Material de Lectura

Luis Cernuda



Selección y nota
de Carlos Monsiváis


 

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Luis Cernuda (1904-1963)

I

 

“Un poema, afirmó Cernuda, es casi siempre un fantasma.” No en su caso. A quince años de su muerte, su obra sigue actuando poderosamente entre críticos y lectores, tan contemporánea como irreductible a la moda, expresión de una perfecta alianza de maestría técnica y sinceridad poética y personal. Desde los poemas, Cernuda se defendió, se explicó, actuó sus emociones y maldijo, con apasionada sequedad, a sus imposibilidades. Desde su marginalidad, resguardó a su obra y fue fiel a una intensidad que unificó y fundió vida, poesía y proceso cultural. En él todo es autobiografía y, al mismo tiempo, todo es literatura: un poema extiende y subraya —sin regateo ni autocomplacencia— la experiencia personal, y su visión tajante de las relaciones humanas parte de una poética de la desolación.

Una biografía vasta y reducida a la vez: libros, amores efímeros, escasas amistades literarias, clase de literatura. En Sevilla, su ciudad natal, es discípulo de Pedro Salinas: “apenas hubiera podido yo, en cuanto poeta, sin su ayuda, haber encontrado mi camino”. El aprendizaje literario es sucesión de predilecciones entrañables: el amor a la tradición que vivifica el contacto de la novedad: “Tradición… no conozco palabra tan hermosa como ésta”; el estudio de los clásicos españoles: Garcilaso, Fray Luis de León, Góngora, Lope, Quevedo, Calderón: “Si me preguntara quién es para mí el primer escritor español, yo respondería Góngora”; la frecuentación de Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé; el descubrimiento y la exploración de la poesía inglesa, de Blake a Browning a Eliot: “no me buscarías si no me hubieras encontrado”. Una lectura definitiva: André Gide. “Los extremos me tocan” dice Gide y Cernuda, guiado por esta “embriaguez lúcida” se reconcilia consigo mismo, con una naturaleza profunda hecha de la verdad de su amor verdadero y del desprecio por cualquier hipocresía, sexual o literaria o política.

En 1924, Cernuda llega a Madrid y participa del impulso de la generación del 25 o el 27: García Lorca, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Pedro Salinas, Emilio Prados, Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre, Vicente Aleixandre. Comparten el cultivo especial de la metáfora, la reacción contra el esteticismo (modernismo) y un entusiasmo lírico que, en Cernuda, conducirá según Pedro Salinas al “cernido más fino, el último posible grado de reducción a su pura esencia del lirismo poético español”. Su primer libro, Perfil del aire (1927) muestra, dice Lorca, una “efusividad lírica gemela de Bécquer” (Con sus diferencias: Cernuda llama imaginación y lógica poética a lo que en Bécquer fueron inspiración y razón). Perfil del aire es recibido de modo hostil o frío, lo que Cernuda resentirá hasta el final.

“Anacronismo y contemporaneidad” señala Jaime Gil de Biedma como polos dialécticos de Cernuda quien, en una misma etapa, escribe influido por Garcilaso, Rimbaud y Reverdy. En 1929 termina Un Río, un Amor. En 1931 inicia Los placeres prohibidos que integrará en La realidad y el Deseo (1936). Al estallar la guerra civil sale de España y da clases de literatura en Glasgow, Cambridge, Londres, Mount Holyoke y México, donde se enamora, donde reúne casi toda su poesía en La realidad y el Deseo (1958) y donde permanece de 1952 a su muerte. El exilio le resulta un orbe circular de trabajos oscuros, soledad, existencia vicaria, estado ilusorio que no es ni vigilia ni sueño: “La conciencia de ese vivir es que nada se interpone entre nosotros y la muerte: desnudo el horizonte vital, nada percibía delante sino la muerte. Afortunadamente, el amor me salvó, como otras veces, con su ocupación absorbente y tiránica, de tal situación.”

II

El amor, iluminación privilegiada del ser humano, lo que se opone y define al mundo. Para Cernuda, la capacidad de enamorarse es raíz estética que le permite, al poeta, “aún en las peores horas, cuando todo parece confabularse contra él, que siempre le quede, cuando menos, la embriaguez dramática de la derrota”. Por eso él califica —con satisfacción apenas disimulada— de “excesiva hasta el ridículo” su capacidad de apasionarse y por eso, en su exaltación lírica, la mezcla de orgullo y melancolía, de contentamiento y desesperanza. Todo es pasajero y contemplar la vida es “asistir a una desagradable comedia policiaca”.

Para Cernuda el amor es plena y exclusivamente homosexual. A partir de Los placeres prohibidos, Cernuda renuncia a cualquier subterfugio y desafía a un medio, la España de los treintas, en donde asumirse como homosexual, fuera o dentro del poema, es un suicidio social. Sin tregua, Cernuda lucha por los derechos civiles de una minoría con el método más sencillo: ejercerlos ampliamente. Al no ocultar ni causa ni predilecciones le es aplicable lo que él mismo, a propósito de Corydon, dice de la obra de Gide: “descansando en su propia vida, teniendo como materia principal la sustancia misma de que se nutre ésta, requería tal rara sinceridad, venciendo pudor o complacencia, si dicha obra había de ser entendida en toda su singular individualidad compleja”.

