Material de Lectura

Jorge Ibargüengoitia*

 

Por Jorge Ibargüengoitia

 

 


La conferencia dio principio con cinco minutos de retraso y con la asistencia del conferenciante, el jefe del Departamento de Literatura, el señor Crespo de la Serna y cuarenta y seis desconocidos.

Después de presentarse a sí mismo, el conferenciante explicó que no iba a leer la conferencia, por la sencilla razón de que no la tenía escrita; y que no la tenía escrita, porque consideraba que si dicha conferencia formaba parte de un ciclo intitulado “Los narradores ante el público”, y allí estaba el narrador y allí estaba el público, no hacía falta ningún papelito. Dijo que lo ideal sería que el público preguntara y el narrador contestara, pero que como creía que el público real era incapaz de hacer preguntas atinadas, iba a comenzar haciendo las tres preguntas fundamentales que hubiera hecho un espectador ideal, iba a responderlas y que después, el público real tendría derecho a hacerle las preguntas que considerara pertinentes.

Las tres preguntas fundamentales fueron las siguientes: ¿Por qué escribía el conferenciante? ¿Cómo escribía? ¿Qué escribía? La primera se refería a sus motivos, la segunda a sus métodos y la tercera a sus obras.

Al contestar la primera pregunta, el conferenciante declaró que escribía por deformación profesional. Los escritores se llaman escritores porque escriben y tienen que seguir escribiendo para seguir llamándose escritores. Los escritores son como las gallinas, que tienen que poner un huevo de vez en cuando para justificar su existencia. Éste es el motivo fundamental de todo escritor: escribe, porque es escritor; pero además, todo escritor tiene motivos secundarios: hay quien escribe por dinero, hay quien escribe por vanidad, hay quien escribe porque cree que sabe algo que los demás ignoran y que conviene que todo el mundo sepa, hay quien escribe porque quiere leer un libro que no existe.

El conferenciante declaró que lo que ha ganado por los libros que ha escrito es una miseria incapaz de tentar a un mendigo; que los elogios que ha recibido son nada comparados con las censuras que se le han hecho y que además, ha sido elogiado por sus vicios más censurables y censurado por sus virtudes más elogiables, agregó que no aspira a ser declarado Hijo Predilecto de su ciudad natal, ni a que fragmentos de sus obras lleguen a formar parte de las Lecturas selectas incluidas en el Libro de Texto Gratuito, ni a ser Miembro de Número de la Academia de la Lengua, ni a que una escuela rural lleve su nombre. Con lo anterior quedan descartados el dinero y la vanidad de sus posibles motivos secundarios. ¿Tiene entonces intención didáctica el conferenciante? Es decir, ¿cree que sabe algo que todo el mundo ignora y que conviene que todo el mundo sepa? El conferenciante está convencido de que sabe muchas cosas que la mayoría de las personas ignoran, pero no ve la utilidad de (ni tiene mayor interés en) que lo que él sabe lo sepan también los demás.

A continuación, el conferenciante confesó que escribe un libro cada vez que quiere leer un libro de Jorge Ibargüengoitia, que es su escritor predilecto.

Al responder a la segunda pregunta que él mismo se había formulado, a saber “¿cómo escribe?”, el conferenciante confesó otra deformación profesional, que le viene de haber sido dramaturgo antes que narrador. Para ilustrar los efectos de dicha deformación, hizo la descripción siguiente: El señor que está sentado en un sillón leyendo una novela es un personaje muy diferente al señor que está en un teatro viendo una representación. El primero está propenso a abandonar la lectura en cualquier momento y por razones tales como: que se aburra del libro, que se quede dormido, que oiga un ruido sospechoso en la azotea, que llegue un visitante inoportuno, que le dé hambre y tenga que ir a la cocina a preparar algo de comer, etcétera. Es decir, el escritor no sabe en qué condiciones va a ser leído su libro. El lector está en libertad de leerlo de principio a fin o suspendiendo la lectura doscientas veces en los momentos mas inapropiados. El señor que está en el teatro, en cambio, es un personaje que quiere llegar al final del acto, para salir a fumar un cigarrillo, y de la obra, para ir a su casa a cenar, a beber o hacer el amor. La diferencia de las circunstancias en que se encuentran el lector y el espectador, es la causa de que existan novelas de ochocientas páginas y de que ningún autor sensato escriba una obra teatral que dure más de dos horas y media.

Por otra parte, el novelista nunca ve el monstruo que su obra está formando en el cerebro del lector, mientras que el dramaturgo tiene que ver, a su pesar, el monstruo que su obra ha formado en el cerebro del director escénico. Si el novelista habla de un bosque de encinos, nunca verá los bosques de fresnos, de enebros, de álamos, que se han formado en los cerebros de sus lectores. El novelista puede repetir varias veces una escena que le parezca interesante, puede establecer un diálogo filosófico que en la vida real duraría varias semanas, puede describir minuciosamente un partido de ajedrez o una taza de porcelana. Y puede hacer todo esto, porque el lector, por su parte, puede saltarse un capítulo entero, leer una página de cada diez, leer todo el libro sin entenderlo o, simplemente, dejar el libro a un lado, sin causar en el autor de novelas la angustia que produce en el dramaturgo un espectador que se queda dormido y ronca o que se levanta a la mitad del segundo acto y se va del teatro.

