Material de Lectura

La media vuelta

 

Si fuera como las otras veces, llegaría el momento del regreso, pero miles de frases no dichas le indicaban que ahora era diferente. Lo supo desde que entró en la habitación y miró los trapos en el suelo, la muñeca sobre una silla, el aire caliente revoloteado por el abanico del techo, con las aspas despintadas y el desnivel de su marcha.

Entonces Yordan sintió la verdad y la comprobó, sin necesidad, al recorrer el ropero, los muebles y los cajones donde sólo se miraban los recortes que Elisa acostumbraba asentar en el fondo y así el cajón tuviera matices de ríos, niños sonriendo o páginas anunciantes de tierras montañosas.

—Es que el cajón así sólito, pelón, no me gusta, me da la idea de que me voy a ir para adentro sin tener dónde quedarme —le había dicho Elisa cuando la halló recortando figuras y acomodándolas en el asiento de la madera.

Por un momento pensó en salir a buscarla donde seguro se encontraba, pero pensó que los gritos de las otras mujeres, los chasquidos de los borrachos, le iban a dificultar los susurros. Era necesario buscar la manera, la forma, y en la casona de las afueras, con las defensas que siempre interponía Elisa, con los ruidos de la música, iba a ser inútil tratar de regresarla.

—Odio estar encerrada todo el día, ¿no lo entiendes?

Y por más que Yordan, con mímica, le explicó lo de su trabajo, ella sólo torció el gesto para acostarse de nuevo.

Al tenderse, Yordan miró al abanico, sus vueltas, sus aspas viejas y escuchó, acompasada al giro del aire removido, la respiración de Elisa quien a poco rato volvió el cuerpo y le untó las manos a los vellos del tórax, le dijo en susurros que la perdonara: son los nervios del encierro, que sus costumbres no se podían cambiar de un momento a otro, y él se dejó llevar por las manos y las palabras y se apecharon de sí mismos con el ruido del abanico haciendo la segunda a los quejidos.

Al sentarse en la silla de bejuco, Yordan se repitió el:

—Ahora sí que se la lleve el demonio.

Pateó en el suelo al trapo, arrugado como guante sin mano, se olió los dedos en busca de los recuerdos del último cigarrillo fumado unos minutos antes de entrar al cuarto y mirar el silencio.

No era tarde, pero él sabía que desde las seis, los hombres llegaban a la casona, y en las habitaciones altas, jugaban al paco. Yordan se imaginaba las risas y el retintín de los vasos y el rodar mullido de las monedas sobre las camas, aún olorosas a cuerpos y deshechas por el sueño del día.

Trató de hacer oír su voz junto a él mismo, pero la ronquera, cada día más intensa, y el tartamudear de siempre, le impidieron echar al aire las palabras.

—Habla bien, apenas te entiendo —siempre le decía ella—, pero Yordan no tenía la culpa de su apenas voz, y con ademanes y letras desunidas, expresaba felicidad y del nuevo momento que vivía al tenerla cerca. La mujer reaccionaba como niño regañado, bajaba la cabeza y la metía entre las manos largas del hombre quien se unía a Elisa para sentir más caliente el aire de la noche.

Yordan se levantó, caminó de una pared a la otra. Moviendo la boca como un actor sin público, ensayó las veces que en ese mismo sitio habían estado juntos. Se contó, con palabras mudas, todas las veces que Elisa y él habían trazado planes para cuando él terminara el pozo. A veces salían a la calle, sacaban las sillas de mimbre y se sentaban a ver pasar a la gente. Le gustaba el puerto atarragado de ruidos. Le gustaba sentirse acompañado y que ella le acariciara las manos y le hablara de sus viajes y de sus tiempos de niña. Él sonreía y hasta se animaba a decirle una o dos palabras que sonaban rasposas y atrabancadas. Pero eso era lo de menos, ella le entendía la mirada y los gestos. Se hablaban en el lenguaje de la mujer y él ripostaba con los ojos alegres y parpadeados de continuo. Si la charla de Elisa se alargaba, entonces Yordan se iba más allá de los sonidos y se imaginaba otros hombres y los gritos en la casona encendida, y a poco le cambiaba la mirada, por más que intentara disimular ese momento. Ella se daba cuenta y se iniciaba la reclamación:

—¿No lo puedes olvidar, eh? Lo traes metido siempre, y nada más estás esperando ver cómo me lo echas en cara.

