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Según Evaristo
Los años no han logrado gastarme el recuerdo de Evaristo. Ahora andará en el polvo, con el sol sobre los ojos para siempre. Hoy se levanta en los míos. Baja suavemente a mi alma, como buscando la penumbra de un alero. No ha cambiado un ápice. Ya lo dije. Es el mismo. De donde llega trae el perfume de las fuertes soledades; le brota de todo el cuerpo esbelto al menor movimiento que hace. Cuando habla, acompaña sus palabras y sus gestos, como un viento de aguas escondidas.
Mi padre era su amigo. Lo conoció y comenzó a tratar en otro pueblo, cuando era un joven herbolario. Mi padre lo conoció en el negocio, detrás de un cajoncito para el dinero de la venta: allí se pasaba el día de la mañana a la tarde, a las últimas horas de la tarde. No dejaba el cajoncito ni para ir a comer. Hacia el mediodía, la mujer salía del negocio para traerle comida de un restaurant en una cacerola. El herbolario despachaba rápido el revoltijo y luego volvía, con un eructo final, a su mutismo. Mi padre nunca supo bien cómo fue que pudo arrancarle las palabras y que se convirtieron en amigos. La mujer lo doblaba en edad. Perdida en los diversos olores de las hierbas lo celaba, lo cuidaba a distancia, sentada al fondo del local. La mujer se levantaba sólo para atender a los clientes; para lo del restaurant; y para recoger la venta y cerrar. La primera vez que mi padre se puso a conversar con el herbolario, la mujer no cesó de moverse, intranquila, en su asiento, ni de mirarlo con atención. Mi padre apenas la había visto un par de veces en su vida y no le gustaba. Era extraordinariamente delgada, cetrina, sin brillo: más alta que su hombre. Después de cerrar el negocio, los esposos caminaban a la placita cercana. Nunca se miraban entre sí. Preferían contemplar el kiosco y a los niños que jugaban en él. Duraban hasta el crepúsculo y luego seguían el camino a la casa. Cuando mi padre llegó al pueblo, hacía siete años que estaban casados; que el hombre se había convertido en cajero, en herbolario. Muy al principio, en los días posteriores a la boda, el pueblo volcó sus lástimas sobre el joven esposo mientras que, a un mismo tiempo, censuraba el apetito de la mujer. Esto le contaron a mi padre. Pero él halló nada más indiferencia perfecta por la pareja: un tesón de ciegos y de sordos. Con un ramito de hierba en la mano izquierda, despachado por la mujer en el fondo del local, mi padre se presentó al herbolario, ofreciéndole su diestra saludadora, abierta como un sol: —¡Onésimo Sanjurjo! —le dijo. Evaristo, que había extendido la mano para recibir el dinero, se desconcertó de pronto; pero luego, dándole un giro rápido, la aprestó para el saludo. Faltaban todavía un par de horas para que empezara a caer la tarde. Mi padre y su nuevo amigo conversaron todo ese tiempo sin pausa, como dos que se han reencontrado. Mi padre tenía apoyada la mano del ramito en el mostrador, casi junto a la caja de los centavos, y su fragancia lo deleitaba; ponía en su lengua las mismas intensas luces del verano. —Mire usted, Sanjurjo —le decía Evaristo—, lo que son las cosas. No tienen orilla. Hasta hora es que huelo realmente la yerbabuena; hasta ahora que la pone usted debajo de mis narices. —Yo la llamo menta, Evaristo —le contestaba mi padre, y alzaba el ramito a la altura de sus ojos y lo movía como una sonaja—. Cundía el aroma entonces por todo el aire e iba a morir afuera, en la desierta playa de la calle. Mi padre gozaba provocando estas olitas. Nos aseguraba ser cierto que las oía romper y que las veía luego desbaratarse en una espuma verde y translúcida. Pero el amigo acababa por detenerlo: —Sanjurjo, ya no repique más, por favor. La mujer puede incomodarse. Los olores la tienen sin cuidado; pero la molestan si se agudizan y se vuelven impertinentes. Mi