Giovanni Verga |
Nota introductoria |
Giovanni Verga nació el 2 de septiembre de 1840, en Catania, Sicilia. En ese mismo año nacen también Daudet y Zolá. La familia —acomodada, de origen noble y con tendencias liberales— era propietaria de casas y terrenos de labranza en Catania y en Vizzini, lugares en los cuales Verga vivió hasta 1865. A los diecisiete años de edad escribe su primera novela, Amore e patria, bajo la guía y estímulo de su profesor Antonio Abate, literato y patriota. En 1858 se inscribe en la Facultad de Leyes de la Universidad de Catania, misma que abandonaría el año siguiente para dedicarse al periodismo. En 1861 funda, con Nicolò Niceforo, el semanario político Roma degli italiani, de tendencias unitarias y antirregionalistas. A esa época pertenecen I carbonari della montagna y Sulle lagune. Dos novelas con temas patrióticos bien acogidos por la crítica.
En 1865 se establece en Florencia, animado por el éxito obtenido con Sulle lagune, publicada el año anterior por el periódico florentino Nuova Europa. Frecuenta los salones literarios de la capital toscana, donde conoce a los escritores Giovanni Patri, Aleardo Aleardi, Arnaldo Fusinato, al anarquista Mijail Bakunin y a Francesco Dall’ Ongaro. Entra en contacto con Luigi Capuana, con el cual pronto estrecha una amistad que durará toda una vida. Durante los siete años de estadía florentina escribe y publica Una peccatrice (1866) y Storia di una capinera, dos novelas “mundanas” y artificiosas. En 1872 Verga cambia su residencia a Milán, que es ahora el centro artístico y literario de Italia. El éxito reciente de Storia di una capinera, tanto el público como la crítica, le abre las puertas del salón de la condesa Maffei, donde acuden regularmente los artistas y críticos más destacados. Allí conoce y entabla amistad con Arrigo Boito, Girolamo Rovetta, Federico de Roberto, Giuseppe Giacosa y con el periodista Eugenio Torelli-Vioillier, fundador del periódico Il corriere della sera. En la capital lombarda halla todo tipo de estímulos para dedicarse enteramente a la creación literaria, influido claramente por la novela psicológica francesa. Publica Eva, Tigre Real y Nedda en 1874; Eros, en 1875 y Primavera e altri racconti, en 1876. Al aparecer Nedda, Luigi Capuana —narrador y teórico del verismo, la versión italiana del naturalismo francés: señaló en una recensión que Verga había encontrado un “nuevo filón en la mina casi intacta de la narrativa italiana”. Efectivamente, ese “boceto siciliano” indica un giro de noventa grados en la obra de Verga, que le da la espalda a la temática y al tono del romanticismo decadente para adherirse al movimiento verista. “El verismo, versión italiana del naturalismo, se aparta notablemente de las teorías de Zolá, y parece estar más directamente ligado al realismo manzoniano y a las lecciones de (Francesco) De Sanctis. El ambiente era distinto: mientras los franceses describían generalmente el mundo del proletariado parisino, los italianos —de Verga a Capuana, de la Serao a Di Giacomo, de Pascarella a D’annunzio, cada quien con resultados diversos, naturalmente— volvieron la mirada a la realidad regional, que era, incluso desde un punto de vista político-social, la más importante en aquel momento. Así, la fría objetividad se vio substituida por la “investigación” de la tierra natal, y el nostálgico embeleso de la infancia y el mundo primitivo ocupó el puesto del rigor científico.” La gran etapa genial de Giovanni Verga llega cuando éste se vuelve a su tierra natal, a los “corazones sencillos”, a la civilización patriarcal de la Sicilia eterna, habitada por hombres con necesidades elementales, adoradores del hogar y del culto a los muertos. Sus personajes son ahora pescadores humildes, campesinos miserables y pastores, los verdaderos protagonistas de la inmutabilidad de la vida humana, inmersos en un mundo que se hallaba a un solo paso de la animalidad, de la absoluta esencialidad. A esta época pertenecen Vita dei campi (1880); I Malavoglia (1881); Novelle rusticane y Per le vie, dos series de cuentos publicados en periódicos y revistas reunidos en volumen en 1883, así como también Mastro-don Gesualdo, que publicó en 1888. Exceptuando Per le vie, estas obras están consideradas como el más alto logro del verismo y de la narrativa verguiana, la cual halló en D.H Lawrence a su más apasionado traductor y divulgador en lengua inglesa. Éste