En el poema “Diré como nacísteis” se transparenta la utopía subversiva de Cernuda, su creencia en el poder formidable del placer prohibido: “Su fulgor puede destruir vuestro mundo.”

A Cernuda, su homosexualidad le sirve de punto de partida de una ética y de una estética. La ética se inspira en una idea: “Carácter (o sea elección sexual) es destino” y de allí se desprenden tanto personajes poéticos como conducta personal:

Así, frente a la turbamulta que se precipita a recoger los dones del mundo, ventajas, fortuna, posición, me quedé siempre a un lado, no para esperar, como decía mi hermana, a que acabaran, porque sé que nunca acaban o si acaban, que nada dejan, sino por respeto a la dignidad del hombre y por necesidad de mantenerla.

A su vez, la estética nace de la contemplación de un cuerpo joven (lo que puede ser también la ética de la sinceridad: hay que revelar públicamente los deseos para despojarlos de cualquier sordidez). Para Stendhal la hermosura es promesa de dicha; según Cernuda, la poesía se nutre y le da permanencia a la belleza efímera: “La hermosura física juvenil ha sido siempre para mí cualidad decisiva, capital en mi estimación como resorte primero del mundo, cuyo poder o encanto a todo lo antepongo.” (De allí la dedicatoria de La realidad y el Deseo: “A Mon Seúl Désir”.) Pero tal estética desemboca en una limitación personal. Desde muy joven, Cernuda, a fuerza de adorar a los objetos de su deseo, se sitúa en el filo de la navaja entre la lucidez y la autocompasión. Al principio, es la cauda de símbolos clásicos: el marinero, el cuerpo joven recortado sobre la playa, el pastorcito. Después, Cernuda se abandona al tono patético de la vejez que es, en sí misma, degradación:

Mano de viejo mancha
El cuerpo juvenil si intenta acariciarlo.
Con solitaria dignidad el viejo debe
Pasar de largo junto a la tentación tardía.*


III

Según Gil de Biedma, Cernuda define su identidad en relación a dos hechos: su condición de poeta y su condición de homosexual. Él se siente siervo de la poesía, alguien tan fatalmente destinado a ese ámbito que no espera más recompensas ajenas a su trabajo:

Gracias por la rosa del mundo.
Para el poeta hallarla es lo bastante,
Es inútil el renombre u olvido de su obra,
Cuando en ella un momento se unifican,
Tal uno son amante, amor y amado,
Los tres complementarios luego y antes dispersos:
El deseo, la rosa y la mirada.


Los libros se suceden: Donde habita el olvido (1932-1933), Invocaciones (1934-1935), Las Nubes (1937-1940), Como quien espera el alba (1941-1944), Vivir sin estar viviendo (1944-1949), Con las horas contadas (1950-1956) y Desolación de la Quimera (1956-1962). En su obra se nota una progresión, no de perfección ni de madurez del personaje y eso lo probará la edición de La realidad y el Deseo que engloba a todos sus libros, sino de sinceridad decantada, la sinceridad como el extremo en que se concilian dudas y seguridades. De allí la extrema importancia de Desolación de la Quimera, resumen eficaz de la obra donde Cernuda elude su devoción incondicional por la imagen y se dedica a contar lisa y llanamente su odio a España y a sus paisanos, sus obsesiones, sus querellas, su amor desafiante y verdadero.

 

 

Carlos Monsiváis


* (De “Despedida”).

 


 

Cuerpo en pena

 

Lentamente el ahogado recorre sus dominios
Donde el silencio quita su apariencia a la vida.
Transparentes llanuras inmóviles le ofrecen
Árboles sin colores y pájaros callados.

Las sombras indecisas alargándose tiemblan,
Mas el viento no mueve sus alas irisadas;
Si el ahogado sacude sus lívidos recuerdos,
Halla un golpe de luz, la memoria del aire.

Un vidrio denso tiembla delante de las cosas,
Un vidrio que despierta formas color de olvido;
Olvidos de tristeza, de un amor, de la vida,
Ahogados como un cuerpo sin luz, sin aire, muerto.

Delicados, con prisa, se insinúan apenas
Vagos revuelos grises, encendiendo en el agua
Reflejos de metal o aceros relucientes,
Y su rumbo acuchilla las simétricas olas.

Flores de luz tranquila despiertan a lo lejos,
Flores de luz quizá, o miradas tan bellas
Como pudo el ahogado soñarlas una noche,
Sin amor ni dolor, en su tumba infinita.

A su fulgor el agua seducida se aquieta,
Azulada sonrisa asomando en sus ondas.
Sonrisas, oh miradas alegres de los labios;
Miradas, oh sonrisas de la luz triunfante.

Desdobla sus espejos la prisión delicada;
Claridad sinuosa, errantes perspectivas.
Perspectivas que rompe con su dolor ya muerto
Ese pálido rostro que solemne aparece.

Su insomnio maquinal el ahogado pasea.
El silencio impasible sonríe en sus oídos.
Inestable vacío sin alba ni crepúsculo,
Monótona tristeza, emoción en ruinas.