padre, obediente, favorecía al amigo. Y bajaba el ramito. Y a esa primera tarde se sucedieron otras. Evaristo dejó el mostrador y salió a conversar al umbral de la puerta. Mi padre, en las postrimerías de la tarde, comenzaba a consultar con regularidad la hora: sabía que hacia las seis y cuarto, la mujer de Evaristo se ponía de pie, seca y larga, en la penumbra de su rincón, para atravesar, de un extremo al otro, el mundo aquel de todos los días. Así que mi padre, dando las seis y cuarto, estaba ya despidiéndose del amigo, con la promesa de regresar al día siguiente. Evaristo aceptaba, rencoroso con su mujer. Mi padre en la calle volteaba a mirar a la pareja: Evaristo permanecía parado aún en la puerta, pero mirando hacia adentro. La mujer, como un pájaro de las sombras, había caído sobre el cajoncito de los centavos y los estaba contando. Mi padre oía, en la quietud de la hora, el choque de las monedas al ser apiladas en el mostrador. Evaristo, dejando la puerta, de pronto había ido a colocarse cerca de la mujer, con un bolso abierto entre las manos. Allí caía el dinero; volvía a sonar, pero muy apenas, casi como si fueran guijarros. Después, mi padre veía a la mujer quitarle el bolso al amigo y colgárselo a la bandolera, la correa por encima de los pechos sin gracia. Y era la primera en salir. La doblaba el peso del bolso hacia un lado. Evaristo, mientras tanto, afuera ya también, comenzaba a bajar, lentamente, la cortina metálica. El chirrido ponía de punta el aire, y la mujer se desesperaba: —De un jalón, de un jalón —decía—, no es de seda. Evaristo se detenía entonces un momento: —Yo no tengo sus pocos nervios —le contestaba, metiendo todos los rencores de siempre en la voz—: ya lo sabe usted. Ninguno de los dos se daba cuenta de que mi padre los estaba observando, oyendo. Se miraban, desafiantes. Mi padre sentía que el sol de la tarde no llegaba hasta la pareja. Huía de ellos como de un amargo nudo de sombras. —Lo que usted no tiene, es cabeza —le decía la mujer, y procuraba enderezarse, no hacer en el mundo el lastre del bolso—. Mi padre la veía entonces ganar tamaño, como una larga vara que hubiera estado bajo la mano del viento y recién recuperara su libertad. Evaristo volteó a mirarla a la cara: el coraje le cubría de ceniza la piel muerta de las mejillas, los párpados, la frente. Respiraba, como una endiablada, el aire oscuro. Pero Evaristo no se amilanó: en una de sus manos, tenía el candado de la cortina. —Un animal —continuaba la mujer— me hubiera entendido mucho mejor. Usted no. Usted, no. Máteme a iras. Eso es lo que usted anda buscando. —Siempre es lo mismo —se quejaba Evaristo con fastidio. —Usted es un pobre de espíritu. Evaristo, al oír esto, se volteaba de plano hacia la mujer y le decía: —Esos pobres, a veces son pájaros, son águilas que nadie sospecha. También se lo he dicho ya. Lo que yo ando buscando no es su muerte, que usted está muerta, sino un cielo... —Usted habla así porque no tiene experiencia en la vida; porque es un simple. —Sueño con un valle. Con un cielo en la tierra. La noche de esa tarde, le fue imposible a mi padre dormir. Había luna. Mi padre salió a la calle y paseó por la desierta placita hasta cansarse. Otro día, se levantó pensando en el amigo. Dejó para después los negocios que lo habían llevado al pueblo, y fue a visitarlo. Y era por la mañana. A Evaristo le sorprendió verlo llegar. Pero mi padre no se detuvo a saludarlo; se dirigió al fondo del local, con la mujer. Nos contaba que se había encontrado con una casi distinta a la de las tardes. La mujer estaba sentada en su silla y miraba para la calle, todavía sin sol, pero ya clara como el día. Al acercársele mi padre, se puso de pie y rápidamente abarcó, de una sola mirada, su mundo de hierbas. De las mesas vino a mi padre, entonces, una rica oleada de perfumes que lo hizo trastabillar. Se apoyó en