Nueva Narrativa Alemana
Selección y nota introductoria de Sergio Monsalvo Traducciones de Angelika Scherp |
Nota introductoria
En abril de 1947, las fuerzas de ocupación norteamericana en Alemania, a través de su alto mando, clausuraron la revista Ruf y censuraron públicamente a sus editores, Alfred Andersch y Hans Werner Richter, por las opiniones expresadas en ella. Éstos decidieron entonces fundar una nueva revista, que llevaría el nombre de Skorpion, cuyo objetivo sería publicar el material que en previas reuniones leerían y discutirían con sus colaboradores.
Sergio Monsalvo |
El cartel
*Nació el 1 de noviembre de 1921 en Viena, donde fue víctima de la persecución política de los nazis durante la ocupación de Austria. Empezó a estudiar medicina después de la guerra, pero abandonó la carrera para terminar una novela, por la que en 1952 recibió el premio del Grupo 47 así como el de la ciudad de Bremen. A partir de 1949 trabajó como editora en la casa editorial S. Fischer. En 1953 se casó con el poeta Günter Eich, también miembro del Grupo 47. Aparte de dicha novela, Die grössere Hoffnung, ha escrito cuentos, guiones para radio y poesía. En su prosa poética pretende crear una forma narrativa moderna para la comunicación alegórica de la verdad, que la ha establecido como legítima sucesora de F. Kafka.
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No vayas tanto a Heidelberg
Por la noche, ya en piyama, se sentó a la orilla de la cama en espera del noticiero de las doce, fumó un último cigarro y trató de reconstruir el momento en que ese hermoso domingo se había echado a perder. La mañana había sido soleada y fresca, con el temple de mayo, aunque ya era junio y se palpaba el calor que haría más tarde; la luz y la temperatura lo hicieron recordar sus entrenamientos de antaño, entre las seis y las ocho antes de ir a trabajar.
Esa mañana dedicó una hora y media a la bicicleta. Recorrió caminos laterales entre las zonas residenciales, los pequeños jardines y los parques industriales; pasó entre campos, cenadores, huertos verdes y el gran panteón hasta llegar al lindero del bosque, ya muy lejos de los límites de la ciudad. En los tramos asfaltados aceleró para poner a prueba su arranque y velocidad, intercaló carreras cortas y descubrió que su condición física aún era buena y que tal vez podría arriesgarse nuevamente como amateur; sus piernas participaron de la alegría por el examen aprobado y el propósito de entrenar otra vez con regularidad. Con el trabajo, la escuela nocturna, la necesidad de ganar dinero y los estudios no había tenido mucha oportunidad para hacer deporte en los últimos tres años. Sólo le hacía falta una nueva bicicleta, pero no habría problema si mañana llegaba a algún acuerdo con Kronsorgeler, y de eso no dudaba. Después del entrenamiento hizo ejercicios sobre la alfombra del departamento, tomó un baño, vistió ropa limpia y se fue en el coche a desayunar con sus padres: café y pan tostado, mantequilla, huevos frescos y miel sobre la terraza que su padre había agregado a la casita, protegida por su bonita persiana regalo de Karl; mientras avanzaba la mañana cada vez más calurosa, las manifestaciones tranquilizadoras y estereotipadas de sus padres: “Ya casi terminas; ya pronto terminas”. Mamá decía “pronto”, papá “casi”, y una y otra vez evocaron gozosos la aprensión de los últimos años, que no le habían reprochado sino vivido con él: el paso de campeón amateur del distrito y electricista hasta el examen aprobado de ayer. Era una aprensión ya superada que empezaba a convertirse en el orgullo de la experiencia ganada, y una y otra vez le preguntaron cómo se decía esto o aquello en español: zanahoria y coche, Reina de los Cielos, abeja y diligencia, desayuno, cena y arrebol vespertino. Cuánto se alegraron