En plena mar al fin, sin rumbo, a toda vela;
Hacia lo lejos, más, hacia la flor sin nombre.
Atravesar ligero como pájaro herido
Ese cristal confuso, esas luces extrañas.

Pálido entre las ondas cada vez más opacas
El ahogado ligero se pierde ciegamente
En el fondo nocturno como un astro apagado.
Hacia lo lejos, sí, hacia el aire sin nombre.

 

(Un Río, un Amor)

 


 

Estoy cansado

 

Estar cansado tiene plumas,
Tiene plumas graciosas como un loro,
Plumas que desde luego nunca vuelan,
Mas balbucean igual que loro.

Estoy cansado de las casas,
Prontamente en ruinas sin un gesto;
Estoy cansado de las cosas,
Con un latir de seda vueltas luego de espaldas.

Estoy cansado de estar vivo,
Aunque más cansado sería el estar muerto;
Estoy cansado del estar cansado
Entre plumas ligeras sagazmente,
Plumas del loro aquel tan familiar o triste,
El loro aquel del siempre estar cansado.

(Un Río, un Amor)

 


 

Diré cómo nacisteis

 

Diré cómo nacisteis, placeres prohibidos,
Como nace un deseo sobre torres de espanto,
Amenazadores barrotes, hiel descolorida,
Noche petrificada a fuerza de puños,
Ante todos, incluso el más rebelde,
Apto solamente en la vida sin muros.

Corazas infranqueables, lanzas o puñales,
Todo es bueno si deforma un cuerpo;
Tu deseo es beber esas hojas lascivas
O dormir en esa agua acariciadora.
No importa;
Ya declaran tu espíritu impuro.

No importa la pureza, los dones que un destino
Levantó hacia las aves con manos imperecederas;
No importa la juventud, sueño más que hombre,
La sonrisa tan noble, playa de seda bajo la tempestad
De un régimen caído.

Placeres prohibidos, planetas terrenales,
Miembros de mármol con sabor de estío,
Jugo de esponjas abandonadas por el mar,
Flores de hierro, resonantes como el pecho de un
    hombre.

Soledades altivas, coronas derribadas,
Libertades memorables, manto de juventudes;
Quien insulta esos frutos, tinieblas en la lengua,
Es vil como un rey, como sombra de rey
Arrastrándose a los pies de la tierra
Para conseguir un trozo de vida.

No sabía los límites impuestos,
Límites de metal o papel,
Ya que el azar le hizo abrir los ojos bajo una luz tan alta,
Adonde no llegan realidades vacías,
Leyes hediondas, códigos, ratas de paisajes derruidos.

Extender entonces la mano
Es hallar una montaña que prohíbe,
Un bosque impenetrable que niega,
Un mar que traga adolescentes rebeldes.

Pero si la ira, el ultraje, el oprobio y la muerte,
Ávidos dientes sin carne todavía,
Amenazan abriendo sus torrentes,
De otro lado vosotros, placeres prohibidos,
Bronce de orgullo, blasfemia que nada precipita,
Tendéis en una mano el misterio,
Sabor que ninguna amargura corrompe,
Cielos, cielos relampagueantes que aniquilan.

Abajo, estatuas anónimas,
Sombras de sombras, miseria, preceptos de niebla;
Una chispa de aquellos placeres
Brilla en la hora vengativa.
Su fulgor puede destruir vuestro mundo.

(Los placeres prohibidos)

 


 

Qué ruido tan triste

 

Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando
    se aman,
Parece como el viento que se mece en otoño
Sobre adolescentes mutilados,
Mientras las manos llueven,
Manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas,
Cataratas de manos que fueron un día
Flores en el jardín de un diminuto bolsillo.

Las flores son arena y los niños son hojas,
Y su leve ruido es amable al oído
Cuando ríen, cuando aman, cuando besan,
Cuando besan el fondo
De un hombre joven y cansado
Porque antaño soñó mucho día y noche.

Mas los niños no saben,
Ni tampoco las manos llueven como dicen;
Así el hombre, cansado de estar solo con sus sueños,
Invoca los bolsillos que abandonan arena,
Arena de las flores,
Para que un día decoren su semblante de muerto.

(Los placeres prohibidos)

 


 

No decía palabras

 

No decía palabras,
Acercaba tan sólo un cuerpo interrogante,
Porque ignoraba que el deseo es una pregunta
Cuya respuesta no existe,
Una hoja cuya rama no existe,
Un mundo cuyo cielo no existe.

La angustia se abre paso entre los huesos,
Remonta por las venas
Hasta abrirse en la piel,
Surtidores de sueño
Hechos carne en interrogación vuelta a las nubes.

Un roce al paso,
Una mirada fugaz entre las sombras,
Bastan para que el cuerpo se abra en dos,
Ávido de recibir en sí mismo
Otro cuerpo que sueñe;
Mitad y mitad, sueño y sueño, carne y carne,
Iguales en figura, iguales en amor, iguales en deseo.

Aunque sólo sea una esperanza,
Porque el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie
    sabe.

