Material de Lectura

Luis Rosales



Prólogo y
selección de
Pedro Serrano



VERSIÓN PDF

 

La luz suicida


A Manuel Andrade



La lectura de un poema de Luis Rosales es siempre la inmersión en una pregunta. Rosales no piensa en algo que va a resolverse al escribir el poema. Al contrario, son los violentos y sesgados trazos de esa duda los que van a aparecer en el poema, los que lo van a hacer aparecer. Rosales rompe su rigidez para penetrar en la carne viva de su alma, para sumergirse en la carne viva de las palabras, en esa perversión del lenguaje y de sí mismo a la que el poeta accede para que el poema pueda llegar a ser. La poesía es una culpa. No se puede buscar en ella una salida. Es como un laberinto en el que se va pasando cada vez a salas más y más enrarecidas, es fatigar la vida hasta tocar la sal azul y líquida del poema. Es un ardentia como dice Rosales a la que no siempre llegamos y a la que, como al amor, tan fácilmente confundimos. En ella, salir, terminar, resolver, son siempre distintos modos de encontrarse con el silencio. Hay poetas que luego de una luminosidad extrema desaparecen, otros hay que duran en una escritura tenaz y tenue, sin brillos y sin caídas; hay poetas a los que la sal del poema, difícil sal de la vida, los va reuniendo, los va forzando, los va sufriendo. No es gratuito, por eso, que en esta antología la mitad de los poemas pertenezcan al libro de Rosales, Diario de una resurrección. Es su mejor libro. Es esa llama que, después de haber encendido la casa, ilumina y calcina los cuerpos que se tocan, los cuerpos que se leen. Rosales es un poeta que no da salida. "Quien no sufre se quema", dice. Gracias al sufrimiento y a la lúcida conciencia de que la muerte es la fijación y el movimiento de esta vida ("los muertos crecen", dice en varios sitios) Rosales va afirmando y afinando cada vez más ese sonido de oboe que tiene su poesía. Es doloroso, es irónico, es duro. Nunca es fácil. La facilidad, al contrario de la impureza que puede ser su fermento, es la imposibilidad de la poesía. En Rosales, desde el principio sentimos esa imposibilidad a hacer concesiones, ese conocimiento de que la poesía, como el amor, como el mismo vivir, le exige todo. "Amor de labios apretados, sin dientes, todo arena de mar y disciplina oculta" dice en Abril, su primer libro, publicado en 1935. En Diario de una resurrección, el dos de agosto de 1976 escribe: "Tal vez sólo es posible que podamos amarnos mientras que dura un beso". Todo está al borde, toda esta poesía es un borde del cual muchas veces la única salida es despeñarse, desgajarse, desbaratarse para volver a seguir siendo únicamente posibilidad:

...hasta que al alba
vuelva a girar el cielo y ya no pueda
seguirse sosteniendo, y se le caigan
las manos, se le agrieten
las manos, se le abran
las manos temblorosas,
y al perder su sostén el cuerpo caiga
como agua desatándose,
y empiece
la música en sus alas.

Pienso en la poesía de Rosales y las palabras que me vienen son todas de destrucción ("Hay algo en el amor como una luz suicida" es un verso clave para entender no sólo el amor sino el sentido de la poesía en Rosales). De Abril a sus últimos poemas han pasado más de cuarenta años y la luz y la fuerza de ellos va creciendo, va destrozando, va arrasando y calcinando todo para hacerse. Hay en su poesía la conciencia, la necesidad de no tener nada para tenerlo todo. A través de la separación y el rompimiento que es el dolor, Rosales recupera el mundo, recupera la vida, ocupa de nuevo el amor y el poema. Sólo después de ahí, sólo desde ahí puede permitirse la paz, de ahí puede permitirse la paz, de ahí puede pasar al recuerdo, ese otro río de su poesía, el recuerdo que lo lleva, que lo regresa y lo adelanta, que lo sumerge y lo habita. Por el recuerdo ve, y ese ver nos permite a nosotros. Nos permite ser y nos permite ver también. En él está su familia, están las manos de su madre, la verdad que es un amigo, el amor que se va haciendo de despedazos, el deseo que no siempre nos ilumina. La única riqueza de un poema está en hacer posible, en ser siempre una posibilidad. Al entrar en la poesía de Rosales no somos nada, pero esa negación que nos deshace es la que nos hace posibles. Al iniciar la lectura nos encontramos de golpe en el vértigo de la derrota, en una serie de imágenes que lo primero que hacen (lo primero que se hacen también: la lectura es un espejo o un espejear) es quitarnos el piso:

Hoy me encuentro en el aire y en modo alguno quisiera detener esta caída en la que toco la verdad.

Cada poema es la misma ceniza de un mismo fuego vital gracias al cual se comienza a formar de nuevo el mundo. Un mundo, una poesía que necesitan y que saben que necesitan estar en vilo, siempre a punto de aparecer y desaparecer. Una poesía que, gracias a esa conciencia de que todo está a punto de acabarse, de que nada tiene por qué seguir continuando, de que la inercia no existe, no es, logra afirmar más profundamente, más íntima y certeramente su condición de vida, su condición de temporalidad. Cada poema de Rosales se siente —o así lo leo— como un literal desvivirse, como la imagen de un metal torturado, como el agua fuerte que queda luego que el ácido ha quemado las manos y el metal y que es, al mismo tiempo, la máxima concentración, la fijación y la luminosidad de esa vida.



