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Nota introductoria La infancia es un lujo, pero es también un peligroso y movedizo terreno que define y retrata una historia. Amparo Dávila lo sabe, lo vivió. Nació en 1928 en Pinos, Zacatecas, uno de esos tantos poblados mineros mexicanos que más parecen cuevas de fantasmas, traspasados por el viento helado, por días largos como años, por años inmensos e inmóviles como la eternidad. Ahí no se habita, ahí se inventa la vida por el único camino posible: la imaginación. Tanto se inventa, tanto se fabula que ya no es posible hallar la frontera entre la verdad y la irrealidad. Si a ello se agrega una precaria salud, una infancia solitaria, de hija única, pesada en el silencio, en la mudez, entonces la inteligencia se vuelve desquiciante. Para completar, la familia va a vivir a San Luis Potosí, y la muchacha acarrea sus espectros y va a parar a colegios de monjas. Ahí comenzó el fatalismo: descubrió la palabra escrita y la lectura perturbadora.
Primero fue la poesía. Dos títulos que ciñen tristezas, cercenamientos, ansiedades que encubren lágrimas y deseos de evasiones: Salmos bajo la luna (1950) y Perfil de soledades (1954). Ya en la ciudad de México descubrió la narrativa, de la que como ataduras ancestrales, como destinación, jamás ha abandonado. En 1959 aparece Tiempo destrozado; en 1964 Música concreta, y Árboles petrificados, ganador del premio Xavier Villaurrutia, en 1977. Los tres volúmenes son la constatación de una obsesión, de una terquedad que asombra. El mundo de Amparo Dávila es siempre uno y lo maravilloso es que ese sólo mundo es polifacético, diverso. Nace siempre de lo cotidiano, diría de lo modesto, de lo sin nombre, pero que poco a poco, sin nerviosismo, sin intranquilidades va recorriendo un lento camino hacia lo insólito; es una ruta al erizamiento. Una naturalidad que a veces sin darnos cuenta estamos habitando el sobresalto, la angustia, la desesperación, especialmente el terror. Un terror que es doblemente monstruoso porque estos seres simples, bondadosos a veces, tiernos, cándidos, son en último momento personajes diabólicos, pobladores infernales. Parecería que Amparo Dávila, digo parecería, pero estoy seguro de ello, nos descubre que un hecho, que un instante, también un proceso, puede desatar en nosotros los sentimientos y las acciones más insospechadas, más crueles. De ahí que creo que en este sentido los cuentos de Amparo Dávila no son sólo literatura, sino una profunda investigación en el campo de la ética, del comportamiento humano. Todo hace que estos relatos, que esta escritura de una poderosa vitalidad sea como una telaraña que va acorralando, que va atrapando al lector hacia un mundo interior, no desprovisto de magia, de hechizo, de un poder embrujado. Narraciones de detalles donde hasta el más ínfimo acontecimiento colabora para la realización total, apoyado en un lenguaje ceñido, preciso, elemental. Los personajes de los cuentos de Amparo Dávila son vivencias de una usurpación. Muchas veces he pensado que esta mezcla de convivencia entre seres de la ficción con otros de la vida real —familiares, amigos— responde a esa dualidad, están aclimatados en ese sitio, en ese umbral donde no se percibe la línea de la razón y del enajenamiento. Dije personajes, pero pregunto ¿pueden llamarse así también a esos individuos perturbadores que son más ánimas en pena, creaturas raras, en metamorfosis, animales singulares que cohabitan en la normalidad y en la extrañeza? En última instancia fuerzas oscuras que desatan legendarias memorias de venganza, de muerte y devastación. Ambivalentes son sus paisajes, sus escenografías. Comprenden lo fácil, lo llano, lo franco, pero al mismo tiempo se sostienen en el vértigo de las despiadadas y salvajes pesadillas de los sueños escalofriantes que anticipan dolor y sangre. Panoramas detenidos, sentimientos panteístas donde los objetos representantes de no se sabe qué maquinación sobrenatural se vuelven dominadores, absorbentes. Amos de lo siniestro. La crítica ha insistido, quizá demasiado en que los cuentos de Amparo Dávila vienen directamente del universo de Edgar Allan Poe, de Franz Kafka y de los latinoamericanos Borges, Arreola y Cortázar. No sería mejor ¿antes que hallar influencias, hablar de afinidades espirituales? Si otra cosa distingue a la narrativa de Amparo Dávila es su originalidad y su honradez que no proviene por vía intelectual, sino por esa ligadura a una existencia padecida, también imaginada. Luis Mario Schneider
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