Material de Lectura

serie-22.jpg César Dávila Andrade



Selección y nota introductoria
de Miguel
Donoso Pareja



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Nota introductoria


La literatura del Ecuador, como la de prácticamente todos los países latinoamericanos, podría reducirse a unos pocos nombres. El tiempo decanta y la decantación resulta, cualitativamente, buena. Entre esos nombres (y obras) que quedaron ya, no sólo en la “literatura nacional” sino en la continental; está César Dávila Andrade, El Fakir, como le decían sus amigos, nacido en Cuenca, Ecuador, en 1918, y muerto “de suicidio” en Caracas, Venezuela, en 1967. Fue alguien que, como señala en algún poema, vivió el enigma de las dos patrias y supo que “la conciencia del destierro” era su “único país”. Cuando se quitó la vida dejó en el rodillo de la máquina una hoja de papel en la que había escrito: “Nunca estamos verdaderamente solos si vivimos dentro de un mismo corazón”.

Dávila Andrade escribió poesía y prosa. En esta última publicó tres volúmenes de cuentos: Abandonados en la Tierra (1956), Trece relatos (1956) y Cabeza de gallo (1966), y constituye un punto de enlace entre la narrativa de Pablo Palacio, precursor de la vanguardia ecuatoriana (y aun latinoamericana, según Lavín Cerda) en la prosa de ficción, y los actuales y más avanzados cuentistas y novelistas ecuatorianos.

Su obra poética es más abundante: Catedral salvaje (1951), Boletín y elegía de las mitas (1957), Arco de instantes (1959), En un lugar no identificado (1962), Conexiones de tierra (1964) y, póstumamente, Material real (1970). Después de Jorge Carrera Andrade (sólo en un sentido cronológico), es el más alto poeta que ha dado el Ecuador y, a nuestro juicio, uno de los grandes de América Latina.

De “qué” era y cómo era el Fakir nos da una idea Jorge Enrique Adoum en su novela Entre Marx y una mujer desnuda, contándonos la siguiente anécdota: “Un día”, narra Adoum, “le regalamos entre todos un par de anteojos” (la miopía del Fakir era casi ceguera), “y le hicimos daño: comenzó a descubrir la realidad, primero con asombro, luego con una desazón de astrólogo convertido en agrimensor. ‛El mundo ha sabido ser lindo’, dijo. ‛Ahora me explico la otra poesía. ¿Vos sabías, por ejemplo, que las moscas tienen patas?’ [...] Fue al campo y dijo que era un lugar atroz donde los pollos caminaban crudos”, hasta que perdió los lentes y alguien le reclamó: “¿Y los lentes, Fakir, los empeñaste para beber, no es cierto?” “Sí, hermanito, cierto es”. “Pero tú dijiste que el mundo era lindo.” “Sí”, dijo, “pero el ser humano es feo”. Este hombre, que “parecía no necesitar de alimento”, que prefería “introvertirse” un aguardiente a tomarse un caldo, que era “transparente como un ángel” (dice Adoum), vivió-murió (o murió-vivió, qué más da) escribiendo una obra poética honda, desgarrada, laboriosa (“yo no soy un poeta, soy un albañil”, le explicó a alguien), llena de resonancias, una de las más importantes, no tenemos la menor duda de ello, de América Latina y del habla española en general.

Son pocos, como en casi toda nuestra América, los nombres significativos en la literatura de mi país —Olmedo, Noboa y Caamaño, Montalvo, Mera, Medardo Ángel Silva, Carrera Andrade, Benjamín Cardón, Gallegos Lara, Pablo Palacio, Gil Gilbert, De la Cuadra, Pareja, y alguno que otro más—, y a éstos se une, en lugar de honor, César Dávila Andrade, “... poeta sin parroquia/ni ocupaciones respectivas”, pero sabedor de que “sólo el Infierno puede hacer verdaderos mártires” y “el pez sólo puede salvarse en el relámpago”.

Miguel Donoso Pareja

Origen

 

Ahora sé que me dieron esta alma en medio de una batalla.
Alucinado por las cerillas enemigas,
miré el cadáver de mi madre bajo el Cisne que la amaba.

Vine a diferenciarme de vosotros, Parientes,
Minerales, Arcángeles.
Mi infancia no os perteneció.
Me alimenté solo, como un espejo extraviado
en el fondo de un bosque.

Mi cuna fue el festín en la bola de barro.
Devoré las rodillas de mi nodriza,
sorbí los largos ojos de las mujeres que me veían salir
    de un ángel
y fui aceptado con el vestido de la oruga blanca.