cuando se quedó a comer y luego los invitó a una fiesta de celebración el martes en su departamento. Su padre salió a comprar helado para el postre, y él aceptó el café a pesar de que a la hora tendría que tomar más con los padres de Carola. Todavía aceptó el kirsch y platicó acerca de su hermano Karl, la cuñada Hilde, los niños Elke y Klaus; estuvo de acuerdo en que estaban muy consentidos con todas esas garras de pantalones y flecos y grabadoras; y una y otra vez los complacidos suspiros: “Ya casi terminas, ya pronto terminas”. Esos “casi” y “pronto” lo inquietaban. ¡Había terminado! Sólo faltaba la entrevista con Kronsorgeler, con el que congenió desde el principio. Había salido bien parado de sus cursos de español en la universidad popular, y de los de alemán en la preparatoria para adultos. Más tarde ayudó a su padre a lavar el carro y a su madre a desyerbar, y cuando se despidió ésta todavía sacó del congelador zanahorias, espinacas y una bolsa de cerezas en conserva; los guardó en una pequeña hielera y lo obligó a esperar mientras cortaba tulipanes para la madre de Carola; entretanto, su padre le revisó las llantas, hizo que encendiera el motor, lo escuchó desconfiado, se acercó a la ventanilla abierta t preguntó: “¿Todavía vas tan seguido a Heidelberg, y por la autopista?” Trató de dar a entender que la pregunta se debía a las condiciones en que se encontraba; el coche, viejo y bastante estropeado, que dos o tres veces a la semana tenía que recorrer esos ochenta kilómetros de ida y vuelta. —¿A Heidelberg? Sí, todavía voy dos o tres veces a la semana. Supongo que pasará mucho tiempo antes de que pueda comprarme un Mercedes. —Ah, sí, un Mercedes —contestó su padre—. Ayer ese funcionario del gobierno, de Cultura, creo, me llevó su Mercedes para que lo revisara otra vez. Insiste en que yo lo atienda. ¿Cómo se llama? —¿Kronsorgeler? —Sí, ése. Es un hombre muy agradable. Sin tratar de ser irónico hasta lo llamaría elegante. Entonces su madre llegó con el ramo y dijo: “saluda a Carola de nuestra parte, y a sus padres, por supuesto. Nos vemos el martes”. Poco antes de que arrancara, su padre se le acercó otra vez: “No vayas tanto a Heidelberg... ¡en esta carcacha!” Carola no estaba cuando llegó a la casa de los Schulte-Bebrung. Había telefoneado para avisar que todavía no terminaba los informes, pero que se apuraría; que no la esperaran con el café. La terraza era más grande; la persiana, aunque desteñida, más lujosa; y el conjunto lucía más elegante. Incluso la decrepitud apenas perceptible de los muebles de jardín y la hierba que se asomaba por las juntas entre las losas rojas tenían algo que lo irritaba, tanto como a veces lo hacía la palabrería de las manifestaciones estudiantiles; esas cosas y las cuestiones sobre ropa eran motivo de disgustos para Carola y él, pues ella siempre le reprochaba que fuera tan formal y burgués en su modo de vestir. Con la madre de Carola habló sobre jardinería y sobre ciclismo con su padre; el café se le hizo peor que en su casa y trató de dominar su nerviosismo para que no se convirtiera en irritación. Eran personas realmente simpáticas y progresistas que lo habían aceptado sin prejuicio alguno, incluso de manera oficial tras el anuncio de esponsales. Es más, había llegado a cobrarles cierto afecto, incluso a la madre de Carola, cuyas continuas exclamaciones de “¡qué lindo!” lo molestaron al principio. Finalmente el doctor Schulte-Bebrung —al parecer un poco apenado— lo invitó a pasar al garage para enseñarle su nueva bicicleta, con la que acostumbraba “dar unas vueltas” por el parque y el panteón viejo en las mañanas. Era un modelo de lujo, la elogió entusiasmado y sin envidia. Dio una vuelta al jardín para probarla, explicó el funcionamiento de los músculos de las piernas a