aseguraba: “(Verga) Es el más grande novelista italiano después de Manzoni. Sin embargo, nadie le hace caso (...) Verga es un gran maestro del cuento. El libro Novelle rusticane y el volumen titulado Cavalleria rusticana (Vita dei Campi) contiene algunos de los mejores cuentos escritos en todo el mundo. En ellos hay unos tan breves y convincentes como los de Chejov. No obstante, nadie los lee. Son ‘demasiado deprimentes’, dicen. No deprimen ni la mitad de cuanto deprime Chejov. No entiendo el gusto del público.” Además de Mastro-don Gesualdo, Lawrence tradujo también, para una editorial norteamericana, Vita dei campi y Novelle rusticane. Giovanni Verga deja Milán y va a establecerse definitivamente en Catania (1894), donde residiría hasta su muerte (1922), salvo algunas breves estadías en Milán y Roma. Un año antes el tribunal milanés había fallado a su favor, reconociéndolo como coautor de la ópera Cavalleria rusticana, ganando con ello el juicio entablado contra Mascagni y, de paso 143,000 liras. En Catania se llevó un encuentro entre Verga, Zolá y Capuana. Escribe cada vez menos. Regresando a su ciudad natal publica Don Candeloro e Ci, un libro de cuentos. En 1911 trabaja en la novela La Duchessa de Leyra, que debía continuar con el Ciclo dei vinti, de la que sólo escribió un capítulo que apareció póstumo en 1922. Dicho ciclo se había iniciado con I Malavoglia y Mastro-don Gesualdo. El último periodo creativo, tanto en la narrativa como en los dramas, carece ya del vigor genial de su época verista, inclinándose ahora hacia “la dorada mediocridad”, según la frase de Giacomo Debenedetti. No obstante, se le reconoce como el clásico en vida, maestro indiscutible al lado de Alessandro Manzoni. Con el advenimiento del crepuscularismo y el decadentismo la obra verista de Verga se eclipsa, para reaparecer con enorme fuerza inspiradora del movimiento neorrealista de la posguerra. Se reconoce su influjo en la obra temprana de D’Annunzio, en Pirendello, Grazia Deledda, Cesare Pavase y Pier Paolo Pasolini, entre otros. En 1948 Luchino Visconti filma La terra trema, película basada en I Malavoglia. Giovanni Verga se resistió siempre a teorizar acerca de su obra. Que se sepa sólo una vez lo hizo, y podemos hallar ese testimonio en la extensa dedicatoria del cuento “L’amante de Gramigna”, dirigida a Salvatore Farina. Se transcribe íntegra en razón de su importancia:
Guillermo Fernández
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Caballería rusticana |
Turiddu Macca, el hijo de la señora Nunzia, al regresar después de haber cumplido con el servicio militar, se pavoneaba todos los domingos en la plaza, enfundando en su uniforme de artillero y luciendo su gorra roja, parecida a la del hombre que decía la buena ventura por medio de canarios. Las muchachas se lo comían con los ojos y cuando iban a misa, ocultando sus caras entre las chalinas, y los rapazuelos zumbaban como moscas a su alrededor. Trajo también una pipa con un rey a caballo que parecía vivo, y encendía los fósforos sobre la parte trasera de su pantalón, levantando una pierna, como si diera una patada. Sin embargo, Lola, la hija del hacendado Angelo, no se apareció en misa ni en los portales, puesto que se había comprometido ya con uno de Licodia, un carretero que tenía cuatro mulos de Sortino en su establo. Tan pronto como lo supo Turiddu, ¡santo diablote!, ¡quería sacárselas! Pero no hizo nada y sólo se desahogó cantando todas las canciones desdeñosas que sabía bajo el balcón de la Lola. —¿No tiene nada que hacer Turiddu —decían los vecinos—, que se la pasa todas las noches cantando como gorriona solitaria? Y al fin se topó con la Lola, que regresaba de la peregrinación a la Virgen del Peligro, y al mirarlo no se puso blanca ni roja, como si nada tuviera que ver con el asunto. —¡Dichosos los ojos que la ven! —le dijo. —Oh, compadre Turiddu; me han dicho que volvió a principios de este mes. —A mí me han dicho muchas otras cosas —respondió él—. ¿Es cierto que piensa casarse con el amigo Alfio, el carretero? —¡Si esa es la buena voluntad de Dios! —¡La voluntad de Dios no es un estira y afloja! ¡Usted es convenenciera! Y la voluntad de Dios ha sido que yo volviera de tan lejos para encontrarme con tan buenas noticias, Lola. El pobre hacía todo lo posible por portarse bien, pero la voz se le iba enronqueciendo. Caminaba tras la muchacha, y la borla de la gorra le bailaba aquí