Material de Lectura

Nota introductoria



Mark Twain entró en el mundo Sawyer a los 40 y llegó a la cumbre Finn cuando cumplía medio siglo. Joyce, Salinger, Rosario Castellanos, pasaban de los 30 cuando le concedieron la palabra a su niñez o a su adolescencia.

Parafraseando lo que Paz decía sobre sor Juana, en México los jóvenes hablaron en nombre propio por primera vez en la historia de nuestra literatura a mitad de los sesenta.

Pasó el 68. Rosario Castellanos, maestra universitaria si las hay, encontraba frivolidad y trucos viejos en el libro más reciente de uno de esos jóvenes: Abolición de la propiedad.

También desde una cátedra, aunque de un nivel muy inferior, se comenzó a transgredir el límite de la crítica severa, generosa, para llegar a una clasificación despectiva, adocenante.

Los jóvenes aquellos, los de “la onda”, no demostraban la “preocupación esencial por el lenguaje y la estructura” que caracterizaba a los practicantes de la escritura; en conjunto la obra de estos jóvenes de clase media era pura “crítica social y no creación verbal”.

Al pardear los setenta cualquier alumno de letras podía y debía darse paquete denostando la obra del ondero más conspicuo. Con estos golpes, más astutos que inteligentes, más soterrados y menos certeros cada vez, se acataba una moda y una ortodoxia académica, se adquiría un tono refinado y se defendía el baluarte del buen gusto.

El desdén se había institucionalizado. La vida estaba en otra parte. Los excluidos de la “escritura”, en su oportunidad, habían sido partícipes de algo que los detentadores del buen gusto no podían menos que envidiar: una juventud con voz propia y una voz con capacidad de convocatoria. La vida siguió con ellos.

La gran mayoría de los escritores mexicanos que empezaron a publicar a mitad de los setenta tienen, para bien o para mal, una deuda con aquellos que compartieron el rubro donde la taxonomía clasificó a José Agustín.

José Agustín..., así como ha podido estar a la vanguardia durante más de veinte años, así como ha sabido ser portavoz y profeta de cuando menos dos generaciones aparte de la suya, tampoco ha querido evitar a veces ser su propio epígono. El texto que se presenta, por contener la fuerza e incurrir en las debilidades características de la vasta obra joseagustiniana, y además por ser reciente, resulta inmejorable, tanto para la iniciación como para el fomento de la complicidad.

Como es inútil ponderar un texto que el lector ya tiene en su mano, intentaré una veloz puesta en perspectiva de “La reina del metro” con respecto a la totalidad de la obra del autor.

Este capítulo conjunta, superándolas, las virtudes habituales de la escritura de José Agustín: amenidad, agilidad, consistencia. Sin dejar de ser un típico texto del discurso joseagustiniano, constituye una fase nueva en varios sentidos.

A las cargas centrales de siempre —amor, libertad, irreverencia, ligereza— se funden elementos de una nueva dimensión: soledad, esperanza, dolor, sabiduría; todo lo que comporta el paso y el peso del tiempo.

Los personajes, esta vez maduros, como de costumbre consiguen seducir sin negar la cruz de su parroquia: son extraordinarios narradores, habitantes dignos de una narración “digna de grabarse con aguja de oro en la pupila de un camello”.

En los espacios cabe mayor mundo que nunca, y a la vez la intimidad se hace más espesa, tangible. Lo ambiental, vale decir el estático elemento descriptivo, se integra, se disuelve en el flujo de la narración. El espacio es una pluralidad de lenguajes —publicidad, música de fondo, diálogos de muchedumbre— bordada sobre una proteica relación de hechos.

Las situaciones se han hecho más carnales y tensas, el equilibrio ya no es producto de la intuición sino de una marcada perseverancia. Lo conseguido en Se está haciendo tarde se ratifica en Cerca del fuego, novela de la que forma parte este capítulo.

Y aunque junto con las virtudes convive la debilidad de los juegos de palabras inocuos que el mismo José Agustín se encargó de hacer viejos, el saldo de La reina del metro es una admirable muestra de cómo se lucha contra la tentación de la autocomplacencia.


Agustín Ramos