Material de Lectura

Enrique Molina



Selección y presentación de
Margo Glantz







VERSIÓN PDF


Presentación

 

Quizá la poesía de Enrique Molina debiera entrar en la categoría de los textos perversos. Perversos sí porque son a la vez textos de placer y de goce, como diría Roland Barthes: “Participan simultáneamente y contradictoriamente en el hedonismo profundo de toda cultura y en la destrucción de la cultura”. Es más, la cultura se ahoga en la efervescencia de un caos marino que prolifera invadiendo la desnudez para castigarla y para exceder cualquiera de sus límites. Me explico: todo texto de Molina convoca el erotismo instalado en un cuerpo desnudo intacto por su perfección y su delimitación y transgredido de inmediato por los significados cósmicos y las posibilidades de éxtasis. Un ejemplo literal de lo que acabo de afirmar estaría presente en los senos de la Delfina, personaje desnudo, montado a caballo en Una sombra donde sueña Camila O'Gorman, elegido aquí como uno de los fragmentos clave de este autor que ha escrito en esta obra aparentemente una novela “histórica” porque se refiere a un episodio concreto dentro de la dictadura del tirano Rosas, figura capital en la historia de la cultura argentina, pero a la vez historia de amor encarnizada y mística, detenida en el juego de algunos cuerpos milagrosos y escultóricos que se ostentan como reliquias engastadas en el cosmos.

Se habla de la cultura, se transita por algunos de sus momentos cumbre (Historia de la Argentina, la Guerra de Vietnam), pero se derruye su significación literal en el galope de un caballo o la erección de una cobra de oro que sobrepasa “las puertas del lenguaje por donde lo ideológico y lo imaginario penetran en grandes oleadas” (Barthes). Y tal es Monzón Napalm con sus andanadas de metralla que laceran las carnes y desparraman las vísceras y sin embargo reiteran

 

se ama tanto vivir se ama tanto vivir
aunque estas aguas susurren una gloria frenética
un muerto descomunal sobre la muralla

 

La carne se vulnera, los muertos cubren los ríos, la podredumbre pulula junto a las ratas, el cielo se amalgama con el infierno, la gangrena, la lepra, la inmundicia reverberan y sin embargo (de nuevo, sin embargo)

 

tantos muertos
han defendido el río la semilla el pubis de flores de
la lluvia...
Hue inviolable
donde el Río de los Perfumes gira lentamente
alrededor
de la luna

 

convirtiendo al mundo en un bellísimo y fulgurante (otro de sus adjetivos preferidos porque reflejan las constelaciones que nos rigen en su desafuero) cuerpo femenino extendido sobre la tierra y reviviendo los cadáveres.

 

En Amantes antípodas leemos un epígrafe de Miller: “Nunca he estado más seguro de que la vida y la muerte son una misma cosa, y que no se puede disfrutar o abrazar una de ellas si la otra está ausente”. Y eso es a la vez el goce y el placer, la permanencia en lo hedónico de una cultura que nos seduce por su tradición y la corrupción de eso mismo que nos seduce, corrupción instalada en la salvación de una metáfora erótica que navega siempre con el poeta, eterno marinero y tripulante de barcos de aventuras en el poema y en la vida:

 

ENTRE LAS AGRIAS ALETAS DEL BARCO
       MADRE Y EL LAZO
del horizonte
 —¡compañeros míos!—

 

¿y quiénes pueden ser sus compañeros? Nada menos que Saint John Perse o Álvaro de Campos, aquel Pessoa que miraba el mar desde la playa manuscrita y los barcos de pasajeros.

El texto adquiere de repente, en su reverberación, la consistencia de un tatuaje literalmente grabado en los brazos de los que navegan (en el poema) y en la mano que inscribe la escritura sin trastornarla apenas con el menor signo de puntuación, dejando las palabras, acumulándolas trazo a trazo, en una línea delgada pero continua y corrosiva

 

donde silba el verano y toda una exasperación de
lenguas nómadas cantando en la yema de los dedos
tus prácticas sexuales como la resaca penetrando y
retirándose de lechos y susurros nocturnos hasta los
huesos y los grandes senos desnudos rojos como la
demencia pero tú aún envuelto por la mujer bajo
el sello carnal del adiós con una llama del Templo
de Salomón en los labios una llama violeta del
amanecer de la concupiscencia cuando las últimas aves
de la noche de los estragos
levantan su vuelo para siempre!

 

 

advertencia:

Enrique Molina, junto con Olga Orozco, Carlos Latorre, Aldo Pellegrini, etc., es uno de los más importantes poetas surrealistas de la Argentina y pertenece a esa generación transformadora llamada del 40. Nació en Buenos Aires en 1910. Fue abogado, profesión que nunca ejerció, además, marinero (profesión preferida) y magnífico pintor, empleado alguna vez (de donde se jubiló) en la Dirección Municipal de Bibliotecas (parece un rasgo necesario en la poesía argentina), jurado de muchos concursos poéticos, prologuista, traductor, ensayista, etc.

Publicó Las cosas y el delirio, 1941 (Premio Martín Fierro de la S.A.D.E.), Pasiones terrestres, 1946 (Premio municipal), Costumbres errantes o la redondez de la tierra, 1951, Amantes Antípodas, 1961 (Premio municipal), Fuego libre, 1962 (Premio Sesquicentenario del Fondo nacional de las artes), Las bellas furias, 1966, Hotel pájaro, 1967, Monzón Napalm, 1968, Amantes Antípodas y otros poemas, 1974 (ed. Ocnos, Barcelona), Una sombra donde sueña Camila O'Gorman, 1975 (también premio). Ha traducido entre otras cosas: Una temporada en el infierno de Rimbaud en colaboración de Oliverio Girondo, El amor loco de Bretón, etc.

