Material de Lectura

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Textos Narrativos


Selección y nota de
Francisco Guzmán Burgos



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Nota introductoria


El grupo del Ateneo de la Juventud, en el que destacan Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Julio Torri, Martín Luis Guzmán, el dominicano Pedro Henríquez Ureña y otros, cuenta entre sus rasgos fundamentales el afán por el deslinde, ese gusto por el conocimiento claro y distinto de las cosas. A ellos les horrorizaba ver cómo México bogaba a la deriva impelido por los vientos procedentes de otras latitudes. Además, se encontraban viviendo en medio de un régimen que no hacía el esfuerzo necesario para ganarse a la rosa de los vientos. En consecuencia se integraron o se adaptaron o restringieron su participación al terreno de las ideas y de la creación artística, al oír aquel clamor venido de abajo que estalló en 1910.

Si el proyecto de Revolución encarnado en Pancho Villa y Emiliano Zapata corresponde en cierto modo a la producción literaria de don Mariano Azuela, y el que representa Álvaro Obregón mantiene singulares paralelismos sociológicos con la obra de autores como Agustín Yáñez, el punto de vista esgrimido por Francisco I. Madero y Venustiano Carranza encuentra su consonancia en los libros de José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán.

Ambos abanderaban la posición liberal descendiente de la Reforma, transformada por los nuevos impactos históricos. Creían que nuestros problemas debían empezar a solucionarse reflexionando en nuestro desarrollo real. Por eso cuando tienen el poder en sus manos, los vemos cubriendo con libros el mapa nacional.

Al igual que Alfonso Reyes, don Martín era hijo de un militar ligado al viejo régimen, pero mientras Guzmán logra separar las preferencias políticas de los afectos familiares, Reyes se sumerge en una nostalgia que se agudiza con el tiempo.

Guzmán no fue sólo un hombre de su época, sino también de su espacio. Siempre abandonó los territorios que le fueron hostiles, poco antes de que sobreviniera la catástrofe, estuvieran ocupados o no por villistas, delahuertistas, etcétera.

No es gratuito que en un trazo autobiográfico declare lo siguiente:

Sabréis… si en verdad soy, como por allí se dice, un hombre en pleito con los valores y prestigios más respetables para toda una parte de la humanidad; un personaje extraño, extravagante, absurdo... Aunque también puede suceder que, lejos de inmensurabilidades tamañas, y muy natural y contenidamente, resulte yo ser un hijo de mi hora y de mi país, o, acaso, de aquello que mi país y mi hora tienen de más inquietante, por más vivo y fecundo.

A diferencia de Ramón López Velarde, Martín Luis Guzmán no hizo del oficio de escritor el blanco primordial de su existencia. El desdén con el que algunas veces miró la creación literaria, si bien nunca fue tan intenso como para que abandonara por completo la pluma, no deja de evocarnos a ese dramaturgo real o ficticio que todos llamamos William Shakespeare, porque como él, don Martín era un hacedor de personajes; un nombre para barajarlo eternamente, como él mismo dijo en 1940; un hombre que ha pervivido en el general Ignacio Aguirre, en el joven Axkaná González, en las esencias que nos ha entregado de Porfirio Díaz, Francisco I. Madero, Pancho Villa, Rodolfo Fierro, David Berlanga, Álvaro Obregón.

Ese método del retrato que extracta el espíritu de una época, y no su parafernalia, fue perfectamente detectado por Emmanuel Carballo, que luego lo usó generosamente en sus Protagonistas de la literatura mexicana. Veamos cómo Emmanuel capta y revela a Martín Luis:

…la Preparatoria fijó las bases de su estilo: el culto por la palabra precisa, el apego al raciocinio sistemático, el placer de mezclar las voces cual si fuesen dóciles guarismos, la intención geométrica de agrupar los incidentes de la anécdota como si fueran caras que concurren a dar forma a un cuerpo.

Entre los miembros del Ateneo, Martín Luis Guzmán fue quien se sumó más íntimamente a la Revolución de 1910.

Un movimiento social de esa naturaleza no podía encontrar su voz literaria en los estilos subjetivos cultivados por quienes aspiraban a seguir arrancándole notas al modernismo, o por aquellos que oteaban ya la eclosión de los vanguardismos. Hacía falta una obra dotada de una poética capaz de recobrar ese nexo aparentemente invisible entre el realismo y el clasicismo. Esa obra transparente y geométrica, aferrada a la línea y distanciada de la sombra y los planos verticales, la escribió Martín Luis Guzmán.


Las Obras Completas de Martín Luis Guzmán, dadas a la luz en 1961 por la Compañía General de Ediciones, y reeditadas por el Fondo de Cultura Económica en 1985, proporcionan cinco novelas: El águila y la serpiente; La sombra del Caudillo; Javier Mina, héroe de España y de México; Islas Marías y las Memorias de Pancho Villa; seis libros con textos que oscilan entre el relato y la novela corta: Filadelfia, paraíso de conspiradores; Axkaná González en las elecciones; Piratas y corsarios; Maestros rurales; Febrero de 1913 y Muertes históricas; siete libros que consignan artículos, ensayos, crónicas, reseñas, discursos, oraciones fúnebres, etcétera, y que son: La querella de México; A orillas del Hudson; Otras páginas; Academia; Necesidad de cumplir las leyes de Reforma; Pábulo para la historia (Primera serie) y Crónicas de mi destierro. De haber sido menos descollante la vida pública de don Martín durante sus últimos años quizás el orden definitivo de su producción hubiera sido éste y no el que lleva en sus Obras Completas, el cual parece combinar criterios cronológicos, estimativos y comerciales. Quizás don Martín incluso hubiese modificado la organización de sus volúmenes de varia para armonizarlos piramidalmente como delicados frutos, con tal que nos diesen una idea más sustancial de su espíritu, potente al igual que un punto de fuga.

Al explorar las incursiones de este ateneísta en la narrativa breve a través de sus apariciones en las antologías de narrativa, nos percatamos de que en ellas únicamente figuran cinco episodios de la novela El águila y la serpiente y un texto raro, precursor de la ficción científica, que lleva por título “Cómo acabó la guerra en 1917”, y que aún no ha sido integrado a las Obras Completas. Puede hallársele en la antología El cuento mexicano del siglo XX (1964), de Emmanuel Carballo. No obstante, a Guzmán se le señala como a uno de los autores imprescindibles dentro del género, en lugar de exponer sinceramente que se le escoge debido a la dificultad de sustraerse a la fuerza de pasajes novelísticos como “La fiesta de las balas”, “Una noche de Culiacán”, “Pancho Villa en la cruz” y “La muerte de David Berlanga”. “Un préstamo forzoso” completa el número de episodios mencionados, pero resulta un tanto trunco porque su anécdota no cierra sino con el texto que lo sucede: “El nudo de ahorcar”. Estos recortes han sido posibles gracias a que El águila y la serpiente está construida con la estructura propia de la novela de aventuras, la cual permite prolongar de manera indefinida un relato, facilita las modificaciones y es la más cómoda cuando la obra se publica por entregas.