Schulte-Bebrung (¡se acordaba de los calambres que siempre habían sufrido los ancianos del club!) y cuando ya se había bajado y apoyado la bicicleta en la pared del garage, Schulte-Bebrung preguntó: “¿Cuánto crees que tardaría en ir de aquí a Heidelberg, digamos, con esta bicicleta ‘de lujo’, como tú la llamas?” Parecía un comentario casual e inofensivo, sobre todo cuando Schulte-Bebrung continuó: “Yo fui a la universidad en Heidelberg; en aquellos tiempos también andaba en bicicleta, y —con mis fuerzas juveniles— tardaba dos horas y media en llegar aquí”. Sonrió, realmente sin segundas intenciones, habló de semáforos, de embotellamientos, del tránsito automovilístico que antaño no era tan denso. Con el coche tardaba treinta y cinco minutos en llegar a la oficina, ya había hecho la prueba, y con la bicicleta sólo treinta. “¿Y cuánto haces a Heidelberg en coche?” “Media hora”. El hecho de que preguntara sobre el carro empañó un poco el carácter casual de la referencia a Heidelberg, pero en ese momento llegó Carola —simpática y bonita como siempre, un poco despeinada—: de verdad se notaba exhausta. En la noche, sentado al borde de la cama con un segundo cigarro sin prender, en la mano, no pudo contestarse si el propio nerviosismo, convertido ya en irritación, se lo había comunicado a ella, o si ella, nerviosa, e irritada, se lo pasó a él. Por supuesto lo había saludado con un beso, pero a susurros le comunicó que no lo acompañaría a su departamento después; hablaron sobre Kronsorgeler, que lo elogiaba mucho; sobre trabajos de planta y los límites del distrito, sobre el ciclismo, el tenis, el español, y si habría sacado un diez o sólo un nueve. Ella había conseguido apenas un ocho. Cuando lo invitaron a cenar puso como pretexto que estaba cansado y todavía tenía que trabajar; a nadie se le ocurrió insistir. Ya se sentía el fresco sobre la terraza y ayudó a meter las sillas y los trastes. Carola lo acompañó al coche, lo besó con sorprendente vehemencia, lo abrazó, apoyó la cabeza en él y dijo: “Sabes que te quiero muchísimo y que pienso que eres un tipo estupendo, pero tienes un pequeño defecto: vas demasiado a Heidelberg”. Dicho eso corrió hacia la casa, agitó la mano en señal de despedida, sonrió y le lanzó besos. Al alejarse vio por el espejo retrovisor que seguía moviendo fuertemente el brazo. No podían ser celos. Ella sabía que visitaba a Diego y Teresa para ayudarles a traducir sus solicitudes y llenar formas y cuestionarios; que redactaba y pasaba en limpio peticiones dirigidas a la policía encargada de los asuntos de extranjeros, al departamento de ayuda social, al sindicato, la universidad, la bolsa de trabajo; que se encargaba de las inscripciones de la escuela y el jardín de niños, de becas, ayuda financiera, ropa, servicios médicos. Ella conocía sus actividades en Heidelberg; en varias ocasiones lo había acompañado y escrito solícitamente a máquina, mostrando un asombroso dominio del lenguaje burocrático; es más, había llevado a Teresa al cine y a tomar café e incluso consiguió que su padre hiciera una donación al fondo chileno. En lugar de ir a su departamento se dirigió a Heidelberg, pero no estaban Diego ni Teresa, tampoco Raoul, un amigo de Diego. De regreso se atoró en un embotellamiento, poco antes de las nueve pasó a ver a su hermano Karl, que le sacó una cerveza del refrigerador mientras Hilde preparaba unos huevos estrellados, y juntos vieron un reportaje sobre la Tour de Suisse, en la que Eddy Merckx no estaba haciendo un buen papel. Al despedirse Hilde le entregó una bolsa de papel llena de ropa infantil para “ese simpático flaco chileno y su mujer”. Por fin empezó el noticiero, pero sólo le prestó atención a medias. Pensó en las zanahorias, las espinacas y las cerezas que todavía tenía que guardar en el congelador. Finalmente decidió encender el segundo cigarro. En algún lugar —¿Irlanda?