Molina asegura: “Como el amor, la poesía es la persecución de un secreto imposible. Es lo más profundo del ser, alimentado por el canto del universo, lo insondable, volcánica plenitud del deseo, dirige en la sombra el sentido de un destino. Oprimidos por la cultura, las ideas recibidas y su propio terror, los hombres generalmente se las ingenian para ahogar esa levadura salvaje. Reducido a las cenizas de la mala conciencia y la insatisfacción, el hastío y la resignación en el seno de las familias, el deseo no apaga nunca, sin embargo, su llaga inapelable. Incluso su virtud se extiende al mal, al vicio, a la muerte. Pero su esplendor rescata en el hombre su naturaleza abisal. Pienso que la poesía es una empresa de revelación y rescate de esos poderes. Palabra a palabra va dando la forma del deseo, y cuando rescata un destello de ese rol enterrado bajo la razón y la lógica de toda violencia del mundo se siente que ha cumplido su designio. La poesía es ese descenso al infierno, el vicio y el terror.”

 

Margo Glantz


Circe

 

Solo contra la tierra
este sudor de instintos ha deshecho mi rostro de pájaro
    confuso
extraviado en los restaurantes de los tejados bajo la mañana
    sin oficio
convertido de pronto en la bestia inocente que ronca entre
    las flores
una mano de adiós
un golpe de olas en el alma

Disfrazado de playas y ciudades que pasan
las promesas se olvidan como en sueños
como un reverbero de moscas sobre tales países sin
    escrúpulos ni socorro
en las eternas fogatas del tiempo
entre las plagas de la inconstancia
mientras se coagula al sol un vino de archipiélagos
—oh carne sobrenatural con tu incomprensible gemido
    celeste torturado y salvajemente vivo en las venas—
ahora que revisto la piel del cerdo fosforescente
el olfato del camino
su relámpago de mujeres dormidas exhalando el perfume
   penetrante de la tristeza
de plumas de sexo barridas por el viento

Pero te recobro
oscuro corazón de prisionero y de desafío
ciego corazón humano
con el hechizo de la corriente
vacilaciones, éxtasis y terrores
y el musgo de abismo que brilla entre dos bocas que se
    besan
para ser nuevamente sólo un hombre sin más amparo que
    tu furia
sin otro cielo que tu aliento
como una blasfemia deslumbrante como un lazo demente tendido a los más puros vampiros de la tierra


Itinerarios

 

Tu cuerpo y el lazo de seda rústica que conduce a
    las plantaciones de la costa
al sudor de tu cabellera quemada por las nubes
a los instantes inolvidables
—tantas naciones de nómada y de clandestinidad
tantos homenajes a una belleza salvaje
que exigen el desorden—
                                 ¡oh raza de labios de abandono
hechizada por la vehemencia!
y nuestra fuerza de profundos besos y tormentas
para el infierno de los amantes
hasta volver a su placer fantasma
a su ola de hierro de ayer detrás del mundo!

Aquellos hoteles…
Todas las rampas de la vida cambiante
la velocidad del amor el mágico filtro de la excomunión
la hambrienta luz del desencuentro en nuestras venas de
    azote
cartas desamparadas antiguas prosas de la noche de los
    abrazos
y el solitario frenesí de las palmeras
cuando en la ausencia
creciendo hacia mi pecho el fondo de la tierra me devuelve
    de golpe todas nuestras caricias
el nudo furioso de la pasión en las negras argollas del
    tiempo
aquellos moblajes de desvalijamiento y de lluvias
luz de senos en el mar y sus gaviotas y músicas
sobre un altar de desunión con grandes lunas fascinantes
    sin más pradera que tus ojos
país incorruptible
país narcótico
con risas del alcohol del viento
y tu pelo sobre mi cara
y las cálidas bestias doradas por el trópico
y el jadeo abrasador de la ola que vuelca en tu corazón su
    grito de espasmo y de caída
y de nuevo esos lugares intactos para el sol
y de nuevo esos cuerpos ilesos para el amor
en medio del perezoso meteoro del día
levantando hacia el alma aquel esplendor
los paroxismos el lecho de las dunas y de la corriente con
    sus besos en marcha
y las tareas de los amantes mientras la llamarada de la
    muerte brillaba alrededor de sus cuerpos
como un afrodisíaco
avivando el deseo
el hambre
aquella furia de ayer detrás del mundo!


Hermano Vagabundo Muerto

 

¿... Pero me importas ahora mientras giras en el
    infinito caracol de la escalera con una sobrenatural
    máscara de moscas tu rabiosa voracidad de vivir y la
    botella roja de tu aliento destapada de golpe por las
    nubes…?

(Acorralado por las raíces se ha vestido un corsé de hierro lleno de  
    espinas como los cactus gigantes con su excara
    humana pasada a los cantos rodados y a las derivas del
    Gulf-Stream y la brecha del muro por la que penetra un
    detritus del sol sobre su pecho en Nueva Orleans
su cabeza de Rotterdam
el enjambre de hambrientos proyectos fulminados por las
    harpías del muelle

la ácida espectral risa del agua y el oficial andrajoso en la
    baranda del puente con todo el estruendo de sus sueños
    como de niño cuando miraba solitario desde el patio los
    pájaros intraducibles!)