y allá, sobre los hombros. En el fondo, ella sufría mirándolo en aquel estado, pero carecía de ánimo para lisonjearlo con buenas palabras. —Oiga, compadre Turiddu —le dijo al fin—; deje que alcance a mis compañeras. ¿Qué dirán en el pueblo si me ven con usted? —Es justo no dar de qué hablar a la gente, sobre todo ahora que piensa casarse con el amigo Alfio, que tiene cuatro mulos en el establo. En cambio, mi madre, pobrecita, tuvo que vender nuestra mula baya y aquel pedazo de viña junto al camino real mientras anduve de soldado. Berta ya no podía hilar, y usted ya no se acuerda del tiempo en el que platicábamos desde las ventanas del patio, de cuando me regaló ese pañuelo, antes de que me fuera, en el que he llorado sabe Dios cuántas lágrimas al irme tan lejos, tanto, que hasta se perdía el nombre de nuestro pueblo. Adiós, Lola; hagamos de cuenta que llueve y aclara, y que nuestra amistad se acabó. Lola se casó con el carretero. Los domingos se asomaba por el corredor, con las manos sobre el vientre, para que todos pudieran ver los gruesos anillos de oro que le había regalado su marido. Turiddu seguía pasando y pasando por el callejón, con la pipa en la boca y las manos en los bolsillos, fingiendo indiferencia y coqueteando con las muchachas; pero lo roía la idea de que el marido de Lola tuviera tanto dinero, de que ella fingiera no darse cuenta de él cuando pasaba. Frente a la casa de Alfio estaba la de Cola el viñador, el cual era rico como un cerdo, se rumoreaba, y tenía una hija en su casa. Turiddu hizo hasta lo imposible hasta que logró ser guardia rural del viñador Cola, y comenzó a frecuentar esa casa y a decirle dulces palabras a la muchacha. —¿Por qué no va a decirle estas cosas tan bonitas a la señora Lola? —respondía Santa. —¡La señora Lola es una señorona! ¡La señora Lola se ha casado con un rey de corona! —Yo no merezco a los reyes con corona. —Usted vale más que cien Lolas, y conozco a alguien que dejaría de ver a la señora Lola y a su santo, porque existe usted, y la señora Lola no es digna de traerle los zapatos, no es digna. —Cuando la zorra vio que la uvas estaban muy altas... —Dijo: ¡qué bonita eres, uvita mía! —¡Quieto con esas manos, compadre Turiddu! —¿Tiene miedo de que me la coma? —Ningún miedo a usted ni a su Dios. —¡Vaya! ya sabemos que su mamá era de Licodia . ¡Qué sangre tan peleonera! ¡Ay, yo me la comería a usted con los ojos! —Cómame pues con los ojos, que nunca haremos buenas migas. Suba acá ese manojo. —Por usted subiría todita la casa, todita. Ella, para no ruborizarse, le lanzó un raigón que traía bajo mano, y de puro milagro se lo asestó. —Y dese prisa, que con los chismes nada se gana. —Si fuera rico, me buscaría una mujer como usted, señora Santa. —Yo no me casaré con un rey de corona, como la señora Lola, pero también tendré mi dote cuando Dios me conceda marido. —¡Ya sabemos que usted es rica, ya sabemos! —Si ya lo sabe, entonces apúrese, que mi papá no tarda en llegar y no quiero que me encuentre en el patio. El papá empezaba a malhumorarse, pero la muchacha fingía no darse cuenta, pues la borla de la gorra le cosquilleaba en el corazón y no dejaba de bailarle frente a los ojos. Y como el papá lo puso de patitas en la calle, la hija le abrió la ventana y se pusieron a platicar todas las noches, y eran la comidilla de todo el vecindario. —Estoy loco por ti —decía Turiddu —; por ti pierdo el sueño y el apetito. —¡Chismes! —Te comería como al pan, ¡te lo juro por la Virgen! —¡Chismes! —¡Te lo juro por mi honor! —¡Ja, ja! ¡Sólo eso faltaba! —Lola —que se ponía de todos los colores oyendo lo que decía noche tras noche, escondida detrás de una maceta—, le habló un día a Turiddu. —¿Así que ya no se saluda a los viejos amigos, compadre Turiddu? —¡Qué más quisiera yo! —suspiró el mocetón—. ¡Dichoso quien la saluda! —Cuando tengas ganas de saludarme, pues venga que ya sabe dónde vivo. Turiddu volvió a saludarla con tanta frecuencia, que Santa se apercibió de eso y le cerró la ventana en plenas narices. Los vecinos se lo mostraban con una sonrisa o con un movimiento de cabeza toda vez que pasaba el artillero. El marido de Lola andaba fuera por las ferias con sus mulas. —El domingo voy a confesarme, pues esta noche soñé con uvas negras—dijo Lola. —¡Olvídalo, olvídalo!