El conferenciante concluyó su explicación diciendo que la deformación profesional de dramaturgo que tiene, le ha impedido aprovechar las ventajas del novelista y que su obra más larga, Los relámpagos de agosto, puede leerse de un tirón y en dos horas y media. Su novela es la novela de un dramaturgo.

A la tercera pregunta “¿qué escribe?”, el conferenciante respondió que su obra narrativa consiste, a la fecha, en una novela y un libro de cuentos que no ha sido publicado, por lo que iba a referirse exclusivamente a la primera.

El supuesto narrador de Los relámpagos de agosto es el general de división José Guadalupe Arroyo, que participó en la “revolución del 29” y que se siente vilipendiado, injustamente relegado, mal retribuido y mal interpretado. De su narración se desprende lo siguiente: que el general Arroyo es capaz de participar en una conjura, pero incapaz de comprender cuáles son los fines que persigue dicha conjura, quién la provoca, qué es lo que quieren sus enemigos y, lo que es peor, qué es lo que quieren sus amigos; capaz de dar protección a don Virgilio Gómez Urquiza, gobernador del Estado, que es secuestrado por los cristeros, mientras Arroyo espera a estos últimos en la Cañada de los Compadres; capaz de respetar la vida del Padre Jorgito, pero capaz también de fusilar a su sacristán; capaz, en un arrebato de furor, de arrojar en una fosa recién cavada a quien el día siguiente será nombrado Presidente Interino. Todas estas características, dijo el conferenciante, él las comparte con su personaje. Él se siente vilipendiado, injustamente relegado, mal retribuido y mal interpretado, es capaz de participar en una conjura, pero incapaz de comprenderla, capaz de planear grandes operaciones, pero incapaz de cuidar los detalles, es respetuoso con los fuertes y despiadado con los débiles, inoportuno en sus explosiones de furor y muy torpe para cortejar a la autoridad. Además, el conferenciante confesó que a él también le gustaría tomarse una botella de coñac Martell cada vez que se siente deprimido, resfriado o eufórico. El general Arroyo, concluyó el conferenciante, es una máscara de Jorge Ibargüengoitia.

El general Arroyo se rasura en el pullman cuando el tren entra en la ciudad de México, porque al conferenciante le gusta rasurarse en el pullman cuando el tren entra en la ciudad de México. El tren llega a la Estación Colonia. ¿Por qué no la describe el general Arroyo? Porque tanto el general Arroyo como el conferenciante conocen la estación Colonia, entonces, ¿para qué van a describirla? El general da órdenes perentorias al jefe de estación, lo cual es uno de los sueños dorados del conferenciante. El velorio del general González se efectúa en una de las casas de Londres, que el conferenciante, que vivía enfrente, siempre consideró propia para velorios. Los generales toman mezcal en el Paraíso Terrenal, porque al conferenciante le gusta el mezcal. El General Arroyo no describe la mesa cubierta de vasos de sangrita, saleros y limones chupados, porque al conferenciante no le gusta la sangrita y porque el general Arroyo nunca describiría una mesa, ni limpia ni sucia, cuando tiene cosas más importantes que decir.

Con esta explicación terminó la primera parte de la conferencia y a continuación, el conferenciante invitó al público a hacer preguntas, que fueron las siguientes:

Un joven que estaba en primera fila: Quiero hacer una crítica de su novela y de lo que usted nos acaba de decir. Sus intereses son completamente egoístas; usted sólo piensa en sí mismo. Ha escrito una novela sólo para divertirse. Yo creo que un escritor que no se interesa en los problemas de su época está condenado al fracaso. Su novela está destinada a quedarse en el cuarto de los cachivaches.

El conferenciante: (Haciendo a un lado la circunstancia de que aquello no era una pregunta): Dígame una cosa, ¿ha leído usted mi novela?

El joven que estaba en primera fila: No.

El conferenciante: Entonces, ¿a qué vino?

El joven que estaba en la primera fila: A ver qué era lo que usted tenía que decir.

El conferenciante: Si no ha leído mi novela, no ha entendido nada de lo que he dicho en mi conferencia. Sepa usted que mi novela ha ganado un premio internacional, ha tenido una edición cubana de 10,000 ejemplares, una edición mexicana de 4,000 ejemplares, ha sido publicada en forma condensada en una revista que tira 80,000 ejemplares, ha sido traducida al checo, al rumano y al polaco, así que no se puede decir de ella que esté entre los cachivaches y si puede interesarle a un polaco es porque refleja algunos de los problemas de nuestra época. (Se oye un murmullo en la fila catorce) ¿Quién habló por allí?