Otros de los caminos que pudieron haber tomado los antologadores y que jamás hollaron fue el de revisar las novelas cortas. Únicamente “Tránsito sereno de Porfirio Díaz” ha sido espigado por Carlos Monsivais para la antología de crónica intitulada A ustedes les consta. Sin embargo, por lo menos Axkaná González en las elecciones y Maestros rurales también son dignos de ser considerados al realizar las analectas de nuestra narrativa.

Dentro de los libros de varia, hay narraciones breves que coquetean con el cuento: “Poema de invierno”, “Indígena, rubio (recuerdo simbólico)”, “Mi amiga la credulidad” y “El coleccionador de ataúdes”, pertenecientes al volumen llamado A orillas del Hudson; “Claridad y tinieblas”, que viene en Otras páginas, y que se vale, con alguna dosis de lirismo, de la misma anécdota que desarrollan “Un préstamo forzoso” y “El nudo de ahorcar”; “¡Quince millones de pesetas!”, “Vida y muerte de torero”, “Valle-Inclán ante el juez” y “El proceso de Charles Maurras”, recogidos en Crónicas de mi destierro.

Diseminados en periódicos y revistas de Europa, Estados Unidos y México, hay todavía algunos relatos que don Martín pensaba, tal vez, incluir en el tomo tercero de sus Obras Completas, que proyectó y empezó a compilar, pero al cual nunca dio término; algunos de ellos confirman sus dotes narrativas, pero no lo convierten en el cuentista perpetrado por los antologadores.

Este cuaderno, además de “La fiesta de las balas” y “Tránsito sereno de Porfirio Díaz”, ya incluidos en otras antologías, propone al lector los textos “Poema de invierno” y “Mi amiga la credulidad”.


FRANCISCO GUZMÁN BURGOS

 

Poema de invierno



El Loco decía: Amo la nieve, flor del invierno, tanto como a las rosas de las mañanas tibias y a las espigas de las tardes doradas; amo de ella, en la ciudad, la blancura efímera de sus primeras horas, cuando el manto cándido hace mate la luz del sol, y también cuando convierte en morados misteriosos la negrura de la noche; la amo en el campo, allí eterna su pureza irreprochable.

Si miro desde mi ventana cómo bajan los copos a lo largo de invisibles hilos temblorosos, o cómo los arrastra el viento a remolinos sin sentido, el alma se me cuaja de tristeza. Pero si hundo en la nieve los pies, si dejo que ella me azote cara y manos y no evito que resbale a veces entre el vestido y la piel hasta derretírseme en el cuello, en el pecho, en la espalda, la sangre se me rejuvenece entonces y vuelve a mí la alegría de las locas carreras infantiles.

Nevado estaba el parque ayer: pequeñas colinas albas subían desde los diminutos albos valles. Nevado estaba y solitario. Y en el corazón de tanto silencio, sobre la blanca sábana de nieve, las líneas quebradas de los árboles daban toda su música a los ojos. Uno que otro grito se oía de súbito, también preciso y rápido como raya negra.

Con pies y manos aventé la nieve. Hice bolas para tirar a los árboles. Me senté sobre la nieve amontonada en los bancos. Esculpí figuras rudimentarias. Construí castillos y fuentes fantásticos. Levanté trincheras. Me escondí en cuevas. Echéme a rodar por las pendientes. Abrí la boca para que en ella entrara la nieve y se derritiera.

Una bandada de muchachos pasó haciendo cabriolas. Los desafié, y llenos de júbilo guerreamos largo rato. Hubo arrojo y temor; hubo saltos, carreras, encuentros, caídas, sorpresas. Al principio fingieron huir de mí; mas, envalentonados después, acabaron por cercarme y vencerme. Me ahogaban durante la lucha la risa y la fatiga, y reían ellos también a medida que arreciaban sus golpes, más y más certeros. Cuando al fin echaron a correr, tenía yo nieve en los ojos, en las orejas, en la boca, y la sangre me cosquilleaba por todo el cuerpo. ¡Cuánta felicidad!

Decían los muchachos: El Loco estaba ayer en el parque mordiendo la nieve y arremetiendo contra los árboles. (Cuentan que lleva largas las barbas y la cabellera, porque con ellas ata a los niños cuando los coge para clavarles las uñas y chuparles la sangre.) Juan nos decía: “Presto hemos de pasar, porque la noche llega.”

Y escondidos detrás de un recodo, veíamos al Loco patear de rabia. Tan pronto apilaba la nieve, como la esparcía y aplanaba; o la echaba al viento con pies y manos; o se cubría con ella hasta la cintura... Sin quitar de él los ojos, nos consultamos y nos dimos valor:

—Volvamos a la Puerta Grande y sigamos el borde del río.

—No. Esperar será mejor.

—Si nos persigue, lo atacamos todos.

El Loco cavaba hoyos e iba formando con la nieve un gran montón. (Cuentan que en esos hoyos esconde a los niños que mata.) Del montón hizo una cueva, en donde se metió luego. Buen rato estuvimos mirándole la punta de los pies, que dejó afuera; pero de pronto rascó con ellos en la nieve y desaparecieron también. Esperamos… Esperamos…

—¡Ahora! —dijo Juan, y corrimos todos.

Pero el Loco nos espiaba; surgió de nuevo y se abalanzó a nosotros. Sus barbas eran tan grandes que cerraban todo el camino. La cabellera le nevaba, y con la mano libre de la capa nos disparaba enormes bolas de nieve. (Cuentan que bajo la nieve los guardas del parque hallaron tres niños muertos el otro invierno.) Sobrecogidos de pavor, quisimos correr. Juan gritó: “Todos contra él”, y nos defendimos.

A cada golpe certero que le dábamos saltaba furioso y lanzaba alaridos horribles. Si quien acertaba era él, rompía en una risa espantable que todavía nos llena de terror. Lo vencimos al cabo de muchas horas: lo obligamos a refugiarse cerca de un árbol y allí lo golpeamos con furia cada vez mayor. El bufaba y gruñía. Doblóse al fin por la cintura y clavó la cabeza en la nieve. Entonces huimos…

(Cuentan que en las noches de luna el Loco anda por el parque escarbando la nieve; cuentan que busca los cuerpecitos de los niños cuya sangre ha chupado.)


Mi amiga la credulidad

 

Cuentan los biógrafos de Henry James que el ruido de la máquina de escribir Remington era fuente inagotable de inspiración para aquel consumado artista de la prosa inglesa. La noticia se ha divulgado (se ha divulgado con esa facilidad con que cunde toda buena receta para lograr cosas imposibles: igual ocurrió con el espiritismo y, no ha mucho tiempo aún, con la leche agria de Metchnikov), y a esta hora las máquinas del fabricante aludido tienen gran demanda en el mercado. Yo, que no he querido ser menos que nadie, resolví desde luego deshacerme de mi vieja y fiel Underwood, a cambio de la cual, más una pequeña suma de ribete, he adquirido una Remington flamante y sonora. ¡Qué estruendo tan melodioso el suyo!