— habían tenido elecciones; en otro, un alud de tierra; alguien —¿realmente sería el presidente?— se había pronunciado a favor del uso de las corbatas; alguien había desmentido algo; las cotizaciones de la bolsa estaban subiendo; todavía no se hallaba rastro alguno de Idi Amin. No terminó de fumar ese segundo cigarro y lo apagó en un vaso medio vacío de yoghurt. Estaba realmente cansado y se durmió pronto, aunque la palabra “Heidelberg” siguió dándole vueltas en la cabeza. Su desayuno fue frugal, sólo pan y leche; recogió todo y se bañó y vistió con esmero. Al anudar la corbata recordó al presidente, ¿o había sido el canciller? Quince minutos antes de la cita ya estaba sentado sobre la banca fuera de la antesala del despacho de Kronsorgeler. Junto a él esperaba un gordo vestido a la moda, pero descuidadamente, al que había visto en los cursos de pedagogía; no sabía cómo se llamaba. El gordo le dijo al oído: “Soy comunista, ¿y tú?” —No —contestó—, no, de veras; no me lo tomes a mal. El gordo no tardó mucho con Kronsorgeler; al salir hizo un ademán que probablemente quiso decir: “Se acabó”. La secretaria lo hizo pasar; era simpática, no muy joven, y pese a que siempre lo había tratado con amabilidad se sorprendió al recibir un empujoncito de aliento. Había pensado que era demasiado reservada para una cosa así. Kronsorgeler lo recibió afablemente. Era simpático, conservador pero imparcial, y no viejo; cuando mucho tendría unos cuarenta años de edad. Era aficionado al ciclismo y lo había apoyado mucho. Primero hablaron sobre la Tour de Suisse, sobre si Merckx habría fingido cansancio con la finalidad de que no se apreciaran sus posibilidades reales para la Tour de France, o si realmente habría bajado su rendimiento. Kronsorgeler opinaba lo primero, pero él que Merckx estaba casi acabado, puesto que no se podían fingir ciertos indicios de agotamiento. Siguió el tema del examen: habían debatido por mucho tiempo sobre si podían otorgarle el diez, pero resultó imposible debido a la materia de filosofía; por lo demás, había prevalecido su sobresaliente trabajo en la universidad popular y la preparatoria nocturna, y el hecho de que ni siquiera participara en las manifestaciones. Sólo existía —Kronsorgeler sonrió con auténtica deferencia— un pequeño problema. —Sí, ya lo sé —dijo—. Voy demasiado a Heidelberg. Kronsorgeler casi se sonrojó; en todo caso, su turbación resultó evidente. Era un hombre que se caracterizaba por su gran tacto y discreción, casi timidez, y no le gustaba hablar de tales cosas lisa y llanamente. —¿Cómo lo sabe? —Todos me lo dicen. No importa a dónde llegue o con quién hable. Mi padre, Carola, el padre de ella: lo único que oigo es “Heidelberg”. Lo escucho con claridad, y creo que también lo oiría si hablara al servicio de la hora o a la información de los trenes: “Heidelberg”. Por un momento tuvo la impresión de que Kronsorgeler se pondría de pie y le colocaría las manos sobre los hombros para tranquilizarlo. Ya se había puesto de pie, pero bajó las manos para apoyar las palmas sobre el escritorio y dijo: “No se imagina cuán penoso me resulta esto. He seguido su camino de cerca, con simpatía. Ha sido un camino difícil, pero contamos con un informe nada favorable sobre ese chileno. No puedo pasarlo por alto; es imposible. No sólo debo acatar los reglamentos, sino también las órdenes que recibo; aparte de una orientación general, también me dan recomendaciones telefónicas. Su amigo... ¿supongo que es su amigo?” —Sí. —Ahora dispondrá de mucho tiempo libre por unas semanas. ¿Cómo lo ocupará? —Entrenaré mucho, andaré otra vez en bicicleta, e iré con frecuencia a Heidelberg. —¿En bicicleta? —No, con el coche. Kronsorgeler emitió un