Un reportaje sensacional
El joven, nervioso, apuesto y jovial, aceptó la silla que le ofrecí, dijo pertenecer al cuerpo de redacción de La Tempestad, y agregó: —Supongo que no molesto... He venido a hacerle un reportaje. —¿A qué? —A hacerle un reportaje. —¡Ah! Comprendo... comprendo. ¡Hum! Sí... Está bien. Yo no me sentía muy alegre aquella mañana. En realidad, mis facultades espirituales parecían algo deprimidas. Con todo, fui hacia mi biblioteca y después de haber buscado durante seis o siete minutos, tuve que recurrir al joven. Le dije: —¿Cómo se deletrea eso? —¿El qué? —La palabra “reportaje”. —¡Santo Dios! ¿Para qué quiere usted deletrearla? —No quiero deletrearla: quiero ver qué significa. —Pues eso me parece sorprendente. Yo mismo puedo decirle qué significa si usted... si usted... —¡Oh! No se moleste. Me bastará con que la deletree y le quedaré muy agradecido, además. —R-E-P-O-R-T-A-J-E. —¿De modo que empieza con R-E? —¡Naturalmente! —¡Por algo me costaba tanto encontrarla! —Pero, mi estimado señor... ¿Cómo pensaba deletrearla usted? —Francamente, no... no lo sé muy bien. Tengo el diccionario enciclopédico completo y busqué en el último tomo, confiando en encontrarla entre las láminas. Pero se trata de una edición muy antigua. —Pero, amigo mío... Usted no encontraría eso representado en una lámina ni aun en la última edi... Perdón, estimado señor... No hablo con mala intención, pero usted no me parece tan... tan... inteligente como yo suponía. Tenga en cuenta que no hablo con mala intención. —¡Oh, no hay de qué! Se ha dicho a menudo —y eso por gente incapaz de adulonerías y a quien no se podría inducir a adular— que yo soy realmente notable en ese sentido. Sí... sí. Siempre hablan del asunto con éxtasis. —Me lo imagino sin dificultad. Pero en cuanto a ese reportaje... Usted sabrá que, actualmente, se acostumbra hacer reportajes a todo hombre que ha llegado a destacarse. —A decir verdad, es la primera vez que oigo hablar del asunto. Eso debe de ser muy interesante. ¿Con qué lo hace? —Ah... Le diré... Se trata de algo desalentador. Debiera ser hecho con una porra en ciertas ocasiones; pero, habitualmente, el reportero se limita a formular preguntas y el reporteado a contestarlas. Es algo que está de moda. ¿Me permite que le formule ciertas preguntas, destinadas a poner de relieve los puntos culminantes de su historia pública y privada? —Oh... Con placer. Con placer. Tengo muy mala memoria, pero supongo que eso no le importará. Quiero decir que se trata de una memoria irregular... sumamente irregular. A veces marcha al galope, y a veces tarda quince días en franquear determinado punto. Esto me apena mucho. —Oh, no importa. Usted procurará contestarme lo mejor que pueda. —Así lo haré. Empeñaré en ello todo mi cerebro. —Gracias. ¿Está pronto a empezar? —Pronto. PREGUNTA. —¿Qué edad tiene? RESPUESTA. —Voy a cumplir los diecinueve años en junio. P. —¿Será posible? Yo le habría dado treinta y cinco o treinta y seis. ¿Dónde ha nacido? R. —En Missouri. P. —¿Cuándo comenzó a escribir? R.—En 1836. P. —¿Cómo puede ser, si sólo tiene diecinueve años? R. —No lo sé. El asunto me parece un poco curioso. P. —Y lo es. ¿Quién es, en su opinión, el hombre más extraordinario que haya conocido? R. —Aarón Burr. P. —Pero usted no pudo conocer a Aarón Burr si sólo cuenta diecinueve años... R. —Hombre, si usted sabe más que yo, ¿por qué me hace preguntas? P. —Bueno, bueno... Ha sido solamente una insinuación, nada más. ¿Cómo conoció a Burr? R. —Le diré... Estuve cierto día en sus funerales y él me pidió que no hiciera tanto ruido y... P. —Pero... ¡Santo cielo! Si usted estaba en los funerales de Burr, éste debía estar muerto. Y si estaba muerto... ¿cómo pudo preocuparse de si usted hacía ruido o no? R. —No lo sé. Burr fue siempre un hombre muy personal en esas cosas. P. —Sin embargo, no lo comprendo del todo. Usted dice que Burr le habló y que