el borde de una mesa. La mujer lo miró con curiosidad. Habló. Le dijo que tras una noche de encierro, y en verano, las hierbas, como las hembras, amanecen potentes, como nuevas; pero que andando las horas, el aire, y la luz, se encargan de desgastarlas. Mi padre oyó la voz aquella como un hilo de agua corriendo por las mentas. Y ya no siguió adelante. Y regresó adonde Evaristo, que lo estaba esperando. Mucho rato estuvieron sin hablar. El sol entró por fin a la calle y se deslizó por las blancas fachadas de cal. Mi padre suspiró. En su cara, como en la de Evaristo, la tinta del sol se fue apaciguando. Ruidos de cortinas metálicas rompieron el silencio; pero luego, la calle volvió a la calma. —No se engañe con la mujer, Sanjurjo —le advirtió Evaristo a mi padre. —Yo venía dispuesto a hablar con ella. —No se engañe... —repitió Evaristo. Una semana después, Evaristo se presentaba en nuestra casa. Mi padre lo recibió con verdadero gusto. Los niños lo rodeamos para mirarlo. Yo toque el veliz que traía en una mano, y le pregunté de dónde había venido. Pero Evaristo no me oyó: mi padre lo arrastraba al interior de la casa mientras nos pedía a nosotros que siguiéramos jugando. No sé cuántas veces más volvió Evaristo a visitarnos, pero fueron muchas. Un día dejé de jugar para siempre en la tierra de la calle y me convertí en ayudante de mi padre. Aunque ya entonces sólo veíamos a Evaristo de vez en cuando, mi padre hablaba sin embargo de él continuamente, como si acabara de estar en su compañía. Evaristo se había vuelto a casar en nuestro pueblo al poco tiempo de haber llegado, finalizando un verano. Según mi padre, todos en la casa, incluso los perros que la cuidaban, fuimos a la boda. Quizá lo único que yo recuerdo, y no muy bien, sea la música y a los músicos, que sudaban tocando un vals bajo el sol. Pero mi padre entraba, con emoción, en los detalles; en el detalle. Como padrino de Evaristo le correspondía bailar la primera pieza, el vals, con la novia, una muchachita en comparación a la herbolaria. La música mecía en la sombra a los dos bailadores. Afuera, destellaban vivamente los instrumentos de latón y se apiñaban los curiosos a la puerta del saloncito. En las vueltas que daba, mi padre miraba la cara feliz de Evaristo y las de los bobos asomados y sentía que ése era el mejor día de su vida, de sus años. Pero la música se terminó. Entonces, mi padre soltó a la muchachita y se la devolvió al novio, que se había adelantado a encontrarlos. —Todavía no, Sanjurjo —les dijo Evaristo—, todavía no. Dos veces más bailó mi padre. Evaristo no se había regresado a la mesa, en la que se hallaban los padres de la novia, mi madre, otros invitados y el pastel de bodas, una torta con dos monitos señoreándola. Evaristo fue a pararse delante de los curiosos, en la puerta. Lucía bien en su traje negro; alto, entre los descamisados. Mi padre, viéndolo así, lo recordó como era en sus tiempos de herbolario: flaco como la mujer; modesta, sin fuerzas, la llamita de su vida; como sofocada. Pero había cambiado: estaba crecido, ardiendo a la perfección, como un fuego en el camino más ancho del aire. El calor del saloncito y el que generaba la presencia de Evaristo, se habían comunicado a la novia para ablandarla como cera en los brazos de mi padre. Mi padre notó la diferencia, la falta total de la rigidez primera que le impedía moldearla por la cintura. Y, con desenfado y alegría, empezó a acercársela. Se tocaba ya por segunda vez el vals cuando mi padre sintió como una ventana abierta en el pecho, por la que le estaban entrando, caudalosos, los perfumes y el sol del otro cuerpo. Evaristo lo miraba sólo a él, como si la muchacha no existiera o como si quisiera dejarla a la sombra intencionalmente. Las últimas vueltas por el saloncito le parecieron a mi padre eternas. Que para darlas había tenido que consumir, que