Estabas vivo y sorbiendo el aire a grandes alas fuera de los
    dormitorios sin domicilio ni constancia ni orden jerárquico
    ni comunión ni el suave confort de la castración ni ojos
    parapetados tras un muro de ratas en oficinas negras como
    vísceras

Sólo con labios sin dominación los tentáculos del sol
    estrangulándote en el desván de las olas con un sofocado
    violoncelo un desgarrador latigazo desde la luna
en esa exaltación de la memoria la sangre a ciegas en
    humeantes andamiajes de rostros panoplias amigos
    desconocidos muchedumbres y esperanzas inicuas en la
    eterna sombra de venas al filo del mundo cubierto de cálidos
    cuerpos que brillan con el olor del África en los riñones y su
    reguero de lujuria para los otros —sus amos— en noches
    ajenas como astros

Toda tu biografía sin cabeza ni honras fúnebres como no sea
    tu alma insaciable y toda la vecindad explotando con su
    escándalo como una lámpara estrellada contra el muro
en la pocilga en los subterráneos ardientes
donde silba el verano y toda una exasperación de lenguas
    nómadas cantando en la yema de los dedos tus prácticas
    sexuales como la resaca penetrando y retirándose de lechos
    y susurros nocturnos hasta los huesos y los grandes senos
    desnudos rojos como la demencia pero tú aún envuelto por
    la mujer bajo el sello carnal del adiós con una llama del
    Templo de Salomón en los labios una llama violeta del
    amanecer de la concupiscencia cuando las últimas aves de
    la noche de los estragos
levantan su vuelo para siempre!

¡Oh la magnífica sensualidad penetrando bajo los más
    negros techos a través de todos los muros y mandamientos
contra la enorme masa de estas ropas usadas toda la vida y
el muñón de la mano cortada con su chorro de fuego sobre
    la sábana hirviente de las estrellas!

Y también con tus comestibles tu mesa tendida en lo
    retaurantes anómalos
tu viejo vino desesperado para rociar el hierro de cada ancla
    que se levanta la carcajada de cada puerta abierta que da al
    viento y toda tu voracidad como una eterna tortuga de
    llamas posándose sobre tu vientre a través de la tierra y la
    carne
con el bienestar de morder y mascar trozos cálidos ensaladas
    y frutas con tales órganos y ácidos y los rayos de la comida
    como un fantástico himno del fin del diluvio puesto a hervir
    con la sopa y los racimos de la salvación!

Oh cuando vivías y tu cuerpo hacía fermentar una mujer
    como una levadura de galaxias bajo su cabellera.
y su exhalado grito de manigua entre las prendas remotas y
    espejos hasta abrirse como una devorante madrépora de
    sueño
entre los rubros de una ciudad
en su cálido alveolo rodeado de gentes amenazadoras tan
    condenadas como tu misma cólera y el relámpago de tus
    besos hasta saltar como una rota vena del mar contra el
    mamparo en la feroz alegría de la mañana
Todo aquello de cada uno y que es mi propia vida sin
    embargo porque también me pertenece tu tumba y tu maleta
    destartalada por el insomnio fraternidad y conjuro a
    través de la nada
¡todo lo que he amado y perdido sin extinguirse jamás y
    aferrado a mi cuello con la garra amarilla de las palmeras!

¿Y quién te ha disfrazado ahora con ese rostro de vidrio
    sanguinario embutido en el raso de la muerte para
    evolucionar en el corazón de tales caballeros asistentes con
    tu sombría aleta de escualo a ras del día mientras te devora
    las mejillas el vitriolo de tu barba…?

Pero los difuntos se alejan —simplemente— a escarbar en el
    ronco depósito de lunas al extremo del mar
envueltos en esa misma lona de pasayo fúnebre que se escurre
pidiendo a gritos una cerveza y una hostia

¿Y acaso me importa nada entonces
aquí
ahora que la menta de la lluvia ilumina nuestras bocas
    como mil años de recuerdos
y dejamos un rastro profundo a través de las catástrofes y
    los despojos del amor
sobre la tierra
en nuestro único reino
ahora que aún compartimos caricias corrupciones países de
    tormenta con ardientes desconocidas de sonrisas
    sombrías llenas de flores
esas nalgas estivales que reverberan entre los proverbios del
    campo...?


Los dibujos del muro

 

De lámpara a lámpara, de día a muerte, con plegarias
    de raíces que se desprenden, el fuego de los rostros se
    reparte a lugares hambrientos que aúllan, a labios que los
    conjuran con nombres de ídolos, habitaciones, ataúdes,
    hoteles del sol como un brazo de mar tendido hacia las
    supersticiones y el olvido.

Rostros que llevan más lejos que cualquier camino, se
    incendian entre los tapices, jalonan los bordes del mundo.

Rostros hacia la tierra como un muerto, hacia la noche como
    una linterna, hacia el alma como una galaxia de pasión,
    viudeces, romances agrios, climas, separaciones.

Rostros barridos por el viento pero cuyos hechizos retornan
    como un zodíaco de piedras palpitantes, cuya ternura cruel
    desliza una amenaza de paisajes, un ondular de sábanas y
    humos, voces entrelazadas a la geografía y al sacrilegio,
    tinieblas del corazón de los muertos, expresiones de
    cópulas, amaneceres pasionales, bocas lluviosas que exaltan
    la intemperie, sonrisas entrevistas como una brasa
    instantánea sobre la palma viva del instante.

Facciones de naufragio en el infierno adorable de las
    superficies, entre las inspiraciones súbitas de lugares que se
    evaden con sus sílabas de esperma, su clima de flores
    migratorias, astros, y sus cimientos errantes fundidos por
    las lágrimas.

Rostros vampiros al olor de mi sangre.
Rostros de espuma contra el filo de Dios, de un dios de
    concha de tortuga y de pedernal de tótenes, oh bellos rostros
    sin otro juez que sus gestos, pintarrajeados con los aceites
    de la tierra, nuestros únicos trofeos sobre el derrumbe
    inacabable de los elogios, entre las frustraciones
    embriagadoras de nuestras vidas.

Ahora que brillan en su carne bajo la aurora de sus cabellos,
    ahora que desnudan sus facciones eternas entre los tesoros
    humeantes de la cosecha.