Pedro Serrano

 

 


 

 

 
Nota biográfica

 

Nació en Granada el año de 1910. Estudió el bachillerato en los PP. Escolapios de su ciudad natal. Licenciado en Filosofía y Letras. En Madrid inició su carrera literaria publicando sus primeros versos en el número 2 de la revista Los Cuatro Vientos. Ha colaborado en las más importantes revistas de poesía y ha sido redactor de Vértice. Sus artículos han aparecido en numerosos diarios españoles. En 1940 se licenció en Filología en la Universidad de Madrid, de la Real Academia Española. Dirigió Cuadernos Hispanoamericanos del Instituto de Cultura Hispánica. En 1951 recibió el "Premio Nacional de Poesía José Antonio Primo de Rivera", y en 1983 el "Premio Cervantes". Murió en Madrid el 24 de octubre de 1992.

 

 




















 

 

Oda del ansia


No sólo yo. Silencio. Hay que afirmar el ansia.
Todo asombro profundo se convierte en milagro.
Tú solo, amor, tu sola evidencia desnuda
sobre el árbol sin agua que agoniza en el ojo.

Tú solo, amor, tú solo, primavera morena,
y los barcos que llevan tu ternura en el ancla.
La mano más pequeña desplegará la honda,
y aceptaré tu sueño sin preferencia alguna.

La fe es una visión temblorosa y alada.
Cuando crezca en el mar la emoción de la yerba
con un vasto temblor de prodigios tirantes,
tú solo, amor, tú solo y alerta, alerta, alerta.

Amor, amor de labios apretados, sin dientes,
todo arena de mar y disciplina oculta.
¿Tendrá sobre mi carne rubores de bautismo
tu ceniza colmada de sombra dolorida?

¿Será una adolescencia de mar? Tendrá una libre
movilidad sin norma de ciprés enclaustrado,
desplegada obediencia —simplísima— del hombro
taciturno de soles y sereno equilibrio.

¿Será un toro dormido sobre el pasto olvidado
tan henchido de sangre, soledad y ternura?
¿O un vuelo de palomas tiránico en la nieve,
evangelio de puentes y porvenir de arroyo?

La tierra, sí, la tierra; voy a hablar lentamente
de la rosa desnuda sin poder, del aroma
de tu fiebre sin nombre en infancias de almendro,
del silencio del remo acogido en el agua,

de enmohecidas veletas con dirección inmóvil,
y de angustias de largas y azules cabelleras.
No sólo yo. Silencio. Como un galgo tendida
mi oración se recorta definida en tu nombre.

Todo asombro profundo se convierte en milagro.
Tú solo, amor, tú solo, que te sueño desnudo
como un varal de nardos angustiados, tú solo
como un ciervo, en mi frente derramada en el agua.

Ambición de ser mar de las manos viriles.
La presencia es un ala del amor de las cosas,
ascensión hasta el vuelo que agoniza en el ojo
con la angustia imposible de la concha en la arena.

La mano más pequeña desplegará la honda.
¡Dame el cántico, amor, del puro vencimiento!
¡Mis manos son el mar y la brisa y la nube!
¡Tú solo, amor, tú solo, y alerta, alerta, alerta!

(De Abril, 1935)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


 

Súplica final a la virgen del Alma Arrepentida



Vuelvo a la selva del dolor nativo
y arrodillado ante mi sangre, muerto,
siento volar la arena en el desierto
del corazón efímero y cautivo.

Sólo en la angustia permanezco y vivo
sintiendo entre mi carne un bosque abierto
donde queda el redrojo al descubierto
con el paso del tiempo fugitivo.

De vivir descansando en la agonía
tengo rota la sangre y sin latido,
la soledad desenclavada y yerma,

¡ciega el cristal de la memoria mía
y acuna en tu regazo al tiempo herido
para que duerma, al fin, para que duerma!


(De Retablo de navidad, 1940)

 


 

Autobiografía

 


Como el náufrago metódico que contase las olas que le
bastan para morir;
y las contase, y las volviese a contar, para evitar errores,
hasta la última,
hasta aquella que tiene la estatura de un niño y le cubre
la frente,
así he vivido yo con una vaga prudencia de caballo de cartón
en el baño,
sabiendo que jamás me he equivocado en nada,
sino en las cosas que yo más quería.

 

(De Rimas, 1951)

 

 


 

 

Agua desatándose

 


El tiempo es un espejo en que te miras.
Tú ya has entrado en el espejo y andas
a ciegas dentro de él. Tú ya has entrado
en el espejo. Nada
te puede desnacer; ya eres viviente;
tu carne sucesiva y simultánea
es igual que un trapecio donde un pájaro
a pie, se maniata
dando vueltas y vueltas, procurando
sostenerse en su cuerpo;
y en la barra
estén fijas sus manos mientras gira,
—abajo, arriba, abajo—
hasta que al alba
vuelva a girar el cielo y ya no pueda
seguirse sosteniendo, y se le caigan
las manos, se le agrieten
las manos, se le abran
las manos temblorosas,
y al perder su sostén el cuerpo caiga
como agua desatándose,
y empiece
la música en sus alas.

 

(De Rimas, 1951)

 


 

 

 

Desde un umbral de sueño me llamaron

 


La palabra del alma la memoria
y en el bosque donde vuelve a ser árbol cada huella
la sustancia del alma es la palabra;
la palabra donde todas las cosas extensas y reales
se encienden mutuamente y de nosotros,
se encienden mutuamente y conviviéndose desvarían
lo mismo que un espejo, que algunas veces, cuando lo quiere
Dios, tiene unas décimas de fiebre,
porque todo es distinto y tú lo sabes.


