Material de Lectura

 

 

Lucrecia


A Sara y Nito

Nací en Tepexpan, un pueblo pequeño y pobre, al que se llega por la carretera a San Juan Teotihuacán. Mi pueblo es, sin embargo, famoso: custodia en un museo rural los prehistóricos huesos de una mujer, mal llamada “El hombre de Tepexpan”, y de un mamut. Sus extensos y áridos campos están llenos de obsidiana, serpientes y hierbas olorosas.

Los habitantes de Tepexpan provienen de los constructores de las pirámides del Sol y de la Luna, pero su grandeza ha declinado al punto de que nadie la recuerda. Los ancianos visten de blanco y aunque no son intrépidos andan siempre con el machete en el cinto. Los jóvenes emigran en busca de trabajo y desprecian el oficio ancestral: barbacoyero. A veces, un domingo, se presentan a visitar a la familia, a llevarse ropa limpia, a ver a la novia. Llegan transformados, con pantalones y camisas a la moda, melenudos, altivos. Las muchachas se pasan la vida esperando que el novio regrese, que alguien llegue a sacarlas de la soledad; y en esa espera, lo único que las hace felices son las premoniciones, el invento de un futuro irremediable en el que yo también aprendí a creer.

Adormecida sobre sus inmensas bardas, una antigua hacienda ocupa casi todo mi pueblo. Construida a principios de siglo, su arquitectura no es particularmente bella. La hermosura consiste en la sobriedad de los muros, en sus trazos rectos, y en sus columnas cuadradas.

La Hacienda de Tepexpan, donde nací, alberga en uno de sus rincones el Hospital Nicolás Bravo, una dependencia de Salubridad para enfermos crónicos no contagiosos. Por los cincuenta nombraron a mi padre director del hospital y llevó a mi madre a la hacienda, en cuyo viejo casco vivíamos muchas familias: las de los doctores y las del personal administrativo. Y dentro del viejo casco, cada familia vivía plácida e independientemente.

En el segundo piso de la fachada tienen todavía sus habitaciones las Hermanas de la Caridad, y allí mismo se eleva una misteriosa capilla. Las Hermanas entonaban maitines que me hacían despertar soñando con ángeles y oraban en el crepúsculo con una armonía y un ritmo que no he podido olvidar.

Crecí rodeada de ahuehuetes y pirules. La flor del nopal, los entierros prehispánicos y la transformación de los renacuajos eran para mí cosa tan natural como los semáforos y los cines para mi prima Soledad, quien vivía en la ciudad de México.

En aquel tiempo, mi mamá estaba preñada otra vez y por motivos que desconozco guardó cama durante casi todo su embarazo. Mi papá pasaba la mayor parte del día en el hospital; todas las tardes iba a buscarlo y me entretenía platicando con los enfermos o jugando con el teléfono de la administración: una cajita de madera a la que se le daba cuerda antes de descolgar.

Los fines de semana venían a vernos mis abuelos, mis tíos y mis primos, y no faltaban amigos de mi papá; pero nosotros nunca íbamos a ningún lado.

Para Lucrecia, mi nana, la ciudad de México era un desafío; allá estaban, según me decía, todos los hombres del pueblo. Lucrecia tenía, en esa época, los ojos más sinceros que yo conocía; su mirada hacía alarde de lealtad. Lucrecia reía con los ojos, pero cuando los domingos traspasábamos las puertas de la hacienda para ir a la plaza donde se ponía el tianguis, no levantaba la vista del suelo y me hablaba casi en secreto. “Aquella señora que va para allá es la mamá de Juan.” Juan era su novio.

Quería a Lucrecia y creía en su mágica palabra. Por las noches, mientras ella me desvestía para dormir, me rodeaba de las fantasías que deseábamos: por supuesto que se casaría con Juan y tendría un cuartito y... Yo aseguraba entenderla, pero una niña entiende apenas las cosas de las muchachas enamoradas que viven soñando, porque un día Juan también se fue a México.

Con la ausencia del novio, Lucrecia cambió rotundamente. Tantos meses sin saber nada de él le dieron una mirada desapacible. Por las noches me contaba historias de nahuales, de muchachas robadas, de espantados.