(Los placeres prohibidos)

 


 

Si el hombre pudiera decir

 

Si el hombre pudiera decir lo que ama,
Si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
Como una nube en la luz;
Si como muros que se derrumban,
Para saludar la verdad erguida en medio,
Pudiera derrumbar su cuerpo, dejando sólo la verdad
    de su amor,
La verdad de sí mismo,
Que no se llama gloria, fortuna o ambición,
Sino amor o deseo,
Yo sería aquel que imaginaba;
Aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
Proclama ante los hombres la verdad ignorada,
La verdad de su amor verdadero.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en
    alguien
Cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
Alguien por quien me olvido de esta existencia
    mezquina,
Por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
Y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
Como leños perdidos que el mar anega o levanta
Libremente, con la libertad del amor,
La única libertad que me exalta,
La única libertad porque muero.

Tú justificas mi existencia:
Si no te conozco, no he vivido;
Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.

(Los placeres prohibidos)

 


 

I

 

Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el
    tormento.

Allá donde termine este afán que exige un dueño a
    imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.

(Donde habite el olvido)

 


 

A un muchacho andaluz

 

Te hubiera dado el mundo,
Muchacho que surgiste
Al caer de la luz por tu Conquero,
Tras la colina ocre,
Entre pinos antiguos de perenne alegría.

¿Eras emanación del mar cercano?
Eras el mar aún más
Que las aguas henchidas con su aliento,
Encauzadas en río sobre tu tierra abierta,
Bajo el inmenso cielo con nubes que se orlaban de
    rotos resplandores.

Eras el mar aún más
Tras de las pobres telas que ocultaban tu cuerpo;
Eras forma primera,
Eras fuerza inconsciente de su propia hermosura.

Y tus labios, de bisel tan terso,
Eran la vida misma,
Como una ardiente flor
Nutrida con la savia
De aquella piel oscura
Que infiltraba nocturno escalofrío.

Si el amor fuera un ala.

La incierta hora con nubes desgarradas,
El río oscuro y ciego bajo la extraña brisa,
La rojiza colina con sus pinos cargados de secretos,
Te enviaban a mí, a mi afán ya caído,
Como verdad tangible.
Expresión armoniosa de aquel mismo paraje,
Entre los ateridos fantasmas que habitan nuestro mundo,
Eras tú una verdad,
Sola verdad que busco,
Más que verdad de amor, verdad de vida;
Y olvidando que sombra y pena acechan de continuo
Esa cúspide virgen de la luz y la dicha,
Quise por un momento fijar tu curso ineluctable.

Creí en ti, muchachillo.

Cuando el mar evidente,
Con el irrefutable sol de mediodía,
Suspendía mi cuerpo
En esa abdicación del hombre ante su dios,
Un resto de memoria
Levantaba tu imagen como recuerdo único.

Y entonces,
Con sus luces el violento Atlántico,
Tantas dunas profusas, tu Conquero nativo,
Estaban en mí mismo dichos en tu figura,
Divina ya para mi afán con ellos,
Porque nunca he querido dioses crucificados,
Tristes dioses que insultan
Esa tierra ardorosa que te hizo y deshace.

(Invocaciones)

 


 

Soliloquio del farero

 

Cómo llenarte, soledad,
Sino contigo misma.
De niño, entre las pobres guaridas de la tierra,
Quieto en ángulo oscuro,
Buscaba en ti, encendida guirnalda,
Mis auroras futuras y furtivos nocturnos,
Y en ti los vislumbraba,
Naturales y exactos, también libres y fieles,
A semejanza mía,
A semejanza tuya, eterna soledad.

Me perdí luego por la tierra injusta
Como quien busca amigos o ignorados amantes;
Diverso con el mundo,
Fui luz serena y anhelo desbocado,
Y en la lluvia sombría o en el sol evidente
Quería una verdad que a ti te traicionase,
Olvidando en mi afán
Cómo las alas fugitivas su propia nube crean.

Y al velarse a mis ojos
Con nubes sobre nubes de otoño desbordado
La luz de aquellos días en ti misma entrevistos,
Te negué por bien poco;
Por menudos amores ni ciertos ni fingidos,
Por quietas amistades de sillón y de gesto,
Por un nombre de reducida cola en un mundo fantasma,
Por los viejos placeres prohibidos,
Como los permitidos nauseabundos,
Otiles solamente para el elegante salón susurrado,
En bocas de mentira y palabras de hielo.

Por ti me encuentro ahora el eco de la antigua persona
Que yo fui,
Que yo mismo manché con aquellas juveniles traiciones;
Por ti me encuentro ahora, constelados hallazgos,
Limpios de otro deseo,
El sol, mi dios, la noche rumorosa,
La lluvia, intimidad de siempre,
El bosque y su alentar pagano,
El mar, el mar como su nombre hermoso;
Y sobre todos ellos,
Cuerpo oscuro y esbelto,
Te encuentro a ti, tú, soledad tan mía,
Y tú me das fuerza y debilidad
Como al ave cansada los brazos de la piedra.

