Material de Lectura

Anne Sexton



Nota introductoria,
selección y traducción
de Elisa Ramírez Castañeda



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Nota introductoria

 

Rats live on no evil star1

 

Anne Sexton (1928-1974) nació en Newton, Massachusetts. "Víctima del sueño norteamericano, lo único que deseaba era un pequeño trozo de vida: casarme, tener hijos. Creía que las visiones, los demonios, las pesadillas desaparecerían al confortarles suficiente amor".2

Ama de casa que lamentaba no haber cursado estudios universitarios, modelo profesional en cortos periodos de su vida, dos hijas —Linda y Joyce—, existencia suburbana con lapsos en hospitales psiquiátricos, intentos de suicidio, divorcio. Y todo esto hubiera sido idéntico a cualquier otra neurosis americana excepto por una decisión: en 1957 se inscribe en el taller de poesía de John Holmes del Centro de Educación para Adultos de la Universidad de Boston.

Tres años después publica su primer libro de poemas. Su carrera es exitosa e ininterrumpida. Autora de diez libros de poemas, cuentos para niños en colaboración con Maxine Kumin y una novela inconclusa. Obtuvo distinciones de múltiples universidades y sociedades de escritores, diversas becas y premios —incluido el Pulitzer en 1967—, coordinó varios talleres de creación poética y participó en coloquios y congresos. Recorrió el país de cabo a rabo leyendo su obra.

Sus libros de poesía son: To Bedlam and Part Way Back (1960), All my pretty ones (1962), Live or Die (1966), Love Poems (1969), Transformations (1971), The Book of Folly (1972), The Death Notebooks (1973), The Awfull Rowing Towards God (1975). Su hija Linda editó 45 Mercy Street (1976) y Words for Dr. Y and Last Poems (1978), aparecidos póstumamente.

El rechazo o aceptación de su obra fueron apasionados desde el principio de su carrera. Hablar de dicha obra sin referirla a su vida es difícil; ella misma las intrincaba de tal suerte que resulta casi imposible distinguirlas.

Ningún poeta americano ha gritado públicamente tantos pormenores íntimos.3

Sus críticos ayudaron a mantener dicha simbiosis: la respuesta a su obra es, en primera instancia, a su temática y solamente en un segundo momento se refiere a la poesía en sí. Esta mezcla —deliberada o involuntaria, poco importa— y la eficacia para conmover, cuestionar y exhibir lo críptico son paralelos a su calidad. Si su poesía parece buscar adeptos y contrincantes, esto radica en la maestría con la cual nos conduce a la desnudez herida: víctima y denuncia simultánea. Imagen y contenido son un solo impulso revelador y desgarrado. Aquí la poesía es asidero, ya no como modus vivendi, sino como instinto de supervivencia.

Varias influencias convergen en su poesía: la intimista o confesional de W.H. Snodgrass, Robert Lowell, Sylvia Plath (a quienes a su vez influye); la femenina (no feminista); la simbolista. Introduce además recuerdos, su condición de mujer, locura y maternidad, mitos y cotidianidad, misticismo y lugares comunes.

Fue acusada de errática y enferma; melodramática y exhibicionista; chantajista, exagerada. Y conforme sus presentaciones en público la hacían más famosa, más desconcertante resultaba la brecha entre la mujer glamorosa que declamaba magistralmente y la que sus poemas retrataban tan descarnadamente: abortos, suicidios, menstruaciones, psiquiatras. Sus defensores apoyaron más a la persona que a la poeta: pronto fue el modelo y la receta de los psiquiatras que pretendían que toda paciente con "facilidades artísticas" sublimara su neurosis de manera semejante.

Su poesía es algo más que el signo de su lucha —que termina en nefasta profecía con suicidio—. Su contienda por la fe, su manía, su depresión, su vida y su experiencia como susceptibles de ser poesía: ésa es la que no pierde.

Su versificación y su ritmo adquieren soltura; sus metáforas se vuelven más libres e inesperadas, la difícil simplicidad final aunada a imágenes cuasi surrealistas, la referencia a una intrincada iconografía personal hacen de su poesía un todo transparente y amenazante. La iluminación medieval a través de la flagelación; el rapto místico producido por las disciplinas —y hay poemas que escribe y reescribe hasta veinte veces—. Su desnudez final es cuidadosamente acicalada, sus plegarias minuciosamente oficiadas.

El estremecimiento requiere la complicidad con el lector al enfrentarlo al ayuntamiento aparentemente desordenado de lo usual y lo delirante. La imaginación e indagación de las diversas versiones de su yo y la imposibilidad de una aprehensión final hacen de la lectura una epifanía negativa. La necesidad de mos­trarse rebasa el voyerismo lamentativo, remite a arquetipos donde cuerpo y símbolos rebasan la crítica y la denuncia: por eso el eco apocalíptico. Profecía y patología son cara y cruz de la misma moneda; su mal es tan grande como su genio y ninguno de los dos polos redime, consuela ni olvida al contrario.

Si su poesía cohabita con los fantasmas más fantásticos es porque tiene la apariencia de una vida autónoma:

más avanzada que yo misma, más honda que mi conciencia o mi posibilidad de acción…4

Las agrupaciones de temas: Biblia, cuentos de Grimm, Mother Goose; de autores: Rilke, Kafka, Neruda, Donne o Pound son posibles en una mente donde las fronteras se definen de manera insólita para lograr lo que considera la meta de un artista:

...de muebles viejos, hacerse un árbol.5

Al preguntarle qué recomendaría a los jóvenes que desean iniciarse en el oficio, responde primero con una frase de Kafka:

Un libro debiera ser como un hacha para romper el mar de hielo que llevamos en nuestro interior.

y añade:

Pongan el oído sobre su alma y escuchen, con toda su atención.

