?
La madre con su fuerza de mar soplando ante la brasa,
la hija y su negra boca que partía en dos el alarido
de la víctima y su próxima desgracia,
la mujer condenada, dormida en el fulgor de otra plegaria
y el dios caído en su silla con su tea de resina y su latido
abandonado en la discordia del plato. Inenarrable.
Sucias nostalgias dispersas en una tierra distinta
donde la puerta se cerró a las tres de la tarde.
Pero él, ¿a quién miraba?
Paisajes secretos envueltos en un roce de lima,
un cuerpo inquietante que pedía de súbito las
alas del cuervo
y la frágil sustancia para la vanidad de otras magias.

Jinetes en la estepa. Ladrillos crudos.
Pasan los días entre la confusión y el éxodo.
El sol ilustra a un dios desesperado,
una nueva forma de opinión sobre el arte en el tufo de la hierba.
Brazos en lineamiento, relámpagos que habitan el íntimo sopor de un nervio.
Absorciones que relajan la presión ventricular
y la proximidad del silencio.

Un perro ladra junto a un cangrejo que tiene una vieja herida.
La medicina avanza, el cuerpo retrocede.
Lo que es piedad, es una imagen del sentido,
un puerto desorientado por el clima,
un folleto de líneas intraducibles
donde el huésped aloja su paz con una seña secreta.
El perro se retira, muere el cangrejo.
Fríos desbocamientos de la piel y su apertura,
iones que se filtran en la región del sueño hasta tocar las células cardenalicias
pintadas en un Atlas de azul y de amarillo.
¿Quién habla?

Queda la boca abierta.
El cuerpo deja el cuerpo hasta ganar altura.
Calles de papel en el ruido de los loros.
Simples conversaciones
que asordan la capacidad cardiaca,
el fracaso de una transfusión
como una carta que arde en el recuerdo.
Líneas extinguidas para los ojos cerrados,
costras donde los niños fueron la otra parte de la noche,
el exilio anterior en la sutura del cuerpo.
Todo fulgura.
Su nombre dice que su mano está detrás de la victoria,
de esa falsa lejanía que aún cruje como un sollozo de la edad,
de su orgullo de dios arrasado en un relincho de la carne,
un breve momento para otras situaciones.

Quimeras en las hojas del verano,
en la parte apócrifa acostumbrada a lo habitual,
a sacudir la mugre en los resquicios de la uña,
en el recuerdo de un paladar
que casi lame los cincuenta años,
los cincuenta pasos que se doblan
junto a un corazón encantado,
un respirar la forma de nuevos advenimientos,
cicatrices tatuadas en un viejo nopal.
Ahora, cuando los ojos están llenos de miedo
y el humo dispersa a los pájaros del aire,
el aliento es cada vez más cercano a la tierra,
con el peso de una obra incompleta
desaprobada por las fábulas de otro lugar.

Insecto aplastado en el vidrio, en la configuración del ser
y sus recuerdos.
Tristes noticias. El viento del Sur ruge en el Norte.
Crustáceos en la punta de la lengua.
Mares remotos que ungen su espuma en nuevas biografías.
Situaciones donde la piel se incrusta
en la concha de un bivalvo
hasta cambiar el suave sermón de sus sílabas.
Fue en primavera.
Las hojas apreciaban la tierra con un lenguaje preciso.
Todo era menos denso cuando la voz,
con su oferta de cal y miedo, se hacía más espesa.
Se vencían los muros, el corazón dilataba toda su fuerza
en el azar de una fiesta a la entrada de la colmena.
Lentas apariciones de la abeja y su deseo,
su vértigo de vida en la parte más delicada de la hoja.
Y no había ímpetu para detener su vuelo,
el aguijón se aproximaba al dolor de la bestia
y su triste condición de herida.
Yo era esa marca intolerable,
la ramificación del lecho, la piedad del escorpión
y su lento círculo de fuego. Tuve delante mío
el huerto habitual de las falsas delicias
con su barda sentenciosa para espantar a las plagas.
La succión en el borde abría la posibilidad a otros filamentos,
raíces disgregadas en el suplicio quemante de la palabra.
Todo descenso fue llegar a la lengua
que imagina y patea el crisol de la larva. Bellas costumbres.
Todo era ajeno en el polvo y la profusión
de aquella ciudad que empezaba a emplumar
otra beligerancia, la sorpresa mordaz como un tajo,
el corte de cada segundo y los segundos negados
palpitando en su ajuste de eco y de nuevo silencio.
Todo como una herida capilar y la congestión de su órgano
dilatado en el flujo de los pequeños fermentos
en la transformación de sus calles,
de sus rampas de sobrevida, de sobresueño, de sobremuerte.
Otro era el tiempo en el verbo debajo y sus zonas distintas.
Zonas del corazón empapado abiertas a la higuera
y sus frescos frutos para la consolación más profunda.
Zonas que dejan palmas depuestas a la orilla de un punto
como si fuera un silbido casual que anuncia lo que no es,
lo que no está,
en la fragua de la lengua en un tiempo imperfecto.
Corredores para los lobos.
tiempo de sal junto a los niños.
Alguien camina entre las ruinas de una ciudad perdida
y en su dulce oscuridad determina el sitio,
la nueva oración donde estalla el olvido.
   Auscultaciones.
Partes caídas de la lengua en otro territorio,
en el canto abierto de la ñor en la mañana
junto a las plumas del búho.
Verdes oscilaciones de la luz ante los ojos.
Descripciones.
Era más fácil morir que dejar el tiempo
en el cucharón de Homero.

