Material de Lectura

yannisristos-29.jpg Yannis Ritsos



Selección,
traducción
y nota de
Jaime Nualart



VERSIÓN PDF

 


Nota introductoria

 

En la presente antología, brevísima, propongo presentar una selección de la obra poética de Yannis Ritsos que abarca más de 40 volúmenes, algunos de ellos traducidos al francés y al inglés.

Yannis Ritsos nació en Monemvasia, Grecia, en 1909 y se considera una de las voces más importantes de la poesía contemporánea; su valor no sólo radica en la calidad, el color o la originalidad de su obra, sino en su compromiso como hombre y como artista ante la sociedad en que ha vivido. Defensor incansable de los derechos humanos y de la libertad, ha estado preso durante años en cárceles y campos de concentración griegos entre los que se encuentran el de Makronisos y el de Agios Efstratios.

Lo que a continuación se presenta de la obra de Yannis Ritsos, no es una traducción directa del griego, sino de la versión inglesa realizada por Nikos Stangos. Obviamente ésta no es una muestra de la obra general de Ritsos, ya que su estilo poético ha vivido diferentes estadios y su producción literaria abarca más de cuatro décadas. Los ejemplos que aquí se ofrecen representan algo del periodo que va de 1963 hasta 1970 y esta selección termina con "Atenas 1970", una visión muy distinta de la capital que Ritsos visitó en 1952.

Hablar de poesía sin caer en abstracciones generales, pretender atrapar sus significados, concretar sus imágenes, dilucidar sobre su esencia, puede abarcar volúmenes y aún así permanecer como un mundo vago y desconocido. No pretendo hacer una presentación analítica en la que se cuestionen las figuras poéticas empleadas por Ritsos, o los movimientos literarios que representa, o con lo que rompe el artista; valga únicamente el decir que la poesía de Ritsos es de alguna manera, fotográfica; son las impresiones instantáneas sobre un pueblo y su modo de ser, ahí están el marinero, el cargador, la joven de la villa, el verano griego, el paredón. Por otro lado aparecen como constantes: el calor, el mar, la belleza física, el mutismo y ciertas connotaciones políticas.

Estas imágenes, primeras, certeras, definitivas, capturadas por Ritsos en su cámara mental, son reveladas para convertirse en la poesía que en esta versión, los invito a leer.

Gracias a Lucinda Ruiz y Juan Villoro por su valiosa colaboración.

 

Jaime Nualart

Testimonios A - (1963)

 

Mañana
Piedras
Grados de sensación
Mediodía
Verano
Casi un conjurador
Audible e inaudible
Memoria
El sonámbulo y el otro

 

 


Mañana


Ella abrió los postigos. Colgó las sábanas sobre el alféizar de
la ventana. Descubrió el día.

Un pájaro la miró directamente a los ojos. "Estoy sola",
murmuró.

"Estoy viva." Entró a la habitación. También el espejo es una
ventana. Si salto desde él caería en mis propios brazos.


Piedras

Los días vienen y van, sin esfuerzo, sin sorpresas.
Las piedras absorben la luz y la memoria.
Alguien hace de una piedra una almohada.

Otro pone una piedra sobre sus ropas antes de zambullirse
para evitar que se las lleve el viento. Otro usa
una piedra como banquillo
o para señalar algo en su tierra, en el cementerio, en un muro,
o en el bosque.

Tarde, después del ocaso, cuando vuelves a casa,
cualquier guijarro de la playa que pones sobre la mesa
se convierte en estatua —una pequeña diosa de la victoria o
perro de Artemisa, y éste, sobre el que un joven se
paró, con
pies húmedos al mediodía, es un Patroclo de pestañas cerradas
y oscuras.


Grados de sensación


El sol declinó rosa, naranja. El mar,
oscuro, azul verde. A lo lejos un barco,
una mancha negra balanceándose. Alguien
se levantó y grito: "un barco, un barco".

Los otros, en el café, dejaron sus sillas, miraron.
Realmente era un barco. Pero el que había gritado,
sintiéndose culpable bajo las severas miradas de los otros,
declinó la mirada y dijo en voz baja: "les mentí".





Mediodía


Se desvistieron y saltaron al mar; eran las tres de la tarde;
el agua fría no pudo evitar que se tocaran. La playa
se vislumbraba tan lejos como uno pudiera ver,
muerta, deshabitada, árida. Cerradas las casas lejanas.
El mundo desapareció en destellos. Un carretón
se movía sin ser visto, al final de la calle. En la azotea de la
oficina postal
una bandera colgaba a media asta. ¿Quién había muerto?