He llegado a mi cuarto, igual que siempre, y al desnudarme
me siento entumecido de alegría,
como si el cuerpo me sirviera de venda y me cegara,
y yo estuviera siendo
de una materia casi cristal de niño,
casi nieve de niño alucinado,
porque todo es distinto y tú lo sabes.
Sí, allí estaban los muebles,
allí estaba el armario,
allí estaba el perchero, manteniendo en el aire, como un
acróbata,
los trajes, los silencios y los sombreros sucesivos;
allí estaba aquel lecho,
que desde hace varios años
viene siendo, generalmente, utilizado por mí como un desván
para arrumbar los sueños,
para arrumbar todos los sueños que se me quedan largos,
para arrumbar todos los cuerpos que se me quedan cortos
y demasiado usados,
todos los cuerpos míos que no me sirven ya para vivir;
y allí estaban los muros
por los cuales se escucha, durante todo el día, gotear la voz
de las criadas,
gotear la humedad femenina,
la palabra que se resiente un poco de cojera,
la palabra insistente e ineludible,
frente a la cual, a veces, quisiéramos quedarnos sordos
hasta los huesos,
y ahora no están aquí, no están conmigo,
¡y ahora ya no hay perchero, ni armario, ni lecho, ni
humedad en el muro!
Hay sólo una ventana —una ventana sola sobre el aire—
y tras de la ventana veo encendida la habitación de enfrente,
la habitación que yo pensé que habitarían mis hijos. No
puedo comprenderlo;
desde que habito en esta casa no se ha encendido nunca
—estoy seguro de ello—,
no la he encendido nunca, y ahora ha llegado allí la luz
no sé de dónde,
no sé de cuándo,
y resplandece;
y como toda luz está diciendo un nombre,
y como en toda luz se siente una llamada,
me he vestido de prisa, me he vestido correctamente,
me he vestido como si estuviera situando un pelotón de
soldados en la frontera,
en la misma frontera de mi alma,
para estar prevenido, para tener la seguridad de que había
hecho cuanto era necesario para vivir,
y salgo, y voy corriendo por el pasillo ciego,
y voy corriendo hacia la luz,
hacia la habitación que está encendida,
y rompiendo a callar mientras dice mi nombre.

—Hola, Luis, ¿cómo estás?—

Y era verdad, era verdad como una calle que nos lleva a la
infancia,
como una calle que nos duerme, y que después de nieve
puede volver aún...
y todavía,
puede hacerse real, y estar allí contigo, estar allí conmigo,
tendiéndome la mano,
como el libro de música sobre el atril sigue esperando que
alguien pase la hoja que ya tiene cantada;
sí, era real, y por lo tanto era un milagro,
y estaba allí, mirándome
con aquella mirada suya, tan suave y tan honda, que parecía
que iba quemándose mientras miraba;
era como un milagro entre las mesas de oficina,
y las revistas que se escribieron como oficios que nunca han
sido tramitados,
y los libros irreparables y caídos,
que ya no pueden ser abiertos, y están doblando entre sus
hojas algo,
que vuelve a ser materia...
Y Juan estaba allí,
como había estado aquellos años que convivimos juntos,
como había estado siempre que yo pensaba en él,
desde aquel día
en que dejé de verle;
y estaba siempre igual, pero viviendo,
viviendo en aquel cuarto donde duermen mis hijos,
donde duermen los hijos que yo espero tener,
que yo quiero tener,
y estaba allí meciéndoles el sueño,
meciéndoles ya el sueño,
entre todos los objetos inútiles:
los archivadores de la botánica comercial,
los ficheros, la descolocación y los sillones basculantes,
levantándolo todo hacia la vida.

—Hola Luis, ¿cómo estás?—

Es Juan Panero quien me habla; murió y era mi amigo.
Y ahora,
después de nieve,
después de siempre,
ha venido, ha venido.

(¡Sí, tú también tendrás calle, tú siempre la tuviste, tú
siempre tienes calle para llegar a mí!)


Sí, ha sido Juan Panero quien me ha puesto en camino,
ha sido Juan Panero que murió hace diez años
y que ahora está conmigo porque siempre volvía.
Siempre era puntual;
hablaba poco,
hablaba muy despacio,
parecía que estuviera escribiendo,
parecía como un niño que pensaba escribiendo,
parecía como un niño que nos llevaba a todos de la mano.
Era proporcionado de sueño y estatura,
y no podía cambiar
porque estrenaba su vigoroso corazón a todas horas,
y ahora he vuelto a encontrarle,
ahora se encuentra aquí porque siempre volvía.

—Tú tienes una luz; tú sí la tienes; tú siempre la has tenido;
callábamos los dos,
callábamos los dos para abrazarnos dentro de aquella parte
de nuestro corazón,
donde no hubiera ruido,
donde no hubiera nieve amontonada que cegara la puerta,
donde no hubiera ya, sino una sola cosa.
Tenía que ser así; tenía que ser de esta manera,
llegando de este modo,

—Y tú Juan, ¿cómo estás? Y tú allí, ¿cómo estás?—

y tú seguías callado,
y tú callabas de una manera extraña como diciendo tu
silencio,
y tú callabas volviéndote a morir para decirlo.