El advenimiento de la nueva máquina ha producido en mi hogar toda una revolución: ha transformado los métodos, ha cambiado las costumbres, ha modificado los caracteres. Como tanto mi mujer como mis hijos opinaron, después de la primera audición, que no existe instrumento superior a la Remington para evocar las ocultas armonías, hemos hecho a un lado la pianola y el fonógrafo, no nos acordamos de Beethoven ni de Caruso y sólo gustamos ahora de escuchar, a mañana y tarde, a los grandes maestros de la máquina de escribir. ¡Quién hubiera pensado nunca que es posible ejecutar —a una y a dos manos, en color rojo y en color azul— desde un canto de la Ilíada, hasta una proclama de Marinetti! ¡Música divina! Mucho, en verdad, depende de la interpretación.

Cuando el pequeñuelo enfurece, cuando loco de rabia porque no le doy un potá u otra cosa por el estilo, hace retemblar los muros de la casa golpeando contra ellos la blanda cabecita; corro a donde está la máquina, la destapo apresuradamente y tecleo de memoria algún trozo de lo más clásico (The Sacred Fount, por ejemplo, que es mi predilecta). Y como siempre creí que los niños son unas fierecitas, tranquilo espero el resultado. Antes que el segundo párrafo comience, mi hijo se apacigua y se acerca, indeciso entre la risa y las lágrimas.

En cuanto a mí, personalmente, la influencia de la máquina no ha sido menos profunda. Suelo en las noches, particularmente desde que aprendí a interpretar a Apollinaire y a Max Jacob, apagar la luz de mi biblioteca, sentarme enfrente de mi Remington y ponerme a improvisar a oscuras. Es éste un placer tan delicado y lleno de sorpresas, y tan fácil de practicar, por lo demás, que nunca agradeceré lo bastante a los dos maestros franceses antes citados —el Schoemberg y el Stravinski, por decirlo así, del nuevo arte—, y a muchos poetas imaginistas y a no pocos dramaturgos de la última forma, como Paul Claudel, el haberme iniciado en sus secretos. Cuando, después de una o dos horas de intensa improvisación, enciendo la lámpara y leo en la larga tira de papel las huellas alfabéticas de la sinfonía mecánica, mis ojos confirman las bellas cadencias que momentos antes embargaban mi oído. Entonces confirmo también el interés con que los vecinos de la casa toman mis conciertos nocturnos, y me explico que los más entusiastas de ellos, y los más atrevidos, abran las ventanas fronteras a la mía, a pesar del crudo invierno, y me lancen a voz en cuello bravos que yo apenas distingo en mi arrobamiento musical. El ticli-ticlá de mi Remington enardece a unos tanto como las mejores arias de la Galli-Curci y sume a otros en esa contemplación interior que sólo provocan el violín, el órgano y la orquesta.

Parte de mis improvisaciones, la más accesible al vulgo, la mando a las revistas o a los grandes diarios. Algunas han causado sorpresa y otras verdadera estupefacción. Las revistas de los jóvenes las reciben siempre con aplauso caluroso; las publicaciones de los viejos, las académicas, fingen no descifrar mis obras y las desprecian. Es el eterno disgusto por todo lo que ya no podemos aprender a hacer. Pero los jóvenes me siguen con tal ahínco que ya comienza a formarse una verdadera escuela. Ahora mismo anda la gente revuelta y enteramente en desacuerdo sobre la esencia distintiva de la nueva manera y el nombre que debe dársele. ¿Es un cubismo o un vorticismo de la literatura? ¿Sería eufónico llamarla remingtonismo? Mecanicismo, sin duda, es el título que debiera ponérsele, si no fuera por las asociaciones deplorables que esa palabra puede despertar.

 


 

La fiesta de las balas


Atento a cuanto se decía de Villa y el villismo, y a cuanto veía a mi alrededor, a menudo me preguntaba yo en Ciudad Juárez qué hazañas serían las que pintaban más a fondo la División del Norte: si las que se suponían estrictamente históricas, o las que se calificaban de legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta realidad, o las que traían ya tangibles, con el toque de la exaltación poética, las revelaciones esenciales. Y siempre eran las proezas de este segundo orden las que se me antojaban más verídicas, las que, a mi juicio, eran más dignas de hacer Historia.

Porque ¿dónde hallar, pongo por caso, mejor pintura de Rodolfo Fierro —y Fierro y el villismo eran espejos contrapuestos, modos de ser que se reflejaban infinitamente entre sí— que en el relato que ponía a aquél ante mis ojos, después de una de las últimas batallas, entregado a consumar, con fantasía tan cruel como creadora de escenas de muerte, las terribles órdenes de Villa? Verlo así era como sentir en el alma el roce de una tremenda realidad cuya impresión se conservaba para siempre.


Aquella batalla, fecunda en todo, había terminado dejando en manos de Villa no menos de quinientos prisioneros. Villa mandó separarlos en dos grupos: de una parte los voluntarios orozquistas a quienes llamaban colorados; de la otra, los federales. Y como se sentía ya bastante fuerte para actos de grandeza, resolvió hacer un escarmiento con los prisioneros del primer grupo, mientras se mostraba benigno con los otros. A los colorados se les pasaría por las armas antes de que oscureciese; a los federales se les daría a elegir entre unirse a las tropas revolucionarias o bien irse a sus casas mediante la promesa de no volver a hacer armas contra los constitucionalistas.

Fierro, como era de esperar, fue el encargado de la ejecución, a la cual dedicó desde luego la eficaz diligencia que tan buen camino le auguraba ya en el ánimo de Villa, o, según decía él: de “su jefe”.

Declinaba la tarde. La gente revolucionaria, tras de levantar el campo, iba reconcentrándose lentamente en torno del humilde pueblecito que había sido objetivo de la acción. Frío y tenaz, el viento de la llanura chihuahuense empezaba a despegar del suelo y apretaba los grupos de jinetes y de infantes: unos y otros se acogían al socaire de las casas. Pero Fierro —a quien nunca detuvo nada ni nadie— no iba a rehuir un airecillo fresco que a lo sumo barruntaba la helada de la noche. Hizo cabalgar a su caballo de anca corta, contra cuyo pelo oscuro, cano por el polvo de la batalla, rozaba el borde del sarape gris. Iba así al paso. El viento le daba de lleno en la cara, mas él no trataba de eludirlo clavando la barbilla en el pecho ni levantando los pliegues del embozo. Llevaba enhiesta la cabeza, arrogante el busto, bien puestos los pies en los estribos y elegantemente dobladas las piernas entre los arreos de campaña sujetos a los tientos de la montura. Nadie lo veía, salvo la desolación del llano y uno que otro soldado que pasaba a distancia. Pero él, acaso inconscientemente, arrendaba de modo que el animal hiciera piernas como para lucirse en un paseo. Fierro se sentía feliz: lo embargaba el placer de la victoria —de la victoria, en la cual nunca creía hasta consumarse la completa derrota del enemigo—, y su alegría interior le afloraba en sensaciones físicas que tornaban grato el hostigo del viento y el andar del caballo después de quince horas de no apearse. Sentía como caricia la luz del sol —sol un tanto desvaído, sol prematuramente envuelto en fulgores encendidos y tormentosos.