Tierra tatuada antes de dormir

 

Abanicos de plátanos que se abren en la noche
las bordas del cielo con las calabazas del Amazonas y el
    olor de los jíbaros
fértiles cabelleras que devoran los hombros de servidoras
    salvajes como sueños
paisajes nocturnos ardorosos como machos
espacios y ortopedias anónimas perdidas en aires de
    provincia
muebles sofismas cónyuges artesanías gualdrapas
    catecismos y falsas ceremonias dominicales
fuegos y partidas de las que se desprenden andenes y
    campanas
canallas y aserraderos restos de olas piedras y hostias
casullas y lagartijas vestiduras insanas bisturíes calcetines
    sagrados y hojas de afeitar
senos remotos orejas trozos de ópera nucas actitudes
    espectrales con sexos vivos inexistentes
colgaduras berlinas de duelo sandwiches y guarniciones de
    plazas fuertes desconocidas
canciones anómalas muías y sacerdotes leporinos con
    sotanas viscosas de las que salta un mono azul visible
    de lejos
mercaderías tropicales escalinatas estaciones baldías y
    nupcias en pueblerinos deshabitados a los que arriban
    lentos fardos por el río con pájaros embalsamados y
    ebrios de campaña cubiertos de orquídeas y puñaladas
luces de tren casuarinas ausencias inexplicables y
    expediciones de infancia extraviadas en enormes helechos
canela marina playas plumas adulterios ropas sacudidas
    en los tejados y la estatuaria del cielo
cornetines especies lentejuelas genitales y tribus aullando
    con piedras preciosas incrustadas en el vientre
ladridos...
zodíacos...

¡Oh recuperación de la inocencia cosas en libertad desnudez
    de fin del mundo corriente de sargazos y de límites que
    se desfondan!
Es un conglomerado de nubes y relaciones instantáneas una
    vacilación de reinos una tierra indecisa poblada de linternas
    cuyas luces atraen a esas mulatas abrasadoras formadas
    un instante por el aliento de la estación y el brillo del
    camino bajo la luna
Vínculos inusitados objetos deformes y lugares hirvientes
    entre los muros de un ataúd de fuego
Un vago inventario de alma
Un continente que oscila entre la luz y el sueño

¡Y tantas maniobras del oleaje tanto territorio que se
    desvanece en espumas alrededor de mi lecho derramando
    todos sus milagros y sus confusiones en este gran cuenco
    nocturno de antes de dormirme en el gran cielo central de la
    mujer lejanísima que ahora respira una vez más como una
    isla de pasión entre mis brazos!


Inadaptación

 

Mi brazo de mar no cabe en la cocina mi otra mano
    del Golfo de México tiene una fosforescencia de travesía y
    un garfio de estibador clavado en la palma y se abre como
    un delta para derramar su reguero de luciérnagas y
    estremecimientos
Maldito sea y tampoco mis labios tienen conducta ni sentido
    como una herida desesperada que mezcla en la sombra todas
    las brazas del ocio y de la noche
y tan ávidos
que bajo sus besos suelen dormir bellos cuerpos inciertos
    ¡tantas llamas exhalando el destello de la demencia y el
    olor de las dársenas!

También mi cabeza es inapta como un hormiguero usado
    como velador como una esperanza en este lugar de
    desencuentros como un indicador de caminos en este país
    de élitros rotos y de insectos aplastados por la luz
Estéril como un médano de mi lengua saborea el mar
    ponderando la delicia de la alimaña que orina en un cáliz
A cada paso pueden cortarme los pies pueden clavarme
    como a un murciélago sobre la puerta dorada del día
¡Y yo no tengo costumbres ni abuelos
porque bebo mi vino y lo injurio para bendecir sus grandes
    resortes secretos que levantan en vilo el peso muerto de la
    tierra!


Alta Marea


Cuando un hombre y una mujer que se han amado
se separan
se yergue como una cobra de oro el canto ardiente del
    orgullo
la errónea maravilla de sus noches de amor
las constelaciones pasionales
los arrebatos de su indómito viaje sus risas a través de las
    piedras sus plegarias y cóleras
sus dramas de secretas injurias enterradas
sus maquinaciones perversas las cacerías y disputas
el oscuro relámpago humano que aprisionó un instante el
   furor de sus cuerpos con el lazo fulmíneo de las antípodas los  lechos  a la deriva en el oleaje de gasa de los sueños
la mirada de pulpo de la memoria
los estremecimientos de una vieja leyenda cubierta de
    pronto con la palidez de la tristeza y todos los gestos del
    abandono
dos o tres libros y una camisa en una maleta
llueve y el tren desliza un espejo frenético por los rieles de
    la tormenta
el hotel da al mar
tanto sitio ilusorio tanto lugar de no llegar nunca
tanto trajín de gentes circulando con objetos inútiles o
    enfundadas en ropas polvorientas
pasan cementerios de pájaros
cabezas actitudes montañas alcoholes y contrabandos
    informes
cada noche cuando te desvestías
la sombra de tu cuerpo desnudo crecía sobre los muros
    hasta el techo
los enormes roperos crujían en las habitaciones inundadas puertas desconocidas rostros vírgenes
los desastres imprecisos los deslumbramientos de la aventura siempre a punto de partir
siempre esperando el desenlace
la cabeza sobre el tajo
el corazón hechizado por la amenaza tantálica del mundo

