Material de Lectura

Testimonios A - (1963)

 

Mañana
Piedras
Grados de sensación
Mediodía
Verano
Casi un conjurador
Audible e inaudible
Memoria
El sonámbulo y el otro

 

 


Mañana


Ella abrió los postigos. Colgó las sábanas sobre el alféizar de
la ventana. Descubrió el día.

Un pájaro la miró directamente a los ojos. "Estoy sola",
murmuró.

"Estoy viva." Entró a la habitación. También el espejo es una
ventana. Si salto desde él caería en mis propios brazos.


Piedras

Los días vienen y van, sin esfuerzo, sin sorpresas.
Las piedras absorben la luz y la memoria.
Alguien hace de una piedra una almohada.

Otro pone una piedra sobre sus ropas antes de zambullirse
para evitar que se las lleve el viento. Otro usa
una piedra como banquillo
o para señalar algo en su tierra, en el cementerio, en un muro,
o en el bosque.

Tarde, después del ocaso, cuando vuelves a casa,
cualquier guijarro de la playa que pones sobre la mesa
se convierte en estatua —una pequeña diosa de la victoria o
perro de Artemisa, y éste, sobre el que un joven se
paró, con
pies húmedos al mediodía, es un Patroclo de pestañas cerradas
y oscuras.


Grados de sensación


El sol declinó rosa, naranja. El mar,
oscuro, azul verde. A lo lejos un barco,
una mancha negra balanceándose. Alguien
se levantó y grito: "un barco, un barco".

Los otros, en el café, dejaron sus sillas, miraron.
Realmente era un barco. Pero el que había gritado,
sintiéndose culpable bajo las severas miradas de los otros,
declinó la mirada y dijo en voz baja: "les mentí".





Mediodía


Se desvistieron y saltaron al mar; eran las tres de la tarde;
el agua fría no pudo evitar que se tocaran. La playa
se vislumbraba tan lejos como uno pudiera ver,
muerta, deshabitada, árida. Cerradas las casas lejanas.
El mundo desapareció en destellos. Un carretón
se movía sin ser visto, al final de la calle. En la azotea de la
oficina postal
una bandera colgaba a media asta. ¿Quién había muerto?


Verano


Caminó por la playa de un extremo a otro, brillante
en la gloria del sol y de su juventud. De vez en cuando se
metía al mar
haciendo brillar su piel —dorada, como la arcilla.
Le seguían murmullos de admiración,
de hombres y mujeres. Unos pasos atrás lo seguía
una joven de la villa, le cargaba sus ropas devotamente,
siempre conservando una distancia —-era incapaz de
levantar sus ojos para mirarlo—
un poco a disgusto
y contenta en su piadosa concentración. Un día se pelearon
y le prohibió que volviera a llevarle sus ropas. Ella
las arrojó a la arena —quedándose únicamente con sus
sandalias;
las puso bajo el brazo y desapareció corriendo,
dejando detrás, en el calor del sol, una pequeña, delicada
nube de sus pies descalzos.


Casi un conjurador


A la distancia él disminuye la flama de la lámpara de aceite,
mueve las sillas
sin tocarlas. Se agota. Se quita el sombrero y
se abanica con él.

Entonces, con una expresión interior, obtiene tres cartas
de un costado de su oreja. Disuelve una estrella verde, calmada
en su dolor,
en un vaso de agua, agitándola con una cuchara de plata.

Se toma el agua y la cuchara. Se vuelve transparente.

Un pez de oro se ve nadando dentro de su pecho.

Entonces, exhausto, se recuesta en el sofá y cierra los ojos.

"Tengo un pájaro en la cabeza", dice "No puedo sacarlo".

Las sombras de dos grandes alas llenan la habitación.


Audible e inaudible


Un movimiento abrupto, inesperado; su mano
apretando la herida para detener la sangre,
aunque no escuchamos un balazo
ni otro proyectil. Después de un rato
bajó la mano y sonrió,
pero de nuevo movió su palma lentamente
hacia el mismo punto; tomó su cartera,
cortésmente le pagó al mesero y salió.

Entonces la pequeña taza de café se estrelló.

Al menos esto sí lo escuchamos claramente.


Memoria


Un olor tibio permanece en las axilas de su abrigo.
El abrigo, sobre el perchero del corredor, es como una cortina
descorrida.

Lo que haya sucedido ahora fue en otro tiempo. La luz
cambió las caras,
todas desconocidas. Y si alguien intentara entrar a la casa,
ese abrigo deshabitado levantaría sus brazos lenta,
amargamente,
para cerrar de nuevo la puerta, en silencio.


El sonámbulo y el otro


No había podido dormir en toda la noche. Siguió
los pasos del sonámbulo en la azotea.

Cada paso
resonaba sin fin dentro de su oquedad,
denso y embozado. Se detuvo en la ventana, esperando
para detenerlo por si caía. Pero, ¿si lo arrastraba
también a él?

¿La sombra
de un pájaro sobre la pared? ¿Una estrella?
¿Él? ¿sus manos?

Un golpe se escuchó sobre el empedrado. Amanecer.
Las ventanas se abrieron. Los vecinos corrieron, el
sonámbulo
bajó por la escalera de emergencia
para ver al que se había caído de la ventana.