Acodado al balcón miro insaciable el oleaje,
Oigo sus oscuras imprecaciones,
Contemplo sus blancas caricias;
Y erguido desde cuna vigilante
Soy en la noche un diamante que gira advirtiendo a los
    hombres,
Por quienes vivo, aun cuando no los vea;
Y así, lejos de ellos,
Ya olvidados sus nombres, los amo en muchedumbres,
Roncas y violentas como el mar, mi morada,
Puras ante la espera de una revolución ardiente
O rendidas y dóciles, como el mar sabe serlo
Cuando toca la hora de reposo que su fuerza conquista.

Tú, verdad solitaria,
Transparente pasión, mi soledad de siempre,
Eres inmenso abrazo;
El sol, el mar,
La oscuridad, la estepa,
El hombre y su deseo,
La airada muchedumbre,
¿Qué son sino tú misma?

Por ti, mi soledad, los busqué un día;
En ti, mi soledad, los amo ahora.

(Invocaciones)

 


 

La posesión

 

 

El cuerpo no quiere deshacerse sin antes haberse consumado. Y ¿cómo se consuma el cuerpo? La inteligencia no sabe decírselo, aunque sea ella quien más claramente conciba esa ambición del cuerpo, que éste sólo vislumbra. El cuerpo no sabe sino que está aislado, terriblemente aislado, mientras que frente a él, unida, entera, la creación está llamándole.

Sus formas, percibidas por el cuerpo a través de los sentidos, con la atracción honda que suscitan (colores, sonidos, olores), despiertan en el cuerpo un instinto de que también él es parte de ese admirable mundo sensual, pero que está desunido y fuera de él, no en él. ¡Entrar en ese mundo, del cual es parte aislada, fundirse con él!

Mas para fundirse con el mundo no tiene el cuerpo los medios del espíritu, que puede poseerlo todo sin poseerlo o como si no lo poseyera. El cuerpo únicamente puede poseer las cosas, y eso sólo un momento, por el contacto de ellas. Así, al dejar éstas su huella sobre él, conoce el cuerpo las cosas.

No se lo reprochemos: el cuerpo, siendo lo que es, tiene que hacer lo que hace, tiene que querer lo que quiere. ¿Vencerlo? ¿Dominarlo? Cuán pronto se dice eso. El cuerpo advierte que sólo somos él por un tiempo, y que también él tiene que realizarse a su manera, para lo cual necesita nuestra ayuda. Pobre cuerpo, inocente animal tan calumniado; tratar de bestiales sus impulsos, cuando la bestialidad es cosa del espíritu.


Aquella tierra estaba frente a ti, y tú inerme frente a ella. Su atracción era precisamente del orden necesario a tu naturaleza: todo en ella se conformaba a tu deseo. Un instinto de fusión con ella, de absorción en ella, urgían tu ser, tanto más cuanto que la precaria vislumbre sólo te era concedida por un momento. Y ¿cómo subsistir y hacer subsistir al cuerpo con memorias inmateriales?

En un abrazo sentiste tu ser fundirse con aquella tierra; a través de un terso cuerpo oscuro, oscuro como penumbra, terso como fruto, alcanzaste la unión con aquella tierra que lo había creado. Y podrás olvidarlo todo, todo menos ese contacto de la mano sobre un cuerpo, memoria donde parece latir, secreto y profundo, el pulso mismo de la vida.

 

(Variaciones sobre tema mexicano)

 


 

Góngora

 

El andaluz envejecido que tiene gran razón para su
    orgullo,
El poeta cuya palabra lúcida es como diamante,
Harto de fatigar sus esperanzas por la corte,
Harto de su pobreza noble que le obliga
A no salir de casa cuando el día, sino al atardecer, ya
    que las sombras,
Más generosas que los hombres, disimulan
En la común tiniebla parda de las calles
La bayeta caduca de su coche y el tafetán delgado de
    su traje;
Harto de pretender favores de magnates,
Su altivez humillada por el ruego insistente,
Harto de los años tan largos malgastados
En perseguir fortuna lejos de Córdoba la llana y de su
    muro excelso,
Vuelve al rincón nativo para morir tranquilo y silencioso.

Ya restituye el alma a soledad sin esperar de nadie
Si no es de su conciencia, y menos todavía
De aquel sol invernal de la grandeza
Que no atempera el frío del desdichado,
Y aprende a desearles buen viaje
A príncipes, virreyes, duques altisonantes,
Vulgo luciente no menos estúpido que el otro;
Ya se resigna a ver pasar la vida tal sueño inconsistente
Que el alba desvanece, a amar el rincón solo
Adonde conllevar paciente su pobreza,
Olvidando que tantos menos dignos que él, como la
    bestia ávida
Toman hasta saciarse la parte mejor de toda cosa,
Dejándole la amarga, el desecho del paria.

Pero en la poesía encontró siempre, no tan sólo
    hermosura, sino ánimo,
La fuerza del vivir más libre y más soberbio,
Como un neblí que deja el puño duro para buscar las
    nubes
Traslúcidas de oro allá en el cielo alto.
Ahora al reducto último de su casa y su huerto le
    alcanzan todavía
Las piedras de los otros, salpicaduras tristes
Del aguachirle caro para las gentes
Que forman el común y como público son arbitro de
    gloria.
Ni aun esto Dios le perdonó en la hora de su muerte.