— suplicaba Turiddu. —No, y menos ahora que se acerca la Pascua; mi marido querrá saber por qué no he ido a confesarme. —¡Ay! —murmuraba Santa, la hija del viñador Cola, mientras esperaba su turno arrodillada ante el confesionario en que Lola estaba lavando sus pecados—. ¡Por mi alma que no quiero mandarte a Roma a que hagas penitencia! El compadre Alfio era uno de esos carreteros que llevan la gorra de lado, y cuándo oyó hablar de su mujer en semejante modo, cambió de color como si lo hubieran acuchillado. —¡Santo diablote! —exclamó—. ¡Si no ha visto bien, le juro que no le dejaré ojos para llorar, a usted y a su parentela! —No acostumbro llorar— repuso Santa—. No he llorado ni siquiera al ver entrar a Turiddu a la casa de su mujer por las noches. —Está bien —respondió Alfio—. Muchas gracias. Habiendo regresado el marido, Turiddu no andaba ya por el callejón durante el día, y se pasaba horas y horas en a hostería, con los amigos. La víspera de la Pascua tenía sobre la mesa un platón con salchichas. Al entrar el compadre Alfio, sólo con ver cómo le clavaba los ojos, Turiddu comprendió de qué cosa se trataba, y dejó el tenedor en su plato. —¿En qué puedo servirle, compadre Alfio? —le dijo. —Nada en especial compadre Turiddu. Hacía mucho que no lo veía, quisiera hablarle de lo que usted ya sabe. Turiddu le alargó una copa, pero el compadre Alfio la esquivó con la mano. Entonces Turiddu se levantó y le dijo: —Aquí estoy, compadre Alfio. El carretero lo rodeó con sus brazos. —Si quiere, mañana temprano no vemos en la nopalera de la Canziria, y hablamos de ese asunto compadre. —Espéreme en el camino real al amanecer, y vamos juntos. Con estas palabras intercambiaron el beso del desafío. Turiddu apretó con sus dientes la oreja del carretero, prometiéndole así que no faltaría. Los amigos dejaron de comer las salchichas, calladitos, calladitos, y acompañaron a Turiddu hasta su casa. La señora Nunzia, pobrecita, todas las noches lo esperaba hasta muy tarde. —Mamá —le dijo Turiddu—, ¿recuerda que cuando me fui de soldado usted creyó que nunca volvería? Déme un buen beso como entonces, porque mañana temprano me voy muy lejos. Antes de que amaneciera tomó su navaja de muelle que tenía escondida bajo el heno desde que se fue de conscripto, y se puso en camino hacia la nopalera de la Canziria. —¡Jesús, María y José! ¿Adónde va con tanta prisa? —lloriqueaba Lola, espantada mientras su marido se preparaba para salir. —Voy aquí cerca —respondió el compadre Alfio—, pero para ti sería mejor que nunca volviera. Lola, en camisón, rezaba al pie de la cama, apretando entre sus labios el rosario que le trajo de Tierra Santa el fraile Bernardino, y decía todas las avemarías de todas las cuentas. —Compadre Alfio —comenzó a decir Turiddu después de haber caminado un buen trecho al lado de su compañero, quien guardaba silencio, con la gorra echada sobre los ojos—, como hay un Dios en el cielo, se que la culpa es mía, y que me dejaría matar. Pero antes de venir he visto a mi vieja que se levantaba para verme venir, con el pretexto de arreglar el gallinero, como si el corazón se lo dijera; y como hay un Dios en el cielo, voy a matarlo como un perro para no hacer llorar a mi viejita. —Mucho mejor —respondió el compadre Alfio—, así nos daremos duro y parejo. Ambos eran buenos cuchilleros. Turiddu tiró la primera cuchillada, y la asestó en un brazo; luego le tiró otra a la ingle. —¡Ah! ¡De veras que trae la intención de matarme, compadre Turiddu! —Ya se lo dije. Después de haber visto a mi vieja en el gallinero no puedo apartarla de mi vista. —¡Pues abra bien los ojos —le gritó el compadre Alfio—, que le voy a dar su merecido! Como él estaba en guardia, todo encogido, cubriéndose con la mano izquierda la herida que le dolía, apoyando su codo en la tierra, rápidamente agarró un puñado de tierra y se lo arrojó a los ojos del adversario. —¡Ah! —gritó Turiddu, cegado—. ¡Estoy perdido! Y quería salvarse, dando desesperados saltos hacia atrás; pero el compadre Alfio le dio otra cuchillada en el estómago, y otra en la garganta. —¡Y tres! Esta es por haberme adornado la casa. Ahora tu madre dejará en paz a las gallinas. Turiddu se tambaleó aquí y allá, entre los nopales, luego cayó como un fardo. La sangre le borboteaba espumosa en la garganta, y ni siquiera pudo proferir: “¡Ay, madre mía!” |
La loba |
Era alta, flaca, pero con los senos firmes y vigorosos, aunque ya no era joven; era pálida, como si tuviera encima la malaria, y en esa palidez chicos ojotes y dos labios frescos y rojos, devoradores.