Entre huestes remotas y nombres hereditarios,
luché,
ensangrentado de Misericordia y de Crimen.
(Oh la tremenda víspera de venir al Mundo con los
    ajusticiados.
En la materia termina el entusiasmo del Altísimo).

Iba mi madre a lejanías iguales por el cuarto.
Un hombre, en la litera plana de los santos,
envejecía antes y después de mí.
Tomaba su café profundamente
como si fuera agonizando a sorbos;
se peinaba con un peine de hueso reidor,
miraba su ataúd de madera de maíz.

Qué terror descendía de los costados lluviosos de la escuela.
La misa cargada de madera y de fuego, como un barco.
La campanilla en todos los rincones de la sala
como un rocío que peligra y vuela.

¡Aquellas vacaciones! Ya nunca volverán.
Escondí en el granero mi bolsa de libros forrada en vacarí.
Tuve un sombrero azul en el fondo de una fotografía,
entre la floresta de papel de una velada
en un día montañoso de Diciembre.
Adiós.

¡Aquellas vacaciones! Salíamos a las praderas.
Antes,
el perro dirigíase a una flor oculta y la mojaba
apoyando una pata en un difícil lugar del paraíso.
Breves espigas mordían la falda de mi madre
y le acompañaban a la cama.

Mientras la noche dura
los más bellos escombros atraviesan el campo.
Los árboles se inclinan sin ser vistos
a recoger las flechas ligeramente húmedas que les alegran.
Los viejos toros rumian dentro de sus esfinges,
los antiguos arrieros hablan con los caballos desvelados
antes de ser destruidos por el alba.

Inocencia, te miraron mucho los grandes ojos
de los animales domésticos,
recién apeados del coito
con tristeza de peones engañados.

Padres míos:
Yo sé que vosotros, en vuestro vaso ceremonial,
fabricáis a escondidas de los niños
infelices pasatiempos de carne
que os avergüenzan cada mañana.
Vuestras manos, padres míos,
huelen como las pieles que el Océano expulsa:
Adiós.

En las oscuras nalgas de las criadas indias,
vuestros azotes serán memorables
como la piel de la cebra sacudida a la luz del Relámpago.
Adiós.

Cuidad, pues, las plantas forrajeras, los ejidos,
los sepulcros;
el alumbrado público que tiende sus ácidos globos
sobre las barracas populares
en las Noches de San Juan.
Adiós.

Mirad:
Ya se desnuda la séptima mujer de nuestro padre.
El vello de su vientre, como el as de corazón negro sobre
    el lecho.

Hay actos de adivinación en lo más delgado de las puertas.
Oíd:
Ya llegan los adultos a morir entre el blanco aluvión
    de sus sábanas.
Ya vienen a encadenarnos hasta el alba.

Partimos:
Nacemos en un cielo sucesivo
En el plumaje que tira sobre las Reinas el Viejo Sembrador.
Pero la luz de los delgados resquicios de la mano
como un hermoso rostro conocido mil años atrás
nos despierta empobrecidos.
También yo soñé.
Vi una mujer que acumulaba rollos de purpúreas telas
alrededor de la varilla pálida de su alma.
Conversé con los jóvenes idólatras que pulen sus gargantas
antes de ser ahogadas en los estanques de los Teólogos.
Payasos tristes cavaban el harina de sus pieles
para mostrarme úlceras suplicantes.
Vi los traspiés de los enanos
bajo las alas de las patinadoras.
Oí rugir el té que, en su postrera tarde,
sorben llorando los Capitanes náufragos.
Vi las columnas que tartamudean frente al sol.

Hace cien épocas
tuve un misterioso instante de amor que he olvidado
y ya no soy aquél. Hace olas de tiempos en el Tiempo,
fui llamado al confín de los Mayores
y recibí mi sombra.
¡Ya no soy, pues, el que escondíais en el Ovario
de la Gran Estatua Sentada
durante las lluviosas tardes del Sur Ecuatoriano!
Ya no soy el que escondíais bajo la nube de testigos falsos,
al paso de la mujer desnuda y despeinada
que vuela sobre los párpados de los adolescentes.
Sin embargo, alguien debe continuar atado a la cabellera
que brota de la vertiente de la Salvaje Madre.

Alguien debe continuar la escritura del dedo en el polvo.
Alguien debe continuar la caza del papagayo
a lo largo del cielo deshojado.
Alguien debe continuar el canto del Hombre Claroscuro
    de la Noche.
Alguien debe continuar la agonía de los Mayores
sobre la mesa errante del pañuelo de maíz.


Poesía quemada

 

Entre las obras puras, nada que hacer. Tampoco
entre las Ánimas o las Ruinas.