Y de ahí la turbulencia. Los gruñidos. Los arranques hasta que Elisa sacaba sus cosas y se largaba a la casona para dejarlo a él tendido en la soledad con los ruidos de la calle y de su casa.

Al regresar, ella sin decir algo, se vestía de niña y lo rondaba como gato. Él cerraba los ojos y fingía no saber que Elisa estaba cerca. La mujer se entretenía en sobarle los muslos como si deseara meterse en las venas. Después ella cantaba la misma canción de siempre, esa que ahora Yordan escucha dentro, esa que contaba las historias de las sirenas, hasta que el hombre abría los ojos y preguntaba, a señas, dónde había estado. Elisa ronroneaba y terminaban tirados en la cama frotándose con perfumes para que los olores de la casona se confundieran con el mismo abrazo.

Las ocasiones que Elisa se había marchado lo dejaban como ahora, sólo que esta vez, algo le decía: de no ir a buscarla, ella no iba a regresar como siempre. Y es que ahora se trataba de romper el juego de las presencias y desapariciones. Nada, dentro de su código silencioso, marcaba que Yordan atravesara la ciudad, se internara en los barrios de la orilla, y llegara a la casa grande a tratar, con esa maldita voz sin letras, de cambiar las reglas de lo establecido en normas invisibles o silabarios demostrativos. Y entonces le entraba la angustia de las horas y se imaginaba lo que pasaría con los otros, y se llenaba de imágenes de ella, riendo, con los pechos atisbados por ebrios, con las caderas sumidas en la música, y le entraban las ganas de tener voz y garganta para lanzar de gritos y éstos sobrevolaran la ciudad colándose dentro de los muros, y jalaran a Elisa hasta los dominios del hombre, silencioso, que se sienta de nuevo, se mete el cigarrillo entre los labios, como si tratara de recomenzar el juego que ella utilizaba para acariciarle los labios, irle dibujando cada una de las estrías hasta que las manos se atornillaban en la cara, y los dedos se hacían flores y brumas y cantos y paquebotes movidos por la marea y las bocas buscaban nuevas posiciones hasta que las esencias de ellos mismos se deslizaban por los labios aplastados, salivados, configurados al empuje de los otros hechos igual como bajorrelieve sobre espejo.

Sin decidirse, igual que si tomaran nuevas trincheras en la batalla, Yordan salió a la calle y subió al auto que Elisa tanto festejó cuando lo llevó a casa. El asiento contrario al volante insinuaba la figura de la mujer y sin quererlo, repasó la tela y trató de obstinarse en las fibras de la ausencia. Olía su cuerpo y a momentos, mientras manejaba por las calles apretadas de tráfico, creyó escuchar su canto.

De pronto estuvo frente a la casona: alta, con las rejas semidestruidas en algunos trechos, con las plantas creciendo en desorden en el jardín largo, con las luces en las ventanas, con el pulular de hombres y con los ruidos de la música estrellada en los vidrios del auto, de su auto, mismo al que Yordan acalla el motor y el hombre se queda inmóvil en espera de algo que él mismo no determina en circunstancia ni en tiempo.

—No te creo.

Yordan, con su apenas voz, y con los ademanes que le habían dado los años, le explicó que sí era cierto, sí era cierto. Llevaban apenas unas semanas de estar juntos y él sabía que eso no era igual a lo sucedido otras veces. Otras muchas que nada se le recoló en los adentros. Con ella era diferente y Elisa también lo dijo:

—No te lo puedo explicar, pero es diferente, contigo me siento más mujer.

Aunque al terminar, repitió eso de: no te creo.

Durante la noche ella contó que ya otros le habían dicho lo mismo y Yordan no la dejó acabar porque prendió la luz y se le quedó mirando a la cara, sin mover nada, sólo mirando y mirando, con la respiración fatigosa, silbante, hasta que ella movió la cabeza para decir sí, y se abrazaron, recorrieron mutuamente una geografía de novedades y una sensación de tibieza en el reclamo de los músculos.

Abrió la puerta, salió y se detuvo en la orilla del automóvil. Fumó sin sentir lo rasposo del humo. Ella nunca le había dicho cómo era la casona, pero se la imaginaba con sus cuartos monótonos y sus olores falsos. El pórtico iluminado le mostró las caras de los demás. Nadie se fijó en su presencia cuando cruzó el dintel y se detuvo al frente de la sala iluminada. Con los muebles forrados en rojo y las duelas brillantes.