—Duérmete o me convierto en víbora.

—No me asustes, Lucrecia. Además, nadie puede convertirse en animal.

—No estés tan segura. ¿Ojos de qué me ves?

—No los hagas así que me asustas.

Me comenzó a dar miedo estar con Lucrecia y se lo dije a mi mamá: “Lucrecia, me haces el favor de no contarle tonterías a la niña; va a seguir con pesadillas”. Pero Lucrecia no hizo caso y mi mamá se vio obligada a pedirle que se fuera al anochecer para regresar hasta el día siguiente.

Cuando mi prima Soledad venía a pasar las vacaciones con nosotros, yo le iba mostrando lentamente los secretos de la hacienda: al fondo estaban los potreros y el jagüey, las gallinas del administrador, el establo abandonado, la gruta de la Virgen del Rosario de Fátima; luego, la huerta que cuidaban las Hermanas, y el campo, un campo soleado donde nos perdíamos corriendo con el Cajeme, mi perro, o cazando mariposas y atrapando chapulines. También la llevaba al hospital y le enseñaba los enfermos contrahechos, las rapadas, los muchachos sin piernas, las viejitas calladas e inmóviles.

A la una, Lucrecia iba a buscarnos.

—La comida está lista.

La una de la tarde era aburrida, larga y desesperante porque Lucrecia nos obligaba a dejar los juegos; y mientras nos servía la sopa de fideo, el arroz con plátano y el bistec, le preguntaba a Soledad cosas de la ciudad de México.

Soledad era miedosa y educada. Sabía cortar la carne y contestar: “Sí, tío. No, tía. Muchas gracias”. Tenía los ojos verdes y dos años más que yo; presumía de que cursaba tercer año y de que dividía y multiplicaba de varias cifras.

En Tepexpan no había escuela, y el sol del campo tostaba mi piel cada vez más. No sabía multiplicar ni dividir pero paraba de manos al Tetabiate, mi caballo, y tres horas a la semana me era permitido conocer el misterioso mundo de las Hermanas de la Caridad, pues subía a las habitaciones de Sor María Rosa, de quien recibí una sofisticada instrucción: los Mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Iglesia, entremezclados con la vida de Fray Bartolomé de Las Casas y de Fray Toribio de Benavente; narraciones que yo le exigía por no repetir el silabario ni hacer sumas y restas. Cuando le recitaba de memoria los mandamientos, me regalaba estampitas de santos y me mostraba su colección de objetos prehispánicos. Constantemente venían del pueblo a regalarle figurillas y vasijas con los que tiempo después montó un modesto museo a la entrada del hospital. Sor María Rosa me dejaba jugar con las cuentas de jade y estampaba geométricos sellos precolombinos en mis manos.

Sin embargo, la mamá de mi mamá quería que me fuera a vivir con ella para que se me quitara lo “salvaje”. La mamá de mi papá, más consentidora, aseguraba que ya tendría tiempo para ir a la escuela, pero me orillaba a tejer cadenitas con gancho y a bordar punto atrás.

Después de la comida, Soledad y yo nos íbamos a sentar en las banquitas de la calzada que unía a la hacienda con el hospital. Por allí iban y venían los doctores y las Hermanas. Sor María Rosa, con su toca almidonadísima, entre ellas.

En la calzada esperábamos a mi papá, bailábamos el trompo o jugábamos a las canicas, y después nos perdíamos por los rincones de la hacienda seguidas por el Cajeme que no me dejaba ni para dormir.

Lucrecia nos buscaba antes de irse:

—Se las va a tragar el anochecer —nos decía con una voz mustia y llena de risa.

Volvíamos acosadas por Lucrecia y un horizonte de sonidos extraños. Nos daba de merendar y luego se despedía de mi madre:

—Hasta mañana, señora. Ya vinieron por mí.

Era verdad: iba por ella la yerbera del pueblo.

—Con ella estoy aprendiendo.

—¿Qué cosa, Lucrecia?

—Cuál hierba cura el dolor de estómago y cuál es buena para el frío o el calor, con qué otra se quita el mal de ojo...