Y ese reguero de sangre
un continente sumergido en cuya boca aún hierve la
    espuma de los días indefensos bajo el soplo del sol
el nudo de los cuerpos constelados por un fulgor de
    lentejuelas insaciables
esos labios besados en otro país en otra raza en otro planeta
    en otro cielo en otro infierno
regresaba en un barco
una ciudad se aproximaba a la borda con su peso de sal
    como un enorme galápago
todavía las alucinaciones del puente y el sufrimiento del
    trabajo marítimo con el desplomado trono de las olas
    y el árbol de la hélice que pasaba justamente bajo mi
    cucheta
este es el mundo desmedido el mundo sin reemplazo el
    mundo desesperado como una fiesta en su huracán de
    estrellas
pero no hay piedad para mí
ni el sol ni el mar ni la loca pocilga de los puertos
ni la sabiduría de la noche a la que oigo cantar por la
    boca de las aguas y de los campos con las violencias
    de este planeta que nos pertenece y se nos escapa
entonces tú estabas al final
esperando en el muelle mientras el viento me devolvía
    a tus brazos como un pájaro
en la proa lanzaron el cordel con la bola de plomo
    en la punta y el cabo de Manila fue recogido
todo termina
los viajes y el amor
nada termina
ni viajes ni amor ni olvido ni avidez
todo despierta nuevamente con la tensión mortal de la
    bestia que acecha en el sol de su instinto
todo vuelve a su crimen como un alma encadenada a su
    dicha y a sus muertos
todo fulgura como un guijarro de Dios sobre la playa
unos labios lavados por el diluvio
y queda atrás
el halo de la lámpara el dormitorio arrasado por la
    vehemencia del verano y el remolino de las hojas sobre las
    sábanas vacías
y una vez más una zarpa de fuego se apoya en el corazón
    de su presa
en este Nuevo Mundo confuso abierto en todas direcciones donde la furia y la pasión se mezclan al polen del Paraíso
y otra vez la tierra despliega sus alas y arde de sed
intacta y sin raíces
cuando un hombre y una mujer se han amado
se separan.


El pasajero de la habitación No. 23



Tan próxima la noche susurrante pálida mirada de
    vainilla de carretera y el cielo vivo de sus muslos
¡Oh sangre de otra época velamen aliento de embarcadero!
Un hotel de rapiñas y exclusas extiende bajo las plantas
    su galería excitante como un seno y crea la nostalgia
el negro inventario de brasas
—un muladar de cantos del país y comidas—
de violaciones inacabadas
de entrevistas de condenados
que han bebido el mismo filtro fascinante de cosas que se
    abandonan
el mismo licor de insomnio y añoranza

Es alguien que toma un tren
su camisa tejida por las olas
alguien engendrado de naufragio y de desorden
un pájaro
alianzas del viento y la corriente
y esas depredaciones sin esperanza en hogares imaginarios
    con sacramentos de donde vuelan plumas
y temblando en su sueño junto a una mujer de las antípodas
    abraza arenas lejanías batallas
amantes sólo cautivas de un sollozo
amigas irreconocibles y transparentes hundidas hasta el
    perdón en su estrecho relámpago

Extraño lugar
como una espuma de fuego en torno a las piedras de sus
    chozas
arrastrado a gritos desde su costa natal hasta la sombra
    de un nido de águilas
con regiones mutiladas
con la nube de estrellas del tren de los campos
con árboles giratorios que pasan silbando
con frutas en fuga en desiertos inmensos
y camareras desnudas en plena noche
en plena ignorancia
lámparas entrevistas con los ojos cerrados
cuerpos desgajados de otros años prisiones de felpa y
    vestiduras desconocidas
lenguajes e injurias
mostradores y sangre
en hospedajes estériles que se abren las venas
en la oscuridad del corazón
kilómetros y kilómetros
como un país volando en la memoria
con labios que se evaporan
con costumbres de salamandra
en el viejo sarcófago del ocio labrado con lentas callejuelas
y yo reverencio la gloria de las prostitutas disputo a las
    moscas un cálido foco de septiembre reniego de mi
    origen y mi nombre hasta yacer entre los más bellos
    escombros celestes donde brillan los besos
en el humo del desarraigo
un golpe de ala
una historia que empieza una vez más
una historia cerrada para siempre

Extraño lugar
con frutas interrumpidas
y el harapiento muro del hospicio lleno de setas negras
    bajo la dentellada de los ángeles
y el balcón de madera podrido por las olas
y las llegadas a ninguna parte
el gran crujido vecinal de un cielo precario que vocifera
    desde lo alto de su pulpito en el gallinero donde tienden
    las sábanas
la cocinera muerta entre sus hierbas
remordimientos mingitorio hospedaje de pira frazadas
    de comunión vagabunda todavía erizadas por el tufo
    de la caleta
a voces
a carcajadas
kilómetros y kilómetros
de lluvias contra el alma
de mujer que se viste para partir
y el epílogo de arrabales envenenados que proliferan
    con su tablón de bebedores
—¡amigos míos amigos míos!—
en el errante corazón del tiempo

Extraño lugar
poblado por rostros en marcha y vagas costumbres
    pasionales entre los horarios del camino
los lechos se desprenden del fuego
las cabezas asoman a través de los muros
y las mujeres ondulan predichas por el olvido en los
    oráculos vagabundos
con tabaco vino vestidos desgarrados y cartas ardientes
    como una pastoral de besos
recibiendo en pleno pecho la bala emplumada del delirio
el rayo de cosas que se evaden
con el oro al rojo de las lágrimas

¿Hasta cuándo se hundirá esta vida?
Vida de perro
amortajada ebria en llamas
invadida por caricias irresistibles y los secretos escorpiones
    del cielo devorando nuestros cerebros
en alcobas dársenas y sanatorios sumergidos bajo la maleza kilómetros y kilómetros
corrompidos de lujuria y leyendas inútiles
noches exaltadas por alas insaciables
noches de amor con su naufragio fosforescente
noches insensatas en su gran llamarada de desaciertos
    y catástrofes!

Pero continúo oscuro como un saurio entre las aguas
    torturadas del sexo y estas orillas que resplandecen
mientras desato las vendas lentamente
infiel como el pan de la deriva
muy lejos en hierro de tren en sangre coagulada en años
    consumidos al estertor de historias solitarias atravesadas
    por fantasmas
muy lejos de todo hogar y de todo amor
en ciertos parajes misteriosos que atruenan como una
    manada de reses extraviadas en las ciénagas
la navaja al alcance de la mano
y el graznido de migraciones alrededor de la tierra
sobre mi cabeza de pasajero que bebe seriamente su
    extraño desayuno
en la gracia lívida del alba
un día cualquiera
al despertar en la habitación número 23.