El poema debe ser extraviado totalmente
en el centro del juego, como
la convulsión de una cacería
en el fondo de una víscera.
Y reír de sí mismo
con el costillar del ventisquero.

Sólo lejos de ti, en el milagro
de no encerrar cordero en el pan de cada día.
Y nada que se asemeje
al punzante abalorio de los cítricos.

Me tentaré lejos de Dios, mano a mano,
a mí mismo,
con la sinceridad hambrienta del perro
que duerme temblando
sobre el pan enterrado por su madre.
¡Y te quemaré en mí, Poesía!
En ladrillos de venas de amor, te escribiré
empapándote profundamente.
¡Luego
vendrá el sol y te extraerá con los colmillos!


Actos de desesperación

 

Cuando llovía durante semanas y aquel zaguán
rugía blasfemias de torrente y de caballo,
torcíanse las estrellas,
éramos ahuyentados
detrás de los roperos del Diluvio,
y se nos suspendía de la incolora cuerda de los fetos.
Recién ahogados,
teníamos ya el peso retumbante
de los niños de animal y de lodo.
Volvían después radiantes estaciones de mercado.
Era posible salir
y atravesar la oscuridad que rodeaba sus veloces
    cumpleaños.
Pero ya nuestra ejecución había sido postergada.


Cacería del búho

 

Cuando abro la cabeza
mis ideas se posan en un millón de noches
espaciales.
¡Mi gloria está en no podrirme en los salones!

Ahora duermo ligeramente
mientras en el Oxígeno del Templo
preparan el caballo
que me trae las ostras del abismo.

¡Gran Chaco, qué bien huelen tus sepulcros!

Yo me acuso de haberte creado,
Padre de los volátiles y de los abedules; pero
cada noche te obligo
a entregarme la mosca digerida en el jilguero
más fresco del otoño.

¡Oscura Noche, vuelo ya hacia el Amor!

¡Planto mi árbol entre los altos huevos del palacio
y me río bajito
de las pequeñas tumbas emplumadas!

Yo decreto las ranas que ya no croarán.


Umbral

 

Yo, que fui poeta sin parroquia
ni ocupaciones respectivas,

¿que
pensaré ahora
frente a estas torres de cien cuerdas
que nadie toca?

¿Dudaré
del traspiés metafísico,
humano,
ante esta hechura de lodo
en el umbral misérrimo de la Suerte Pública?

¡No!

Yo
descubrí el átomo de helio
en los ojos oscuros del vasallo.
Yo
descubrí los discos escritos
con sangrienta gramática
por la furiosa pluma del Emperador.
Sólo hubo una época hermosa:
la caza era entonces un rostro suspendido en el Espacio.
Hoy
nadie puede perdonarlos
porque saben lo que matan.


Embarcadero

 

Si tuviera aquí mi máscara de ciudad,
o máscara de ventana, todavía.
O aquel verbo
que encadena los pasos a las bestias.
Si al menos tuviera
la poesía,
la posible escritura de goma,
como una operación de mono
parpadeante de luciérnagas.

Pero
este cuadrilátero,
este cubo
de ladrillo y de muecas,
obra con la feroz exactitud de la materia,
como ayer
en Paysandú
o en Ecbatana.

Sin embargo,
en los puertos, cada día,
frente a llorosas tribus de mensajeros,
son desatados
los más bellos cadáveres de la víspera.

Van solos,
desolados,
a sus aniversarios,
a sus coartadas,
a sus tiburones.


En que lugar

 

Quiero que me digas; de cualquier
modo debes decirme,
indicarme. Seguiré tu dedo, o
la piedra que lances                                  
haciendo llamear, en ángulo, tu codo.

Allá, detrás de los hornos de quemar cal,
o más allá aún,
tras las zanjas en donde
se acumulan las coronas alquímicas de Urano
y el aire chilla como jengibre,
debe de estar Aquello.

Tienes que indicarme el lugar
antes de que este día se coagule.

Aquello debe tener el eco
envuelto en sí mismo,
como una piedra dentro de un durazno.

Tienes que indicarme, Tú,
que reposas más allá de la Fe
y de la Matemática.

¿Podré seguirlo en el ruido que pasa
y se detiene
súbitamente
en la oreja de papel?

¿Está, acaso, en ese sitio de tinieblas,
bajo las camas,
en donde se reúnen
todos los zapatos de este mundo?


Reunión bajo el piso

 

Pasa de mí esta sopa sin fondo. Pasa
de mí esta copa de hielo
en que humedece
su ojo de vidrio
el Tenedor de Libros.

Pasa de mí este suelo
en el que dilapido,
metro a metro,
el tiempo de perderme
en la Tierra,
suspensa como un chiste.