Quizá pasaba el tiempo; quizá volvía; quizá estaba allí, con
nosotros, sentado.
Está mucho mejor —pensaba yo—, ha crecido hacia el Cielo,
ha crecido hacia mí,
igual que una palabra convencida que se dice entre dos,
igual que un muerto que se siente crecer,
igual que un muerto "bueno" que continúa creciendo,
que puja y crece dentro de varios corazones
y en cada uno de ellos sigue cumpliendo, al mismo tiempo,
distinta edad,
la edad de esta palabra mía,
de esta palabra que no he vuelto a escribir hasta verte de
nuevo,
hasta poder hablarte como te estoy hablando ahora.
Quizá pasaba el tiempo; quizá volvía.

—¿Recuerdas a Piedad?
¿recuerdas que decías que ella no había nacido para cumplir
tus mismos años?—

Y tú sigues callado,
sigues callado ahora porque no puedes recordar,
porque tú lo ves todo al mismo tiempo,
lo estás viviendo todo ya junto y encendido.

—Y aún lo sigues viviendo, ¿no es verdad?—


Volvíamos de la clase
donde nosotros nos sentábamos entre el latín y entre el
silencio de ella;
yo te había dicho: —Espera en el pasillo, ¡no seas tonto!,
no es preciso dar clase para estar a su lado.
Y tú me respondiste:
—No es eso, ¿sabes? Debo entrar, me es necesario entrar;
estoy acostumbrándome,
y aprendiendo a callar junto a ella.

Y lo aprendiste para siempre


porque tú tienes una luz; tú sí la tienes; tú siempre la
tuviste,
una luz que era la que alumbraba esta habitación cuando yo
la miré desde mi cuarto,
una luz que era una de las cosas que tú ya estabas siendo,
igual que estabas siendo marinero,
igual que estabas siendo una salida al campo,
igual que estabas siendo hombre;
y era una luz que tú podías vivir, que tú podías hablar, que
tú decías,
que tú decías
con una voz tan quieta que se iba haciendo igual que un
árbol,
que se iba haciendo árbol,
para repartirse de rama en rama entre aquellos que la
escuchábamos,
y a cada uno nos hablaba de manera distinta,
nos hablaba quedándose en nosotros
como si no supiera ya volver contigo,
como si no siguiera siendo tuya, caritativamente tuya,
como si hubieras olvidado que vivías mientras que nos
hablabas,
como si hubieras olvidado que nosotros te llamábamos Juan.

Tú lo sigues viviendo como entonces.
Volvíamos de clase
y el Guadarrama estaba allí,
haciéndose más alto cada día, más de nieve y tan alto que
era preciso crecer para mirarle.
En aquel tiempo
las compañeras no jugaban apenas,
no conocían su oficio
porque se tramitaban en latín durante todo el día,
y después
—ya después— y a la hora de acostarse,
se lloraban durmiendo,
se lloraban las unas a las otras, destituyéndose a sí mismas,
cristalizando todas sobre una sola lágrima,
llorándose entre todas
y entre todas igual.

Y la mañana aquella
era más dulce
que una sonrisa que se ha quedado quieta y ya no es tuya;
íbamos todos juntos; ¿iríamos todos juntos?: Pilar,
María Josefa, Concha, Piedad,
acaso Lola,
Luis Felipe y nosotros.
¿Recuerdas? María Josefa era muy tristemente,
muy hondamente verdadera,
tenía la boca joven como una huella recién pisada,
tenía la pena única,
tenía la pena de esos niños que se han quedado solos en la
cocina de la casa cuando todos se van,
tenía la pena de esos niños que nunca son "mayores"
cuando llega un viaje;
Concha era siempre alegre, siempre después de alegre,
y por este bautismo
era difícil contemplarla de tan clara que era;
pero más tarde, algo de su alegría
se nos quedaba como sal en los ojos,
se nos quedaba dentro y desvelándonos,
porque tenía una indeleble continuidad,
y cuando no soñaba al acostarse, se entristecía y enviudaba
un poquito sobre su corazón,
porque pensaba que había perdido para siempre la noche.
Y Pilar, la dulcísima, la bendiciente,
la dolorosamente intransitable;
Y Lola;
y Luis Felipe que ya entonces vivía
con una vida proyectada, difícil y ejemplar,
y Piedad, que iba en medio del grupo y nos centraba a todos
en la muerte
y era pequeña y cereal y terminantemente rubia...

Y ahora Juan se reía, y seguía hablando y se reía,
tropezando un poquito en las palabras,
tropezando en la risa,
como cuando los niños bajan, saltando alegremente de dos
en dos, los peldaños de una escalera.
—No es rubia, Luis,
si tú supieras hasta cuándo no es rubia,
si tú supieras hasta cuándo no ha sido nunca así,
sino trigueña y candeal y doliendo a madera,
y humildemente alta porque era tímida de estatura;
si tú supieras, Luis, cómo sigue escondiéndose aún en los
ojos que tiene,
en los ojos que son como una herida que mana sangre
nuestra,
y por eso nos duelen cuando miran—.