suspiro. Era obvio que sufría, que realmente sufría. Al estrecharle la mano susurró: “No vaya a Heidelberg, no puedo decirle más”. Luego sonrió y dijo: “Recuerde a Eddy Merckx”. Tras cerrar la puerta y cruzar la antesala, empezó a considerar las alternativas: traductor, intérprete, guía de turistas, encargado de la correspondencia en español para una agencia inmobiliaria. Era demasiado viejo para dedicarse al ciclismo profesional, y ya había muchos electricistas. Olvidó despedirse de la secretaria; regresó y lo hizo con un movimiento de la mano. *Nació el 21 de diciembre de 1917 en Colonia y murió en 1985 en la misma ciudad. Ha escrito cuentos y novelas principalmente sobre la problemática de la guerra y el caos del periodo inmediatamente posterior, oculto deficientemente tras la fachada de una Alemania “restaurada”. Con cada libro fue desarrollando su particular forma y estilo en vista del compromiso contraído, según sus propias palabras, con la verdad desnuda y las polémicas despertadas por casi todos sus libros. La crítica se ha concentrado hasta la fecha, injustamente, más en la temática que en los méritos literarios de su obra.
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El Refugiado De Turín Hans Magnus Enzensberger*
Resumen
La adolescencia
La edad adulta
*Nació el 11 de noviembre de 1929 en Kaufbeuren y es autor de poesía, balada, novelas, teatro, guiones de radio y de televisión, ensayos y traducciones. Es posible dividir su evolución en tres fases: la primera (desde 1957) empieza con la poesía y abarca su participación en el Grupo 47; en su obra se advierte el deseo de definir y criticar la situación contemporánea y se expresa cierta “melancolía izquierdista”; la segunda (desde 1965) se aparta de la literatura y se vuelve hacia la teoría política (sale del Grupo 47), empieza a editar la revista cultural y política Kursbuch, que ha subsistido hasta la actualidad; la tercera (a partir de 1975) vuelve a la literatura, a través del estudio histórico, con “baladas” y poemas.
* El autor se refiere al Instituto Médico Pedagógico de Lucento en la provincia de Turín (H. M. E.). |
La marea es puntual Siegfried Lenz*
Primero apareció el marido. Lo vio salir, solo, de la casa baja techada de caña detrás del dique, el gigante de rostro triste. Llevaba sus altas botas impermeables de siempre y la chamarra gruesa con el cuello de piel. Desde la ventana observó cómo se lo subía. Escaló encorvado el dique y se detuvo arriba, bajo la embestida del viento, para mirar sobre las aguas bajas, desiertas y apacibles, hacia el horizonte donde la isla formaba una elevación exigua y solitaria encima de ellas. Sin despegar los ojos de ésta, bajó del dique por el otro lado, desapareció por un momento detrás del talud verde y volvió a aparecer abajo, junto a la hilera de estacas de fierro cubiertas de algas que se extendía desde la costa. Un montón de piedras señalaba su fin. El hombre se agachó, se deslizó por la orilla salpicada de piedras y paró sobre la blanda superficie gris, entre los canales trazados por el agua durante su retirada y las huellas precisas de las lombrices de lodo; caminó sobre el mullido suelo, la tierra que pertenecía al mar; rodeó un canal inerte, una fosa de agua negra que se extendía como para hacer recordar a la marea que al cabo de seis horas debía volver y absorberla bajo el ascenso de su corriente. Caminó entre el olor a algas y a podredumbre, detrás de las aves marinas que en ángulo agudo bajaban sobre los canales y daban pasitos cortos para hurgar con rápidos picotazos; fue alejándose cada vez más de la orilla hacia la isla sobre el horizonte, encogiéndose como todos los días cuando recorría un punto errante sobre el llano oscuro cubierto por el vasto cielo gris del Norte: le quedaba hasta la marea...