Una francesa: El señor no criticó su novela, sino su conferencia, lo cual me parece lícito.

El conferenciante: No oyó usted bien. El señor se refería a mi novela, porque habló de cachivaches. Una conferencia no puede quedarse entre los cachivaches.

Hubo un silencio debido a que el conferenciante había derrotado a sus oponentes en toda la línea. El señor Crespo de la Serna pidió la palabra.

Crespo de la Serna: Yo creo que usted, sin intentarlo, ha escrito una interesante tragicomedia sobre la revolución mexicana. Su obra me parece auténtica, profunda, conmovedora y sumamente interesante.

El conferenciante: Le agradezco mucho su elogio y comparto su opinión.

Un señor que estaba en segunda fila: Yo, a diferencia de la primera persona que hizo uso de la palabra, si he leído su novela y sus críticas. Sé que usted es un hombre sarcástico y venenoso. Díganos algo sobre los nuevos movimientos en la literatura mexicana…

El conferenciante: El escritor latinoamericano es, en general, como el Dios Jano, que tiene dos caras; con una está mirando a Europa y a los Estados Unidos, en busca de formas de expresión y con la otra está mirando a la realidad. Nuestro problema es que estamos tratando de expresar una realidad en formas que no necesariamente son las más adecuadas para expresarla. El ejemplo que se me viene más pronto a la cabeza es el de Gazapo, que pudo ser una buena novela y que resultó fallida, porque el autor quiso forzar el material que tenía en una forma que está de moda, pero que no venía a cuento.

El señor que estaba en la segunda fila: ¿Qué opina usted de Rulfo?

El conferenciante: Rulfo ha escrito dos libros admirables, pero incapaces de formar una escuela. La prueba es que el mismo Rulfo no ha escrito un libro en diez años. Por otra parte, Rulfo se está refiriendo a una realidad que sólo es conocida por analfabetos; esto produce serias equivocaciones. Una asidua lectora de Rulfo me aseguraba, el otro día, que México es una sociedad rural.

Un joven que estaba en octava fila: ¿Qué obras tiene en preparación?

El conferenciante: Una novela que está basada en un reportaje que hice sobre el caso de las Poquianchis.

Un señor que estaba en la cuarta fila: ¿Cuáles son sus escritores de cabecera, por qué y de qué manera han influido en su obra?

El conferenciante: Primero voy a contestar la segunda parte de su pregunta: mis escritores de cabecera son aquéllos con los que mejor me identifico, los que ven el mundo como yo lo veo. ¿Cuáles son? Evelyn Waugh y Céline. ¿De qué manera han influido en mi obra? No lo sé, ni me importa. Esto es cosa que algún estudiante de Filosofía y Letras descubrirá al hacer su tesis profesional en 1984. Por lo pronto puedo decirle que si no hubiera leído Black Mischief, probablemente no hubiera descubierto que en el material que tenía para escribir Los relámpagos de agosto había una novela.

Un señor que estaba en la sexta fila: Hay cosas en lo que usted ha dicho que me parecen, cuando menos, peculiares. En primer lugar, eso de que los escritores estén mirando hacia Europa y los Estados Unidos en busca de influencia. Yo leo y releo con gran placer las obras completas de Martín Luís Guzmán, en especial El águila y la serpiente, leo también con mucha frecuencia a Rubén Romero, Francisco Tario y Emma Dolujanoff tienen páginas deliciosas que reflejan, si bien no una realidad nacional, sí una realidad local. Creo que usted, al hablar de realidad, se refiere sólo al D.F. Déjeme continuar. Ha dicho usted que cuando escribe no le interesa el público. Yo creo que todo escritor aspira a que su libro sea leído por el mayor número de personas; aspira a comunicarse.

El conferenciante: Aspira a comunicarse con el papel. Yo creo que un escritor que tiene puesto un ojo en el papel y otro en el público está perdido. El querer que el libro se venda es algo que viene a posteriori, cuando ya el libro está escrito, no en el momento de escribirlo. Es como querer que los hijos tengan éxito en la vida. Escribir un libro para que lo lean millones es como querer tener un hijo para que sea como Napoleón.

El señor que estaba en la sexta fila: Pero usted está de acuerdo en que hay que tratar de que los libros se vendan no sólo en México, sino en toda la República.

El conferenciante: Sí, estoy de acuerdo en eso, pero creo que la distribución es muy mala.

El señor que estaba en la sexta fila: En eso yo también estoy de acuerdo.

Con este concordato y después de un breve aplauso, se terminó la conferencia, a las 9:05.



* Relación de la conferencia dada en el ciclo “Los narradores ante el público, celebrada en la sala Manuel M. Ponce, el 12 de agosto de 1966, y organizado por el Instituto Nacional de Bellas Artes.