Pasa de mí la esfera y la circunferencia,
pues no hay cabeza ni diadema ya
entre los bellos polos del demente.

Pasa de mí todos los recipientes
y devuélveme
a la luz del Vacío Boquiabierto.


Los precios

 

Tú sabes lo que cuesta la pólvora
en el buitre del antílope, la tuma del oso
en el cajón del sastre. Tú sabes
lo que cuesta la goma
en la pata del pájaro, la cuerda en la casa
del relojero ciego. La cáscara de plátano
en el tobillo del Discóbolo. Tú sabes lo que muele
un solo cráneo entre dos horas consecutivas. Tú
sabes cuánto rueda el pan fuera de Misa. Tus niños
duermen en el hueco de la alfombra.

Tú sabes cuánto vale un huevo en equilibrio
sobre la palma de la Arquitectura.

Las nubes de fuego sobre el circo;
el Santo Espíritu, de pie, sobre
el ave que empolla.

Tú sabes lo que cuesta curarse la manderecha
con la izquierda
endurecida por los desmanes de la vida nómade.

Tú sabes lo que es vivir un pasadizo,
acaso garganta,
y no decir nada, ni esta boca es mía:
el idioma es pura madera en quechua,
y calla.

Entonces, sólo ir. Sólo andar.
Tú sabes lo que es andar todo el destino a pie.
Se grabará para siempre la cara del caballo.


Poema

 

Si ahora vuelve, niégale. Preséntale a su mar.
Así, vestido ya de algún espejo, se alejará.
Hay que madurar. Oscurécete.
Si golpea, escúchale. Tiene una forma
cuando queda fuera.

La lluvia le ciñe un paisaje demoledor
y sus hierros pueden dar pan
a la mula en que pasa.

Pequeño Joven: aún no puedes
crearlo como Huésped.
Oye cómo persuaden las viejas herrerías.

Los dedos salvajes
y los salvajes meses de Marzo
son todo viento sobre su cabellera
nutrida ya de polos.

Toda resurrección te hará más solitario.
Mas, si en verdad quieres morir,
disminuir ante los pórticos,
comunicarte,
entonces ábrele.

Se llama Necesidad.
Y anda vestido de arma,
de caballo sin sueño,
de Poema.


Meditación en el día del exilio

 

Sólo el Infierno puede hacer verdaderos mártires,
porque la salvación es el peor de los descaros
en nuestra Época;
porque dura precisamente
el tiempo que se necesita
para preparar un nuevo Universo de Condenados.

Sí: el Infierno es un lugar quebrado hasta lo infinito.
Perro y caballo se alimentan siempre
del camino más corto entre dos puntos.
Busca Tú la Poesía.

Y, ¿recuerdas? —Nadie podía salir
del paisaje natural sin perder
todo su vello
como el oso arrancado al útero de la osa.
Empaisajados, dormimos cien años consecutivos
en el pueblo caliente de la mata de arena.

¡Y tú, Poesía sola, hecha de mente, de ladrillo y de persona!
Permaneces pura
hasta cuando te inclinas
sobre el plato de azafrán de las posadas.
Como ese grillo insalvable,
cantas con todo lo que te ha sido dado
en una sola noche de amor
y estallas al amanecer, con la última cuerda
del viento en la boca.
Y Tú, distinguiendo siempre;
Agua, Tierra, Fuego, Éter.

Hasta que ese día de Corpus Christi, miré
la batea de sangre a los pies del cadáver (el cadáver
en posición fetal). Sí: el cuerpo se mantiene
sin nacer jamás, y soles nos dirigen,
pero las auroras están a ambos lados
y el Hombre, bocabajo, sobre la estera o petate,
entre cuatro velas:

         Fuego,
         Éter,
         Agua,
         Tierra.

Y las estrellas muriendo de púa como abejas. ¡Esa bala!
No era mortaja ni toalla sino país de heno puro, florido.
El éter duerme en los baños, en los astilleros,
en los calvarios;
el fuego, lanzado al voleo cae en la tierra,
color de uña y rosario de los muertos.
¡Y tú, exilado!
¡Mano de Cristo en el cortocircuito de la araña!


Tarea poética

 

Dura como la vida la tarea poética,
y la vida desesperadamente
inclinada, para poder oír
en el gran cántaro vegetativo
una partícula de mármol, por lo menos,
cantando solo como si brillara
y pinchándose en el cielo más oscuro.

Atravesábamos calles repletas de sal
hasta los aleros, y la barba
se nos caía como si sólo hubiera estado
escrita a lápiz.
Pero la Poesía, como una bellota aún cálida,
respiraba dentro de la caja de un arpa.