En la aldea la llamaban La Loba porque nunca se hartaba con nada. Las mujeres hacían la señal de la cruz al verla pasar, sola, como perra roñosa, con el paso sospechoso y vagabundo de loba hambrienta. Con sus labios colorados despulpaba a sus hijos y a sus maridos en un abrir y cerrar de ojos, y se los traía al trote con una sola mirada de satanás, como si estuvieran ante el altar de Santa Agripina. Por fortuna, La Loba jamás venía a la iglesia en Pascua ni en Navidad, ni a oír misa ni a confesarse. El padre Angelito de Santa María de Jesús, un verdadero siervo de Dios, perdió su alma por ella. La pobre Mariquita, tan buena muchacha, lloraba a escondidas porque era hija de La Loba y ninguno quería casarse con ella, a pesar de tener un buen ajuar y su buena tierra soleada como cualquier otra muchacha de la aldea. Una vez La Loba se enamoró de un hermoso joven que había sido soldado y segaba el heno con ella en las tierras del notario; pero lo que se llama enamorarse, sentir que las carnes le ardían bajo el fustán del corpiño, y sentir, mirándolo a los ojos, la sed que se siente en las horas calientes de junio en el fondo de las llanuras. Pero él seguía segando tranquilamente, viendo los montes y le decía: —¿Qué le pasa, doña Pina? En los campos inmensos, donde sólo restellaba el vuelo de los grillos, cuando el sol caía a plomo. La Loba hacinaba montón tras montón, gavilla sobre gavilla, sin cansarse jamás, sin erguirse un sólo momento, sin acercar sus labios a la garrafa a fin de no alejarse ni un instante de Nanni, que segaba y segaba, preguntándole de cuando en cuando: —¿Qué quiere, doña Pina? Una noche se lo dijo,mientras los hombres dormitaban en la era, cansados de la larga jornada, y los perros aullaban por el vasto campo negro: —¡Te quiero a ti! A ti, que eres hermoso como el sol y dulce como la miel. ¡Te quiero a ti! —En cambio, yo quiero a su hija, que es soltera —respondió Nanni, riendo. La Loba se llevó las manos a la cabeza, rascándose las sienes sin decir palabra, y se fue. No volvió a aparecerse en la era. Pero en octubre volvió a ver a Nanni, el mes en que se extrae el aceite, porque él trabajaba junto a su casa y el rechinar de la prensa no la dejaba dormir durante toda la noche. —Toma el costal de aceitunas y ven conmigo —le dijo a la hija. Nanni empujaba las aceitunas con una pala para que éstas cayeran bajo la muela, gritando “¡Arre!” a la mula, a fin de que no se detuviera. —¿Quieres a mi hija Mariquita? —le preguntó doña Pina. —¿Qué le va a dar usted a su hija Mariquita? —respondió Nanni. —Tiene lo que le dejó su padre; además le doy mi casa. Amíme bastará con un rincón en la cocina, donde pueda tenderme en un jergón. —De ser así, ya hablaremos de eso en Navidad —dijo Nanni. Nanni estaba totalmente sucio y embarrado de aceite y aceitunas puestas a fermentar, y Mariquita no lo quería bajo ningún aspecto; pero su madre la agarró por los cabellos frente al fogón, y le dijo rechinando los dientes: —¡O te casas con él o te mato! La Loba estaba casi enferma, y la gente andaba diciendo que cuando el diablo envejece se vuelve ermitaño. Ya no andaba en todas partes, ya no se paraba bajo el umbral de su casa, con aquellos ojos de endemoniada. Cuando lo miraba cara a cara, su yerno se echaba a reír y sacaba el trajecito de la Virgen y se santiguaba. Mariquita se quedaba en la casa amamantando a los hijos, y su madre se iba al campo a trabajar con los hombres, como cualquier hombre, a escardar, a escarbar, a arrear las bestias, a podar las parras, aunque soplara el cierzo en enero o el siroco en agosto, cuando los mulos andaban con la cabeza gacha y los hombres dormían de bruces al abrigo de los muros. En las horas que van de la víspera a la nona, en las cuales ninguna mujer es buena, La Loba era la única alma que se veía vagar por el campo, sobre los guijarros ardientes en los senderos, entre los rastrojos requemados en la inmensa llanura que se perdía en el bochorno, lejos, lejos, hacia el Etna caliginoso, donde el cielo se apesantaba en el horizonte. —¡Despierta!— le dijo La Loba a Nanni, que dormía en una zanja, junto a un matorral polvoriento, con la cabeza entre los brazos—. Despiértate, que te traigo vino para que te refresques la garganta. —¡No! ¡No hay mujer buena entre las víspera y la nona! —sollozaba Nanni, hundiendo la cabeza entre las hierbas secas de la zanja, mesándose los cabellos—. —¡Váyase, váyase! ¡No vuelva nunca a la era! Y La Loba se marchaba, amarrándose las trenzas soberbias, mirando fijamente el sendero y el rastrojo caliente, con sus ojos negros como el carbón. Pero La Loba volvió a la era muchas veces, y Nanni ya nada le dijo. Más aún, cuando tardaba en llegar, en las horas que van entre vísperas y nona, él iba a esperarla en lo más alto de la vereda blanca y desierta, con la frente bañada en sudor; y después volvía a mesarse los cabellos y a gritarle de nuevo: —¡Váyase, váyase! ¡No vuelva más a la era! Mariquita lloraba día y