Caminábamos por una sola calle,
una muestra de lo que fue transido
murmurando otros vértigos, una parte de la piedad
en templos caídos de nosotros, incitando
el blanco de las piedras, su frágil fatiga
que aún se esculpe en cada rostro borrado,
en cada ráfaga de un infinito que jamás comienza.
Cada lado de vida en una casa, cada separación
del grito en la orfebrería de las lajas instituidas
en otros huecos, monumentos sin paz ni testimonio
en ceremonias idiotas para salvar el ojo.
El ojo y su razón atroz y sin futuro.
Canales en las raíces de un árbol y ahí,
como si fuera el pergamino hace tiempo buscado,
la precisión de la Virgen y su razón de mundo.
Mundo en los ojos.
Mundo en las manos y en las piernas.
Las piernas abiertas para la lenta dilatación de la que sangra.

Hablo de la que fui.
La que hizo del texto su figuración de vida.
La que un día vio las duras dunas de la sal como escenario
posible e inmediato, como borde de otra realidad,
donde se escribe y se dice lo contrario, palabras inasibles,
curiosas, olvidadas, pudriéndose en eso que no soy, que no fui,
que no quiero llegar a ser. Ser sin movimiento.
Pero todo esto no es sino una hoja imaginaria,
un momento que no existe, un hilo de vida inventado
entre la tinta y el papel, entre mis ojos y lo que miro, frágil
palabra convocada a la mesa de nadie, al asilo del animal
sediento que se oculta en mis letras, en cada uno de mis acentos.
Golpeteos de la máquina y su fino bordado en el papel.
Seres que habitan la posibilidad de otra cosa,
un llegar a ser uno en la ausencia desprendida del verbo.

Llega la noche. Afilo mis lápices, abro los labios
para la irrupción total, definitiva, hasta perderme
fluente y bestial, desatándome, dando a mi yo invisible
su pasado de piedra y los tristes sucesos: un roce apenas,
un latido en el cuerpo, un margen que rebasó
todo acotamiento, el rastro húmedo donde advertí la huella
y su impulso más íntimo, la sustancia enlazada
a otros padecimientos, a los días y sus lentos minutos
de espera y espanto, a la oscura fijeza de un hogar astillado
con su índice de madreperla, de radiación fulgurante en su grano,
su marca de polvo y reverso, de viento reposado
donde no hay nadie ni nada tan sólo el asombro de un
noli me tangere, el "nadie me toque" del botánico.
Frutos abiertos a la desolación del día, al paladar
de la tierra dilecta y su noción de fuerza.
Sabores ajenos. Hálitos casi agrios, casi verdaderos,
en una conversación por teléfono.
El sol, ahora, resplandece en su justa distancia,
en el sopor de otros cuerpos que encausan la gracia
y la ablución de quien clama una vida distinta,
un lugar de paz en la ceremonia del sueño.
Rojos lineamientos entre las venas,
casas invadidas por el oro y su amuleto de vieja,
su larga sonrisa animal bajo una falda y sus nuevas promesas.
Latidos donde el amor se ramifica en un espejismo
de finas palabras que arden como la sangre seca.
La fuerza del puño embiste la piedad del que vive
y fortifica una señal sin reposo, un momento asediado.
Se extiende en una zona extrema.

