Sitio aparte guadó Efrén Hernández (1904-1958) entre los escritores de su generación. En 1928 se dio a conocer con un cuento, Tachas, que habría de darle no sólo notoriedad sino el sobrenombre con que sus amigos cercanos lo designaban. Mientras sus contemporáneos buscaban con avidez el remozamiento de las letras nacionales en ejemplos provenientes de otras lenguas —particularmente la francesa—, él se mantuvo apegado a la tradición castellana y, lo mismo en verso que en prosa, prefirió recurrir a las grandes figuras de los Siglos de Oro que vivifican sus métodos expresivos y le cedieron los moldes para verter su emoción personal y el afán de percibir insólitos matices del mundo inmediato. Desde las cuatro paredes de su cuarto, atisbando por los rincones, encendiendo con la palabra objeto tras objeto, evocando sucedidos sin mayor relieve, creó un universo oscilante que va de la mera malicia al esplendor franco de lo poético. En buena proporción, su prosa es un puente apto para mantener la continuidad de ciertos escritores mexicanos que, como inmediatamente antes lo había hecho Micrós (1868-1908), suelen descubrir en la palpitación de lo nimio, en la pequeñez de la vida cotidiana, el temblor de la existencia. Delgado a más no poder, bajo de estatura, extravagante en el vestir y malicioso como pocos, Efrén Hernández era dueño de una inteligencia insinuante que se encubría con la ingenuidad premeditada de quien ignora el entusiasmo del optimismo. No había en sus novelas y cuentos la heroicidad que asombra, ni los gritos que ensordecen; tampoco recurrió a gruesas pinceladas para poner ante nuestros ojos personajes violentos o animados por la grandeza de sus ademanes, ni concedió a su oficio distinto destino que reflejar el espíritu de quien, aun en horas gratas a la desmesura imaginativa, sabía otorgar preeminencia a la razón. Frecuentemente a su poesía llegaban ecos de antiguas voces y procedimientos —palabras poco usadas, frases que se anudan con digresiones, imágenes que pecan de sinceras— que al descender a su soledad se enriquecían con sensaciones impulsadas por una doliente reflexión. Si algún epíteto le corresponde es el de divagador. De la brevedad de la vida a la amplitud de la alcoba, de la distracción al sueño, de ventanas a nubes, su pluma saltaba ágilmente conducida por una diversidad de ideas que desembocaban a veces en el ámbito de la incertidumbre. A partir del cuento “Tachas” —y Efrén Hernández fue sobre todo un cuentista— su personalidad literaria quedó definida. La inquietud que distraía su mente no sólo lo arrasó hacia lo profético ni lo convirtió en el literato que en unas cuantas páginas resuelve la insistencia de sus dudas. No frecuentó los cataclismos ni acató el llamado de la tragedia sino que, por el contrario, hizo el consabido viaje alrededor de su cuarto, deslizándose en múltiples divagaciones, y allí mismo quemó las naves. Su excelencia reside, precisamente, en eso: en que, si bien dilató el juego de los temas, no quiso salir del leve purgatorio de su alma. Acaso nadie, en las letras mexicanas de los últimos lustros, haya redactado sus textos con tal semejanza consigo mismo, con tanto amor por su íntimo impulso afectivo. Mucho contribuyó a reforzar esa actitud la fidelidad a lo autobiográfico. Las experiencias inmediatas, el recuerdo de las pasadas, la sospecha de las venideras, aparecen a tramos transformados en minuciosas observaciones. “Me conocía harto pícaro y harto mosca muerta y mátalos callando —dice—, y precisamente en estas malas propiedades basaba mi satisfacción, y en estas dotes, en rigor negativas, ponía toda mi complacencia.” Eso era de niño, y de persona mayor tales premisas, fundadas en la destreza de sus expresiones literarias, le allanaron el camino para hacer burla aun de sus propios pensamientos. La desilusión marcaba el ritmo a muchas de esas argumentaciones interiores. Así al preguntarse por la palabra “amor”, escribió intencionadamente: “Llegó entonces mucho más adentro de mí, penetró hasta la alcoba en donde duermen las palabras, se quitó el sombrero, se desnudó de su significado y, muerta, muertecita de sueño se quedó dormida,” El “silencio de deseos”, que había conocido Miguel de Molinos, rondaba su conciencia. Varios poemas, una novela —La paloma, el sótano y la torre—, un fragmento —que inicialmente formaba parte de la anterior—, una novela corta —Cerrazón sobre Nicómaco— y algunos cuentos comprende la producción de Efrén Hernández. Además, multitud de artículos de crítica literaria y consideraciones de índole variada, una comedia, una “tragiburledia cinematográfica” escrita en colaboración y unos cuantos prólogos refuerzan su labor. El presente volumen de Obras,* que recoge la porción sobresaliente de su trabajo, ayudará a reconocerle ese sitio aparte que, por constante convicción, eligió entre sus contemporáneos.
Alí Chumacero
* Publicado por cortesía del Fondo de Cultura Económica. Tomado del libro Obras, de Efrén Hernández. Colección “Letras Mexicanas”, primera edición, 1965.
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