Ella hizo que le comprara tres vestidos de niña. Con uno de ellos lo esperaba, o lo acosaba cuando el trabajo le cerraba los ojos. Una muñeca sobre el tocador y a veces, no siempre, ella la movía como una extensión más de su propio cuerpo; le fingía los caminados, el levantar de los brazos, la voz que decía de colinas suaves, viejas nanas arrulladoras y pasadizos guardadores de fantasmas. Entonces él besaba a la muñeca hasta que Elisa simulaba celos y la arrojaba a un rincón, se deshacía de los moños y los calcetines para caer sobre Yordan y bailar por toda la habitación al compás de la música que ella entonaba en canto tímido y bien pegado a su oído.

Diferente a la música de la casona. Él echó la mirada por todos los sitios y no la vio. Tomó hacia la escalera y al final de ésta, un pasillo largo lo detuvo. La mujer gorda, sentada frente a una mesa pequeña, lo miró extrañada pero los ojos de Yordan callaron cualquier reclamo. Las puertas iguales, alineadas rítmicamente, dibujaban contornos al pasillo. Muchas puertas que custodiaban habitaciones y dentro de una de ellas, eso lo sabe Yordan, pero no en cuál, estará Elisa. Tras una de esas puertas se encontrará la mujer. La mirará dentro de un momento y al pensar en eso, su casi voz no podrá salir y se quedará callado mientras ella lo sorprenderá con su sorpresa de verlo ahí, dentro, en ese sitio que no es de él y que ella usa para resguardarse de los brazos de Yordan, y de la idea de quedarse apachurrada, sola, para siempre, con el hombre silencioso que la amarra a su sensibilidad eterna.

—Estaremos juntos hasta que tú quieras —dijo Elisa una tarde que salieron del cine. Cenaron en un restaurante del centro y comieron con los ojos pegados a los ojos del otro. Ella a veces sonreía y le apretaba la mano desde la orilla de la mesa. Al salir, Yordan la tomó de la cintura y así se fueron hasta el auto. Dentro, se besaron con el sabor de la comida, y entonces empezó a llover para empañar los cristales.

Yordan miró la primera puerta y puso sus manos en la madera y con ello tratar de recibir lo que estaba adentro. Las palmas le sudaban en el esfuerzo de atraer las figuras con las yemas. Repasó las hojas de la puerta sin que nada le indicara la presencia de Elisa. Entonces se agachó y miró por la cerradura. El cuarto, distorsionado por el ángulo de posición, mostró una cama La cara de la mujer de adentro no era la de Elisa. Eso mismo hizo en las cerraduras de otras puertas hasta que, por el pequeño hoyo, la vio. Estaba tendida de espaldas, sola. Por el agujero de la cerradura nada se escuchaba pero él supo que la mujer cantaba y decía de sirenas y playas de algas deshiladas. Él tocó la puerta la arañó, la azotó con los puños y después de cada golpe se agachaba a mirar por la cerradura. Elisa seguía en la misma posición. Nada indicaba que los golpes la hubieran inquietado. Trató de gritar pero su voz, nula, llegó apenas a la puerta y se asentó, sin fuerza, para escurrirse por la madera. Entonces puso la boca junto al hoyo de la cerradura y empezó, casi en silencio, a decir su nombre, el de ella:

—Elisa, Elisa, Elisa, Elisa, Elisa, y así hasta que las palabras empujaron unas a otras, unas a otras, se fueron dando valor y se arremetieron, se congestionaron de sus propias letras, fueron trecho a trecho por la habitación, toda pintada de blanco, hasta que encallaron en la cama, se treparon por la piecera, caminaron de puntillas por el edredón y llegaron, atosigadas por las otras Elisas, que seguían cruzando la frontera de la cerradura, al cuerpo de ella quien se encogió, por primera vez, sin que Yordan se enterara, pues su boca era la pegada al hoyo de la cerradura, y no sus ojos.

Las palabras, manipuladas por la configuración del agujero, moldeadas por la llave ausente, se clavaron en los labios de ella quien se levantó de la cama y caminó hacia la puerta. Puso el ojo en la cerradura y le miró a él los labios. Sintió el peso de la palabra hecha eco, salida de la garganta sin voz, y en silencio vio cómo de los labios, la cerradura se hacía también de ojo, y los dos, como cíclopes de batallas viejas, se miraron por la cerradura que para entonces cobró su derecho de peaje en Elisa Elisa Elisa y la palabra se deshizo más allá de la cama de cabecera dorada.

Abrió la puerta, tiró la bolsa de pedrería brillante, y los dos, con las palabras en cortejo olvidado, recorrieron el pasillo de regreso.