En Love Poems nos dice que el libro debía leerse como la irregular gráfica de fiebre de un caso grave de melancolía. Esta selección de poemas es, en cambio, una curva ascendente que, finalmente, la llevaría a la muerte que reprocha a su amiga Sylvia Plath:

Ladrona,
te escabulles allá abajo
te escabulles sola
a la muerte que tanto tiempo deseé para mí.7

 

 
 
Elisa Ramírez Castañeda

1. Palíndromo leído por Anne Sexton en un establo de Irlanda, título de un poema de The Book of Folly.

2. De la entrevista con Barbara Kevles en 1968, en el libro Anne Sexton. The Artist and her Critics de J.D. McClatch (int. y ed.), University of Indiana Press, 1982.

3. Del prólogo de Maxine Kumin a The Complete Poems of Anne Sexton, Houghton Mifflin Co., 1982.
4. Entrevista con Kevles, op. cit.

5. McClatch, introducción a la op. cit.

6. En John Holmes, "Recolections", apud McClatch, op. cit.

7.
Del libro Live or Die.

 

 


 

En alabanza a mi útero

 

En mi interior todos son un pájaro.
Estoy batiendo todas mis alas.
Querían cortarte
pero no lo harán.
Decían que estabas desmesuradamente hueco
pero no lo estás.
Decían que te encontrabas mortalmente enfermo
y se equivocaron.
Como colegiala cantas.
No estás roto.

Dulce peso,
en la alabanza de la mujer que soy
y del alma de la mujer que soy
y de la creatura central y de su goce
te canto. Me atrevo a vivir.
Hola, espíritu. Hola, copa.
Detente, cúbrete. Cubierta que contiene.
Hola, tierra de los campos.
Bienvenidas sean, raíces.

Cada célula vive.
Hay suficientes para colmar a la nación entera.
Basta con que el populacho se apropie de estos bienes.
Cualquier persona, cualquier congregación diría de él:
"Sería bueno que plantáramos otra vez este año
y pensáramos de antemano en la cosecha.
Un percance se había pronosticado y se ha conjurado."
Muchas mujeres juntas cantan a esto:
una está en la fábrica de zapatos maldiciendo la máquina,
una está en el acuario cuidando una foca,
una está, indolente, tras el volante de un Ford,
una está recibiendo el dinero en la caseta de cobro,
una está amarrando el ombligo a un becerro en Arizona,
una está a horcajadas sobre un cello en Rusia,
una está cambiando las ollas sobre la estufa en Egipto,
una está pintando color de luna las paredes de su recámara,
una está muriendo pero recuerda un desayuno,
una se tiende sobre su estera en Tailandia.
una le limpia el culo a su hijo,
una mira por la ventana del tren
en el centro de Wyoming y una está
en cualquier parte y algunas están en todas partes y todas
parecen estar cantando, aunque algunas no puedan
dar la nota.

Dulce peso,
en la alabanza de la mujer que soy
déjenme usar una mascada larguísima,
déjenme redoblar por las muchachas de diecinueve años,
déjenme llevar los cuencos de la ofrenda
(de ser ese mi papel).
Déjenme estudiar los tejidos cardiovasculares,
déjenme examinar la distancia angular que media entre
meteoros,
déjenme chupar los tallos de las flores
(de ser ese mi papel).
Déjenme hacer ciertas figuras tribales
(de ser ese mi papel).
Pues esto es lo que el cuerpo necesita
déjenme cantar
por la cena,
por los besos,
por el adecuado
sí.

(de Love Poems)

 

 


 

Nosotros

Yo iba envuelta en pieles
negras y en pieles blancas y
tú me deshiciste y luego
me colocaste en la luz dorada
y luego me coronaste,
mientras fuera de la puerta
la nieve caía en dardos diagonales.
Mientras diez centímetros de nieve
se apilaban como estrellas
en pequeños fragmentos de calcio,
estábamos en nuestros propios cuerpos
(este cuarto nos enterrará)
y tú estabas en mi cuerpo
(este cuarto vivirá más que nosotros)
y primero froté tus pies
secándolos con una toalla
pues fui tu esclava
y luego me llamaste princesa.
¡Princesa!

Ah, entonces
me levanté en mi piel dorada
y ritmé los salmos
y tiré la ropa
y me soltaste las bridas
y me soltaste las riendas
y me solté los botones,
los huesos, las confusiones,
las tarjetas postales de Nueva Inglaterra,
las noches de enero a las diez,
y como trigo crecimos,
acre sobre acre de oro,
y cosechamos,
cosechamos.

(de Love Poems)

 

 


 

El tacto

 

Mi mano estuvo sellada meses
en una caja de estaño. En ella, sólo los barandales
del metro.
Tal vez esté magullada, pensé,
y por eso la encerraron.
Pero al asomarme, la veía quieta.
Puede indicarte qué horas son, pensé,
como un reloj, con sus cinco nudillos
y sus delgadas venas subterráneas.
Yacía tendida como una mujer inconsciente
alimentada por tubos de los que nada sabe.

La mano estaba postrada,
pequeña paloma de madera
que optó por recluirse.
La volteaba, la palma era vieja,
sus líneas finísimas de punto de cruz
hilvanadas a los dedos.
Gorda, suave, ciega en ciertos puntos.
Enteramente vulnerable.

Y todo esto es metáfora.
Una mano común y corriente —deseosa sólo
de tocar algo
que a su vez tocara.
La perra no basta.
Mueve la cola a las ranas del pantano.
No soy mejor que un bulto de alimento para perros.
Es dueña de su hambre.

Mis hermanas no bastan.
Viven en la escuela excepto por los distintivos
y lágrimas que manan como limonada.
Mi padre no basta.
Llega con la casa a cuestas e incluso en las noches
habita la máquina fabricada por mi madre
y bien aceitada por el trabajo, el trabajo.

El problema es
que dejaría congelar mis gestos.
El problema no estaba
ni en la cocina ni en los tulipanes
sino en mi cabeza, mi cabeza.