Sin embargo, en ciertos días de miseria,
un arco de violín era capaz de matar una cabra
sobre el reborde mismo de un planeta o una torre.
Todo era cruel,
y la Poesía, el dolor más antiguo,
el que buscaba dioses en las piedras.
Otro fue
aquel terrible sol vasomotor
por entre las costillas de San Sebastián.
Nadie podrá mirarte como entonces
sin recibir
un flechazo en los ojos.


Esferoidal

 

Antes de llegar a ser y antes de llegar
a hogar alguno,
su alma, con un dedo sobre los labios,
y todo él en blanco,
como la noción del invierno
que desborda las capas de nieve.
Su larga espera de puente sin río, y
tan de sí mismo que,
de serle posible, naciera sin cuerpo,
de la unión solitaria de dos faltas.
Así,
él o yo, da lo mismo que Tú,
y todos escuchamos ese lirio mecánico
que respira debajo del navío.
Después de un banquete tan agudo,
todos los mármoles ruedan desenredándose,
y un millón de nosotros,
fumando juntos en el gran inconsciente subterráneo.
Porque absorbidos en la flor compuesta,
te comemos un poco, dios mío, y otro poco
te exhalamos hacia las Hecatombes.


Tierra pura

 

Todo lo que pudo ser premio, duración
del premio como consistencia, y castigo
como recuerdo,                                
ya pasó —¡hijo mío!—. Ahora tú recibes
el espejo de señales de otras manos. Son médicos
que curan por potencias extrañas,
azogadas de terror para repetirte como nada,
pues quedas afuera.

Temblor es el recuerdo mientras agonizas
de cielo en cielo,
cayendo en el ascenso, porque tu dios
te alza para oírte sonar en cáscara y mortaja
y formas en deshielo.

La forma que fue tu patrimonio terrestre
sucedió sola en continuo aprendizaje
de tambores
sobre el sur del mundo,
allá donde tropeles se extenúan
en conquistas polvorosas.

Pareciera que duermes al despertar de ti
ante los olfatos de las bestias mayores
inclinadas sobre tu sepulcro,
que quieren izarte hacia su banquete,
pero sólo sonríen, untándose el hocico
en el gran candelabro de arcilla.

Y caes nuevamente en la tierra pura, desnudo.
Grano pelado,
premio de varas que llovieron
sobre tus huesos, para escogerlos
sobre el palmo creciente del estío.

Te detiene la tierra contra el fuego.
Esta es
tu repetición de cuerpo y cuerpo para las siembras
—como una ondulada música de óvalos—.

Penetra y recomienza,
como la planta de maíz que se enarbola
a sí misma
sobre la limpidez de un solo grano,
aquel que fue pensado para tallo
por la mente enterrada en cada foso.


Profesión de fe


No hay angustia mayor que la de luchar envuelto
en la tela que rodea
la pequeña casa del poeta durante la tormenta.
Además,
están ahí las moscas,
veloces en su ociosidad,
buscando la sabor adulterina
y dale y dale vueltas
frente a las aberturas del rostro más entregado
a su verdadera cualidad.
El forcejeo con la tela obstructiva
se repliega en las cuevas comunicantes del corazón
o dentro de la glándula de veneno del entrecejo
cuyos tabiques son
verticales al Fuego
y horizontales al Éter.
Y la poesía, el dolor más antiguo de la Tierra,
bebe en los huecos del costado de San Sebastián
el sol vasomotor
abierto por las flechas.
                                    Pero la voluntad del poema
embiste
           aquí
                  y
                    allá
la Tela
y elige, a oscuras aún, los objetos sonoros,
las riñas de alas,
los abalorios que pululan en la boca del cántaro.
            Pero la tela se encoje y ninguna práctica
            es capaz de renovar
            la agonía creadora del delfín.
El pez sólo puede salvarse en el relámpago.


Campo de fuerza

 

¿En qué instante se une el buscador
a lo buscado, y
Materia y Mente entran en la embriaguez
del mutuo conocimiento?

¿En qué relámpago se funden los contrarios
como gota de esmalte
que deslumbra
la pupila central del girasol?
          Escuchad:
                                                         Una detención
del milenario flujo de la respiración
sobre el húmedo vértice del aliento
y la ampolla de Éter
circunvala y detiene la cabeza erizada
del Dragón.
            El Sabor de la Piedra al pasar por el anteojo
inaugura la fiesta de los quitasoles
y el ángel se acumula furiosamente en la ananá.
           Ombligo, Corazón y Retina
son saboreados por el áspid que mana
             sin cesar
de la Boca Santísima de la Carne.