Estaba hablando para siempre, viviendo para siempre,
ardiendo para siempre,
y como me extrañaba su ardentía,
y como hablaba de tal modo,
que sus palabras, después de dichas, se quedaban
inmóviles,
se quedaban completamente siendo
y se me convertían ante los ojos en cosas verdaderas,
yo le dije:

—Y sabes, Juan, que hablas
como si todavía la siguieras queriendo—;

pero anochece
cuando la luz termina de decir su palabra sobre el mundo,
cuando la luz

—Hasta mañana, Luis—

y ahora
la nieve de empezar a ser bastante
sigue cayendo,
y siento sus palabras que van haciendo un nudo con mi
sangre
un nudo en aquel tiempo

—No lo olvides;
la muerte no interrumpe nada—

y
como empieza a latir el pulso de un enfermo,
se fue haciendo la niebla,
se fue haciendo el silencio cuando te fuiste, Juan.
y yo seguí contigo,
y yo seguí callado entre la sombra,
y yo seguí callando,
callando hasta nacer y hasta nacerte.

 

(De La casa encendida, 1949)

 

 


 

XXI

Solamente las manos



Ya no hay repartidor de lágrimas, ni colleras tintineantes, ni anises, ni aguador a la puerta. Ya el ataharre habrá subido al cielo como un gobernador, y tú sigues viviendo, y haciéndome vivir, mientras te puedo recordar. Me cortaría las manos para seguir haciendo tu retrato con el muñón, para seguir haciendo tu retrato borrando un poco lo que escribo, puesto que mis recuerdos son borrosos también. Hay que adaptar los medios a los fines y darle tiempo a todo para que encuentre su verdad. El tiempo no es un muerto; no lo podemos enterrar. Nada cesa en la vida. Los ojos nunca mueren: siguen viendo nuestras raíces. Los ojos nunca duermen y sus imágenes persisten en el sueño igual que las agujas de los pinos se convierten en tierra. Cada vez que soñamos pisamos nuestros ojos, y sólo entonces, al pisarlos, se graba en la mirada nuestra huella. Ahora, pensando en ti, surge un recuerdo con claridad: yo he tocado tus manos. Las he tocado, muchas veces, acuñándolas con las mías, pero aquella juntura del contacto, aquel encendimiento, vino más tarde, muchos años después, para que me sintiera mutilado, igual que las cerillas apagadas vuelven a arder al ponerse en contacto con los ojos del muerto. No nos basta vivir. La vida puede deshacerse en el primer recodo del camino, como si de repente se pudrieran volando todas las mariposas. La perfección exige tiempo. Nada se verifica sucediendo y aun el ayer tiene un momento en que no es tiempo aún. No es más que una palabra. Una palabra extraña que se escribe con los ojos cerrados; una extraña palabra que, poco a poco, va deshelándose, va convirtiéndose en acción. Ya lo sabéis: por más y más que caminemos estamos detenidos en nuestro crecimiento, porque en la vida no nos llevan los pies, sino las huellas. Pero no sólo queda el hueco: hoy recuerdo sus manos, solamente sus manos, como si me vendaran la memoria. Tal vez no las recuerdo, ni las veo, las siento todavía. Sigo tocándolas aún.

Al correr de los años se fue haciendo tan expresiva que, al moverlas, pronunciaba sus manos y ponía en cada cosa que tocaba un acento distinto. Colocaba los manteles, los cubiertos, los platos, las flores de la mesa. En cada objeto, un reconocimiento, una pronunciación distinta, deletreante y como atónita. Ahora lo he comprendido: toda acción repetida se convierte en lenguaje, se convierte en palabra, y ella hacía siempre sus acciones de la misma manera. Se repetía para dictarse en nuestros ojos como se escriben las palabras en el papel. Pero nunca quedaba escrita. Tal vez la perfección exige acabamiento, pues, en rigor, no me bastaba verlas cuando las vi, ni ahora me basta recordarlas cuando trato de describirlas. Es necesario hacerse a ellas. Es necesario hacerse a ella. Cada uno de sus rasgos revelaba la trama de su vida. Cada uno de sus gestos revelaba la urdimbre de sus manos. Eran de coral blanco, de coral primerizo, con sus imperfecciones y sus renunciamientos, sus asperezas y sus grietas. Pero además eran de tiempo y de trabajo y estaban ya disminuidas, acurrucadas, reuniendo su calor, como se embebe el cuerpo, contrayéndose, cuando pasamos por un túnel. Recuerdo su blancura y el resplandor, mate y empobrecido, de alguna de sus vetas. Tenía las manos debilísimas, y tan utilizadas que el cansancio impedía que sus dedos pudieran mantenerse dentro de un mismo plano. El pulpejo los retraía sobre la palma para evitar ese calambre doloroso que produce la duración continuada de una labor —ya coser, ya pintar, ya escribir— hecha con el pulgar y el corazón. Pero el calambre no cesaba. Para evitarlo, se contraían sus manos, descansando en la mesa como las conchas en la arena. Con aquel gesto recobraban su forma original, se replegaban hacia su infancia, concentrándose para no deshacerse. Parecían coger algo para legitimarse en el trabajo y descansar. Pero no descansaban. Durar ya es un esfuerzo y el cansancio es un túnel. No podían salir de él, y año tras año, se habían ido adaptando a su forma. Ya en los últimos días, cuando me gusta recordarlas, tenían la forma del cansancio. Pero, no lo olvidéis, todo vuelve a su origen y aquella forma oval era también la que tuvieron en el claustro materno. Demostraban su cuna. Si el cansancio las aniñaba tarareándolas, el trabajo les había dado su hormigueo y aquel gesto prensil, hueco, definitivo, y por así decirlo, desmoronado. El tiempo no es un sueño y yo tendría que recordarlas desmoronándome con ellas.