Luego todo esto se hizo historia.
Tu mano encontró la mía.
La vida se apresuró a mis dedos como un coágulo.
Ay, mi carpintero,
reconstruidos están mis dedos.
Bailan con los tuyos.
Bailan en el desván y en Viena.
Mi mano está viva sobre toda América.
Ni la muerte podría detenerla
—la muerte derramándole la sangre.
Nada podría detenerla, pues éste es el Reino
y el Reino ha llegado.

 

(de Love Poems)

 

 


 

El pecho


Ésta es la llave.
Ésta es la llave maestra.
Preciosamente.

Estoy peor que los hijos del guardabosque,
ganándome el pan y el polvo.
Estoy aquí, tamborileando un perfume.

Déjame descender a tu alfombra,
a tu colchón de paja —lo que tengas a mano,
pues la niña en mi interior muere, muere.

No es que sea ganado para comerse.
No es que sea alguna calle.
Pero tus manos, como arquitecto, me encontraron.

¡Lechera llena! Hace años ya era tuyo
cuando habitaba el valle de mis huesos,
huesos mudos en el pantano. Juguetitos.

Un xilófono con piel, tal vez,
torpemente tensada sobre él.
Sólo más tarde fue algo real.

Comparaba después mi talla con la de las estrellas de cine.
No daba la medida. Algo había
entre mis hombros. Nunca suficiente.

Claro, había una pradera,
pero ningún joven que cantara la verdad.
Nada que revelara la verdad.

Ignorante de hombres yacía con mis hermanas
y resurgiendo de las cenizas gritaba
mi sexo será transfigurado.

Ahora soy tu madre, tu hija,
tu cosa nuevecita —un caracol, un nido.
Estoy viva cuando tus dedos viven.
Uso seda —cubierta para descubrir—
pues en seda es en lo que quiero que pienses.
Pero me estorba la tela. Es tan tiesa.

Así que, di lo que sea, pero escálame como alpinista
pues aquí está el ojo, la joya está aquí,
aquí está el goce que el pezón aprende.

No tengo equilibrio —pero no es la nieve la que me
enloquece.
Estoy loca como las jóvenes lo están,
con una ofrenda, una ofrenda…

Y me quemo como se quema el dinero.

(de Love Poems)

 

 


 

Once de diciembre

 

Te pienso en la cama,
tu lengua mitad chocolate, mitad océano,
en las casas adonde llegas,
en tu cabeza con pelo de alambre,
en tus manos persistentes y también
en las barreras que carcomíamos, pues somos dos.

Cómo entras y tomas mi copa de sangre
y me unes y te llevas mi salmuera.
Estamos desvestidos. Desnudos hasta los huesos
y nadamos uno tras otro y remontamos y remontamos
el río, el río idéntico llamado Mío
y entramos juntos. Nadie está solo.

(de Love Poems)

 

 


 

Niñita, mi ejote, mi dulce mujer

a Linda*

Mi hija, a los once
(casi doce), es un jardín.

¡Ah, querida! Nacida en este dulce traje de cumpleaños
habiéndolo conocido y poseído hace tanto,
has de contemplar ahora el arribo del exacto mediodía
—mediodía, es hora fantasma.
Ah, niñita chistosa, bajo el cielo de arándanos,
ésta. ¿Cómo decirte que sé
exactamente lo que sabes, exactamente dónde estás?

No es un lugar ajeno, esta casa extraña
donde tu cara se sienta en mi mano tan llena de distancia,
tan llena de su fiebre inmediata.
El verano se posesionó de ti,
como de mí, al ver en Amalfi el mes pasado
limones del tamaño del globo terráqueo en tu escritorio
—ese mapa miniatura del mundo—
y podría hablar también
de los puestos de hongos del mercado
y de los brotes de ajo engullidos.
O pienso incluso en la huerta de al lado,
donde las bayas maduraron
y las manzanas empiezan a hincharse.
Y una vez, recuerdo, en nuestro primer patio
sembré tantos ejotes amarillos
que nunca pudimos terminarnos.

Ah, niñita,
mi ejote,
¿cómo creces?
Creces así.
No se te puede acabar de comer.

Oigo
como en sueños
las charlas de las viejas
hablando de feminidad.
No recuerdo haber escuchado nada.
Estaba sola.
Aguardaba como un tiro al blanco.

Deja entrar al mediodía
—esa hora de fantasmas.
Los romanos, hace mucho, creyeron
que el mediodía era la hora del fantasma,
yo también puedo creerlo
bajo el sol que sobresalta;
y algún día llegarán a ti,
algún día, hombres de torso desnudo, jóvenes romanos
—a mediodía, cual les cuadra—
con martillos y escaleras
cuando nadie duerme.

Pero antes de que entren
habré dicho,
tus huesos son hermosos,
y antes que sus manos extrañas
estuvo siempre ésta, forjadora.
Ah querida, deja entrar a tu cuerpo,
deja que te ate,
en sosiego.
Lo que quiero decir, Linda,
es que las mujeres nacen dos veces.
Si hubiera podido verte crecer
como una madre maga podría haberlo hecho,
si hubiera podido ver a través de mi mágico vientre
transparente,
cuánto madurar hubiera madurado allí dentro:
tu embrión,
tu semilla ganando autonomía,
la vida aplaudiendo en las cabeceras,
huesos en el estanque,
pulgares y dos ojos misteriosos,
la cabeza terriblemente humana,
el corazón brincoteando como cachorro,
los importantes pulmones,
el llegar a ser
—mientras llega a serlo,
como sucede ahora,
un mundo propio,
un sitio delicado.

Saludo
estos temblores y tropezones y estridencias,
esta música, estos brotes,
esta música de locos osos bailarines,
esta azúcar necesaria,
estos ires y venires.

Ah, niñita,
mi ejote,
¿cómo creces?
Creces así.
No se te puede acabar de comer.