noche, y se le quedaba mirando a la madre con los ojos quemados por el llanto y los celos, como una lobezna, cuando la veía regresar del campo, pálida y muda. —¡Malvada! —le decía—. ¡Madre malvada! —¡Cállate! —¡Ladrona! ¡Ladrona! —¡Cállate! —¡Voy a ir a la policía! ¡Voy a ir! —¡Pues ve! Y fue de verdad, cargando a los hijos, sin miedo alguno y sin derramar una lágrima, como una loca, porque ahora ella también amaba al marido que le dieron a la fuerza, sucio y embarrado de aceitunas puestas a fermentar. El sargento mandó llamar a Nanni; lo amenazó con mandarlo a la cárcel y luego a la horca. Nanni solamente se arrancaba los cabellos y sollozaba. No negó nada; pero tampoco intentó disculparse. —¡Es la tentación! —decía—. ¡Es la tentación del infierno! Se arrojó a los pies del sargento, rogándole que lo mandara a la cárcel. —¡Por caridad, señor sargento, líbreme de este infierno! ¡Ordene que me maten o que me manden a prisión! ¡Nome deje volver a verla nunca! ¡Nunca! —¡No! —respondió La Loba—. No tengo más que un rincón en la cocina para dormir. ¡Y la casa es mía! ¡Yo no me voy! Poco después, una mula pateó a Nanni en el pecho, y estuvo moribundo; pero el párroco no quiso llevarle los santos óleos si La Loba no salía de la casa. La Loba se fue, y su yerno pudo prepararse entonces para irse también, como buen cristiano; se confesó y comulgó dando tantas muestras de contrición y arrepentimiento que todos los vecinos y curiosos lloraban frente a la cama del moribundo. Y más le hubiera valido morir ese mismo día, antes de que el diablo volviera a tentarlo y a clavársele en el alma y en el cuerpo cuando sanó. —¡Déjeme en paz! —le decía a La Loba—. ¡Por caridad déjeme en paz! ¡Ya he visto a la muerte con mis propios ojos! La pobre Mariquita está desesperada. —¡Ahora todo el pueblo lo sabe! Dejar de verla es mejor para usted y para mí... Y hubiera querido arrancarse los ojos para no ver los de La Loba, que cuando se clavaban en los suyos lo hacían sentir que perdía el alma y el cuerpo. Ya no sabía qué hacer para zafarse del hechizo. Mandó decir misas a las almas del Purgatorio, fue a pedir ayuda al párroco y al sargento. En Pascua fue a confesarse, lamiendo seis palos del atrio, delante de todos, como penitencia. Después, dado que La Loba continuaba incitándolo, le dijo: —¡Óigame bien! ¡No se le ocurra venir a buscarme a la era! Porque si vuelve a buscarme, como hay un Dios en los cielos, ¡la mato! —Mátame —respondió La Loba—, no me importa. Pero sin ti no quiero estar. Cuando volvió a divisarla, a lo lejos, en medio del sembradío verde, dejó de escardar la viña y fue por el hacha que estaba clavada en un olmo. La Loba lo vio venir, pálido y trastornado, con el hacha que relumbraba con el sol; pero no se detuvo, ni bajó los ojos, siguió caminando a su encuentro, llevando entre sus manos un manojo de amapolas rojas y comiéndoselo con la mirada de sus ojos negros. —¡Ay! ¡Maldita sea su alma ! —murmuró Nanni. |
Rojo Malpelo |
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Los huérfanos |
La pequeñita apareció en el umbral de la puerta, retorciendo entre los dedos la punta del delantal, y dijo: —Ya vine. Como nadie reparó en ella, se puso a ver tímidamente a cada una de las comadres que amasaban el pan, y agregó: —Me dijeron que buscara a la comadre Sidora. —Ven acá, ven acá —gritó la comadre Sidora, roja como un tomate por el calor del horno—. Espera y te hago una buena hogaza. —Si han mandado a la niña quiere decir que le van a llevar los santos óleos a la comadre Nunzia —observó la Licodiana. Una de las comadres que ayudaba a hacer el pan volteó hacia la niña, pero sin dejar de aporrear la masa sobre la artesa, con los brazos desnudos hasta los codos, y le preguntó: —¿Cómo está tu madrastra? La niña, que no conocía a esa comadre, la miró con sus ojos abiertos de par en par; luego, bajando de nuevo la cabeza y retorciendo más aprisa la punta del delantal, masculló en voz muy baja: —Está en la cama. —¿Pero no oís que está llegando el señor? —dijo la Licodiana—. Las vecinas ya están gritando en la puerta. —Cuando acabe de hornear el pan —dijo la comadre Sidora— me voy corriendo para ver si necesitan algo. El compadre Meno pierde su mano derecha si se le muere esta otra mujer. —Algunos no tienen suerte con las mujeres, como los que son desgraciados con las bestias. Las pierden tan pronto como las tienen. ¡Si no, ved a la comadre Ángela! —Ayer en la noche —agregó la Licodiana— vi al compadre Meno en la puerta de su casa, regresando de la viña antes de que sonara el avemaría, sonándose con un pañuelo. —Él tiene buena mano para matar a las mujeres —dijo la comadre que amasaba el pan—. ¡En menos de tres años se ha despachado ya a dos hijas del labriego Nino, una tras otra! Y falta poco para que se despache a la tercera, echándose al pico toda la fortuna del labriego Nino. —¿Esta niña es hija de la comadre Nunzia o de la primera mujer? —Es hija de la primera. A esta otra la