Llegó al corral donde tenían encerrados, como rebaño de reses, a los trescientos prisioneros colorados condenados a morir, y se detuvo un instante a mirar por sobre las tablas de la cerca. Vistos desde allí, aquellos trescientos huertistas hubieran podido pasar por otros tantos revolucionarios. Eran de la fina raza de Chihuahua: altos los cuerpos, sobrias las carnes, robustos los cuellos, bien conformados los hombros sobre espaldas vigorosas y flexibles. Fierro consideró de una sola ojeada el pequeño ejército preso, lo apreció en su valor militar —y en su valer— y sintió una pulsación rara, un estremecimiento que le bajaba desde el corazón, o desde la frente, hasta el índice de la mano derecha. Sin quererlo ni sentirlo, la palma de esa mano fue a posársele en las cachas de la pistola.

—Batalla, ésta —pensó.

Indiferentes a todo, los soldados de caballería que vigilaban a los prisioneros no se fijaban en él. A ellos no les preocupaba más que la molestia de estar montando una guardia fatigosa —guardia incomprensible después de la excitación del combate— y que les exigía tener lista la carabina, cuya culata apoyaban en el muslo. De cuando en cuando, si algún prisionero parecía apartarse, los soldados apuntaban con aire resuelto y, de ser preciso, hacían fuego. Una onda rizaba entonces el perímetro informe de la masa de prisioneros, los cuales se replegaban para evitar el tiro. La bala pasaba de largo o derribaba a alguno.

Fierro avanzó hasta la puerta del corral; gritó a un soldado, que vino a descorrer las trancas, y entró. Sin quitarse el sarape de sobre los hombros echó pie a tierra. El salto le deshizo el embozo. Tenía las piernas entumecidas de cansancio y de frío: las estiró. Se acomodó las dos pistolas. Se puso luego a observar despacio la disposición de los corrales y sus diversas divisiones. Dio varios pasos hasta una de las cercas, sin soltar la brida, la cual trabó entre dos tablas, para dejar sujeto el caballo. Sacó de las cantinas de la silla algo que se metió en los bolsillos de la chaqueta, y atravesó el corral a poca distancia de los prisioneros.

Los corrales eran tres, comunicados entre sí por puertas interiores y callejones angostos. Del que ocupaban los colorados, Fierro pasó, deslizando el cuerpo entre las trancas de la puerta, al de en medio; en seguida, al otro. Allí se detuvo. Su figura, grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo superior, algo prestigioso y a la vez adecuado al triste abandono del corral. El sarape había venido resbalándole del cuerpo hasta quedar pendiente apenas de los hombros: los cordoncillos de las puntas arrastraban por el suelo. Su sombrero, gris y ancho de ala, se teñía de rosa al recibir de soslayo la luz poniente del sol. Vuelto de espaldas, los prisioneros lo veían desde lejos, a través de las cercas. Sus piernas formaban compás hercúleo y destellaban; el cuero de sus mitasas brillaba en la luz del atardecer.

A unos cien metros, por la parte exterior a los corrales, estaba el jefe de la tropa encargada de los prisioneros. Fierro lo vio y le indicó a señas que se acercara. El oficial cabalgó hasta el sitio de la valla más próximo a Fierro. Éste caminó hacia él. Hablaron. Por momentos, conforme hablaban, Fierro fue señalando diversos puntos del corral donde se encontraba y del corral contiguo. Después describió, moviendo la mano, una serie de evoluciones que repitió el oficial como con ánimo de entender mejor. Fierro insistió dos o tres veces en una maniobra al parecer muy importante, y el oficial entonces, seguro de las órdenes recibidas, partió al galope hacia donde estaban los prisioneros.

Tornó Fierro al centro del corral, y otra vez se mantuvo atento a estudiar la disposición de las cercas y cuanto las rodeaba. De los tres corrales, aquél era el más amplio, y según parecía, el primero en orden —el primero con relación al pueblo—. Tenía en dos de sus lados sendas puertas hacia el campo: puertas de trancas más estropeadas —por mayor uso— que las de los corrales posteriores, pero de maderos más fuertes. En otro lado se abría la puerta que daba al corral inmediato, y el lado restante no era una simple valla de madera, sino tapia de adobes, de no menos de tres metros de altura. La tapia mediría como sesenta metros de largo, de los cuales, veinte servían de fondo a un cobertizo o pesebre, cuyo tejado bajaba de la barda y se asentaba, de una parte, en los postes, prolongados, del extremo de una de las cercas que lindaban con el campo, y de la otra, en una pared, también de adobe, que salía perpendicularmente de la tapia y avanzaba cosa de quince metros hacia los medios del corral. De esta suerte, entre, entre el cobertizo y la valla del corral próximo venía a quedar un espacio cerrado en dos de sus lados por paredes macizas. En aquel rincón el viento de la tarde amontonaba la basura y hacía sonar con ritmo anárquico, golpeándolo contra el brocal de un pozo, un cubo de hierro. Del brocal del pozo se elevaban con dos palos secos, toscos, terminados en horquetas, sobre los cuales se atravesaba otro más, y desde éste pendía la cadena de una garrucha, que también sonaba movida por el viento. En lo más alto de una de las horquetas un pájaro grande —inmóvil, blanquecino— se confundía con las puntas del palo, resecas y torcidas.

Fierro se hallaba a cincuenta pasos del pozo. Detuvo un segundo la vista sobre la quieta figura del pájaro, y, como si la presencia de éste encajara a pelo en sus reflexiones, sin cambiar de expresión, ni de postura, ni de gesto, sacó la pistola lentamente. El cañón del arma, largo y pulido, se transformó en dedo de rosa a la luz poniente del sol. Poco a poco el gran dedo fue enderezándose hasta señalar en dirección del pájaro. Sonó el disparo —seco y diminuto en la inmensidad de la tarde— y el animal cayó al suelo. Fierro volvió la pistola a la funda.

En aquel instante un soldado, trepando a la cerca, saltó dentro del corral. Era el asistente de Fierro. Había dado el brinco desde tan alto que necesitó varios segundos para erguirse otra vez. Al fin lo hizo y caminó hacia donde estaba su amo. Fierro le preguntó, sin volver la cara:

—¿Qué hubo con ésos? Si no vienen pronto, se hará tarde.

—Parece que ya vienen ay —contestó el asistente.

—Entonces, tú ponte allí. A ver, ¿qué pistola traes?

—La que usted me dio, mi jefe. La mitigüeson.

—Sácala pues, y toma estas cajas de parque. ¿Cuántos tiros dices que tienes?

—Unas quince docenas, con los que he arrejuntado hoy, mi jefe. Otros hallaron hartos, yo no.

—¿Quince docenas?... Te dije el otro día que si seguías vendiendo el parque para emborracharte iba a meterte una bala en la barriga.

—No, mi jefe.

—No mi jefe, qué.

—Que me embriago, mi jefe, pero no vendo el parque.

—Pues cuidadito, porque me conoces. Y ahora ponte vivo, para que me salga bien esta ancheta. Yo disparo y tú cargas las pistolas. Y oye bien esto que te voy a decir: si por tu culpa se me escapa uno siquiera de los colorados, te acuesto con ellos.

—¡Ah, qué mi jefe!

—Como lo oyes.