Decretado es al fin que Góngora jamás fuera poeta,
Que amó lo oscuro y vanidad tan sólo le dictó sus versos.
Menéndez y Pelayo, el montañés henchido por sus
    dogmas,
No gustó de él y le condena con fallo inapelable.

Viva pues Góngora, puesto que así los otros
Con desdén le ignoraron, menosprecio
Tras del cual aparece su palabra encendida
Como estrella perdida en lo hondo de la noche,
Como metal insomne en las entrañas de la tierra.
Ventaja grande es que esté ya muerto
Y que de muerto cumpla los tres siglos, que así pueden
Los descendientes mismos de quienes le insultaban
Inclinarse a su nombre, dar premio al erudito,
Sucesor del gusano, royendo su memoria.
Mas él no transigió en la vida ni en la muerte
Y a salvo puso su alma irreductible
Como demonio arisco que ríe entre negruras.

Gracias demos a Dios por la paz de Góngora vencido;
Gracias demos a Dios por la paz de Góngora exaltado;
Gracias demos a Dios, que supo devolverle (como
    hará con nosotros),
Nulo al fin, ya tranquilo, entre su nada.

 

(Como quien espera el alba)

 


 

Birds in the night

 

El gobierno francés, ¿o fue el gobierno inglés?, puso
    una lápida
En esa casa 8 Great College Street, Camden Town,
    Londres,
Adonde en una habitación Rimbaud y Verlaine, rara
    pareja,
Vivieron, bebieron, trabajaron, fornicaron,
Durante algunas breves semanas tormentosas.
Al acto inaugural asistieron sin duda embajador y
    alcalde,
Todos aquellos que fueran enemigos de Verlaine y
    Rimbaud cuando vivían.

La casa es triste y pobre, como el barrio,
Con la tristeza sórdida que va con lo que es pobre,
No la tristeza funeral de lo que es rico sin espíritu.
Cuando la tarde cae, como en el tiempo de ellos,
Sobre su acera, húmedo y gris el aire, un organillo
Suena, y los vecinos, de vuelta del trabajo,
Bailan unos, los jóvenes, los otros van a la taberna.

Corta fue la amistad singular de Verlaine el borracho
Y de Rimbaud el golfo, querellándose largamente.
Mas podemos pensar que acaso un buen instante
Hubo para los dos, al menos si recordaba cada uno
Que dejaron atrás la madre inaguantable y la aburrida
    esposa.
Pero la libertad no es de este mundo, y los libertos,
En ruptura con todo, tuvieron que pagarla a precio alto.

Sí, estuvieron ahí, la lápida lo dice, tras el muro,
Presos de su destino: la amistad imposible, la amargura
De la separación, el escándalo luego; y para éste
El proceso, la cárcel por dos años, gracias a sus
    costumbres
Que sociedad y ley condenan, hoy al menos; para
    aquél a solas
Errar desde un rincón a otro de la tierra,
Huyendo a nuestro mundo y su progreso renombrado.

El silencio del uno y la locuacidad banal del otro
Se compensaron. Rimbaud rechazó la mano que oprimía
Su vida; Verlaine la besa, aceptando su castigo.
Uno arrastra en el cinto el oro que ha ganado; el otro
Lo malgasta en ajenjo y mujerzuelas. Pero ambos
En entredicho siempre de las autoridades, de la gente
Que con trabajo ajeno se enriquece y triunfa.

Entonces hasta la negra prostituta tenía derecho de
    insultarles;
Hoy, como el tiempo ha pasado, como pasa en el mundo,
Vida al margen de todo, sodomía, borrachera, versos
    escarnecidos,
Ya no importan en ellos, y Francia usa de ambos
    nombres y ambas obras
Para mayor gloria de Francia y su arte lógico.
Sus actos y sus pasos se investigan, dando al público
Detalles íntimos de sus vidas. Nadie se asusta ahora, ni
    protesta.
“¿Verlaine? Vaya, amigo mío, un sátiro, un verdadero
    sátiro
Cuando de la mujer se trata; bien normal era el hombre,
Igual que usted y que yo. ¿Rimbaud? Católico sincero,
    como está demostrado.”
Y se recitan trozos del “Barco ebrio” y del soneto a las
“Vocales”.
Mas de Verlaine no se recita nada, porque no está de
    moda
Como el otro, del que se lanzan textos falsos en
    edición de lujo;
Poetas jóvenes, por todos los países, hablan mucho de
    él en sus provincias.

¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de
    ellos?
Ojalá nada oigan: ha de ser un alivio ese silencio
    interminable
Para aquellos que vivieron por la palabra y murieron
    por ella,
Como Rimbaud y Verlaine. Pero el silencio allá no evita
Acá la farsa elogiosa repugnante. Alguna vez deseó uno
Que la humanidad tuviese una sola cabeza, para así
    cortársela.
Tal vez exageraba: si fuera sólo una cucaracha, y
    aplastarla.