(De El contenido del corazón, 1969)

 

 


 

 

Las alas ciegas



Quien no sufre se quema,
y yo recuerdo que la primera vez que hablamos
me mirabas con tal intensidad
que te quedabas añadida a mis ojos.
Así ha pasado el tiempo desde entonces
y las cosas que he vivido contigo se convirtieron en
necesidades
y la vida que no vivimos juntos es una casa sin ventanas.
Las alas llevan a la niñez,
pero tú me mirabas de tal modo,
me mirabas doliendo de tal modo,
que a partir de aquel día no he logrado saber
si hay que vivir o hay que morir lo que se ama
pues cuanto no se muere más de una vez en nuestra vida
no llega a madurar: es gratuito.

Morir es un aprendizaje
¿no recuerdas que los amigos que más queremos
se nos fueron haciendo indispensables,
poco a poco,
y hoy los vemos andar como sonámbulos en el sueño de
Dios,
y su rostro al mirarlo se desdibuja,
nos parece movido
como
cayendo a bien morir?

El temblor es un muro que separa la sangre en dos orillas,
y ahora quiero decirte,
amiga mía,
que aquel diálogo primerizo no ha terminado aún,
no puede terminar
ya que "la muerte no interrumpe nada"
y esto no son palabras son latidos
y distienden la sangre como se alargan las palabras cuando
haces el amor.

Quien no sufre se quema,
y yo quiero decirte,
quiero añadir aún
que hay ocasiones en que la certidumbre de vivir se hace tan
dirimente
que ya no puede sostenerte ni sostenerla.
No lo olvides,
amiga mía,
hay personas que no saben que sufren y hay personas que
no saben sufrir
como hay lugares en el mundo donde nunca ha volado una
paloma,
y tú sabes muy bien que cuando estoy a tu lado nunca te
dejo de mirar porque temo perderte,
no sé cómo, no sé cómo
no sé,
pero temo perderte cuando juntas el cielo con la tierra,
cuando lo juntas todo: la víspera, el insomnio, los adioses,
la nieve cuando cae,
¿no recuerdas su lástima cayendo?
¿no recuerdas también
que el amor tiembla al derramarse para juntar dos cuerpos,
y es lo mismo que un gas que al concentrarse se licua

Morir es como amar,
morir es un aprendizaje progresivo
y asiduo,
y yo recuerdo otros momentos tuyos
más difíciles
en los que me mirabas con los ojos empalizados
y la sonrisa veraneándote en la boca,
pues cuando estás a la defensiva
la indecisión te agrieta un poco,
te va agrietando lentamente
como la carne se cae del cuerpo con la lepra.

Las alas llevan a la niñez,
esto está claro, pero ahora,
para que nunca vuelvas a sufrir,
voy a inventarte una alegría,
voy a extraer,
de donde esté,
algún recuerdo tuyo que pueda sostenerte,
y te recuerdo niña,
te veo despertar cada mañana en un pueblo distinto,
y te estoy viendo sola, callejeando y velocísima
con las trenzas siguiéndote y corriendo
cada vez más amparadoras
para no separarse de tu cuello y de ti,
y he sentido crecer tus ojos, tus zapatos,
tu cabello que busca el mar para embarcarse,
y he visto que tu cuerpo te llevaba en volandas,
y no podías gritar
porque ya entonces ibas con tu secreto al hombro,
mientras que toda la población del cielo te miraba
escandalizada
repitiendo con los labios jaculatorios y contumaces:

—¡Caramba con la niña!—

Y después, al llegar a tu casa, como un copo de nieve se
deshace,
te quedabas dormida con el cuerpo despierto,
con el cuerpo corriendo todavía,
y la noche era un puente roto
sin más,
sin otra cosa,
hasta que muy de mañanita te lavabas de chapuzón,
y subías al dormitorio de tus padres para besarlos sin chistar,
y como entonces no tenías en el mundo más amiga que el
ama,
te marchabas al colegio con ella
y en el momento en que llegabais juntas a la calle,
todo se hacía domingo porque os necesitabais mutuamente
y ella reunía su desamparo con el tuyo,
y te miraba para vivir,
y te hablaba despacio y tiritando las palabras
con la voz agachada mientras marchabais apretujándoos
ya que a ti te gustaba pisar seguido, muy seguido y sin
salirte del bordillo;
y no sé cómo podíais llevar el mismo paso
porque tú andabas como saltando y ella andaba como
rezando;
y yo he visto esa calle muchos años después
y la he mirado con los ojos que tú entonces tenías,
y la calle era un árbol con monjas en las ramas,
no me digas que no,
no me interrumpas,
ya sé que en torno del colegio la calle era distinta
como si comenzase a hablar contigo en una lengua vuestra,
pero al llegar hasta el zaguán en donde os despedíais,
te sentías desahuciada,
y comenzabas a tener un temblor muy despacito pero muy
junto,
pues al quedarte sola vivías tu vida entera
como se vive una premonición.

Y esto es lo que recuerdo,
lo que he podido recordar
cuando vuelvo a mirarme en tus ojos de niña para tratar de
devolverte algo,
una migaja de alegría,
siguiendo el vuelo de las alas ciegas.

 

11 y 12 de agosto de 1977

(De Diario de una resurrección, 1979)

 

 


 

La luz interrumpida

 

Homenaje a Juan Ramón

 

Nunca pero contigo, aunque la vida sea
la luz de ese mañana que nunca viviremos,
un tren que no esperabas y ha llegado, una hora
que empieza siendo alondra y acaba siendo espejo.