El asistente extendió su frazada sobre el suelo y vació en ella las cajas de cartuchos que Fierro acababa de darle. Luego se puso a extraer uno a uno los tiros que traía en las cananas de la cintura. Quería hacerlo tan de prisa, que se tardaba más de la cuenta. Estaba nervioso, los dedos se le embrollaban.

—¡Ah, qué mi jefe! —seguía pensando para sí.

Mientras tanto, del otro lado de la cerca que limitaba el segundo corral fueron apareciendo algunos soldados de la escolta. Montados a caballo, medio busto les sobresalía del borde de las tablas. Muchos otros se distribuyeron a lo largo de las dos cercas restantes.

Fierro y su asistente eran los únicos que estaban dentro del primero de los tres corrales: Fierro, con una pistola en la mano y el sarape caído a los pies; el asistente, en cuclillas, ordenando sobre su frazada las filas de cartuchos. El jefe de la escolta entró a caballo por la puerta que comunicaba con el corral contiguo y dijo:

—Ya tengo listos los primeros diez. ¿Te los suelto?

Fierro respondió:

—Sí, pero antes entéralos bien del asunto: en cuanto asomen por la puerta yo empezaré a dispararles; los que lleguen a la barda y la salten quedan libres. Si alguno no quiere entrar, tú métele bala.

Volvió el oficial por donde había venido, y Fierro, pistola en mano, se mantuvo alerta, fijos los ojos en el estrecho espacio por donde los prisioneros iban a irrumpir. Se había situado lo bastante próximo a la valla divisoria para que, al hacer fuego, las balas no alcanzaran a los colorados que todavía estuviesen del lado de ella: quería cumplir lealmente lo prometido. Pero su proximidad a las tablas no era tanta que los prisioneros, así que empezase la ejecución, no descubrieran, en el acto mismo de trasponer la puerta, la pistola que les apuntaría a veinte pasos. A espaldas de Fierro el sol poniente convertía el cielo en luminaria roja. El viento seguía soplando.

En el corral donde estaban los prisioneros creció el rumor de voces —voces que los silbos del viento destrozaban, voces como de vaqueros que arrearan ganado—. Era difícil la maniobra de hacer pasar del corral último al corral de en medio a los trescientos hombres condenados a morir en masa; el suplicio que los amenazaba hacía encresparse su muchedumbre con sacudidas de organismo histérico. Se oía gritar a la gente de la escolta, y, de minuto en minuto, los disparos de carabina recogían las voces, que sonaban en la oquedad de la tarde como chasquido en la punta de un latigazo.

De los primeros prisioneros que llegaron al corral intermedio un grupo de soldados segregó diez. Los soldados no bajaban de veinticinco. Echaban los caballos sobre los presos para obligarlos a andar; les apoyaban contra la carne las bocas de las carabinas.

—¡Traidores! ¡Jijos de la rejija! ¡Ora vamos a ver qué tal corren y brincan! ¡Eche usté p’allá, traidor!

Y así los hicieron avanzar hasta la puerta de cuyo otro lado estaban Fierro y su asistente. Allí la resistencia de los colorados se acentuó; pero el golpe de los caballos y el cañón de las carabinas los persuadieron a optar por el otro peligro, por el peligro de Fierro, que no estaba a un dedo de distancia, sino a veinte pasos.

Tan pronto como aparecieron dentro de su visual, Fierro los saludó con extraña frase —frase a un tiempo cariñosa y cruel, de ironía y de esperanza:

—¡Ándenles, hijos: que nomás yo tiro y soy mal tirador!

Ellos brincaban como cabras. El primero intentó abalanzarse sobre Fierro, pero no había dado tres saltos cuando cayó acribillado a tiros por los soldados dispuestos a lo largo de la cerca. Los otros corrieron a escape hacia la tapia: loca carrera que a ellos les parecía como de sueño. Al ver el brocal del pozo, uno quiso refugiarse allí: la bala de Fierro lo alcanzó primero. Los demás siguieron alejándose; pero uno a uno fueron cayendo —Fierro disparó ocho veces en menos de seis segundos—, y el último cayó al tocar con los dedos los adobes que, por un extraño capricho de este momento, separaban de la región de la vida la región de la muerte. Algunos cuerpos dieron aún señales de estar vivos; los soldados, desde su puesto, tiraron para rematarlos.

Y vino otro grupo de diez, y luego otro, y otro, y otro. Las tres pistolas de Fierro —dos suyas, la otra de su ordenanza— se turnaban en la mano homicida con ritmo infalible. Cada una disparaba seis veces —seis veces sin apuntar, seis veces al descubrir— y caía después encima de la frazada. El asistente hacía saltar los casquillos quemados y ponía otros nuevos. Luego, sin cambiar de postura, tendía hacia Fierro la pistola, el cual la tomaba casi al soltar la otra. Los dedos del asistente tocaban las balas que segundos después tenderían sin vida a los prisioneros; pero él no levantaba los ojos para ver a los que caían: toda su conciencia parecía concentrarse en la pistola que tenía entre las manos y en los tiros, de reflejos de oro y plata, esparcidos en el suelo. Dos sensaciones le ocupaban lo hondo de su ser: el peso frío de los cartuchos que iba metiendo en los orificios del cilindro y el contacto de la epidermis, lisa y cálida, del arma. Arriba, por sobre su cabeza, se sucedían los disparos con que su jefe se entregaba al deleite de hacer blanco.

El angustioso huir de los prisioneros en busca de la tapia salvadora —fuga de la muerte en una sinfonía espantosa donde la pasión de matar y el ansia inagotable de vivir luchaban como temas reales— duró cerca de dos horas, irreal, engañoso, implacable. Ni un instante perdió Fierro el pulso o la serenidad. Tiraba sobre blancos movibles y humanos, sobre blancos que daban brincos y traspiés entre charcos de sangre y cadáveres en posturas inverosímiles, pero tiraba sin más emoción que la de errar o acertar. Calculaba hasta la desviación de la trayectoria por efecto del viento, y de un disparo a otro la corregía.

Algunos prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la puerta: la bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del brocal del pozo hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía caer, heridos, por la boca del hoyo. Casi todos se precipitaban hacia la pared de adobes y trataban de escalarla trepando por los montones de cuerpos entrelazados, calientes, húmedos, humeantes: la bala los paralizaba también. Algunos lograban clavar las uñas en la barda, hecha de paja y tierra, pero sus manos, agitadas por intensa ansiedad de vida, se tornaban de pronto en manos moribundas.

La ejecución en masa llegó a envolverse en un clamor tumultuario donde descollaban los chasquidos secos de los disparos, opacados por la inmensa voz del viento. De un lado de la cerca gritaban los que huían de morir y al cabo morían; de otro, los que se defendían del empuje de los jinetes y pugnaban por romper el cerco que los estrechaba hasta la puerta terrible. Y al griterío de unos y otros se sumaban las voces de los soldados distribuidos en el contorno de las cercas. Éstos habían ido enardeciéndose con el alboroto de los disparos, con la destreza de Fierro y con los lamentos y el accionar frenético de los que morían. Saludaban con exclamaciones de regocijo la voltereta de los cuerpos al caer; vociferaban, gesticulaban, histéricos, reían a carcajadas al hacer fuego sobre los montones de carne humana donde advertían el menor indicio de vida.

