Prólogo
Era aquella una época en que sólo los muertos podían sonreír, liberados de las guerras; y el emblema, el alma de Leningrado, pendía afuera de su casa-prisión; y los ejércitos de cautivos, pastoreados en los patios ferroviarios, se evadían de la canción entonada por el silbato de la máquina, cuyo refrán iba así: ¡Váyanse parias! Las estrellas de la muerte pendían sobre nosotros. Y Rusia, la inocente, la amada, se contorsionaba bajo las huellas de botas manchadas de sangre, bajo las ruedas de las Marías Negras. 1 Llegaron al amanecer y te llevaron consigo. Ustedes fueron mi muerte: yo caminaba detrás. En el cuarto oscuro gritaban los niños, la vela bendita jadeaba. Tus labios estaban fríos de besar los iconos, el sudor perlaba tu frente: ¡Aquellas flores mortales! Como las esposas de las huestes de Pedro el Grande me pararé en la Plaza Roja y aullaré bajo las torres del Kremlin.
(1935)
2 Apaciblemente fluye el Don Apacible; hasta mi casa se escurre la luna amarilla. Brinca el alféizar con su gorra torcida y se detiene en la sombra, esa luna amarilla. Esta mujer está enferma hasta la médula, esta mujer está completamente sola, con el marido muerto, y el hijo distante en prisión. Rueguen por mí. Rueguen. 3 No, no es la mía: es la herida de otra gente. Yo nunca la hubiera soportado. Por eso, llévense todo lo que ocurrió, escóndanlo, entiérrenlo. Retiren las lámparas... Noche. 4 Ellos debieron haberte mostrado —burlona, delicia de tus amigos, ladrona de corazones, la niña más traviesa del pueblo de Pushkin— esta fotografía de tus años aciagos, de cómo te colocas junto a un muro hostil, entre trescientos andrajosos en fila, tomando una porción de tu mano y el hielo del Año Nuevo reducido a brasa por tus lágrimas. ¡Vean el chopo de la prisión doblegándose! Ningún ruido. Ni un ruido. Aun así, cuántas vidas inocentes se están terminando. 5 Durante diecisiete meses he gritado llamándote al redil. Me arrojé a los pies del verdugo. Eres mi hijo, convertido en espectro. La confusión se apodera del mundo y carezco de fuerzas para distinguir entre una bestia y un ser humano, o en qué día se deletrea la palabra ¡matar! Nada queda, salvo flores polvosas, un tintineante incensario y huellas que conducen a ninguna parte. Noche de piedra, cuya brillante y gigantesca estrella me mira fijamente a los ojos, prometiéndome la muerte. ¡Ay, pronto! 6 Las semanas escapan de la mente, dudo que haya sucedido: cómo dentro de tu prisión, pequeño, las noches blancas se paralizaron en llamas: y todavía, mientras tomo aliento, ellos posan sus ojos de buitre sobre lo que la gran cruz les muestra: este cuerpo de tu muerte. 7 La sentencia La palabra cayó como una piedra en mi pecho viviente. Lo confieso: estaba preparada y de algún modo lista para la prueba. Tanto que hacer el día de hoy: matar la memoria, asesinar el dolor, convertir el corazón en roca y todavía disponerse a vivir de nuevo. No hay silencio. El festín del cálido verano trae rumores de juerga. ¿Desde hace cuánto adivinaba yo este día radiante, esta casa vacía? 8 A la muerte Vendrás de todos modos. ¿Por qué no ahora? Cuánto he esperado. Vienen los malos tiempos. He apagado la luz y abierto la puerta para ti, porque eres mágica y sencilla. Asume, por tanto, la forma que más te plazca, apunta y dispárame un tiro envenenado, o estrangúlame como un eficiente asesino, o bien inféctame —el tifo sería mi suerte—, o irrumpe del cuento de hadas que escribiste, aquél que estamos cansados de oír día y noche, en el que los guardias azules trepan las escaleras guiados por el conserje, pálido de miedo. Todo me da lo mismo. El Yenisei se arremolina, la Estrella del Norte cintila como cintilará siempre, y el destello azul de los ojos de mi amado está oscurecido por el horror final. 9 Ya la locura levanta su ala para cubrir la mitad de mi alma. ¡Ese sabor del vino hipnótico! ¡Tentación del oscuro valle! Ahora todo está claro. Admito mi derrota. El lenguaje de mis delirios en mi oído es el lenguaje de un extranjero. Inútil caer de rodillas e implorar piedad. Nada que cuente, excepto mi vida, es mío para llevármelo: no los ojos terribles de mi hijo, no la cincelada flor pétrea del dolor, no el día de la tormenta, no la tribulación en la hora de visita, no la querida frialdad de sus manos, no la sombra agitada en los árboles de lima, no el fino canto del grillo en la consoladora palabra de la partida.
(Mayo 4 de 1940)
10 Crucifixión
“No llores por mí, madre, cuando esté en la tumba.”
I Un coro de ángeles glorificó aquella hora, la bóveda celeste se disolvió en llamas. “Padre, ¿por qué me has abandonado? Madre, te lo ruego, no llores por mí...” II María Magdalena se dio un golpe de pecho y sollozó. Su discípulo amado se quedó inmóvil, con el gesto petrificado. Su madre permaneció aparte. Nadie miró dentro de sus ojos secretos. Ninguno se atrevió.
(1940-43)
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