Lo que quiero decir, Linda,
es que no hay nada en tu cuerpo que mienta.
Todo lo nuevo te dice la verdad.
Aquí estoy, esa otra persona,
un árbol viejo en el traspatio.
Querida,
párate quieta ante tu puerta,
segura de ti, una piedra blanca, una piedra buena
—tan excepcional como la risa
encenderás el fuego,
¡ese algo nuevo!

14 de julio de 1964
(de Live or Die)


* Poema dedicado a su hija Linda.

 

 


 

Un pequeño himno sin complicaciones

a Joy

es lo que quise escribir.
¡Hubo tal canción!
Un canto a tus rótulas,
un canto a tus costillas,
—esos árboles delicados que entierran tu corazón—
un canto a tu librero
donde veinte patos de vidrio soplado se alinean en fila
veneciana;
un canto a tus elegantes zapatos de tacón,
a tu patineta rojo fuego,
a tus veinte dedos mugrosos,
al tejido rosa que comienzas
y nunca logras terminar,
a tus dibujos hechos con pinturas de agua,
—todos los ángeles haciendo muecas—
un canto a tu risa
que sin cesar se menea en mi sueño como cuchara.

Incluso un canto a tu noche
cuando en la ola calurosa del verano pasado
tu fiebre llegaba a 40, durante dos semanas;
cuando dormías con la cabeza en el alféizar de la ventana,
tu sed resplandeciente y pesada mientras cuchareaba el
agua,
a labios secos como viejas gomas de borrar,
tus ojos cerrados a los gusanos aplastados de junio,
los labios moviéndose, murmurando,
enviando cartas hasta las estrellas.
Soñando, soñando;
tu cuerpo un bote
bamboleado por tu vida y mi muerte.

Tus puños enredados como ovillos,
pequeño feto, pequeño caracol,
cargando una rabia, las sobras de una rabia
que no puedo deshacer.

Incluso un canto a tu vuelo
cuando caíste de la casita del árbol del vecino,
cuando creías avanzar sobre el sólido cielo azul,
¿por qué no?, pensaste,
y dejando atrás las tablas simplemente
diste un paso al polvo.

Ah pequeño Ícaro,
mascaste una nube y mordiste el sol
y rodaste, de cabeza
no al mar, sino duro
sobre la dura grava prensada.
Caíste sobre el ojo, caíste de barba.
Qué ojo moro. Qué desmayo
para arrastrarte luego a casa
noqueado humpty-dumpty
hasta mis brazos.

Ah, niña humpty-dumpty,
Alegría te llamé.
Eso por sí mismo es el canto de otro
Y al nombrarte nombré
todo lo que eres...
excepto la zanja
donde te dejé una vez,
como vieja raíz incapaz de aferrarse,
la zanja donde te dejé
mientras navegaba en la locura
sobre los edificios y bajo los paraguas
navegué tres años
y la primera vela
y la segunda vela
y la tercera vela
de tu pastel de cumpleaños se consumieron solas.
Esa zanja que tanto quiero olvidar
y que tú a diario tratas de olvidar.

Incluso en el retrato de tercero
cuando repetiste año
cautiva en tu deseo de no crecer
—esa pequeña cárcel—
incluso aquí mantienes la distancia
con una sonrisa que muere temerosa
al esconder tu diente chueco.
Alegría, te llamo
y sin embargo, aquí mismo, tus ojos
con las persianas medio cerradas a los cañonazos,
sobre tu enorme sabiduría,
sobre los peces azules que nadan rápidos de un lado a otro
sobre calles diferentes y cuartos extraños,
sillas ajenas, comidas ajenas
preguntan: "¿Por qué me encerraron en el sótano?"

Y tengo palabras,
palabras que me siguen los pasos,
palabras para vender, podrías decir,
y tablas de multiplicar y letra cursiva
que no te ocupas de enseñarles a mis dedos
la cuna del gato y la escoba de la bruja.

¡Sí! Doy instrucciones antes de la cena
y abrazos tras la cena y sin embargo esos ojos
lejos, lejos
piden himnos...
sin culpa.

Y puedo decir tan sólo
un pequeño himno sin complicaciones
quería escribir
y tu nombre es lo único que encuentro.
Hubo tal canción,
pero está magullada.
No es mía.

Algún día saltarás a su ritmo
como saltarás lejos del diapasón de esta casa.
¡Será un día feriado, un desfile, una fiesta!
Entonces volarás.
Realmente volarás.
Y luego tú, simplemente, calmadamente,
harás tus propias piedras, tus propios planos,
tu propio sonido.

Quería escribir un poema así,
con tales músicas, con tales acompañamientos de guitarra
en los bordes dentados del sonido intenté
ahuyentar las legiones del ruido;
en el rompeolas intenté
atrapar la estrella que es cada uno de los barcos;
y al cerrar las manos
busqué sus casas
y silencios.

Sólo uno encontré
fuiste mía
y te presté.
Busco himnos sin complicaciones
pero el amor no los tiene.

Marzo de 1965
(de Live or Die)

 

 


 

Aquellos tiempos...

 

A los seis años
vivía en un cementerio lleno de muñecas,
eludiéndome a mí misma,
a mi cuerpo —el sospechoso
de esta morada grotesca.
Todo el día encerrada en mi cuarto tras rejas,
una celda.
Fui el exilio
sentado todo el día en un nudo.

Hablaré de las pequeñas crueldades de la infancia,
pues soy la tercera,
la última en ser dada
y la última en ser tomada
—de las humillaciones nocturnas cuando mi Madre
me desnudaba,
de la vida del día, encerrada en mi cuarto—
la no deseada, el error
que mi Madre cometió para alejar a mi Padre
del divorcio.
¡Divorcio!
Los amigos del romántico,
románticos que sobrevuelan mapas
de otros países,
caderas y narices y montañas,
hasta la Selva Negra y Asia,
o cautivos en 1928,
el año del yo,
por error,
no por divorcio
sino en su lugar.