quería como si fuera la verdadera madre, porque la huerfanita era también su sobrina. Viendo que hablaban de ella, la pequeñita se puso a llorar quedito en un rincón, desahogando la pena que había reprimido jugueteando con el delantal. —Ven acá, ven acá —le dijo la comadre Sidora—. Mira que buena hogaza. Ánimo, no llores, porque tu mamá ya está en el paraíso. La niña se enjugó las lágrimas con los puños cerrados, pues la comadre Sidora estaba dando ya una mano para descargar el horno. —¡Pobre de la comadre Nunzia! —llegó diciendo una vecina—. Acabo de ver pasar a los muerteros. —¡Jesús, María y José! —exclamaron las comadres persignándose. La comadre Sidora sacó del horno la hogaza, y quitándole la ceniza, la puso en el mandil de la niña; ésta se dirigió paso a paso hacia la puerta, soplando sobre el pan. —¿Adónde vas? —le gritó la comadre Sidora—. Quédate donde estás. En tu casa está el chamuco de cara negra el que se lleva a la gente. La huerfanita la escuchó muy seria, con los ojos desmesuradamente abiertos. Luego dijo con la misma cantinela testaruda: —Se la llevo a mi mamá. —Tu mamá murió —dijo una de las vecinas—. Quédate donde estás. Cómete tu pan. La pequeñita se sentó en el escalón de la puerta, muy triste, con la hogaza entre las manos sin tocarla. De repente, viendo que llegaba su padre, se levantó rápidamente para ir a su encuentro. El padre Meno entró sin decir nada y fue sentarse a un rincón, con los brazos inertes entre las piernas, la cara larga y los labios blancos como el papel, pues desde el día anterior no había probado bocado por la aflicción. Miraba a las comadres como diciendo: “¡Pobre de mí!”. Las mujeres viendo el pañuelo negro alrededor del cuello, lo rodeaban en círculo, con las manos llenas de harina, compadeciéndose de él. —¡No me diga nada, comadre Sidora —repetía, meneando la cabeza—. ¡Es una espina que se clavó en mi corazón! ¡Esa mujer era una santa! ¡No me la merecía! Ayer mismo, estando tan mal, se levantó de la cama para ir a cuidar al potrillo destetado. Y no quería llamar al médico para no gastar en medicinas. No vuelvo a encontrar una mujer como ella. ¡En serio! ¡Dejadme llorar, pues tengo razón para hacerlo! Y seguía meneando la cabeza y suspirando, como si su desgracia lo aplastara. —Si quiere tener otra mujer, no tiene más que buscarla —dijo la Licodiana, queriendo animarlo. —¡No, no! —decía el compadre Meno con la cabeza agachada como si fuera un mulo—. Una mujer así no me la hallo. ¡Ahora sí que me he quedado viudo! ¡De veras! Lo interrumpió la comadre Sidora: —No diga disparates, pues no está bien. Debe hallar otra mujer, al menos por respeto hacia esta huerfanita; de no ser así, ¡quién va a cuidarla cuando usted ande en el campo! ¿Acaso quiere dejarla en la calle? —¡Buscadme a una mujer como aquélla! La que no se lavaba a fin de no ensuciar el agua; la que me atendía mejor que un peón; tan cariñosa y fiel, que jamás me habría robado un puñado de habas; la que nunca abría la boca para decir “¡dame!” Y además de todo esto ¡una buena dote con mucha plata! Ahora tengo que devolverla, dado que no tuvimos hijos. Me lo acaba de decir el sacristán cuando llegó con el agua bendita. ¡Y cuánto quería a esta pequeñita, pues le recordaba a su pobre hermana! Cualquiera otra que no hubiera sido su tía me la habría visto con malos ojos a mi pobre pequeñita. —Si se casa con la tercera hija del compadre Nino todo queda arreglado, ya que así ve por la huérfana y conserva su dote —observó la Licodiana. —Es lo que digo. Pero no me lo recordéis, que todavía tengo la boca amarga como hiel. —No son cosas para hablar ahora —lo apoyó la comadre Sidora—. Mejor coma algo, compadre Meno. La comadre Sidora le puso sobre un banco pan caliente, aceitunas negras, un pedazo de queso de oveja y la garrafa de vino. Y el pobre comenzó a comer de mala gana, murmurando tristemente: —¡Qué buen pan hacía aquella santa, como nadie! —comentó enternecido—. ¡Hasta parecía de flor de harina! Y con un puñado de hinojos silvestres preparaba una minestra como para chuparse los dedos. Ahora voy a tener que comprar el pan en la tienda del maestro Paddo, ese sinvergüenza. Ya no tomaré las minestras calientes cuando vuelva a casa empapado como un pollito. Ahora me iré a la cama con el estómago frío. La otra noche mientras estaba sentado junto a la cama, muerto de cansancio después de haber estado zapando todo el día, tan cansado que podía oír mis propios ronquidos, la santa mujer me decía: “Ve a comer algo de minestra; la encontrarás junto al fogón”. Siempre se preocupaba por mí, por la casa, por lo que tenía que hacer, de esto y aquello, que no acababa nunca de hablar y de hacerme todas las recomendaciones como cuando alguien parte hacia un lugar muy lejano; hasta dormida seguía dándome consejos. ¡Y se fue contenta al otro mundo, con el crucifijo en el pecho y las manos juntas encima! Esa santa no necesita de misas y rosarios. Darle dinero al cura sería como tirarlo a la