 

(Desolación de la Quimera)

 


 

Supervivencias tribales en el medio literario

 

Acaso él mismo fuera en parte responsable,
Por el afán de parecer un ángel, eterno adolescente,
De aquel diminuto familiar en exceso con el mozo,
De sabor desdeñoso para el hombre,
Con el cual en privado y en público llamaban
Unos y otros, amigos como extraños,
Con esas peculiares maneras españolas,
Al cincuentón obeso en que se convirtiera.

En el poeta la espiritual compleja maquinaria
De sutil precisión y exquisito manejo
Requiere entendimiento, y no tan sólo
En quienes al poeta se aproximan
Sino también en quien detenta a aquélla.
Mas él, siempre movido por el capricho irrazonable
    del infante,
No quiso, tal vez no supo manejarla,
Ayudando a los otros, contra él, en el desdén artero.

Porque en la cuenta debe entrar la idiosincrasia indígena
Que jamás admitiera cómo excelencia puede corresponder a varios:
Su fanatismo antes mejor prospera si se concentra en
    la de uno.
Así tantos compadres del Poeta en Residencia,
Sin excluir, por su interés en la guerrilla, a éste,
Quisieron consignar al olvido su raro don poético,
Cuidando de ver en él tan sólo y nada más que a
    “Manolito”
Y callando al poeta admirable que en él hubo.

 

(Desolación de la Quimera)

 


 

Respuesta

 

Lo cretino, en ti,
No excluye lo ruin.

Lo ruin, en tu sino,
No excluye lo cretino.

Así que eres, en fin,
Tan cretino como ruin.

 

(Desolación de la Quimera)

 


 

Despedida

 

Muchachos
Que nunca fuisteis compañeros de mi vida,
Adiós.
Muchachos
Que no seréis nunca compañeros de mi vida
Adiós.

El tiempo de una vida nos separa
Infranqueable:
A un lado la juventud libre y risueña;
A otro la vejez humillante e inhóspita.

De joven no sabía
Ver la hermosura, codiciarla, poseerla;
De viejo la he aprendido
Y veo a la hermosura, mas la codicio inútilmente.

Mano de viejo mancha
El cuerpo juvenil si intenta acariciarlo.
Con solitaria dignidad el viejo debe
Pasar de largo junto a la tentación tardía.

Frescos y codiciables son los labios besados,
Labios nunca besados más codiciables y frescos
    aparecen.
¿Qué remedio, amigos? ¿Qué remedio?
Bien lo sé: no lo hay.

Qué dulce hubiera sido
En vuestra compañía vivir un tiempo:
Bañarse juntos en aguas de una playa caliente,
Compartir bebida y alimento en una mesa.
Sonreír, conversar, pasearse
Mirando cerca, en vuestros ojos, esa luz y esa música.

Seguid, seguid así, tan descuidadamente,
Atrayendo al amor, atrayendo al deseo.
No cuidéis de la herida que la hermosura vuestra y
    vuestra gracia abren
En este transeúnte inmune en apariencia a ellas.

Adiós, adiós, manojos de gracias y donaires.
Que yo pronto he de irme, confiado,
Adonde, anudado el roto hilo, diga y haga
Lo que aquí falta, lo que a tiempo decir y hacer aquí
    no supe.

Adiós, adiós, compañeros imposibles.
Que ya tan sólo aprendo
A morir, deseando
Veros de nuevo, hermosos igualmente
En alguna otra vida.

 

(Desolación de la Quimera)

 


 

Epílogo
(Poemas para un cuerpo)

 

Playa de la Roqueta:
Sobre la piedra, contra la nube,
Entre los aires estás, conmigo
Que invisible respiro amor en torno tuyo.
Mas no eres tú, sino tu imagen.

Tu imagen de hace años,
Hermosa como siempre, sobre el papel, hablándome,
Aunque tan lejos yo, de ti tan lejos hoy
En tiempo y en espacio.
Pero en olvido no, porque al mirarla,
Al contemplar tu imagen de aquel tiempo,
Dentro de mí la hallo y lo revivo.

Tu gracia y tu sonrisa,
Compañeras en días a la distancia, vuelven
Poderosas a mí, ahora que estoy,
Como otras tantas veces
Antes de conocerte, solo.

Un plazo fijo tuvo
Nuestro conocimiento y trato, como todo
En la vida, y un día, uno cualquiera,
Sin causa ni pretexto aparente,
Nos dejamos de ver. ¿Lo presentiste?
Yo sí, que siempre estuve presintiéndolo.

La tentación me ronda
De pensar, ¿para qué todo aquello:
El tormento de amar, antiguo como el mundo,
Que unos pocos instantes rescatar consiguen?
Trabajos del amor perdidos.

No. No reniegues de aquello,
Al amor no perjures.
Todo estuvo pagado, sí, todo bien pagado,
Pero valió la pena,
La pena del trabajo
De amor, que a pensar ibas hoy perdido.

En la hora de la muerte
(Si puede el hombre para ella
Hacer presagios, cálculos),
Tu imagen a mi lado
Acaso me sonría como hoy me ha sonreído,
Iluminando este existir oscuro y apartado
Con el amor, única luz del mundo.

 

(Desolación de la Quimera)

 


 

1936

 

Recuérdalo tú y recuérdalo a otros,
Cuando asqueados de la bajeza humana,
Cuando iracundos de la dureza humana:
Este hombre solo, este acto solo, esta fe sola.
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros.