El yo que se negó a mamar
en pechos que no podía complacer,
el yo cuyo cuerpo crecía inseguro,
el yo pisando las narices de las muñecas
que no podía romper.
Pienso en las muñecas
tan bien hechas,
tan perfectamente ensambladas
que contra mí estrechaba,
besando sus boquitas imaginarias.
Recuerdo la piel tersa,
de las recién llegadas,
la piel rosada y los serios ojos de porcelana azul;
venían de países misteriosos
sin dolores de parto
bien nacidas en silencio
El closet fue el lugar donde ensayé mi vida,
cuando deseaba ir de visita;
todo el día entre zapatos,
lejos del foco brillando en el techo,
lejos de la cama y de la pesada mesa,
de la misma rosa terrible repitiéndose en las paredes.

No lo ponía en duda.
Me escondí en el closet como quien se esconde en un árbol.
Crecí en él como raíz
y sin embargo fraguaba cada plan de fuga,
creyendo que elevaría mi cuerpo al cielo,
arrastrándolo a cuestas como a una cama enorme.
Y a pesar de ser torpe
tenía la certeza de que llegaría o al menos
subiría como sube un elevador.
Con tales sueños,
almacenando su energía como un toro,
planeaba mi crecimiento y mi feminidad
como quien pone coreografía a una danza.
Sabía que si esperaba entre los zapatos
dejarían de ser de mi tamaño:
los pesados oxford, los toscos rojos para ejecutar,
zapatos que yacían como consortes,
los tenis engrosados por el blanqueador;
y luego los vestidos balanceándose sobre mi cabeza,
siempre encima, vacíos y sensatos
con cintas y olanes,
con cuellos y anchos dobladillos
y malos augurios en los cinturones

Todo el día me sentaba
retacando mi corazón en una caja de zapatos,
rehuyendo la preciosa ventana
como un terrible ojo
por donde tosían los pájaros
encadenados a los árboles erguidos,
rehuyendo el papel tapiz del cuarto
donde una vez y otra las lenguas floreaban
saliendo de los labios como capullos marinos
—y así pasaba el día esperando
que mi madre,
la grande,
llegara a desvestirme por la fuerza.

Yacía silenciosa,
atesorando mi pequeña dignidad.
Sin preguntar acerca de la reja, o del closet.
Sin poner en duda el ritual para acostarme
cuando, sobre el mosaico frío del baño,
me extendían a diario
buscando faltas.

No sabía
que mis huesos,
esos sólidos, esas piezas de escultura
no se astillarían.
Nada sabía de la mujer que sería
ni de la sangre que cada mes
brotaría en mí como una flor exótica,
ni de las niñas,
dos monumentos,
que se abrirían paso entre mis piernas
—dos niñas acalambradas respirando tranquilas,
cada cual dormida en su menuda belleza—.
No sabía que mi vida, al fin,
como camión arrollaría la de mi madre
y que lo único que quedaría
del año en que tuve seis
sería un agujero pequeño en mi corazón, un punto sordo,
para poder oír
más claramente lo nunca dicho

Junio de 1963
(de Live or Die)

 

 


 

Mamá y Jack y la lluvia

 

Tengo una habitación propia.
La lluvia cae sobre ella. La lluvia cae como gusanos
de los árboles sobre mi hueso frontal.
Embrujada, siempre embrujada por la lluvia, mi habitación
confirma
las palabras que a solas haré.
Busco los estantes a tientas, como ciego,
busco la madera, dura como manzana,
palpando levemente la pluma, mi arma.
Con esta pluma mantengo a raya a mis diversos yos
y con estos discípulos muertos contiendo.
Aunque la lluvia maldiga la ventana
hágase el poema.

La lluvia es un dedo en mi córnea.
La lluvia traspasa goteando sus viejas e inútiles historias...
Me fui a la cama como el caballo al establo.
En mi húmedo lecho estival acuné mis rodillas saladas
y oí a mi padre besarme a través del muro
y oí el corazón de mi madre bombear como marea.
La sirena de niebla aplanó el océano como un cuero.
No hice viaje alguno, no tenía pasaporte.
Era la hija. En el otro cuarto
el whisky fortificó a mi padre. Sobrevivió al clima,
contó su botín y trajo
su barco a puerto.

Lluvia, lluvia, a los dieciséis
tendida junto a Jack toda la noche en el pequeño lago
sin hacer nada, yacía tiesa como ejote.
Jugamos bridge y juegos de taberna, por jugar,
llenamos la lámpara de kerosene,
nos cepillamos los dientes, preparamos sándwiches y té
y nos echamos a dormir en la litera del camarote.
Acostada, un lago ciego, fingí dormir y Jack, en tanto,
me quitó las cobijas de lana y miró
mi cuerpo, ese cuerpo invisible que las muchachas
esconden.
Toda esa noche dulce cabalgamos,
espalda contra espalda, sobre la tormenta.
Ahora Jack oficia misa
mi madre al morir usaba sus propios huesos de muletas.
Llueve en el bosque, llueve en el vidrio
y estoy en una habitación propia. Pienso demasiado.
Desde los ojos de Dios nadan los peces. Déjenlos pasar.
Mamá y Jack llenan el cielo; ambos endosan
mi feminidad. Cerca de tierra arriba mi barco.
Vine a esta tierra a montar mi caballo,
a tocar mi guitarra, a copiar
sus dos nombres, distintos como girasoles; a conjurar
el pan de cada día, a sobrevivir,
de algún modo a sobrevivir.

 

 


 

Nochebuena

 

¡Ah, filoso diamante, madre mía!
No puedo calcular el costo
de tus facetas, tus humores
—ese don que perdí.
Dulce muchacha, mi lecho de muerte,
mi dama de ensortijados dedos,
tu retrato cintiló toda la noche
junto a las luces del árbol.