—¿Qué es eso?

—Lo que te voy a hacer si preguntas tanto, Soledad.

Cuando las vacaciones terminaban, de alguna manera yo comprendía más a Lucrecia: la ciudad de México nos privaba de los seres queridos.

Un día Lucrecia se presentó sin sus hermosas trenzas: se había hecho permanente en Texcoco. Sentí como si con su grueso cabello hubiera cortado el poco de cariño que le quedaba por mí. También es cierto que nos separó el nacimiento de mi hermano Román: se afanaba planchando el alterón de pañales. Mi nana se había transformado, sin remedio, en un ser violento y distante, cuya mirada me ponía nerviosa.

Un domingo en el que estaban mis abuelos en casa, fui con los niños de la hacienda a buscar huevos de sincuate. Traía media docena en las bolsas de mi delantal, cuando al caer los aplasté.

—Mira nada más cómo vienes. ¿Qué te embarraste allí?

—Eran huevos de sincuate, Lucrecia.

—Pues vas a ver... la sincuata los va a andar buscando y va a venir a estrangularte.

Sus palabras cayeron infalibles sobre mí: su mirada no mentía. No habría escondite, no tendría salvación. Mis papas me habían prohibido participar en las exploraciones en busca de serpientes o de sus crías. Culpable de mi desobediencia corrí a pedirles a mis abuelos que me llevaran a México.

Asociaba la crueldad de mi nana a su pelo chino, a sus nuevos zapatos de tacón, a sus vestidos pegados, a su ambición de irse, ella también, a la ciudad: “Cuando venga Juan me voy a ir con él”.

Esa noche, cuando Lucrecia ya no estaba, mi abuela, complacida, hizo mi maleta para una semana.

Mis abuelos vivían en la calle de Morelia en la colonia Roma. La casa me recibió lúgubre, oscura, y la falta de espacio para jugar me ahogó en la nostalgia de la hacienda.

Regresé desesperada por ver a mis papás, por cargar a Romancito, por montar al Tetabiate, por perderme en el campo con el Cajeme. Además tenía que contarle a Lucrecia lo horrible que era la vida en la ciudad: no me dejaron salir a la calle porque “viene el robachicos de Romita y te lleva”. Tenía que sentarme derecha, caminar derecha, no podía poner los codos sobre la mesa. A mi abuelo no le gustaba el ruido, dormía siesta, y las carreras y los gritos estaban prohibidos, como el trompo, las canicas y todo: “Las niñas son modositas y juegan en silencio”.

No acabábamos de llegar, cuando mi madre, asustada todavía, contó a la abuela lo que sucedió la noche que nos habíamos ido:

—Notamos al Cajeme muy inquieto. Iba y venía ladrando y llorando; trataba de decirnos que en el cuarto de los niños había algo. Pensamos que se había metido una rata. Román y yo fuimos por unas escobas... No te imaginas, mamá... Detrás del ropero estaba una sincuata de casi dos metros. Qué horror, mamá. No sabes qué horror. La gente del pueblo tiene la creencia de que vienen cuando hay niños de pecho; dicen que se prenden a las mamas de las madres; por eso, les dicen así, sincuates. Imagínate, no es que yo crea en eso, pero no he vuelto a abrir los ventanales del cuarto, y me ha quedado una inquietud muy grande. Me la paso registrando por todos lados.

—¿Y la sincuata, mamá? —me atreví, no sé cómo, a preguntar.

—La mató tu papá —confesó triunfante. Corrí a buscar a Lucrecia. En la cocina estaba otra muchacha del pueblo.

—¿Y Lucrecia? —le dije.

—Dicen que a Lucrecia se la robó Juan y se la llevó a México.

Todavía hoy, cuando hablo con Soledad acerca de aquella época, llegan hasta mí los armoniosos cantos de las Hermanas de la Caridad y la voz templada de Sor María Rosa: “Fray Toribio de Benavente, Motolinia, tomó el hábito de la orden de San Francisco, allá en España...”; y también me atrevo a pensar que Lucrecia, mi nana, fue teniendo algo de víbora.