Verano


Caminó por la playa de un extremo a otro, brillante
en la gloria del sol y de su juventud. De vez en cuando se
metía al mar
haciendo brillar su piel —dorada, como la arcilla.
Le seguían murmullos de admiración,
de hombres y mujeres. Unos pasos atrás lo seguía
una joven de la villa, le cargaba sus ropas devotamente,
siempre conservando una distancia —-era incapaz de
levantar sus ojos para mirarlo—
un poco a disgusto
y contenta en su piadosa concentración. Un día se pelearon
y le prohibió que volviera a llevarle sus ropas. Ella
las arrojó a la arena —quedándose únicamente con sus
sandalias;
las puso bajo el brazo y desapareció corriendo,
dejando detrás, en el calor del sol, una pequeña, delicada
nube de sus pies descalzos.


Casi un conjurador


A la distancia él disminuye la flama de la lámpara de aceite,
mueve las sillas
sin tocarlas. Se agota. Se quita el sombrero y
se abanica con él.

Entonces, con una expresión interior, obtiene tres cartas
de un costado de su oreja. Disuelve una estrella verde, calmada
en su dolor,
en un vaso de agua, agitándola con una cuchara de plata.

Se toma el agua y la cuchara. Se vuelve transparente.

Un pez de oro se ve nadando dentro de su pecho.

Entonces, exhausto, se recuesta en el sofá y cierra los ojos.

"Tengo un pájaro en la cabeza", dice "No puedo sacarlo".

Las sombras de dos grandes alas llenan la habitación.


Audible e inaudible


Un movimiento abrupto, inesperado; su mano
apretando la herida para detener la sangre,
aunque no escuchamos un balazo
ni otro proyectil. Después de un rato
bajó la mano y sonrió,
pero de nuevo movió su palma lentamente
hacia el mismo punto; tomó su cartera,
cortésmente le pagó al mesero y salió.

Entonces la pequeña taza de café se estrelló.

Al menos esto sí lo escuchamos claramente.


Memoria


Un olor tibio permanece en las axilas de su abrigo.
El abrigo, sobre el perchero del corredor, es como una cortina
descorrida.

Lo que haya sucedido ahora fue en otro tiempo. La luz
cambió las caras,
todas desconocidas. Y si alguien intentara entrar a la casa,
ese abrigo deshabitado levantaría sus brazos lenta,
amargamente,
para cerrar de nuevo la puerta, en silencio.


El sonámbulo y el otro


No había podido dormir en toda la noche. Siguió
los pasos del sonámbulo en la azotea.

Cada paso
resonaba sin fin dentro de su oquedad,
denso y embozado. Se detuvo en la ventana, esperando
para detenerlo por si caía. Pero, ¿si lo arrastraba
también a él?

¿La sombra
de un pájaro sobre la pared? ¿Una estrella?
¿Él? ¿sus manos?

Un golpe se escuchó sobre el empedrado. Amanecer.
Las ventanas se abrieron. Los vecinos corrieron, el
sonámbulo
bajó por la escalera de emergencia
para ver al que se había caído de la ventana.

 


Testimonios B - (1966)

 


Su hallazgo


Giórgos sentado en el café; bebe una taza; no mira
hacia el mar.

Los granjeros están recogiendo las uvas —sus voces llegan
hasta aquí.

El herrero clava herraduras en los cascos de un caballo
frente
a la tienda de los gitanos.

Pasa una carreta llena de tomates.

Él no sabe qué hacer. El mar, por supuesto, azul pálido
y el sol, como siempre, sol. La herradura
colgada sobre la puerta tiene seis agujeros vacíos.


La sospecha


Cerró la puerta. Receloso miró tras de sí
y arrojó la llave en su bolsillo. Fue entonces cuando lo
arrestaron.

Lo torturaron durante meses. Hasta que una tarde
él confesó
(y esto fue tomado como prueba) que la llave y la casa
eran de su propiedad. Pero nadie entendió
por qué trató de esconder la llave. Y así,
a pesar de su exoneración, él siguió siendo un
sospechoso.


La misma noche


Cuando prendió la luz en su habitación, supo entonces
que era él mismo, en su propio espacio, separado de
la infinidad de la noche y de sus largas sucursales.
Se detuvo
ante el espejo para autoconfirmarse. Pero, ¿y estas
llaves
colgando del cuello en una sucia cuerda?