Tu faz calmada como la luna
sobre el mar amanerado,
presidió la reunión de familia,
los doce nietos
que usabas en la muñeca,
un bebé de tres meses
—cheque gordo que no endosaste—,
un niñito pelirrojo que bailaba el twist,
tus hijas que envejecen, cada cual una esposa,
cada una hablando con la cocinera de la casa,
cada una esquivando tu retrato,
cada una arremedándote la vida.

Después, tras la fiesta,
cuando todos dormían,
me senté apurando el brandy navideño,
mirando tu retrato,
dejando afocar y desafocar el árbol.
Las luces vibraban.
Eran un halo sobre tu frente.
Luego formaron un panal,
azul, amarillo, verde y rojo;
cada una con su jugo, caliente y viva
aguijoneándote el rostro. No te movías.
Seguía mirando, forzándome,
expectante, inextinguible, de treinta y cinco.

Quería que tus ojos cambiaran
como la sombra de dos pájaros pequeños.
Pero no envejecieron.
La sonrisa que me congregó, toda encanto,
toda sabiduría, era invencible.
Hora tras hora miré tu cara
sin poder arrancarle la raíz.
Luego vi al sol chocar contra
tu suéter rojo, tu cuello ajado,
la piel color de rosa-carne mal pintada.
Tú que me arreaste,
te vi tal cual fuiste:
Y pensé en tu cuerpo
como quien piensa en homicidio...

—María, dije entonces,
María, María, perdóname—
y toqué entonces un regalo para el niño,
el último que engendré antes de tu muerte;
y luego toqué mi pecho
y luego toqué el piso
y luego otra vez mi pecho como si,
de algún modo, fuese uno de los tuyos.

 

24 de diciembre de 1963
(de Live or Die)

 

 


 

A mi amante, quien regresa a su esposa

 

Allí está toda ella.
Cuidadosamente fundida para ti
y forjada de tu niñez,
forjada de tus cien antiguallas favoritas.

Ha estado allí desde siempre, querido.
Es, además, exquisita.
Juego pirotécnico en las aburridas medianías de febrero
y tan real como una olla de fierro fundido.

Enfrentémoslo, he sido momentánea.
Un lujo. Una lancha rojo encendido en la bahía.
Mi pelo elevándose como humo por la ventanilla del coche.
Almeja fuera de temporada.

Ella es más que eso. Es tu tener que tener,
ha cultivado tu crecimiento práctico y tropical.
No es un experimento. Es toda armonía.
Cuida de los remos y de las horquillas de los remos del
bote,

puso flores silvestres sobre la ventana, en el desayuno,
se sienta tras su rueda de alfarera a mediodía,
ha sacado adelante tres niños bajo la luna,
tres querubines pintados por Miguel Ángel,

y lo ha hecho con las piernas bien abiertas
en los terribles meses en capilla.
Si volteas hacia arriba, allí reposan tus hijos
como delicados globos contra el techo.

También los ha cargado por el pasillo
tras la cena, la cabeza reclinada hacia ella,
dos piernas protestando —de persona a persona—
la cara sonrojada por la canción y su pequeño sueño.

Te regreso tu corazón.
Te doy permiso—

para el detonador dentro de ella, palpitando
furioso entre la mugre, para la perra que es
y el entierro de su herida
—para el entierro de su herida viva, roja, pequeña—

para la llama pálida que flamea bajo sus costillas,
para el marinero ebrio que aguarda en su pulso izquierdo,
para la rodilla de madre, las medias,
las ligas, para la llamada

—curiosa llamada
cuando horadas entre brazos y pechos
y desatas la cinta naranja de su pelo
y respondes a la llamada, curiosa llamada.

Es tan singular y tan desnuda.
Es la suma de ti y de tus sueños.
Súbela como a un monumento, paso a paso.
Es sólida.

Yo, en cambio, soy una acuarela.
Me deslavo.

 

(de Love Poems)

 

 

 


 

Una vez y otra y otra

 

Dijiste que la rabia volvería
como regresó el amor.


Tengo una mirada oscura que no me gusta.
Es una máscara que me pruebo.
Emigro a ella y su rana
se sienta en mi boca y defeca.
Es vieja. También pordiosera.
He tratado de mantenerla a dieta.
No le doy unción alguna.

Hay una buena cara que me pongo
como coágulo. La cosí
sobre mi pecho izquierdo.
Hice de ella mi vocación.
Allí enraizó el deseo.
Te he puesto a ti y a tu
hijo en su punta láctea.

Ay, la oscuridad es asesina
y la punta de leche rebosante
y cada máquina trabaja
y te besaré cuando
corte a una docena de hombres diferentes
y morirás de algún modo,
una vez y otra.


(de Love Poems)

 

 


 

Esponsales con los ángeles

 

 

Estaba cansada de ser mujer
cansada de ollas y cucharas,
cansada de mi boca y de mis senos,
cansada de afeites y cansada de sedas.
Aún había hombres sentados a mi mesa,
en círculo ante el cáliz que yo les ofrecía.
El cáliz rebosante de uvas moradas
y moscas que zumbaban atraídas al olor
aún mi padre vino, trajo su hueso blanco.
Pero estaba cansada del género en las cosas.

Anoche tuve un sueño
y le dije...
"Tú eres la respuesta.
Vivirás más que mi esposo, vivirás más que mi padre."
Veía en este sueño la ciudad encadenada
donde se ejecutó a Juana de Arco vestida de varón
el natural de los ángeles seguía siendo un enigma
ya que no hay dos siquiera de igual condición,
uno tiene nariz, aquél lleva en la mano su oreja,
otro mastica el astro, por dar cuenta de su órbita
cada cual una línea, se obedece a sí mismo
cumpliendo las funciones de Dios,
aquella persona aparte.