El postrer pelotón de los ajusticiados no fue de diez víctimas, sino de doce. Los doce salieron al corral de la muerte atropellándose entre sí, procurando cada uno cubrirse con el cuerpo de los demás, a quien trataban de adelantarse en la horrible carrera. Para avanzar hacían corcobos sobre los cadáveres hacinados; pero la bala no erraba por eso; con precisión siniestra iba tocándoles uno tras otro y los dejaba a medio camino de la tapia —abiertos brazos y piernas— abrazados al montón de sus hermanos inmóviles. Sin embargo, uno de ellos, el último que quedaba con vida, logró llegar hasta la barda misma y salvarla... El fuego cesó de repente y el tropel de soldados se agolpó en el ángulo del corral inmediato, para ver al fugitivo.

Pardeaba la tarde. La mirada de los soldados tardó en acostumbrarse al parpadeo interferente de las dos luces. De pronto no vieron nada. Luego, allá lejos, en la inmensidad de la llanura ya medio en sombra, fue cobrando precisión un punto móvil, un cuerpo que corría. Tanto se doblaba el cuerpo al correr, que por momentos se le hubiera confundido con algo rastreante a flor de suelo.

Un soldado levantó el rifle para hacer blanco:

—Se ve mal —dijo, y disparó.

La detonación se perdió en el viento del crepúsculo. El punto siguió su carrera.


Fierro no se había movido de su sitio. Rendido el brazo, largo tiempo lo tuvo suelto hacia el suelo. Luego notó que le dolía el índice y levantó la mano hasta los ojos: en la semioscuridad comprobó que el dedo se le había hinchado ligeramente; se lo oprimió con blandura entre los dedos y la palma de la otra mano. Y así se mantuvo: largamente entregado todo él a la dulzura de un masaje moroso. Por fin, se inclinó para recoger del suelo el sarape, del cual se había desembarazado desde los preliminares de la ejecución. Se lo echó sobre los hombros y caminó para acogerse al socaire del cobertizo. A los pocos pasos se detuvo y dijo al asistente:

—Así que acabes, tráete los caballos.

Y siguió andando.

El asistente juntaba los cartuchos quemados. En el corral contiguo los soldados de la escolta desmontaban, hablaban, canturreaban. El asistente los escuchaba en silencio y sin levantar la cabeza. Después se irguió con lentitud. Cogió la frazada por las cuatro puntas y se la echó a la espalda: los casquillos vacíos sonaron dentro con sordo cascabeleo.

Había anochecido. Brillaban algunas estrellas. Brillaban las lucecitas de los cigarros al otro lado de las tablas de la cerca. El asistente rompió a andar con paso débil, y fue, medio a tientas, hasta el último de los corrales, de donde regresó a poco trayendo de la brida los dos caballos —el de su amo y el suyo—, y, sobre uno de los hombros, la mochila de campaña.

Se acercó al pesebre. Sentado sobre una piedra, Fierro fumaba en la oscuridad. En las juntas de las tablas silbaba el viento.

—Desensilla y tiéndeme la cama —ordenó Fierro—; ya no aguanto el cansancio.

—¿Aquí en este corral, mi jefe?... ¿Aquí?...

—Sí, aquí.

Hizo el asistente como le ordenaban. Desensilló y tendió las mantas sobre la paja, arreglando con el maletín y la montura una especie de cabezal. Minutos después de tenderse allí, Fierro se quedó dormido.

El asistente encendió su linterna, dio grano a los animales y dispuso lo necesario para que pasaran bien la noche. Luego apagó la luz, se envolvió en su frazada y se acostó a los pies de su amo. Pero un momento después se incorporó de nuevo, se hincó de rodillas y se persignó. En seguida volvió a tenderse en la paja.


Pasaron seis, siete horas. Había caído el viento. El silencio de la noche se empapaba en luz de luna. De tarde en tarde sonaba próximo el estornudo de algún caballo. Brillaba el claro lunar en la abollada superficie del cubo del pozo y hacía sombras precisas al tropezar con todos los objetos: con todos, menos con los montones de cadáveres. Éstos se hacinaban, enormes en medio de tanta quietud, como cerros fantásticos, cerros de formas confusas, incomprensibles.

El azul plata de la noche se derramaba sobre los muertos con la más pura limpidez de la luz. Pero insensiblemente aquella luz de noche fue convirtiéndose en voz, voz también irreal y nocturna. La voz se hizo distinta: era una voz apenas perceptible, apagada, doliente, moribunda pero clara en su tenue contorno como las sombras que la luna dibujaba sobre las cosas. Desde el fondo de uno de los montones de cadáveres la voz parecía susurrar:

—Ay…

Luego calló, y el azul de plata de la noche volvió a ser sólo luz. Mas la voz se oyó de nuevo:

—Ay… Ay…

Fríos e inertes desde hacía horas, los cuerpos apilados en el corral seguían inmóviles. Los rayos lunares se hundían en ellos como en una masa eterna. Pero la voz tornó:

—Ay… Ay… Ay…

Y éste último “ay” llegó hasta el sitio donde Fierro dormía e hizo que la conciencia del asistente pasara del olvido del sueño a la sensación de oír. El asistente recordó entonces la ejecución de los trescientos prisioneros, y el solo recuerdo lo dejó quieto sobre la paja, entreabiertos los ojos y todo él pendiente del lamento de la voz, pendiente con las potencias íntegras de su alma.

—Ay… Por favor…

Fierro se agitó en su cama…

—Por favor… agua…

Fierro despertó y prestó oído…

—Por favor… agua…

Entonces Fierro alargó un pie hasta su asistente.

—¡Eh, tú! ¿No oyes? Uno de los muertos está pidiendo agua.

—¿Mi jefe?

—¡Que te levantes y vayas a darle un tiro a ese jijo de la tiznada que se está quejando! ¡A ver si me deja dormir!

—¿Un tiro a quién, mi jefe?

—A ese que pide agua, ¡imbécil! ¿No entiendes?

—Agua, por favor —repetía la voz.

El asistente sacó la pistola de debajo de la montura y, empuñándola, se levantó y salió del pesebre en busca de los cadáveres. Temblaba de miedo y de frío. Uno como mareo del alma lo embargaba.

A la luz de la luna buscó. Cuantos cuerpos tocaba estaban yertos. Se detuvo sin saber qué hacer. Luego disparó sobre el punto de donde parecía venir la voz: la voz se oyó de nuevo. El asistente tornó a disparar: se apagó la voz.

La luna navegaba en el mar sin límites de su luz azul. Bajo el techo del pesebre, Fierro dormía.

 


 

Tránsito sereno de Porfirio Díaz

 

Por abril o mayo de 1915 don Porfirio y Carmelita volvieron a París. Mejor dicho, volvió entonces a París todo el pequeño núcleo de la familia: ellos dos, los Elízaga, los Teresa, y Porfirito con su mujer y sus hijos. La explosión de la Guerra Mundial los había sorprendido mientras veraneaban en Biarritz y en San Juan de Luz, y a casi todos los había obligado a quedarse en las playas del sur de Francia el resto del año de 1914 y los cuatro primeros meses de 1915.