El rostro es el vigía. Queda la edad marcada por las venas,
la espesura que se despliega como un viento
por toda la casa y sus silbidos, sus comunicaciones de vértigo
que sostienen un tiempo nuevo. Auroras lejanas.
Sábanas en la transparencia de un músculo
y su triste apariencia de vida.
Un rostro es siempre esa multitud de palabras
que enmarca la ebriedad de la muerte. Y del día.
Serenidad. Tiempo que ahonda en las grupas
y ñota como un deseo perdido.
Exclamaciones que arden en la melodía que invoca un ciego.
Ciego de qué o de quién.
Risas inmemoriales sobre lo dicho en la aurora.
Cruzamientos.
Vasijas donde la sed es el anuncio
de un tiempo feliz y monocorde,
una serenidad buscada como si fuera
el bosque de un mendigo,
la selva celeste y sin remordimientos
para el paso de un triste caballo
en el fulgor de un corazón que exalta
una vida sin pausas, en lentos capítulos,
donde no hay ebriedad ni relámpagos.

Texto derramado. Texto en el cuerpo.
Cuerpos que se abren a la dilatación de otro tiempo.
Situaciones donde la fe se une a la piel
e instila en su hueco, en la parte ventral del sueño,
su palabra de sed palpitando en mis muslos
a la espera de una renuncia acordada,
un río aciago que confine su suave rumor
para decir que está, que es, que llega
con su vasta similitud ahogándome,
queriendo inventarme entre sus clientes y su lengua,
a un paso de lo que fue, de lo que hará desmenuzarnos
en la lenta combustión de lo posible.

Hablo para decir mis ojos. Rayas
desdibujadas en la flama que se demora en mi pecho
desde un idioma que comienza. Volver a decir las letras.
alfabetos de sal raídos en los huesos. Soles
que arden en la otra orilla, sustanciales rastrojos,
supuraciones. Todo mi cuerpo es texto,
vida que sale abierta en los renglones dichos.
Nombro lo que no alcanzo,
lo que tuve de mí en mi áspera piel
como quemante hoja en la judicatura del viento.
Nada sirvió de lo que amé.
Ni la rotura que abrió los labios hacia otras guarniciones,
ni el cordaje del cíclope en el vendaval oculto, el privilegio
de haber besado unas manos en las manos del hurto,
la dimensión exacta de otras arterias
fervientes y desvalidas donde fluyó aquello
que del mar fue seducción y fuerza, lugar y casa,
vida marcada en la primera apostasía de la infancia.
Cuánto de piedra gris queda en silencio
con su paño lodoso y su fuego que arde en los poros.
Cuánto se excede el tiempo
en su propia utopía desvencijada
como un limo en la profundidad de la palabra.
Lo que toqué en la aurora fue decir la vida suave,
la dulce forma de lo que no se reconoce
donde claudica una lengua lejana y apartada.
Hube de mí dejado la última fila,
el sitio invariable a la verdad
y su severa condición de pertenencia.
Otros momentos como un teatro elegido
recién fundado en el cielo de una tribu
y la súbita ausencia de su paso. Algo
quedó perdido en el espejo donde una emoción se vio temblando en el primer
     párpado y en el segundo
cuando el pez tuvo otra vida en el resplandor del agua.

Digo la sed desde mis labios.
Tiempo diluido en los límites de quien no canta.
Tiempo que se recupera en la noción de un verbo,
de un pasar anterior a lo dicho,
a la espera del roce y su paso de mano,
su fluir por el cuerpo.
El cuerpo y sus reconocimientos,
la parte recuperada en un trazo, una pequeña noción
de lo que se es en una ciudad habitada por agua.
Todo el subsuelo de lo que se piensa,
se vive de cierta manera,
se fluye.

Cuerpo restringido
habitado en las púas del silencio,
construcciones del hielo y sus finos prismas de ablución,
catedrales de filigrana y luz donde un vitral señala lo incierto,
lo que jamás estará o podrá suceder. Formas del ser
sin punta, sin el vértice de una línea recta.
El cuerpo equivocado.
La casa errónea y el tiempo perdido y seco
abierto a otros confines. El aire ahora
es un aire ausente. Pierdo la complexión.
Mis brazos me recuerdan un mar grave
y servil, un poco de tinta adentro del bolígrafo.
Todo es duda como la quietud del agua.
De nuevo llega el perro junto a la soledad de mi piel.
Morirá pronto y las hormigas harán de él
otro festín. Cruces en lineamiento.
Manchas oscuras en el mantel.
La página es significado, tiempo roto,
como las limaduras del árbol.
El hambre escapa de mi boca,
animal de mí, pocilga de un fracaso.
No hay desafío ya si la noche es una con mi cuerpo.
El tiempo erróneo en esa niña parada en el sitio
equivocado, en la esquina rota de sus rotos años
como un peñasco de acentos ilegibles,
de canales abiertos a la determinación del instante
y sus fisuras de espanto e ilusión de polvo,
a la atadura más simple en la rama más baja de ese árbol
donde no hay otra cosa que mostrar que el simulacro,
la parte abierta de la piel y sus cartílagos,
su abierta maravilla en el decir, en el construir
detrás de la lengua la nueva trampa en el nuevo mundo
contra el día y su fuerza renovada.
Ahora ¿quién va a parir?