Primavera


Un muro de cristal. Tres muchachas desnudas
sentadas detrás. Un hombre
sube la escalera. Sus plantas desnudas
aparecen rítmicamente una después de la otra,
con tierra roja. Pronto
la silenciosa, casi ciega luminosidad, cubre
todo el jardín y se escucha
el muro de cristal que se rompe verticalmente,
cortado por un diamante grande, secreto, invisible.


Otro día festivo


Todo era perfecto. Las nubes en el cielo.
El niño en la cuna. La ventana
en el cristal lavado. El árbol en el cuarto.
El delantal sobre la silla.
Las palabras en el poema. Y sólo
una hoja muy brillante permanecía fuera,
y la llave a través de una cadena alada.


Viento


Frente a la ventana, los grandes girasoles.
Sobre el camino sucio, polvo del caballo que pasa.
Ella de pie todavía esperando. Triste.
La luz reflejándose en su cara podría ser
de los girasoles aquellos; De repente
levanta los brazos, atrapa el viento,
se posesiona del sombrero de paja del jinete, lo aprieta
a su pecho,
entra y cierra la ventana.


Emergió


No podía haber tenido más de dieciocho. Se quitó toda
la ropa,
como jugando, pero obedeciendo a algo
que todos podíamos entender. Se subió al peñasco
tal vez para verse más alto. Quizá pensó
que la altura encubriría su desnudez. No era necesario.
¿Quién piensa en la altura en esos momentos?
Había una franja rosada en su cintura
—la huella del cinturón que lo hacía parecer aún
más desnudo. Y entonces, con un soberbio salto,
a pesar del frío de enero, se tiró al mar.
Pronto emergió sosteniendo la cruz muy en alto.


Posición


Estaba completamente desnudo en la playa.
El cielo lamía su cabello.
Y el mar sus pies. El crepúsculo
marcó una cinta roja cruzada sobre el pecho,
apretada alrededor de su cintura. Un extremo
colgaba hasta la rodilla izquierda.


Belleza de la clase trabajadora


Caminaba nerviosamente de un lado a otro de
la sucia calle sudando,
cuidando
el camión ponchado y su carga. Descalzo,
con los pantalones enrollados, semejaba un remero
antiguo,
de pies grandes y morenos, músculos esculturales
en sus brazos desnudos. Cuando la brisa sopló
su poderosa espalda se dibujó a través de la camisa.
Las muchachas
que regresaban de la playa al mediodía
siguieron lentamente hasta ese punto de la calle para
anudar sus sandalias
o ajustarse el cinturón. Entonces él
subió sobre los melones del camión, sacó su peine y
se arregló el cabello.


Sumisión


Abrió la ventana. El viento rompió,
y de un golpe, le separó el cabello, en dos grandes pájaros,
sobre sus hombros.
Cerró la ventana.
Los dos pájaros estaban sobre la mesa
mirándola. Ella inclinó la cabeza
entre ellos y lloró en silencio.


Calor


Las rocas, el mediodía inflamado, las grandes olas
—el mar indiferente, peligroso, fuerte. En la calle
de arriba,
los muleros gritaban, sus carretas llenas de sandías.
De repente, un cuchillo, la cortada suave, el viento,
la pulpa roja y las semillas negras.

 


Testimonios C (1966/67)

 

El declinar de Narciso


El estuco se ha caído de la pared aquí y allá.
Los calcetines y la camisa sobre la silla.
Bajo la cama, la misma sombra, siempre desconocida.
Se paró desnudo frente al espejo. Se concentró.
"Imposible", dijo, "imposible". Tomó de la mesa
una gran hoja de lechuga, se la llevó a la boca y
la empezó
a morder, permaneciendo ahí, desnudo frente al espejo,
tratando
de recapturar o de imitar su naturalidad.

 


Mujeres de Tanagra (1967)

 

¿Faz o fachada?


"Yo esculpí esta estatua en la piedra" —dijo él—
"pero no con un martillo; sino con mis dedos desnudos,
con mis ojos
desnudos,
con mi cuerpo desnudo, con mis labios. Ahora no sé
quién soy yo y quién la estatua".

Él se esconde tras ella,
era horrible, horrible —la abrazó, levantándola y
sosteniéndola alrededor de la cintura
y caminaron juntos.