valerse de la vida de todos los allí presentes. En el silencio que siguió después de la música, mi padre escuchó, distante, la voz del amigo pidiendo a los curiosos se retiraran para que pudieran entrar el aire y los músicos. Entraron éstos y buscaron acomodo en unas sillas repegadas a la pared, y mi padre, Evaristo, y la novia, fueron a sentarse a la mesa, en los desocupados lugares de honor. La felicidad resonaba, sin mengua, en el corazón de mi padre, que atacaba, con una cucharita y verdaderas ganas, un enorme pedazo de pastel. Los perros amarillos de nuestra casa entraron a la pista y dieron unas cuantas vueltas, husmeando el piso y las piernas de los músicos y sus instrumentos. Mi padre tenía la boca llena, dulce. Y contaba que el inusitado paseo de los perros, uno detrás del otro, le había causado muchísima gracia; lo había hecho, también, muy feliz. Y en su recuerdo seguía viéndolos: se iban campantemente del lugar, al sol de nuevo, al calor y al ilimitado espacio de afuera, el lomo encendido, brillándoles como el filo de un cuchillo. Y nosotros corríamos a encontrarlos, y mi padre nos veía a todos, perros y niños, como metidos en una pantalla de cine. Mi padre, los novios y los invitados, habían terminado con su pastel y lo reposaban, echándole encima, de cuando en cuando, traguitos de refresco. Los músicos, también ya con los platos vacíos, conversaban a media voz y lo hacían de un modo grave, anclados sus gestos y ademanes a la importancia que sabían tenía su arte para ésa y otras bodas. Evaristo los interrumpió para llamar a su director a la mesa: —Acacio —le dijo—, quiero puros valses. Quedito. Porque ya no van a salir ni usted ni sus hombres. Que no está el sol para tentarlo. Mi padre jamás había visto bailar al amigo. Lo suponía torpe. Enmohecido por los años de noches dadas a la herbolaria. Pero no; Evaristo resultó que era un bailarín de los buenos y, por lo tanto, de los que no se fatigan. Se levantó como a las tres de la tarde de la mesa, tomando la mano de la novia y haciendo una leve caravana a mi padre. Se dirigió luego, como los bailarines de todo el mundo, al centro del saloncito y adoptó la postura de un valsante. Los curiosos habían vuelto a la puerta, como abejas a la flor de la música que entonces recomenzaba, suave, discreta. Evaristo los advirtió —estaba de espaldas a la puerta— por la vaga oscuridad que proyectaron sobre el blanco mantel de la mesa; sobre el islote del pastel que había sobrado y el par de monitos, encaramados allí. Mi padre creyó que Evaristo iría, sin dilatarse nada, a despejar la puerta de nuevo, sensible a la falta de aire. Pero Evaristo no movió ni un solo dedo con esa intención. Y empezó a bailar. Mi padre entendió que el amigo delegaba en él el asunto y antes de que el vals finalizara, se levantó a resolverlo. Despejada la puerta, mi padre hizo el descubrimiento de nosotros jugando en la calle con los perros. Nos llamó: —Ustedes —nos dijo— ¿ya comieron pastel? —No —le respondimos. —¡Válgame! —exclamó, y desapareció, aprisa, de nuestra vista. Los novios bailaron durante dos horas. Hasta pasadas las cinco. En la mesa no quedaban más que mi padre y mi madre; los demás se habían ido retirando a intervalos regulares y previo apretón de mano a mis padres, a manera de adiós y de disculpa. Porque era un día entre semana y de trabajo. Y porque estaban allí a causa de mi padre, principalmente, el único que conocía, en el pueblo, al novio. Pero mi madre también se fue, después del último de los invitados y en el momento en que Evaristo y la muchacha regresaban a la mesa. Mi padre los recordaba apenas cansados. —¿Contento? —le preguntó Evaristo a mi padre—. Y luego, dirigiéndose a los músicos: —Vengan, tómense con nosotros un refresco. Los músicos bebieron de pie el refresco, como centinelas de los novios. Después, volvieron a sus instrumentos