La retirada. El tiempo cae de una mano a la otra
entre la suavidad de las lágrimas.
Limpias planicies en las glándulas,
cuerpos en otros cuerpos que se desbaratan de lejos.
El aire roe la casa con sus negras alas
y su aparición de mil noches caídas en mil labios
y su festín de tierra y paraíso, su nuevo anuncio de la verdad,
su trote abierto al desarraigo, a una pasión constelada
como la voz del abismo, la voz que vira siempre
hacia otra realidad incierta y plena
pero que logra avivar su llama
como la lámpara más cierta en este mundo.
¿Quién sangra?

Quiero tocar el Mármara. Meter la mano
hasta lo más profundo, decir cada una de sus letras
y que chorreen de mí como una oscura baba.
Quiero decir una y otra vez su nombre
abrir la boca y supurar la herida
que aún no termina de formarse como una luz
en la ventana, un apenas brillo en lo más lejos
de nosotros al rayar el alba. Mar
en su noche harto de otra retórica, pastizal
donde hubimos visto la hora y su paciencia de sierva,
la plenitud de la orilla sostenida en las manos,
el centauro obligado a la forma de la pregunta,
al testimonio que se recibe horizontal en el cuerpo
desgajándose entre las venas exactas
únicas y violentas, muriéndose en lo solo y profundo
como una invasión de palabras escritas.
Todo lo que yo fui queda enlazado en el vidrio,
en la parte de luz y coto, el exacto ñuir del instante
inaudito e insólito que transita en las moléculas
del cristal. Y desde ahí mi mano y sus indicios
de ser, de criatura única de mí o más allá de mí
como una frase construida en el silencio, mi mano
que palpa lo que resiste, lo que se estampa y trasmina,
lo que permite decir: estoy aquí y desde aquí te amo
una vez y otra como la ínfima exhumación de la ola.
Palpa, también, lo que se ajusta a la llegada, al umbral
donde se extienden eléctricas las letras, el decir
en la lengua, en la calle de antes, en el tiempo de ahora.
Todo suscrito a los nuevos intersticios de la piel,
a las frases incorporadas en el cuello o los tobillos,
a los pedazos de página caídos de mis labios
abiertos a la sed, a la lengua que transpira golosa
y sucesiva en las secas vetas del cristal.
Mi lengua de mí que cae y se derrama,
se oculta y sostiene jugosa la sutura del alba,
mi lengua de pez en el cielo del cuerpo desdoblada,
mi lengua incontrolable y seducida, ventral
en el silencio, en el "un-dos-tres por mí" y el escondite
de espanto, el no querer ver ni decir, ni siquiera escuchar
lugares poblados de esfínteres y sonidos,
de tibios cuerpos recordados
en el límite de otros miedos, otros
pensamientos, otras figuraciones caídas
en otros espejos. Toda mi lengua sobreviviente
y casual, moridora y falaz en la zona que incendia,
en la parte que abraza abundante y rotunda,
¿la ves? Es el punto y el polvo, el azogue y el grano,
la fruición y el vestigio, el simulacro de quién
en las afueras de nada, en el principio de nadie,
en el temblor inabordable de alguien.

Ploc-ploc-ploc. Llega el anuncio: una ciudad
es una boca abierta, el filamento que sutura el verbo
adentro de los cuerpos. Todo penetra.
Desde la claridad de un tiempo ido como si fuera
una función simple y acertada, una membrana
para sobrevivir en el hueco, un dibujo en los poros,
un ir hacia la sombra para gritar: abrázame
en sólo un punto, bésame para poder hablar
desde el papel como si fueran los genitales
del olvido, los pies de nuevas cartografías,
los ojos seducidos en la tinta y sus senderos
evocados por la letra. Fui texto.
Soy texto y muero en las orejas del silencio,
entre las uñas de un renglón apócrifo,
un renglón insólito, un vaso para beber el tiempo,
ese tiempo escrito desde antes en una distancia
que no existe, que no está, pero que hizo de mí
lo que hubo. Volver. Volver a decirlo todo.
Volver a escribir desde la grieta.
Volver atrás multiplicándome,
extendiéndome por calles y bulevares,
por hojas que invento en la madreselva,
en la madreperla de mi ser y su mar que se lee
desde mí descuartizadamente, renovadoramente,
en lo que no está y no fue, jamás estuvo: Arcadia.