"Tú eres la respuesta",
así dije y entré
me tendí a las puertas de aquella ciudad.
Sujetaron, mi cuerpo rodeado de eslabones
perdí género común, perdí apariencia final.
Adán se colocó a mi izquierda
y a mi derecha Eva
ambos del todo incongruentes con el mundo racional,
trenzamos nuestros brazos
cabalgamos bajo el sol
y no era ya mujer
tampoco esto ni aquello.

Oh, hijas de Jerusalem,
el rey me trajo a su aposento.
Soy morena y soy hermosa.
Me han abierto y desnudado.
No tengo brazos ni piernas.
Como el pez, soy una sola piel
Y no soy más mujer
de lo que Cristo fue varón.


Febrero de 1963
(de Live or Die)

 

 


 

Para el año de los locos

 

Una plegaria

Oh, María, madre frágil,
escúchame, escúchame ahora
aunque desconozca tus palabras.
El rosario negro con su Cristo de plata
está sin bendecir en mi mano
pues soy la descreída.
Cada cuenta en mis dedos, redonda y dura
es un pequeño ángel negro.
Oh, María, concédeme esta gracia,
esta transgresión,
aunque sea fea,
inmersa en mi pasado
y mi locura.
Aunque hay sillas
me tiendo en el piso.
Sólo mis manos viven
tocando las cuentas.
Palabra a palabra tropiezo.
Principiante, siento tu boca tocar la mía.

Cuento las cuentas como olas
martilleando sobre mí.
Su número me marea,
enferma, enferma en el calor del verano
la ventana, arriba
es la única que escucha mi torpe ser.
Gran cautivadora, consoladora.
Me da aliento,
murmura,
exhala su inflamado pulmón como un enorme pez

Más y más cerca
está la hora de mi muerte
mientras compongo la cara, retrocedo,
pierdo madurez y mi pelo se alacia.
Todo esto es muerte.
Hay un callejón angosto llamado muerte,
en donde me muevo
como en el agua.
Mi cuerpo es inútil.
Yace, ovillado como perro en la alfombra.
Se ha rendido.
No hay palabras aquí sino las aprendidas a medias,
el Ave María y el llena de gracia.
He penetrado ahora al año sin palabras.
Noto su extraño arribo y su voltaje exacto.
Existe sin palabras.
Sin palabras puede tocarse el pan
o recibirse el pan
o no hacer ruido.

Oh, María, tierna doctora
ven con polvos y con yerbas
pues estoy en el centro.
Es muy pequeño y el aire es gris
como el de un baño de vapor.
Me dan vino como al niño le dan leche.
Lo ponen en un cáliz delicado
con el hueco redondo y el borde delgado.
El vino tiene color de brea, añejo y secreto.
Por sí mismo sube a mi boca el cáliz
y lo veo y lo entiendo
sólo porque sucedió.
Tengo miedo de toser
pero no hablo,
miedo a la lluvia, miedo al jinete
que a mi boca cabalga.
El cáliz se inclina por sí mismo
y me enciendo.
Veo dos ríos angostos quemándome el mentón.
Me veo como quien mira a otro.
Me han cortado en dos.

Oh, María, levanta los párpados.
Estoy en el imperio del silencio,
en el reino del dormido y del loco.
Hay sangre aquí
y la he bebido.
Oh, madre del vientre
¿vine sólo por la sangre?
Oh, pequeña madre,
estoy en mi propia mente.
Cautiva en la casa errada.


Agosto de 1963
(de Live or Die)

 

 


 

Huye en tu asno

Ma faim, Anne, Anne
Fuis sur ton âne…
Rimbaud

 

Ya que no había
adónde huir,
regresé a la escena de los sentidos desquiciados,
regresé anoche a medianoche,
llegué en la noche cerrada de junio
sin equipaje, sin defensas,
entregué las llaves del coche y mi dinero,
quedándome solamente con mi cajetilla de Salem
como niño que se aferra a su juguete.
Me registré donde un desconocido
trazó unas X de tinta
—pues éste es un hospital de locos,
no un juego de niños.

Hoy un interno golpea mis rodillas
buscando reflejos.
En otros tiempos hubiera guiñado y mendigado droga.
Hoy soy terriblemente paciente.
Hoy los cuervos juegan a las cartas
sobre el estetoscopio.

Todos me han abandonado
excepto mi musa,
la buena enfermera.
Se queda en mi mano,
manso ratón blanco.
Las cortinas, delgadas y perezosas
ondean y se agitan y caen
como las faldas victorianas
de mis dos tías solteronas
en su tienda de antigüedades.

Enviaron a las avispas.
Apiñadas en las persianas como arreglos florales.
Avispas, arrastrando sus agudos aguijones,
se apiñan: saben todo;
zumban afuera: la avispa sabe.
Lo escuché de niña
pero, ¿qué quiere decir?
¿Qué sucedió con Jack y Doc y Reegy?
¿Quién recuerda lo que acecha en el corazón del hombre?
¿Qué quería decir la Gran Avispa Verde con aquello de
que sabía?
¿O lo recuerdo mal?
¿O es la Sombra quien me mira desde
el radio, junto a la cama?

Ahora es ¡din! ¡din! ¡din!
mientras en el cuarto de al lado las damas discuten
y se mondan los dientes.
Arriba una muchacha se ovilla como caracol;
en otro cuarto alguien intenta comerse un zapato;
un adolescente, en tanto, con calcetines blancos de tenis
trota de arriba a abajo en el pasillo.
Un doctor nuevo hace la ronda
pregonando tranquilizantes, insulina, shocks
a los no iniciados.

¡Seis años de estas pequeñas cuitas!
¡Seis años yendo y viniendo a este lugar!
¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!
Podría haberle dado dos vueltas al mundo
o haber tenido más hijos —todos hombres.
Fue un viaje largo con días cortos
y sin lugares nuevos.