Cuántas veces he visto un columpio en tus ojos
mirando y sin mirar un ayer venidero,
viviendo y sin vivir algo que nunca llega
y a fuerza de esperarlo se va haciendo más nuestro.

Miradas con recuerdos por hacer que aún se doran
¿en qué sol amarillo o en qué tarde de invierno?
soles que ya estuvieron ardiendo en otra boca
y luego al enfriarse se convierten en besos.

Manos que poco a poco se han ido haciendo sombras
y alucinadamente te acarician durmiendo,
cenizas ¿de qué luto?, despertar ¿en qué vida?,
y esta mínima y lenta procesión de los huesos,

y este temblor de azúcar bajo la lengua cuando
te toco y no sé cómo despiertas y te veo
y tu cuerpo es un río que pasa ante mis ojos
y el amor vuelve a darnos su desmemoriamiento,

y esto quizás no vuelva a suceder, quizás
no vuelva a despertarme con los ojos abiertos,
ni sepa en qué momento de luz interrumpida
la nieve vendrá a verme cuando estemos naciendo

juntos y para siempre, ¿en qué mañana? ¿cuándo
seré sólo una lluvia de ceniza en tu cuerpo
y aún querré estar contigo y vivir una vida,
de después o de nunca, para seguir cayendo?



14 de agosto de 1976

(De Diario de una resurrección, 1979)

 


 

A mí me gusta tu tos



En la corriente alterna del jardín y el recuerdo
siempre que pienso en ti la ausencia me deslumbra,
es como un resplandor que se impone a mis ojos:
si los cierro me engañan, si los abro me angustian.
Ayer por la mañana vi la luna en el cielo
como dentro del agua, parecía una pregunta
hecha desde muy lejos; el jardín me recuerda
que vienes, con su asombro de musgo en la penumbra,
su sol pestañeando entre las ramas altas,
y en las ramas centrales su prohibición de fruta
corporal y latiendo bajo las hojas: es
cierto que estoy oyendo la silenciosa música
de tu cuerpo al andar y las magnolias dicen
que sí, que antes de ser redondas fueron tuyas.
Vuelvo a ver tu mirada como un pájaro ciego
que tiembla mientras vuela; tus manos son de juncia,
temo a veces pisarlas y
tu
cuerpo
es
un
río
de
amapolas
andando
si
me
quieres.
Y hay una
sombra de hojas que caen y crujen lentamente
en tu voz al hablar como un terrón de AZÚCAR
CHASCA MIENTRAS SE QUEMA,
y ríes como tosiendo,
un poco, nada más que un poco: a mí me gusta
tu tos, es lo más tuyo, y me parece ahora
mismo que he vuelto a oír en la alameda última,
igual que un trapo atado se rasga con el viento,
su estrangulada y ronca iniciación de lluvia.


17 de agosto de 1976

(De Diario de una resurrección, 1979)

 

 


 

 

La ola inmóvil

 

Es curioso saber que todo empieza en la transmigración de
la saliva
y mis ojos dentro de poco van a cumplir dos años.
Lo cierto está tan cerca que el silencio me ha cortado los pies
y la sangre gotea sobre la alfombra
ya que no basta ver lo que se ve, es necesario adivinarlo.
Lo que se ve es un cuerpo en la penumbra,
n cuerpo que en la noche de amor tiene la plenitud de una
ola inmóvil,
que está siempre en su altura de dominio.
¿Nunca has pensado, amiga mía, que el cuerpo al
desnudarse está más junto?
y luego,
en el momento en que lo miras,
cobra su exactitud porque el mirar lo va configurando.
Todo consiste en la transmigración,
y hoy al verte he sabido
que el tacto es el recuerdo más antiguo que tiene el hombre,
y a veces puede aterrorizarnos
con su temblor de miel
lenta y originaria y envolvente.
El tacto es como el mar
y el cuerpo amado es de agua despacísima que no se mueve
sino hacia adentro,
desnaciéndose,
ya que la carne tiembla porque mira y al entregarse está
mirándonos.
Hay zonas de tu cuerpo que en la sombra relumbran
y tienen un calor reberberante
y un temblor desciñéndose que es la memoria de su origen,
y ya sabes que a veces
el cuerpo participa de la luz
pues el que toca lo cierto muere,
y noche adentro sientes que la profundidad del mar se hace
inmediata
con el roce más leve
pues lo profundo aterra: es desnacer,
y el agua de tu cuerpo está muy junta y muy temblada
ascendiendo de la sombra a la luz,
y nunca acaba su ascensión,
su encendimiento gradual,
y el pulso empieza en las estrellas,
y la creación del mundo se suspende hasta que ya en el mar
sólo queda una ola,
sólo cabe una ola que al llegar a la playa queda en vilo,
sabiendo
que no puede romper sino acabándose.

 

17 de agosto de 1976

(De Diario de una resurrección, 1979)

 


 

Cómo es posible que la predestinación
a veces llegue tarde



Cuando vivimos tanto que hay que pagar exceso
hay algo en el amor como una luz suicida,
tal vez es sólo eso,
y hay amores que duran algo menos que un beso,
y besos que han durado algo más que una vida.