Desde la ventana vio, entonces, a la mujer. Llevaba una bufanda larga y zapatos de tacón alto; por la parte baja del dique se dirigió, haciéndole señas, a la casa en la que él la esperaba. La escuchó sobre la escalera, percibió cómo abría la puerta y se le acercaba, vacilante, por la espalda. Sólo entonces sé volvió para mirarla. —Tom —dijo ella—, oh, Tom—, y trató de sonreír mientras se acercaba a él, alzando los brazos. —¿Por qué no lo acompañaste? —preguntó él. La mujer bajó los brazos y se quedó callada mientras él repetía la pregunta: —¿Por qué no acompañaste a tu marido a la isla? Irías alguna vez. Me lo prometiste. —No pude —replicó—. Lo intenté, pero no pude. Con las manos apoyadas en la cruz de la ventana y las rodillas apretadas contra el muro, miró el punto perdido sobre las aguas bajas. Percibió el paso del viento fuera del cristal y esperó. Se dio cuenta de que la mujer se había sentado en la vieja silla de mimbre a sus espaldas: el mueble crujió levemente, lo arrastró y volvió a crujir, y entonces se quedó quieta. No la oía respirar siquiera. De súbito se volvió y la contempló, sin apartarse de la ventana; miró sus mechones de cabello castaño despeinado por el viento, escudriñó su rostro cansado y sus labios estirados con la expresión de un desprecio sosegado; bajó la vista sobre su cuello y brazos hasta llegar al pequeño bolso negro apoyado en la pata de la vieja silla de mimbre. —¿Por qué no lo acompañaste? —preguntó. —Es demasiado tarde —afirmó ella—. Ya no soporto estar con él. No soporto estar con él a solas. —Pero viniste aquí con él. —Sí —admitió—. Vine a esta isla porque él creía que aquí era posible olvidarlo todo. Pero es todavía más difícil aquí que en casa. Aquí es peor. —¿Le has dicho a dónde vas cuando él no está? —No tengo necesidad de decírselo, Tom. Debe contentarse con el hecho de que haya venid. No me martirices. —No quiero martirizarte —dijo él—, pero hubiera estado bien que lo acompañaras hoy. Lo seguí con la mirada cuando salió; estuve en la ventana todo el tiempo y lo observé afuera, en las aguas bajas. Creó que me dio lástima. —Sé que te da lástima —contestó la mujer—, que por eso tuve que prometerte que lo acompañaría hoy. Quise hacerlo, por ti, pero no pude. No podré hacerlo nunca, Tom... Dame un cigarro. El hombre encendió un cigarro y se lo dio. Tras la primera fumada, ella sonrió y se pasó los dedos por el cabello castaño y despeinado. —¿Cómo me veo, Tom? —preguntó—. ¿Estoy muy desarreglada? —Me da lástima —insistió el hombre. Ella alzó la cara, una cara llena de cansancio a la que volvía a asomarse la expresión de un desprecio añejo y sosegado, y dijo: —Olvídalo, Tom. Deja de compadecerte de él. No sabes qué pasó. No puedes juzgarlo. —Perdón —contestó el hombre—. Me da gusto que hayas venido—. Se acercó a ella y le quitó el cigarro. Lo apagó debajo de la repisa de la ventana, frotándola para eliminar los restos de la lumbre y las migajas de tabaco, y arrojó la colilla sobre una cómoda. La parte de abajo de la repisa estaba salpicada por las manchas sucias de los cigarros apagados ahí. “Tengo que limpiar eso —pensó—, cuando ella se vaya, quitaré las manchas”. Se acercó a la vieja silla de mimbre, asió el respaldo con ambas manos y la inclinó hacia atrás. —Tom —exclamó ella—, oh, Tom, ya no, por favor, ya no, me voy a caer. Tom, no vas a poder sostenerme. Y sobre su rostro se dibujó un miedo feliz, y un rechazo lleno de esperanzas... —Vámonos de aquí, Tom —dijo después—, a cualquier