Material de Lectura

Nota introductoria


La literatura del Ecuador, como la de prácticamente todos los países latinoamericanos, podría reducirse a unos pocos nombres. El tiempo decanta y la decantación resulta, cualitativamente, buena. Entre esos nombres (y obras) que quedaron ya, no sólo en la “literatura nacional” sino en la continental; está César Dávila Andrade, El Fakir, como le decían sus amigos, nacido en Cuenca, Ecuador, en 1918, y muerto “de suicidio” en Caracas, Venezuela, en 1967. Fue alguien que, como señala en algún poema, vivió el enigma de las dos patrias y supo que “la conciencia del destierro” era su “único país”. Cuando se quitó la vida dejó en el rodillo de la máquina una hoja de papel en la que había escrito: “Nunca estamos verdaderamente solos si vivimos dentro de un mismo corazón”.

Dávila Andrade escribió poesía y prosa. En esta última publicó tres volúmenes de cuentos: Abandonados en la Tierra (1956), Trece relatos (1956) y Cabeza de gallo (1966), y constituye un punto de enlace entre la narrativa de Pablo Palacio, precursor de la vanguardia ecuatoriana (y aun latinoamericana, según Lavín Cerda) en la prosa de ficción, y los actuales y más avanzados cuentistas y novelistas ecuatorianos.

Su obra poética es más abundante: Catedral salvaje (1951), Boletín y elegía de las mitas (1957), Arco de instantes (1959), En un lugar no identificado (1962), Conexiones de tierra (1964) y, póstumamente, Material real (1970). Después de Jorge Carrera Andrade (sólo en un sentido cronológico), es el más alto poeta que ha dado el Ecuador y, a nuestro juicio, uno de los grandes de América Latina.

De “qué” era y cómo era el Fakir nos da una idea Jorge Enrique Adoum en su novela Entre Marx y una mujer desnuda, contándonos la siguiente anécdota: “Un día”, narra Adoum, “le regalamos entre todos un par de anteojos” (la miopía del Fakir era casi ceguera), “y le hicimos daño: comenzó a descubrir la realidad, primero con asombro, luego con una desazón de astrólogo convertido en agrimensor. ‛El mundo ha sabido ser lindo’, dijo. ‛Ahora me explico la otra poesía. ¿Vos sabías, por ejemplo, que las moscas tienen patas?’ [...] Fue al campo y dijo que era un lugar atroz donde los pollos caminaban crudos”, hasta que perdió los lentes y alguien le reclamó: “¿Y los lentes, Fakir, los empeñaste para beber, no es cierto?” “Sí, hermanito, cierto es”. “Pero tú dijiste que el mundo era lindo.” “Sí”, dijo, “pero el ser humano es feo”. Este hombre, que “parecía no necesitar de alimento”, que prefería “introvertirse” un aguardiente a tomarse un caldo, que era “transparente como un ángel” (dice Adoum), vivió-murió (o murió-vivió, qué más da) escribiendo una obra poética honda, desgarrada, laboriosa (“yo no soy un poeta, soy un albañil”, le explicó a alguien), llena de resonancias, una de las más importantes, no tenemos la menor duda de ello, de América Latina y del habla española en general.

Son pocos, como en casi toda nuestra América, los nombres significativos en la literatura de mi país —Olmedo, Noboa y Caamaño, Montalvo, Mera, Medardo Ángel Silva, Carrera Andrade, Benjamín Cardón, Gallegos Lara, Pablo Palacio, Gil Gilbert, De la Cuadra, Pareja, y alguno que otro más—, y a éstos se une, en lugar de honor, César Dávila Andrade, “... poeta sin parroquia/ni ocupaciones respectivas”, pero sabedor de que “sólo el Infierno puede hacer verdaderos mártires” y “el pez sólo puede salvarse en el relámpago”.

Miguel Donoso Pareja