 

30 de marzo de 1977

(De Diario de una resurrección, 1979)

 

 


 

Un puñado de pájaros


Como la voz y la palabra tienen un mismo cuerpo y un
rostro diferente,
vive el amor su identidad
en dos amantes que descansan cada cual en el otro,
distendiéndose,
y es esta distensión lo que les une
lo mismo que la llama tiene un centro de sombra y un
entorno de luz.
Vivir o no vivir, este es el juego,
pues naces cuando amas
y el amor sólo dura mientras sigues naciendo.
Mas no siempre la vida llega a tiempo y hoy me siento plural
y desasido,
hoy me encuentro en el aire y en modo alguno quisiera
detener esta caída
en la que toco la verdad como a veces tocamos nuestro
cuerpo para certificar que no estamos soñando.
¿Cuándo voy a aprender lo que he vivido?
por ejemplo:
la luz resbaladiza que en algunos lugares reverbera en tu
piel,
el cuerpo y su inmediato despertar,
la lentitud de esa caricia que se va convirtiendo en un pétalo,
los ojos hilvanados
y esa anhelante sobreprestación
en que el hombre descubre su propia oscuridad,
su sangre deseante,
y ese calor de oveja llenándote la mano.

Ahora bien, el milagro no es todo y el silencio de dos
nunca se junta;
la luz llega a la tierra después de su caída;
los besos no se pueden recuperar;
cuando el amor se acaba sólo deja un puñado de pájaros.
Más temprano o más tarde lo que vuela se aleja:
éste es el precio de vivir,
y el corazón se quema en esa distensión en que el amor nos
hace traspasar nuestra frontera de crecimiento
y ya no puedes sostenerte en los pies rotos.
Quizás estas palabras son una invitación para el naufragio,
sin embargo es preciso aceptar
que en amor quien elige se equivoca.

Más tarde o más temprano la vida se produce de una manera
negociada igual que un cargareme,
y la elección tiene la culpa por su carácter ganancial,
por su carácter legitimado y contencioso;
la elección es la culpa preventiva que convierte las noches
en arena,
mientras en nuestro corazón crece el desierto como queda
en la tierra un sobre blanco.
Vivir o no vivir, este es el juego.
Sólo cuando la vida misma decide por nosotros puede llegar
a ser imprescindible,
comprenderás, amiga mía, que esto sucede raras veces:
es como ver palidecer a un muerto.
Lo que suele venir es el cansancio,
la vida y su desagüe en el ahorro,
y ese arrepentimiento primordial de saber que lo vivo era
lo otro,
cuando ya está perdido.

 

20 de agosto de 1977

(De Diario de una resurrección, 1979)

 


 

El hilván



Nadie puede saber cuándo comienza a avergonzarse,
y sería conveniente mirar a las estrellas
que se van encendiendo contagiadas de silenciosidad,
para aprender,
al menos,
que la palabra más hermosa de nuestra lengua es la palabra
titilación.
Nadie puede saber cuándo comienza a ser injusto,
pero ya lo está siendo cuando adelanta su voluntar, aunque
tan sólo sea un milímetro, a su pensamiento,
y se aísla de sí mismo
titilando.
¿No has observado que en algunos momentos
—de cuyo número no quisiera acordarme—
la palabra nos suele convertir en un espantapájaros?
y alguien te hace mover los brazos contra tu voluntad,
hasta que llega ese momento en que precisas ser injusto,
en que precisas ser injusto para acabar con todo como se
chasca una nuez en la puerta.
Y no deja de ser curioso que esto pueda ocurrir cuando está
el pan sobre el mantel,
y entonces hablas deshauciándote,
hablas sin responder a ninguna necesidad,
clavando un alfiler en la retina de la persona que más
quieres,
para decir,
si acaso,
una verdad intransitiva que no le sirve a nadie para nada.
Todos debiéramos callar,
todos vivimos del silencio de alguien,
y, sin embargo,
en alguna ocasión,
uando tienes aún el sabor de sus besos en la boca,
te repentizas con la amada como si la quisieras transferir,
ya que la cólera te aísla,
y sientes tus palabras como una amputación,
y prefieres hablar a ponerte una venda,
pues lo propio del hombre es titilar en la noche del mundo.
Sabes que sólo grita quien se siente depuesto y sumariado,
pues el grito obedece a un temor y es un modo en
enfrentarse al vacío;
así pues,
muchas veces,
cuando tienes aún una lágrima suya sobre el labio,
te irritas con la amada extremaunciándola;
y el disgusto puede sobrevenir en un momento de cansancio
último,
puede ser decisivo,
y, sin embargo, lo provocas cortándote los pies
y se hace el daño ajeno a costa propia.

Quizá basta el cansancio para odiarse a sí mismo,
para llegar a ser un hombre previo,
un odio que habla a ciegas
cuando le da la gana o la desgana;
pero tiene que hablar
únicamente
porque al hacerlo vive la más inútil intensidad que se puede
vivir.
Y todo queda entonces en el vano ademán de alzar los
brazos como un espantapájaros,
ya que nadie puede saber,
amiga mía,
cuándo comienza a avergonzarle lo que dice,
como a veces al tirar de un hilván se nos deshace el traje;
pero se tira del hilván,
se intercambian andrajos y palabras,
se hace sufrir inútilmente
tal vez porque sabemos que la presencia de la vida en la
tierra quizá no es más que una titilación.

22 de agosto de 1977

(De Diario de una resurrección, 1979)

 


 

Bibliografía


Abril. Revista "Cruz y raya". Madrid, 1935.
La mejor reina de España. En colaboración con Luis Felipe Vivanco.
Ed. Nacional. España.
Retablo sagrado del nacimiento del Señor. Editorial Escorial. Madrid,
1940.
Diario de una Resurrección. Fondo de Cultura Económica. México,
1979.