estaba muerto. R. —Yo no he dicho que Burr estuviera muerto. P. —Pero... ¿acaso no lo estaba? R. —Algunos dicen que sí, otros dicen que no. P. —Y usted..., ¿qué opina? R. —¡Oh! Eso no es cosa mía. No eran mis funerales. P. —¿Y usted?... Bueno... De todos modos, eso jamás lo aclararemos. Permítame que le pregunte alguna otra cosa. ¿Cuál es la fecha de su nacimiento? R. —El lunes 31 de octubre de 1693. P. —¿Cómo? ¡Imposible! Eso significa que usted tiene ciento ochenta años de edad. ¿Cómo se lo explica? R. —No me lo explico en absoluto. P. —Pero usted dijo al principio que sólo tenía diecinueve años, y ahora afirma que cuenta ciento ochenta. La contradicción es tremenda. R. —¿Lo ha notado? (Estrechándole la mano al periodista.) A mí me pareció en muchas ocasiones que la contradicción era tremenda, pero no sé por qué, no podía llegar a una conclusión. ¡Cuán pronto nota usted las cosas! P. —Gracias por el cumplido. ¿Tuvo usted —o tiene— hermanos o hermanas? R. —Este... Yo... yo... yo así lo creo... pero no lo recuerdo. P. —¡Pues su declaración es la más extraordinaria que yo haya oído en toda mi vida! R. —¿Por qué piensa eso? P. —¿Cómo quiere que piense? Mire... ¿De quién es ese retrato de la pared? ¿No se trata, acaso, de un hermano suyo? R. —¡Oh! Sí, sí, sí. Ahora recuerdo: éste era hermano mío. Es William... lo llamábamos Bill. ¡Pobre Bill! P. —¿Por qué? ¿Ha muerto? R. —Este... Supongo que sí. Nunca pudimos aclararlo. Hay gran misterio en el asunto. P. —Eso me parece lamentable, muy lamentable. Entonces... ¿Bill desapareció? R. —Le diré... Sí, en términos generales. Lo enterramos. P. —¡Lo enterraron! ¿Lo enterraron sin saber si estaba vivo o muerto? R. —¡Oh, no! Eso, no. Estaba suficientemente muerto. P. —Confieso que no lo entiendo. Si ustedes lo enterraron y sabían que estaba muerto... R. —¡No, no! Sólo creíamos que lo estaba... P. —¡Ah!, comprendo. ¿De modo que resucitó? R. —Apostaría a que no. P. —A decir verdad, jamás he oído algo semejante. Alguien estaba muerto. Alguien fue enterrado. Y bien... ¿En qué consiste el misterio? R. —¡De eso se trata, precisamente! Eso es. Le explicaré... El difunto y yo éramos mellizos y nos mezclamos en la bañera cuando sólo teníamos dos semanas de edad, y uno de nosotros se ahogó. Pero no supimos cuál. Algunos creen que fue Bill. Otros, que fui yo. P. —Esto me parece extraordinario. Y usted, ¿qué opina? R. —¡Vaya usted a saber! Daría cualquier cosa por aclararlo. Ese solemne y horrible misterio ha proyectado una sombra sobre toda mi vida. Pero, ahora, le diré un secreto, un secreto que jamás he revelado a un ser viviente. Uno de nosotros tenía una señal característica, un gran lunar en el dorso de la mano izquierda. Ese, era yo. ¡Ese niño fue el que se ahogó! P. —Perfectamente. Siendo así, no veo en qué consiste el misterio. R. —¿No lo ve? Yo, sí. De todos modos, no sé cómo pudieron cometer el espantoso error de enterrar al otro niño. Pero... ¡chitón! No lo mencione; podría oírlo la familia. Por cierto que ya tienen bastantes dolorosas preocupaciones sin ésa. P. —Bueno... Supongo que tengo bastante material por ahora y le agradezco las molestias que se ha tomado. Pero me interesó mucho su relato de los funerales de Aarón Burr. ¿Tendría la amabilidad de decirme qué circunstancia le ha hecho pensar que Burr era un hombre tan extraordinario? R. —¡Oh! ¡Una bagatela! Apenas si la habría notado un hombre de cada cincuenta. Al terminar el sermón y cuando la procesión estuvo pronta a partir hacia el cementerio y el cadáver fue bonitamente instalado en la carroza fúnebre, Burr dijo que quería echar una última miradita al paisaje, de modo que se levantó y viajó en el pescante con el cochero. En este momento, el joven periodista se retiró, con aire respetuoso. Su compañía me resultaba muy grata y lamenté que se marchara.
De Un vagabundo en el extranjero
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