Aquí,
las mismas caras de siempre,
la misma escena decadente.
El alcohólico llega con sus palos de golf.
La suicida llega con unas cuantas píldoras de más
cosidas al forro del vestido.
Los huéspedes permanentes están sin novedad.
Sus caras pequeñas siguen siendo
las de un bebé con ictericia.
Mientras tanto,
sacaron a mi madre,
como muñeca ajena, envuelta en sábanas,
la mandíbula amarrada y los huecos retacados.
También a mi padre. Se extinguió con la sangre putrefacta
que usó con otras mujeres del Medio Oeste.
Salió curado un viejo alcohólico
los pies torcidos y las manos inútiles.
Salió llamando a su padre
muerto en soledad hace años
—ese banquero gordo que encerraron
con genes suspendidos como dólares
envuelto en su secreto,
bien atado en la camisa de fuerza.

Pero tú, mi doctor, mi partidario,
fuiste mejor que Cristo;
prometiste un mundo nuevo:
decirme quién
era yo.

La mayor parte del tiempo
fui extranjera,
maldita y en trance —esa cabañita,
ese lugar desnudo, azul venoso—
mis ojos cerrados a tu consultorio confuso,
ojos rondando en mi infancia,
ojos recién cortados.
Años de insinuaciones
engarzadas —historia de caso por entregas—
treinta y tres años del mismo incesto insípido
sosteniéndonos a ambos.
Tú, mi analista soltero
sentado en Marborough Street,
compartiendo con tu madre el consultorio
y regalando en Año Nuevo cigarrillos,
el nuevo Dios,
administrador de la Biblia de Gedeón.

Era tu alumna de tercero
con su estrellita azul en la frente.
En trance podía tener cualquier edad,
voz, gesto —todo retrocedía
como reloj de botica.
Despierta, aprendía sueños de memoria.
Los sueños salieron a la arena
como luchadores aficionados
—mala apuesta todos—
hasta podían ganar
pues no había otros.

Los miraba,
concentrándome sobre el precipicio
como quien mira una cantera
muchas millas abajo,
mis manos colgando como ganchos
para extraer los sueños de sus jaulas.
¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!

Una vez,
fuera de tu oficina,
me desplomé con un desmayo pasado de moda
entre los coches estacionados en lugares prohibidos.
Me dejé caer
y fingí estar muerta durante ocho horas.
Pensé que había muerto
en una tormenta de nieve.
Sobre mi cabeza
las cadenas castañeaban como dientes
cavando su paso en la calle nevada.
Yacía
como un abrigo desechado.
Me subiste otra vez,
torpe, tiernamente,
con ayuda de tu secretaria de pelo rojo
y porte de salvavidas.
Mis zapatos,
recuerdo,
se perdieron en la nieve
como si planeara no volver a caminar nunca más.

Eso fue el invierno
en que murió mi madre,
medio enloquecida por la morfina,
reventando, por fin,
como cerda preñada.
Yo fui su soñador mal de ojo.
De hecho,
llevaba en mi bolsa un cuchillo
—el buen L.L.Bean de caza de mi esposo.
No sabía a ciencia cierta si apuñalaría una llanta
o si destriparía un sueño.

Me enseñaste
a creer en los sueños;
así pues, fui dragadora.
Como vieja de dedos artríticos los tomaba
escurriéndoles el agua con cuidado
—dulces juguetes oscuros,
y, misteriosos sobre todo,
antes de volverse débiles y quejumbrosos.
¡Ay, mi hambre! ¡Mi hambre!
Soy quien
abrió como cirujano
los tibios párpados
y sacó a las muchachas
a gruñir como peces.

Te conté,
dije
—pero mentía—
que el cuchillo era para mi madre…
y luego la despaché.

Las cortinas se agitan
y se hunden entre los barrotes.
Son mis dos damas flacas
llamadas Blanca y Rosa.
Afuera han podado
los prados como los de una propiedad de Newport.
Más allá, en el campo,
crece algo amarillo.
¿Fue hace un mes o hace un año
que la ambulancia se precipitó como carroza fúnebre
anunciando con su sirena un suicidio
—din, din, din—
silbato nocturno entre semáforos
insistiendo todo el recorrido en pregonar la vida?

He vuelto
pero la locura ya no es lo que solía ser.
¡Ha perdido su chispa!
¡Su inocencia!
El colega-paciente del sombrero de chimenea,
sus chistes fieros, la sonrisa maniaca
—hasta él parece borroso, pequeño y pálido.
He regresado,
reincidente,
sujeta a la pared de mosaico como destapacaños,
presa, como un convicto
tan pobre
que acaba por enamorarse de su celda.

Parada ante esta ventana vieja
me quejo de la sopa,
examino el terreno,
me doy el lujo de la vida desperdiciada.
Pronto levantaré la cara buscando una bandera blanca,
y cuando Dios llegue al fuerte
no escupiré y guardaré silencio ante su dedo.
Lo comeré como a una flor blanca.
¿Es éste el viejo truco, gastarse,
el cráneo que espera sus dosis
de electricidad?

Esto es la locura
salvo por esta especie de hambre.
De qué sirven mis preguntas
en semejante jerarquía de muerte
donde tierra y rocas suenan
¡din! ¡din! ¡din!
No podría llamársele una fiesta.
Es mi estómago lo que me atormenta.
¡Den vuelta, mis hambres!
Aunque sea una vez decidan algo deliberadamente.
Hay cerebros aquí que se pudren
como plátanos ennegrecidos.
Los corazones se han achatado como los platos de la cena.

Anne, Anne,
huye en tu asno,
huye de este triste hotel,
móntate en alguna bestia de pelo,
galopa hacia atrás presionando
tus nalgas en sus flancos,
siéntate de algún modo en su torpe trote.
¡Galopa fuera
de cualquier manera, como quieras!
Aquí todos hablan a su propia boca.
Eso es lo que significa estar loco.
Aquéllos a quienes más amé murieron de eso
—la enfermedad del idiota.


Junio de 1962
(de Live or Die)