y se sentaron en las sillas, despatarrados. Mi padre se le quedó viendo a Acacio: —Tocaste muy bien —le dijo—, como siempre, como si para ti todos fueran buenos tiempos. —No —negó el músico—. Fueron los valses, Sanjurjo. Mi padre, junto con estas palabras, sintió un olor a menta. Y pensó en Acacio, en su espíritu melodioso escapándosele por la boca. —Un vals sólo es un vals —le arguyó mi padre, que quería más perfume en el aire—. Pero el músico ya no habló. El perfume venía de abajo de la mesa. A soplos, el músico lo había impulsado, como a un barco de vela, hacia mi padre. Mi padre recordaba la gran sonoridad del aire. Había hablado con Acacio como en secreto, como si lo hubiera tenido a varios metros de distancia. Y Acacio, lo mismo. Y mi padre buscó, entonces, la fuente del perfume, y miró a la novia y a Evaristo. Evaristo, al sentirse mirado, se volvió y le preguntó a mi padre otra vez: —¿Contento, pues, Sanjurjo, porque bailó usted como Dios manda? El ramito de la menta estaba entre las manos de la muchacha, reposando en su falda, oculto por el mantel: mi padre lo vio levantarse de allí, subir por el aire en la mano que lo sostenía y detenerse, como un sol, frente a su cara. El deslumbramiento lo dejó sin habla, confuso, parpadeante. —Para usted —le dijo la novia y le acercó el ramito al pecho—, para usted, de nosotros. Éste fue el detalle. Y a mi padre le gustaba, en sus recuerdos, ponerlo por encima de las bodas mismas para que se las iluminara hasta el fin. Lo de Evaristo se acabó al atardecer. Los novios abandonaron el saloncito primero que mi padre y que los músicos. Mi padre salió a despedirlos a la puerta. En la calle había un poco de polvo suspendido a ras del suelo y los novios hundieron en él sus pies. Mi padre regresó al saloncito; llevaba oliendo la menta en la mano izquierda. Se detuvo frente a los músicos: —Acacio —dijo—, ¿pueden tocarme otro vals? —Los que usted quiera, Sanjurjo. Evaristo enviudó tres años después. Yo acompañé a mi padre al panteón. Tenía mucho sol la tarde, pero tibio y era como una paloma mecida en el cielo por el viento. El viento se oía en las hojas secas de los árboles. Yo tenía ya casi el tamaño de mi padre. Parado detrás de él, por encima de su hombro, vi cómo la pena doblaba a Evaristo, recia y silenciosa, hacia la tierra. Evaristo se encontraba delante de nosotros, como una desolación, como en el otro extremo del mundo. El viento que descendía de los árboles, daba sobre él, en sus espaldas, y le arrancaba, como si lo estuviera deshojando, las envolturas de las dos últimas noches: el olor a crisantemos y el de la cera y el de la vigilia ardiente. A medio camino entre Evaristo y nosotros, él viento hacía una cabriola, una vuelta completa de campana para desprenderse aquellas esencias y volcarlas en la tierra abierta. De ahí, de la oscura herida con el cuerpo de mujer, recogíamos mi padre y yo lo que el viento había dejado, y nos volvíamos a mirar a Evaristo con renovada compasión. Mi padre me dijo: —Evaristo luce el mismo traje de la boda. Y eso es malo porque es como si le echara nudo a su dolor. Evaristo no quiso que nadie lo acompañara cuando abandonamos el panteón. Mi padre, sin embargo, insistió: —Los amigos para estos trances son los amigos deveras. Evaristo me miró a mí, luego a mi padre, y luego a su muerta, que no se había quedado allá sino que se había venido siguiéndolo, imitando el rumor del viento en las hojas de los árboles: —Es verdad lo que usted dice, Sanjurjo —aceptó. Mi padre se animó entonces le puso una mano en el hombro: —Vámonos, pues —le dijo—; andando las piernas pierden —No, Sanjurjo. Se lo agradezca; pero debo regresar solo a la casa. —Como usted mande, Evaristo. En la casa lo estaremos esperando cuando ya se sienta usted mejor. Adiós. —Adiós, Sanjurjo. Eso dijo mi padre. Pero Evaristo nunca volvió a pisar nuestra