En París don Porfirio reanudó su vida de las primaveras anteriores. Fue a ocupar con Carmelita —y los Elízaga, como de costumbre— su departamento de la casa número 28 de la Avenida del Bosque.

Todas las mañanas, entre nueve y diez, salía a cumplir el rito de su ejercicio cotidiano, que era un paseo, largo y sin pausas, bajo los bellísimos árboles de la avenida. Generalmente lo acompañaba Porfirito; cuando no, Lila; cuando no, otro de los nietos o el hijo de Sofía. Su figura, severa en el traje y en el ademán, había acabado por ser a esa hora una de las imágenes características del paseo. Cuantos lo miraban advertían, más que el porte de distinción, el aire de dominio de aquel anciano que llevaba el bastón no para apoyarse, sino para aparecer más erguido. Porque siempre usaba su bastón de alma de hierro y puño de oro, tan pesado que los amigos solían sorprenderse de que lo llevara. “Es mi arma defensiva”, contestaba sonriente y un poco irónico.

Cada semana o cada quince días, Porfirito alquilaba caballos en la Pensión de la Faissanderie, próxima a la casa, y entonces, montados los dos, prolongaban el paseo hasta el interior del bosque. Aquellas caminatas, lo mismo que las otras, le sentaban muy bien: le vigorizaban su salud, ya bastante en declive, de hombre de ochenta y cinco años; le entonaban el cuerpo; le alegraban el espíritu.

Por las tardes, salvo que hubiera que corresponder alguna visita, se quedaba en casa. Era la hora de escuchar las noticias de los periódicos, que le leía el Chato, y de escribir o dictar cartas para los amigos que todavía no lo olvidaban. Porfirito llegaba a poco, y entonces era éste el encargado de la lectura, o, juntos los dos, o los tres —y a veces también con algún amigo—, estudiaban la marcha de la guerra y veían en unos mapas plantados de banderitas blancas y azules las posiciones de los ejércitos.

De la colosal contienda europea, a don Porfirio sólo le interesaba lo estrictamente militar, y esto en sus fases de carácter técnico. Sobre el posible resultado humano y político, ni una palabra. No tenía preferencias por unos ni por otros, o, si las tenía, las callaba, acaso por iguales sentimientos de gratitud hacia franceses, ingleses y alemanes, que lo habían recibido con análogos extremos de cordialidad. Francia lo acogió con los brazos abiertos; el Kaiser le pidió que viniera a sentarse a su lado; en el Cairo, lord Kitchener lo recibió oficialmente en nombre del gobierno inglés.

Un día a la semana su distracción eran los nietos, a quienes profesaba cariño profundo, si bien un poco reservado y estoico. Porfirito, que vivía en Neuilly llegaba con ellos desde por la mañana, para alargarles la estancia con el abuelo. Aunque Lila se mostraba siempre la más afectuosa, él prefería al primogénito, que era el tercer Porfirio.

Por las mañanas, o por las tardes —o a comer con él, con Carmelita y los Elízaga—, a menudo venía también María Luisa, la otra cuñada a quien acompañaba a veces su hijo José. Lo visitaban con asiduidad Eustaquio Escandón, Sebastián Mier, Fernando González, la señora Gavito. De cuando en cuando se presentaba algún otro mexicano de los que vivían en París o que por allí pasaban.

Carmelita lo acompañaba siempre, salvo en la hora del ejercicio matinal. Se desayunaban a las ocho, comían a la una, cenaban a las nueve, se acostaban a las diez. Como el departamento no era muy grande —se componía de un recibimiento, una sala, un comedor, dos baños, cuatro alcobas— aquella vida, sosegada y uniforme, transcurría en una atmósfera de constante intimidad y de un sabor netamente mexicano. Porque a toda hora se entretejía allí con la vida diaria, en lo importante y en lo minúsculo, la imagen de México, y aun había presencias accesorias y otras, mudas, que la evocaban. El cocinero, el criado, las recamareras eran los mismos que con don Porfirio habían salido al destierro desde la calle de Cadena. Algunos de los muebles habían estado en Chapultepec.

También las conversaciones giraban alrededor de México, pero no de México como entidad actual, sino de un México convertido en sustancia del recuerdo. Era Oaxaca, era la Noria, eran matices o anécdotas de la vida, ya lejana, y tan diferente, que se había quedado atrás. Sonriendo recordaba él al viejo Zivy asomado a la puerta de “La Esmeralda” y diciéndole a sus empleados: “Pongan el cronómetro a las ocho menos tres minutos: allí viene el coche de don Porfirio.” A veces comentaba alguna frase de don Matías Romero, o de Justo Sierra, o lo que en tal ocasión había tenido que hacer Berriozábal, o Riva Palacio. De lo del día, de la lucha regeneradora o asoladora —unos se lo insinuaban de un modo, otros de otro—, no había para qué hablar. En esto su juicio era terminante: “Será buen mexicano —decía— quienquiera que logre la prosperidad y la paz de México. Pero el peligro está en el yanqui, que nos acecha.” De allí no había quien lo sacara ni quien se saliera. Sólo un suceso le merecía juicios en voz alta: el crimen de Victoriano Huerta. Lacónico, lo declaraba execrable; y concluía luego, para no dar tiempo a más amplias opiniones: “¡Pobre Félix!”


A mediados de junio empezó a sentirse mal. Le sobrevino la misma desazón de dos años antes en Biarritz, la misma fatiga, los mismos amagos de bronquitis y de resequedad en la garganta. Pero ahora lo acometían más fuertes mareos al mover súbitamente la cabeza y se le nublaba más lo que estaban viendo sus ojos. Le zumbaban los oídos al grado de ahuyentarle el sueño. Se le dormían los dedos de las manos y de los pies.

Por de pronto no hizo caso: su hábito le ordenaba no enfermarse. Luego, consciente de que su malestar se acentuaba, mandó llamar al doctor Gascheau, un médico del barrio, que ya lo había atendido de alguna otra dolencia, ésa más leve, y que le inspiraba confianza y simpatía.

A él Gascheau le dijo que aquello no era nada: el cansancio natural de los años; convenía evitar todo ejercicio, todo esfuerzo; debía descansar más. Pero a Carmelita y Porfirito el médico no les disimuló lo que ocurría: era la arteriosclerosis en forma ya bastante aguda. Como dos años antes en Biarritz, quizá el enfermo se sobrepusiera y se aliviara; pero había más probabilidades de que eso no sucediese.


Don Porfirio dejó de salir. Ahora se estaba sentado en una silla que le ponían junto a la ventana. Desde allí miraba los árboles de la avenida, que diariamente lo habían acompañado en sus paseos. Se entretenía en escribir, de su puño y letra, una que otra carta. Le contaba a Teodoro Dehesa los detalles de su mal. Cansado o absorto, volvía la vista hacia la ventana; contemplaba las puestas del sol.