La Delfina y el sistro

 

A veces, sin embargo, un destello de amor suele poner una nota menos bárbara en esa terrible realidad de los degüellos.

 

La Delfina y el sistro

 

Ataviada con una corta falda roja, botas de montar y un sombrero ornado con una pluma de avestruz, del que desborda su larga cabellera suelta sacudida al compás del galope, esa hermosa amazona, la Delfina, hija bastarda de un virrey del Brasil, según dicen, ha rendido el corazón de Francisco Ramírez, el caballeresco caudillo de Entre Ríos, a quien acompaña en todas sus empresas. Cada vez que la fortuna le es adversa ella lo reanima con el misterioso sonido de un sistro, del que nunca se desprende y que ejerce un extraño influjo sobre la voluntad de su amante.

Tras su invasión a la provincia de Corrientes, el Supremo Entrerriano abrigó, como un inmenso jardín mental, el sueño de un reino propio, instalado entre los vastos litorales. A él incorporaría, incluso, el territorio del Paraguay. Llega un momento, sin embargo, en que sus montoneras vacilan y una sorda desmoralización las invade, como si lo insensato del propósito minara aquellas voluntades vagabundas.

Ramírez acude entonces a la Delfina. Hace formar a sus hombres en una sola línea, a la luz de la luna, en pleno campo, y él mismo se instala a su frente, unos metros adelante de la inmóvil fila de jinetes, y tan electrizado por el rayo pasional que la Delfina descarga como todos esos gauchos que lo obedecen, sometidos ahora a la tensión de lago impreciso e insólito, que oscuramente se presiente, sin saberse qué forma tomará, hasta que la ven cruzar ante ellos a todo galope, bajo la nube de su pelo huracanado, desnuda sobre un potro negro. ¡Dios! La Delfina hace rayar su cabalgadura al llegar al extremo de la fila y vuelve grupas, para regresar a toda carrera, pero con una lentitud inaudita que provoca en los hombres de la tropa una emoción casi religiosa.

 

Están en medio del campo

 

Caballo y amazona se mueven como en cámara lenta. Puede seguirse nítidamente, centímetro a centímetro, el movimiento de las patas del caballo, de cada músculo del cuerpo desnudo de la Delfina, de sus miembros y su cabellera, como si ambos, el animal y la mujer, flotaran en el fondo de una opalina atmósfera de aceite donde los desplazamientos de la materia se produjeran con una duración muy larga.

Los grandes senos de la Delfina inician entonces, con la lentitud con que aumenta el volumen de una fruta, una solemne y perezosa levitación. Ascienden juntos, a la par al principio, aunque es evidente entre ambos el desarrollo de una carrera hacia arriba, sin que ninguno, por un prolongado espacio de tiempo, logre aventajar al otro, como ese instante en que los círculos del sol y la luna coinciden totalmente en un eclipse. Al fin un pezón triunfal asoma sobre la línea, hasta entonces idéntica, de sus carreras paralelas, el equilibrio se rompe y el seno vencedor se adelanta sobre el perfil del seno derrotado, para captar en su cúspide un destello lunar, que lo baña con una fosforescencia celeste, mientras el otro se sume en la oscuridad. Alcanzado ese punto máximo de su impulso ascencional, y como si recobraran la gravedad de sus masas, ambos descienden, igualados de nuevo, con el mismo esplendor retardado que regía la subida. Semejantes a dos blancas burbujas carnales, su pesada materia parece poseer, no obstante, la misma calidad aérea de la cabellera que, en la faz opuesta de ese cuerpo, y casi en ángulo recto con la espalda, acompaña, con idéntico ritmo, sus saltos dormidos.

Tales elementos de la figura ecuestre que cruza ante la fila, uno con los atributos de la pesadez —los senos—, el otro con las connotaciones de lo aéreo —la cabellera—, al aparecer a los hechizados espectadores con una dinámica idéntica, como si sus naturalezas contrarias intercambiaran mutuamente su signo, producían una fuerte sensación de irrealidad, una suerte de ebriedad, a causa de la enigmática, identificación, revela de golpe, que pueden revestir las formas más antagónicas de la materia al ser recorridas por la energía poética.

 

La ven

 

El inmenso escenario donde se desarrolla la ceremonia, en un silencio caliente, con el olor de los esteros y las naranjas, en medio de la noche, fue estremecido hasta las raíces por la música misteriosa del sistro. La Delfina lo agita, como presa de un estado mediúmnico, los ojos vidriosos, los labios ligeramente entreabiertos, por cuya comisura se desliza un delgadísimo hilo de baba que a veces se deshace en pleno vuelo.

Cuando pasa el caballo la luz de la luna destaca, con una dulzura casi angustiosa, el dorso de la opulenta criatura que lo monta, el fuerte contoneo de las nalgas, los dos pálidos hemisferios que duplican, sobre el lomo del animal, la imagen blanquísima del astro. Cuando la amazona se aleja, la larga cola del caballo —con la complicidad de la sombra y de la perspectiva— parece insertada en las propias nalgas de la mujer, le confiere un aspecto pánico, sugiere una fastuosa simbiosis que excita los sentidos, con asociaciones de látigo, fustigación, cabalgadura y galope, inconscientemente referidas al blanco cuerpo de la mujer en aquella mágica atmósfera.

Al llegar al otro extremo de la línea, con la lenta suavidad de esos hilos de la Virgen que cruzan los campos, la Delfina, agotada por la tensión de atravesar aquel espacio magnético, se deslizó sin sentido hasta los brazos de Ramírez, quien, lanzándose a su encuentro, logró alcanzarla en el aire antes de que, ligero como un grano de polen, su cuerpo pesado y poderoso entrara en contacto con el suelo.