Entonces él nos dijo que supuestamente
la estatua (maravillosa, en verdad) era él; o que
al menos ella caminaba en él mismo. Pero ¿quién le creía?

 

 


 

Cercas balaustradas (Railings) (1969)


Búsqueda

La muchacha que recobró la vista

 


Búsqueda


Adelante, Caballeros —dijo él. No hay inconveniente.
Véanlo todo;
no tengo nada que ocultar. Aquí esta la habitación, aquí
el estudio,
aquí el comedor. ¿Aquí? —el ático para los vejestorios—;
todo se acaba. Caballeros; está lleno; todo se acaba,
se acaba,
así de rápido también. Caballeros; ¿esto? —un dedal;
—de mamá;
¿esta? una lámpara de aceite de mi madre, su
sombrilla —ella me amó
enormemente—;
pero, ¿esta olvidada tarjeta de identificación? ¿estas
alhajas,
de otra persona? ¿la
toalla sucia?
¿este boleto de teatro? ¿la camisa con agujeros?
¿manchas de sangre?
¿y esta fotografía? de él, sí, con un sombrero de
mujer cubierto
con flores,
dedicada a un extranjero —la letra suya—
¿quién dejó esto aquí? ¿quién dejó esto aquí?
¿quién dejó esto aquí?

 

 


La muchacha que recobró la vista


Ah —dijo ella—, veo otra vez. Ahí. Todos estos años mis ojos
me fueron extraños,
se hundieron en mí; fueron dos guijarros mohosos
en agua oscura, densa —negra. Ahora
—¿no es eso una nube? ¿y ésta una rosa? —dime;
¿y esto una hoja —es verde? —v-e-r-d-
y esto, mi voz —sí? —¿y puedes oírme hablar?
Voz y ojos —¿no es esto lo que se llama libertad?
Abajo en el sótano he olvidado la amplia charola de plata,
las cajas de cartón, las jaulas y los carretes de cuerdas.

 

 


 

Gestos (1969/70)

 

Enumeración
Aguardando su ejecución
Círculo

 


Enumeración


La gente se detiene en la calle, mira.
Los números sobre las puertas no significan nada.
El carpintero está martillando un clavo sobre una mesa larga
y angosta.
Alguien clava una lista de nombres en el poste de telégrafo.
Un pedazo de periódico vibra, atrapado en las espinas.
Las arañas están bajo las hojas de parra.
Una mujer sale de una casa para entrar en otra.
La pared amarilla y húmeda; se descarapela.
En la ventana del hombre muerto, una jaula con un canario.


Aguardando su ejecución


Ahí, detenido contra el muro, al amanecer, sus ojos
descubiertos,
mientras doce armas le apuntan, él con calma siente
que es joven y bien parecido, que desea estar bien afeitado,
que el horizonte distante, rosa pálido, se convierte en él
—y, sí, que sus genitales conservan su propio peso,
hay algo triste en la excitación de ellos —ahí donde
los eunucos miran,
es ahí donde apuntan; —¿se ha convertido ya en la estatua
de sí mismo?
Él, viéndose ahí, desnudo, en un día brillante
del verano griego, arriba en la plaza —mirando a lo
que está arriba
él mismo tras los hombros de la multitud, detrás de
las apresuradas turistas de grandes glúteos,
detrás de las tres viejas falsas de sombreros negros.


Círculo


La misma voz, aún ronca, le dijo que pintara,
"Aquí es donde yo termino, aquí donde vuelvo a
empezar" —siempre lo mismo,
un círculo vicioso, y en el círculo
la cama vacía o la mesa desnuda con la lámpara
iluminando dos manos moviéndose sin dirección
removiendo dos largos guantes de plástico negro.

 

 


Corredor y escalera (1970)

 

Atenas 1970


En estas calles
La gente camina; la gente
se apresura, tiene prisa
por salir, por irse (¿de qué?),
por llegar (¿dónde?) —Yo no lo sé — no son rostros
—aspiradoras, botes, cajas—
Tienen prisa.

En estas calles, otro tiempo,
ellos han pasado con amplias banderas,
tenían una voz (lo recuerdo, yo la oí),
una voz audible.

Ahora,
caminan, corren, tienen prisa,
una prisa animada—
el tren llega, lo abordan, choca;
luz verde, roja;
el hombre de la puerta atrás del cristal partido;
la prostituta, el soldado, el verdugo;
el muro es gris
más alto que el tiempo.
Ni siquiera las estatuas pueden ver.