En 1961 y en ciudad extraña,
Más de un cuarto de siglo
Después. Trivial la circunstancia,
Forzado tú a pública lectura,
Por ella con aquel hombre conversaste:
Un antiguo soldado
En la Brigada Lincoln.

Veinticinco años hace, este hombre,
Sin conocer tu tierra, para él lejana
Y extraña toda, escogió ir a ella
Y en ella, si la ocasión llegaba, decidió a apostar su vida,
Juzgando que la causa allá puesta al tablero
Entonces, digna era
De luchar por la fe que su vida llenaba.

Que aquella causa aparezca perdida,
Nada importa;
Que tantos otros, pretendiendo fe en ella
Sólo atendieran a ellos mismos,
Importa menos.
Lo que importa y nos basta es la fe de uno.

Por eso otra vez hoy la causa te aparece
Como en aquellos días:
Noble y tan digna de luchar por ella.
Y su fe, la fe aquella, él la ha mantenido
A través de los años, la derrota,
Cuando todo parece traicionarla.
Mas esa fe, te dices, es lo que sólo importa.

Gracias, Compañero, gracias
Por el ejemplo. Gracias porque me dices
Que el hombre es noble.
Nada importa que tan pocos lo sean:
Uno, uno tan sólo basta
Como testigo irrefutable
De toda la nobleza humana.

(Desolación de la Quimera)

 


 

A sus paisanos

 

No me queréis, lo sé, y que os molesta
Cuanto escribo. ¿Os molesta? Os ofende.
¿Culpa mía tal vez o es de vosotros?
Porque no es la persona y su leyenda
Lo que ahí, allegados a mí, atrás os vuelve.
Mozo, bien mozo era, cuando no había brotado
Leyenda alguna, caísteis sobre un libro
Primerizo lo mismo que su autor: yo, mi primer libro.
Algo os ofende, porque sí, en el hombre y su tarea.

¿Mi leyenda dije? Tristes cuentos
Inventados de mí por cuatro amigos
(¿Amigos?), que jamás quisisteis
Ni ocasión buscasteis de ver si acomodaban
A la persona misma así traspuesta.
Mas vuestra mala fe los ha aceptado.
Hecha está la leyenda, y vosotros, de mí desconocidos,
Respecto al ser que encubre mintiendo doblemente,
Sin otro escrúpulo, a vuestra vez la propaláis.

Contra vosotros y esa vuestra ignorancia voluntaria,
Vivo aún, sé y puedo, si así quiero, defenderme.
Pero aguardáis al día cuando ya no me encuentre
Aquí. Y entonces la ignorancia,
La indiferencia y el olvido, vuestras armas
De siempre, sobre mí caerán, como la piedra,
Cubriéndome por fin, lo mismo que cubristeis
A otros que, superiores a mí, esa ignorancia vuestra
Precipitó en la nada, como al gran Aldana.

De ahí mi paradoja, por lo demás involuntaria,
Pues la imponéis vosotros: en nuestra lengua escribo,
Criado estuve en ella y, por eso, es la mía,
A mi pesar quizá, bien fatalmente. Pero con mis
    expresas excepciones,
A vuestros escritores de hoy ya no los leo.
De ahí la paradoja: soy, sin tierra y sin gente,
Escritor bien extraño; sujeto quedo aún más que otros
Al viento del olvido que, cuando sopla, mata.

Si vuestra lengua es la materia
Que empleé en mi escribir y, si por eso,
Habréis de ser vosotros los testigos
De mi existencia y su trabajo,
En hora mala fuera vuestra lengua
La mía, la que hablo, la que escribo.
Así podréis, con tiempo, como venís haciendo,
A mi persona y mi trabajo echar afuera
De la memoria, en vuestro corazón y vuestra mente.

Grande es mi vanidad, diréis,
Creyendo a mi trabajo digno de la atención ajena
Y acusándoos de no querer la vuestra darle.
Ahí tendréis razón. Mas el trabajo humano
Con amor hecho, merece la atención de los otros,
Y poetas de ahí tácitos lo dicen
Enviando sus versos a través del tiempo y la distancia
Hasta mí, atención demandando.
¿Quise de mí dejar memoria? Perdón por ello pido.

Mas no todos igual trato me dais,
Que amigos tengo aún entre vosotros,
Doblemente queridos por esa desusada
Simpatía y atención entre la indiferencia,
Y gracias quiero darles ahora, cuando amargo
Me vuelvo y os acuso. Grande el número
No es, mas basta para sentirse acompañado
A la distancia en el camino. A ellos
Vaya así mi afecto agradecido.

Acaso encuentre aquí reproche nuevo:
Que ya no hablo con aquella ternura
Confiada, apacible de otros días.
Es verdad, y os lo debo, tanto como
A la edad, al tiempo, a la experiencia.
A vosotros y a ellos debo el cambio. Si queréis
Que ame todavía, devolvedme
Al tiempo del amor. ¿Os es posible?
Imposible como aplacar ese fantasma que de mí
    evocasteis.

 

(Desolación de la Quimera)