Se vio así a la Delfina, como si volara en sueños entre el olor penetrante del pasto, flotar hacia los belfos cubiertos de espuma del animal, detenido en seco, paralela al pescuezo mojado del mismo, al que rozaba todo a lo largo con la punta de sus pechos. En el trayecto, su cabellera y las largas crines de la bestia se entremezclaron. Poco a poco las bellas y poderosas piernas de la amazona se cerraron, su sexo se ocultó, al mismo tiempo que su cuerpo iniciaba una torsión, hasta quedar casi de espaldas en el aire, de nuevo los grandes globos de sus senos expuestos a la mirada de los gauchos, en la claridad de la noche.

Por un largo lapso el caballo, como inspirado, pareció posar sus ollares en esas tiernas esferas, e incluso aspirar profundamente el olor a sudor que las impregnaba, con una delectación insospechable en un ser de su especie, en tanto la Delfina comenzaba a perder altura, en un lerdo descenso, hasta llegar como una pluma a los brazos del Supremo Entrerriano. Al agitarse en la apasionada mano que lo empuñaba, el sistro emitió una última y agudísima nota y, como si se deshiciera un encantamiento, el potro se irguió de golpe, parado en dos patas, y ya con la velocidad natural, partió en una fuga frenética hasta desaparecer en la sombra. Simultáneamente todos los caballos de la tropa lanzaron un terrible relincho.

 

De todo aquello

 

Semejante visión despertó en aquellos hombres un fanatismo inextinguible, una ciega fe en su empresa. Sus nervios comenzaron a distenderse, animados por el mismo entusiasmo de antes, hasta lograr, en una de las más brillantes campañas del Supremo Entrerriano, una serie de victorias decisivas a su favor.

Mucho más tarde, al cabo de una desafortunada campaña contra López, el soberbio Gobernador de Santa Fe, Ramírez fue vencido en un maldito arenal cordobés, en ese último combate suyo, cerca de Río Seco. Tras el desastre, lo de siempre: la huida a toda rienda para no caer en manos del enemigo: Sólo un pequeño grupo acompaña al caudillo: la Delfina, tres gauchos y un sargento correntino revestido con una armadura del siglo xiii; en la cual el yelmo ha sido sustituido por una cabeza de burro coronada por un chimango. Una nube de murciélagos sigue sus pasos, casi a ras de la polvareda de la huida, a través de unos campos cubiertos, de tanto en tanto, por matorrales de espinillo amargo.

Ese siniestro augurio ensombrece el corazón de los prófugos. Sin que los demás lo adviertan, el caballo de la Delfina se retrasa. Unos hombres de la partida que los persigue la alcanzan.

No lanza un grito, los músculos de su vientre se contraen como en un espasmo. Descarga un golpe de fusta contra el atacante. La parte velluda de sus ingles adquiere el aspecto de un rígido astracán, en el cual los reflejos de la angustia se manifiestan por la violenta erección de cada pelo, en cuyo extremo se produce una pequeña descarga eléctrica. La amazona, jadeante, puede apreciar el deseo sin límites que despierta en los gauchos que la aprisionan. Con un movimiento automático agita desesperadamente el sistro, cuyo sonido inmoviliza a Ramírez en su carrera, lo hace volver, lo lanza al vértigo y al destino con el deseo de salvarla. Lo logra al precio de su vida. Rueda ensangrentado entre las patas de los caballos, volteado por un pistoletazo y un golpe de lanza, a tiempo que en la última luz de sus pupilas se refleja, cada vez más pequeña, hasta desaparecer como un punto en el horizonte helado de la muerte, la postrera visión de los gauchos adictos que huyen a toda furia llevando con ellos a la mujer a quien amó locamente.

 

La jaula

 

Le cortan la cabeza y se la envían, envuelta en un cuero fresco, al general López. El general López la hace colocar en una jaula de hierro. Toda una noche la tiene ante sí, sobre su escritorio, reconfortado con el espectáculo de ese despojo terrible impedido de esconderse en el fondo de la tierra. La cabeza golpea furiosamente contra los barrotes, aprieta el rostro contra ellos, husmea en torno en busca de una salida. De tanto en tanto sus labios helados farfullan juramentos y adioses, frases inconexas y turbias que López escucha con burla. Por momentos, el vencedor y su sangriento trofeo sostienen violentos diálogos, con voces roncas de furor, que hacen retumbar los muros del cuartel y estremecen las raíces, mientras en los oídos del decapitado no dejan de resonar, desde toda la lejanía, las notas misteriosas del sistro de la Delfina llamándolo sin tregua. Al día siguiente el Gobernador ordena que se cuelgue la jaula en uno de los arcos del Cabildo de Santa Fe.

Tales cabezas, que exaltan la ferocidad de la época, jalonan la República. La de Castelli en la plaza de Dolores, la de Acha en la Posta de la Cabra, la de Avellaneda en Tucumán, la del Cacho en la plaza de Olta, en plena Organización Nacional, etcétera, etcétera. Sobre el mapa aún informe del país ¿qué estratega de tumbas, en vez de alfileres, señala las conquistas del odio con semejantes cabezas clavadas en lo alto de una pica?


Estetoscopio

 

Pon el oído sobre el pecho de ese país del diluvio y la
luna con pálidas mandíbulas de plata enmascarado de
malaria en un celeste distrito prohibido
en el plumaje real de las hojas
                         escucha allí adentro
el sordo crujido de los roperos de la muerte hinchándose
con la dilatación del invierno el graznido de la pantanosa región del delta toda esa agua inmovilizada por las
estrellas en semejante esplendor enemigo
                                     mira encenderse bajo la sombra de la
niebla el filamento eléctrico de la muerte
                           el amenazante sueño de una raza en el
revés de la tierra

Escucha en tu cerco (y uno es siempre extranjero) los
fantasmas filtrados entre las raíces
                              escucha escucha
                              el trueno del monzón subterráneo el
ronquido de las cebollas enterradas hace mil años el
crótalo del hormiguero que se ramifica el corazón azul de los monos la savia terrible que nutre esas hojas vampiras
el zumbido de los muertos preparando su cena y su
salto