lado. Quédate conmigo. —Voy a asomarme —contestó él—, espérame. Fue a la ventana y con la mirada recorrió la soledad y la melancolía de las aguas bajas; buscó el punto errante en el yermo, entre los canales que centelleaban a lo lejos, pero ya no lo veía. —Tenemos tiempo hasta la marea —afirmó—. ¿Por qué no lo dices? Sólo vienes a estar conmigo cuando él atraviesa las aguas bajas para ir a la isla. Di que nos queda hasta la marea. Anda, dilo. —No sé qué te pasa, Tom —replicó ella—, ni por qué estás tan irritado. Los últimos diez días no has estado así. Los últimos diez días me has recibido sobre la escalera. —Es tu marido —afirmó, dirigiéndose a la ventana—. Sigue siendo tu marido, y te pedí que lo acompañaras hoy. —¿Se te acaba de ocurrir que es mi marido? Se te ocurrió muy tarde, Tom —dijo ella, y su voz sonaba cansada, sin ningún asomo de amargura—. Tal vez se te ocurrió demasiado tarde. Pero puedes estar tranquilo: dejó de ser mi marido cuando volvió de Dahrán. Hace dos años, Tom, que ya no es mi marido. Tú sabes lo que pienso de él. —Sí —confirmó él—, me lo has dicho muchas veces. Pero no te separaste de él; te quedaste, durante dos años lo has aguantado. —Hasta hoy —contestó, y su voz era tan baja que él se apartó de la ventana y asustado le miró la cara, la cara cansada cubierta ahora por una expresión de intenso desprecio. —¿Sucedió algo? —preguntó precipitadamente. —Fue hace dos años que algo sucedió. —¿Por qué no lo acompañaste? —No pude hacerlo —afirmó—, y ya no habrá necesidad. —¿Qué hiciste? —preguntó él. —Traté de olvidar, Tom. Nada más. Hace dos años que no hago otra cosa. Pero no lo logré. —Y te quedaste, no te separaste de él —repitió—. Quiero saber por qué lo aguantas. —Tom —empezó ella, y sonaba como una última y resignada advertencia—, escúchame, Tom. Era mi esposo hasta que le dieron el trabajo en Dahrán y se fue, por seis meses se fue. Pasó el tiempo, y cuando regresó todo había acabado. Ya que hoy has descubierto cuánta lástima le tienes, y parece que acabas de darte cuenta de que es mi marido, te diré lo que pasó. Regresó enfermo, Tom. Se contagió con algo en Dahrán, y él lo sabía. Estuvo lejos de mí durante seis meses, Tom; seis meses es mucho tiempo y hay muchas mujeres que comprenden que algo así ocurra. Tal vez también lo hubiera comprendido, Tom. Pero fue demasiado cobarde para decírmelo. No me dijo ni una palabra. El hombre la escuchó sin mirarla; le dio la espalda y miró hacia afuera, hacia el abultamiento verde del dique cuyo amplio arco se extendía hasta el horizonte. Una bandada de aves marinas volvió sobre las aguas bajas desde los canales lejanos, pasó casi rozando el dique y se precipitó en brusco descenso a la caña que bordeaba las charcas de turba. Observó el llano hasta la isla, de la que debía soltarse un punto en movimiento que tendría que emprender ya el regreso para poder llegar al dique antes de que subiera la marea; pero no lo encontró. *Nació el 17 de marzo de 1926 en Lyck (Prusia Oriental). Autor de cuentos y de novelas, pertenece a la corriente “realista” de la literatura alemana de posguerra, junto con Böll y Grass, y a través de sus personajes muy localistas extraídos de la región báltica de Alemania logra dar expresión a temas universales, concentrándose sobre todo en el significado que la guerra tuvo para el desarrollo posterior de Alemania y en la relación del escritor con el mundo, que debe poner a prueba y cuestionar.
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