casa. Tampoco mi padre fue a buscarlo a la suya. Todos entendíamos que la amistad se había acabado. Pasaron los días. Mi padre, yo, esperábamos, siempre, toparnos con Evaristo y reiniciar así, como por un azar, la amistad. A veces durábamos más de lo necesario en la calle, como para favorecer el encuentro y como si anduviéramos llamando a voces al viudo. Pero se acabaron los días de otoño y el invierno limitó nuestras salidas. Entonces fue cuando alguien le dijo a mi padre una tarde que él estaba de confidencias: —No se preocupe, Sanjurjo. Evaristo ya no es amigo de nadie. Ni siquiera sale, y si lo hace, no hay poder que le arranque un saludo, una mirada para los otros. Mi padre quedó pensativo. Yo leí en sus ojos los recuerdos de la boda y todavía más atrás: los del tiempo en que conoció al amigo. —Es que esa mujer —dijo—, esa muchacha suya era de las que saben echar hondas raíces. Semilla de Dios. Milagro de Dios. Ya solos, mi padre se volvió a mí: —Hay que buscarlo —dijo. Evaristo recibió a mi padre cordialmente. Disipó las sombras de los largos meses en que no nos vimos cuando dijo: —Discúlpeme usted, Sanjurjo. Y luego comenzó a hablarnos de la muerta. La voz yo no se la oí igual a como la recordaba, sonando en nuestra casa, en la tarde aquella del panteón. Había perdido su tono medio por uno grave, de un instrumento de cuerdas. Para pulsar el instrumento con fortuna, Evaristo cerraba los ojos y movía acompasadamente las manos delante de nosotros. La noche nos sorprendió escuchándolo. Nos despedimos como ciegos de él, hundido y callado, como una piedra en la oscuridad del cuarto. Camino a la casa, mi padre dijo que no pensaba volver más a visitarlo. —El hombre trae de nuevo a mi presencia a la muchacha. Por eso. Pero tú —añadió—, tú sí vas a volver para que me mantengas informado de su salud, de sus semblantes. Porque Evaristo se está acabando y no tardará en morirse también. Pero mi padre se equivocaba. El murió primero. El día que por mi boca lo supo Evaristo, no habló para nada de la mujer. Sentado, el mentón de barbitas disparejas caído sobre la tristeza de su pecho, comenzó a darle vueltas al torno de los recuerdos. Algunos eran similares a los que me contó mi padre; Otros, incontables, no. Evaristo parecía estarlos inventando. El día se nos fue. Evaristo dejó su silla y encendió una luz. Pero Evaristo, como si no me hubiera oído, volvió a sentarse; volvió otra vez a su memoria. La luz del foco le llenaba la cara como el sol al mediodía llena un patio: era ya demasiado el estrago de la soledad y de las constantes evocaciones. —Evaristo —lo invité—, venga usted conmigo mañana. Voy a ir al panteón. La tumba de su mujer está muy descuidada, usted podría arreglarla. Hace cinco años. Un día de estos usted no va a encontrar nada. —Mercedes no está en el panteón, joven Sanjurjo —me respondió, y luego, sacando su cara de la luz, la bajó al pecho y cerró los ojos. —De todos modos acompáñeme. Visitaría usted la de mi padre, Evaristo. —Tampoco su padre está ahí... Ya no quise insistir. Y Evaristo retomó el hilo de sus recuerdos. Pero no pasó mucho rato cuando, de pronto, la lengua, el torno, se detuvo con un largo suspiro. Entonces fue lo del perfume. Empezó a brotar de todo el cuerpo de Evaristo; de su boca semiabierta, como de una fuente. Subió por mí como una marea, y yo veía, a través del agua que era verde, las manos de Evaristo reposando sobre sus piernas. Las sombras de su cara tenían reflejos de este mismo color. Evaristo levantó una mano y se la puso en el pecho; luego se lo golpeó con ella, con la yema de los dedos, ligeramente, como si tocara un tambor por encima del agua. —Ellos están aquí —dijo, y aplanó la mano contra el pecho. El agua del perfume nos rodeaba ya por todas partes. El foco era como un sol vegetal. —Huelen a menta —murmuré. —Sí. Huelen a menta —dijo Evaristo. |