Escucha ese corazón delator
de detritus que ascienden hacia ti cal viva
minerales comidas del tiempo
                                  y más abajo
el grito del negro injuriado el tumulto del saqueo el susurro de plegarias en la iglesia llena de cuernos de búfalo
y el blues
                                del jabón nupcial de la amante desnuda
en un líquido perfumado que fosforece
en el país que ya no verás nunca

(Y nadie quería volver a nacer cubierto de escamas rojas coronado de murciélagos en el gran final en el héroe
indecente en el usurpador con espalda de cerdo nadie
quería ser amputado por la selva beber esas esponjas
tenebrosas de la niebla escuchar en esa lengua del revés
del agua
del revés de las frutas
                     oír allá adentro ese chasquido
de tu piel sola sobre tus huesos olos)

 


La prisionera

 

       Perro
no toques esos senos donde las más delicadas violetas
orgánicas serán un hervidero de escorpiones un ladrido baldío en la ribera caliente de esa sirvienta de las hojas
que ha trabajado tanto para esas flores enormes del
        martirio
para los arrozales
con el gatillo del pantano al rojo vivo del silencio
       y la terrible prisionera
no cae no cede únicamente insulta
                con su gemido de supliciada
       Perro
no toques ese pelo mordido por la lluvia entre las lentas pantallas del follaje
en la sombra de la injusticia
                   ella
                   la empecinada la desnuda
                   entre las hojas cómplices

        No toques ese cuerpo conectado a las fibras de un
pueblo de dientes fulgurantes conectado a la savia y a
la luna que recoge esos muertos de una negra cosecha
al grito del amor y del monzón
al alarido del soldado consumido por un soplo de gelatina ardiente

        Esa presa es tantálica
como el país sin sueño que defiende
ese país de plantaciones de odio que se contagia de hoja
     en hoja

         Esa presa tantálica.


La gran hazaña

 

Informe viaje, Hernando de Magallanes, y el trueno
      de la sal
hacia el patíbulo marino, en las islas, blasfemas
con un relámpago en la boca,
desde la pluma insomne del petrel
hasta el roído hueso espumoso de la muerte,
la ácida singladura en medio de los tentáculos,
                               y ese rasguido del cielo,
ese cascabel de locura de fondo de ataúd de ventisquero
          y astros destartalados
en el ronquido de la foca, el errante
graznar del demonio en una tierra helada
                                que chupa sangre.
                             ¿Y qué dice al respecto Pigafetta?
¿Y quién de los aterrados tripulantes no lo oyó
y lamió los tablones de la nave y rezó a gritos a cada
        golpe de ola, hambriento,
en las semanas de cuero seco y furia,
en ese mar envenenado...?
                          Sin embargo,
él avanzó hasta el fin de sus venas, vio dioses,
atravesado de un lanzazo,
y el golpe de su corazón abrió un sepulcro en la marea,
pero cruzó la puerta virgen,
                     halló el paso increíble,
deslumbrante de adversidad,
y esos descomunales aborígenes bailando sobre su alma.
                ¿Y quién, después, qué otro,
más ávido aún en su codicia desolada,
enamorado bufón con un maldito empleo,
en las sentinas de una ciudad, emigrando
con la mirada fija y la sangre volátil
hacia el cálido hechizo de otro cuerpo en la pasión de
    las antípodas,
con mudas súplicas, tras una agotadora caricia,
encontró nunca el paso de un corazón a otro,
                                    de un abismo a otro abismo...


Rito acuático

 

Bañándome en el río Túmbez un cholo me enseñó a
    lavar la ropa
Más viva que un lagarto su camisa saltaba entre inasibles
    labios susurrantes
y las veloces mujeres de lo líquido
fluyendo por las piernas
con sus inagotables cabelleras bajo las hojas de los
    plátanos
minuciosamente copiados por el sueño
de esa agua cocinada al sol
a través del salvaje corazón de un lugar impregnado
por el espíritu de un río de América —extraña
ceremonia acuática— desnudos el cholo y yo
entre las valvas ardientes del mediodía ¡oh lavanderos
nómades! purificados por el cautiverio
de unas olas
por la implacable luz del mundo.

Lavaba mis vínculos con los pájaros con las estaciones
con los acontecimientos fortuitos de mi existencia
y los ofrecimientos de la locura
                                                Lavaba mi lengua
la sanguijuela de embustes que anida en mi garganta
—espumas indemnes exorcizando un instante todas
    las inmundas alegorías del poder y del oro—
en aquel delirante paraíso del insomnio.
Lavaba mis uñas y mi rostro
y el errante ataúd de la memoria
lleno de fantasías y fracasos y furias amordazadas
                                                    en aguas aguas aguas

tantas dichas perdidas centelleando de nuevo
desde gestos antiguos o soñados
mi vientre y el musgo de mis ingles
lavaba cada sitio de destierro ennegrecido por mi
    aliento cada instante de pasión dejado caer como
    una lámpara
y mis sentidos amenazadores como una navaja asestada
    en la aorta pero por eso mismo más exaltantes
    a cada latido que los disuelve en el viento
por eso mismo más abrasadores a cada pulsación tendida
    como una súplica de anzuelos,
Lavaba mi amor y mi desgracia
tanta avidez sin límites por toda forma y ser
por cada cosa brillando en la sangre inaferrable
por cada cuerpo con el olor de los besos y del verano.
              ¡Dioses!
¡Amor de la corriente con sexos a la deriva entre costas
    que se desplazan!
Dioses feroces e inocentes dioses míos sin más poder que su
    fuga
pájaros en incendio 'cada vez más remotos
mientras retorcía mi camisa
en el gran desvarío de vivir
—¡oh lavador!— tal vez nunca acaso ni siquiera
jamás un instante en el agua del Túmbez.