calle. —¡Mundo de sufrimientos! —exclamó una vecina—. También a la comadre Ángela, la de aquí junto, se le está muriendo el burro de torzón. —¡Mi sufrimiento es más grande! —agregó el compadre Meno, limpiándose la boca con el revés de la mano—. No, por favor, no me hagáis comer más porque los bocados me caen en el estómago como si fueran de plomo. Mejor come tú pobre inocente que nada comprendes. Ya no tienes quién te bañe ni te peine. Ya no tienes mamá que te cobije bajo las alas como una clueca, ahora estás tan sola como yo. ¡Nunca volverás a tener una madrastra tan buena como aquélla, mi hijita! La niña, enternecida, volvió a hacer pucheros, tapándose la cara con los puños cerrados. —No, no; es lo menos que debe hacer —repetía la comadre Sidora—. Necesita encontrar a otra mujer que se haga cargo de esta huerfanita que se ha quedado en la calle. —¿Y cómo estoy yo? ¿Y mi potrillo, y mi casa? ¿Quién va cuidar ahora las gallinas? ¡Déjeme llorar, comadre Sidora! ¡Mejor me hubiera muerto yo en lugar de esa santa! —¡Cállese, porque no sabe lo que dice! Usted no sabe lo que es una casa cuando falta un hombre. —¡Tiene razón! —asintió el compadre Meno, reconfortado. —Póngase a pensar en la pobre comadre Ángela. ¡Primero se le muere el marido, luego el hijo mayor, y ahora se le está muriendo el burro! —Hay que hacerle una sangría si tiene torzón —dijo el compadre Meno. —Venga usted, que entiende de esas cosas —dijo una de las vecinas—. Hará una obra de caridad a nombre de su mujer. El compadre Meno se levantó para ir a la casa de la comadre Ángela, con la huerfanita que corría detrás de él como un pollito ahora que no tenía a nadie en el mundo. Como buena ama de casa, la comadre Sidora le preguntó: —¿Y la casa? ¿Quién la está cuidando ahora que no hay nadie? —La cerré con llave. Enfrente vive la prima Alfia, quien le está echando un ojo. El burro de la comadre Ángela estaba tendido en medio del corral, con el hocico, frío y las orejas gachas, pataleando al aire cuando el torzón le contraía los ijares como un fuelle. La viuda estaba sentada enfrente, sobre las piedras, con las manos sobre los cabellos grises, mirando con sus ojos secos y desesperados, pálida como una muerta. El compadre Meno se puso a caminar alrededor de la bestia, tocándole las orejas, observando los ojos opacos, y cuando vio que le escurría sangre de un ijar, negra y gota a gota, engrumándose encima de los pelos hirsutos, le preguntó: —¿Ya la sangraron? La viuda lo miró a la cara, clavándole los ojos foscos, sin decir palabra asintiendo con un movimiento de cabeza. —Entonces no hay nada que hacer —concluyó el compadre Meno, y estuvo mirando al burro que se estiraba sobre las piedras, rígido, con la pelambre enmarañada como si fuera la de un gato muerto. —¡Hágase la voluntad de Dios, hermana! —le dijo para consolarla—. ¡Los dos estamos arruinados! Se sentó en las piedras, junto a la viuda, con la chiquilla entre las piernas, y estuvieron mirando a la bestia que coceaba al aire de vez en cuando, como si se tratara de un hombre moribundo. Cuando la comadre Sidora acabó de hornear el pan llegó al corral, acompañada de la prima Alfia, quien se había puesto el vestido nuevo y una pañoleta de seda en la cabeza, con la intención de platicar. Llevando aparte al compadre Meno, le dijo: —El compadre Nino no le va a dar la otra hija, pues por lo visto a usted se le mueren las mujeres como moscas, y con eso perderá la dote. Además, Santa es todavía muy joven y existe el peligro de que le llene la casa de hijos. —Si salieran machos, menos mal. ¡El lío son las hembras! ¡Ay, pobre de mí! —La prima Alfia estaría dispuesta. Ya no es tan joven y tiene lo suyo: la casa y un buen pedazo de viña. El compadre Meno miró de reojo a la prima Alfia —la cual fingía que estaba viendo el burro, con las manos enlazadas en el vientre—, y volviéndose a la comadre Sidora, respondió: —Si es así, ya hablaremos del asunto. ¡Ay, pobre de mí! La comadre Sidora lo interrumpió: —¡Mejor póngase a pensar en aquellos que son más desgraciados que usted! ¡Piénselo bien! —¡Le aseguro que no los hay! ¡Dónde voy a encontrar a una mujer como ella! ¡Jamás la olvidaré, aunque vuelva a casarme diez veces! Esa pobre huerfanita tampoco la olvidará. —Poco a poco la olvidará. La niña también la olvidará. —¿Acaso no se olvidó de su verdadera madre? Mire en cambio a la vecina Ángela... ¡Ahora se le muere el burro! ¡Esto es todo lo que tiene! Ella sí que no lo olvidará nunca. La prima Alfia comprendió que había llegado la hora de acercarse, con cara triste, y comenzó a elogiar las virtudes de la muerta. Ella había preparando el cadáver en el ataúd, cubriéndole el rostro con un pañuelo de tela muy fina. Además la prima Alfia tenía blanquería de sobra. El compadre Meno, enternecido, volteó hacia donde estaba la vecina Ángela, la cual seguía inmóvil, como si fuera de piedra, y le dijo: —¿Qué espera para desollar al burro? Por lo menos va a ganar algo con la zalea. |