Cerca de él siempre, Carmelita le conversaba para distraerlo. Procuraba que los temas, variando, lo interesaran. Esfuerzos inútiles; a poco de abordar ella cualquier asunto, el pensamiento de don Porfirio y sus palabras ya estaban en Oaxaca o en la Noria. “¡Cómo le gustaría volver!” “Allá le gustaría descansar y morir.”

El cuidado por el enfermo aumentó las visitas pero se procuraba abreviarlas para que no lo fatigase. Él pedía que le trajeran a los nietos y que los tuvieran jugando allí: eso no lo cansaba. Llegaba Lila con sus halagos; venía el segundo Porfirito a dejarse querer. Había un recién nacido; Luisa, la nuera, se acercaba a la silla, le ponía en las piernas al niño, y entonces él se quedaba mirándolo en ratos de profunda contemplación.

Para ocultar un poco la inquietud —porque todos estaban inquietos y temían revelarlo— Porfirito y Lorenzo comentaban entre sí la guerra, o con Carmelita, o con Sofía, o con María Luisa, o con José. Don Porfirio atendía unos instantes y luego tornaba a su obsesión: “¿Que noticias había de Oaxaca?” “Otros años, por esa época, la caña de la Noria ya estaba así” —aseguraba levantando la mano—. Se detenía en el recuerdo de su madre y de su hermana Nicolasa, o evocaba conversaciones y escenas de tiempos ya muy remotos: “Borges, el segundo marido de Nicolasa, le había dicho una vez esto o aquello.”


El 28 de junio tuvo que guardar cama, pero no porque algo le doliera o le quebrantara particularmente, sino porque su desazón, su fatiga eran tan grandes que apenas si le dejaban ánimos de hablar. El hormigueo de los brazos, la sensación de tener como de corcho los dedos de las manos y de los pies, le atacaban ahora más a menudo. Procuraba no mover bruscamente la cabeza para no desvanecerse.

Gascheau, que venía a mañana y tarde, le dijo que sólo eran trastornos de la circulación; que si se sentía mejor en la cama, le convenía no levantarse; acostado sentiría menos los desvanecimientos y no se le nublarían tanto los ojos. “Sí —comentaba él, con acento de quien todo lo sabe—: la circulación”, y paseaba la vista por sobre cada uno de los presentes, para quienes, en apariencia, todo seguía igual. Porque realmente sólo los accesos de tos, por la resequedad de la garganta, parecían ser algo mayores.

Cuando se iba el médico, don Porfirio decía, dirigiéndose a Carmelita, la cual no lo dejaba ya ni un instante: “Es la fatiga de ¡tantos años de trabajo!”


El día 29, hablando a solas con Porfirito, Gascheau advirtió que el final podía producirse dentro de unos cuantos días o dentro de unas cuantas horas. El abatimiento físico, no el moral, empezaba a adueñarse de don Porfirio, que ya casi no se movía en su cama. Ahora tenía mareos continuos, y la resequedad de su garganta se había convertido en molestia permanente.

Esa mañana pidió que viniera un sacerdote. Por la tarde le trajeron uno, español —de la iglesia de Saint-Honoré l’Eylau—, al cual dijo que quería confesarse. Hizo confesión y en seguida se habilitaron altar y capilla para que comulgase. Además de aquel sacramento, recibió ese día la bendición apostólica, que le trajo el padre Carmelo Blay, un sacerdote mexicano del Colegio Pío Latino de Roma, a quien él conocía. Don Porfirio manifestó extraordinaria beatitud al verlo y puso visible atención a las sagradas palabras. El padre Carmelo Blay también lo ungió con los santos óleos.


A media mañana del 2 de julio la palabra se le fue acabando y el pensamiento haciéndosele más y más incoherente. Parecía decir algo de la Noria, de Oaxaca. Hablaba de su madre: “Mi madre me espera.” El nombre de Nicolasa lo repetía una y otra vez. A las dos de la tarde ya no pudo hablar. Era una como parálisis de la lengua y de los músculos de la boca. A señas, con la intención de la mirada, procuraba hacerse entender. Se dirigía casi exclusivamente a Carmelita. “¿Cómo?” “¿Qué decía?” “¡Ah, sí: la Noria!” “¿Oaxaca?” “Sí, sí: Oaxaca; que allá quería ir a morir y a descansar.”

Se complació oyendo hablar de México: hizo que le dijeran que pronto se arreglarían allá todas las cosas, que todo iría bien. Poco a poco, hundiéndose en sí mismo, se iba quedando inmóvil. Todavía pudo, a señas, dar a entender que se le entumecía el cuerpo, que le dolía la cabeza. Estuvo un rato con los ojos entreabiertos e inexpresivos conforme la vida se le apagaba.

Perdió el conocimiento a las seis. Por la ventana entraba el sol, cuyos tonos crepusculares doraban afuera las copas de los castaños: los rayos, oblicuos, encendían los brazos y el asiento de la silla y casi atravesaban la estancia. Era el sol cálido de julio; pero él, vivo aún, tenía ya toda la frialdad de la muerte. Carmelita le acariciaba la cabeza y las manos; se le sentían heladas.

A las seis y media expiró, mientras a su lado el sol lo inundaba todo en luz. No había muerto en Oaxaca, pero sí entre los suyos. Rodeaban su cama Carmelita, Porfirito, Lorenzo, Luisa, Sofía, María Luisa, Pepe, Fernando González y los nietos mayores.


Se llenó la casa con funcionarios de la República Francesa y con delegados de la ciudad de París. Vino el jefe del cuarto militar del presidente Poincaré; se presentó el general Niox, que había recibido a don Porfirio a su llegada a Francia y le había puesto en las manos la espada de Napoleón; desfilaron comisiones de los ex combatientes. Acababa de morir algo más que una persona ilustre: el pueblo de Francia rendía homenaje al hombre que por treinta años había gobernado a otro pueblo; el ejército francés traía un saludo para el soldado que medio siglo antes había sabido combatirlo. Pero eso era el valor oficial: el duelo íntimo quedaba reservado para el país remoto y presente. Porque lo más de la colonia mexicana de París acudió en el acto trayendo su reverencia, y otros hijos de México, al conocer la noticia, llegaron desde Londres, desde España, desde Italia.


Quiso Carmelita que se hicieran honras fúnebres. El servicio religioso, a la vez solemne y modesto, se celebró en Saint-Honoré l'Eylau, y allí quedó depositado el cadáver en espera de su tumba definitiva. Año y medio después se sacaron los despojos para llevarlos al cementerio de Montparnasse. El sepulcro es una capilla pequeña, en cuyo interior, sobre una losa a modo de ara, se ve una urna de cristal que contiene un puño de tierra de Oaxaca. Por fuera, en lo alto, hay inscrita un águila mexicana, y debajo del águila un nombre compuesto de dos palabras.


Rugía en México la lucha entre Venustiano Carranza y Francisco Villa. El 2 de julio Carranza recibió en Veracruz un telegrama que lo apartó un momento de las preocupaciones de la contienda. El mensaje venía de Nueva York y, conciso, decía así:

“Señor Venustiano Carranza, Veracruz: Prensa anuncia estos momentos hoy siete de la mañana murió en Biarritz el general Porfirio Díaz. —Salúdolo afectuosamente.— Juan T. Burns.”


México, septiembre de 1938.