Katherine Mansfield Selección, traducción y nota introductoria de Beatriz Espejo VERSIÓN PDF |
Nota introductoria
Katherine Mansfield nació en Wellington, Nueva Zelanda, el 14 de octubre de 1888. La mayor parte de su niñez la pasó en un pueblecito llamado Karori, a pocos kilómetros de la ciudad, y sus recuerdos infantiles le dieron pie para la fabulación de sus tres obras maestras: “En la bahía”, “Preludio” y “Garden-Party”. A los nueve años comenzó a escribir y a los trece dirigió una revista escolar en Queen’s College. Su interés por la música la hizo ser una violoncelista mediana y una narradora dueña de un buen oído. Su rebeldía natural la llevó hacia las experiencias sexuales prematuras y al matrimonio absurdo con George Bowden, a quien abandonó la misma noche. Embarazada del músico Garnet Trowell, se refugió en Baviera donde alumbró a un niño muerto. Y no obstante que nunca aprovechó tal experiencia concreta, sólo sobrevivió hablando del ambiente hostil que la rodeaba durante esa época de su vida, cuando se defendía con la espada de su humor inglés traído de las Colonias y la nostalgia de los extensos panoramas de su país, las pacientes ovejas, los cerros violetas entrevistos desde lejos. Así escribió los trece cuentos que formaron su primer volumen, En una pensión alemana, aparecido el año 1911. Pocos meses después obtuvo tres ediciones, lectores entusiastas y excelentes notas críticas; pero el editor se declaró en quiebra con lo cual no se pagaron las posibles regalías y se perdió la estereotipia del libro. Al estallar la Primera Guerra Mundial y generalizarse en Gran Bretaña un sentimiento antigermánico, otros editores ofrecieron cantidades apreciables por los derechos y, aunque Katherine necesitaba el dinero, detestaba el oportunismo y quería superar sus trabajos iniciales: “No puedo seguir imponiendo este tipo de material al público, no es suficientemente bueno”, decía. Su segundo marido, John Middleton Murry que tanto la impulsó en su carrera, intentaba convencerla de que resultaba notable por su original manejo del idioma y de las circunstancias, y por haberlo escrito una muchacha que aparecía en la literatura para quedarse. Tras ligeros titubeos, Katherine prometió la reimpresión siempre que le permitieran agregar alguna nota introductoria. Jamás la redactó. Pero ya había encontrado un estilo y una temática con los cuales hizo relatos dignos de figurar en las antologías. Me refiero, por ejemplo, a “Frau Brechenmacher asiste a una boda”, “En el café Lehmann”, “Un nacimiento” y “El vaivén del péndulo”. Y no incluyo “La niña que estaba cansada”, a pesar de su fuerza y su estructura impecable, porque se trata de una versión bastante apegada, casi un plagio, del escritor ruso Antón Chéjov, a quien Katherine había descubierto en traducciones francesas. Le preocupaba la problemática femenina bajo luces diversas. La parturienta, la criada, la coqueta, la culta dama, la casada tradicional, la soltera desprotegida, la vendedora de sombreros, la artista en cierne, le inspiraban pequeños e inmensos dramas personales debidos casi siempre a las desventajas de una índole biológica. Son incompatibles con las señoritas de sonrisa placentera, atentas a concertar matrimonios que les aseguren la felicidad y una renta vitalicia, en el mundo Victoriano que Jean Austen pintaba. Las mujeres de Katherine Mansfield —más de nuestra familia— pertenecen a los estadios de la clase media o de la burguesía del siglo XX, y están emparentadas con las sufragistas o con las que en un momento dado impulsaron los movimientos feministas actuales. Entre la centena de cuentos que Katherine Mansfield escribió a lo largo de 1909 y 1922, muchos burlan las concepciones tradicionales. Adolecen de las tres reglas matemáticas definidas como planteamiento, desarrollo y desenlace. Algunos, que por cierto ella dejó dispersos en distintas publicaciones, parecen ejercicios malogrados. En este caso están “Clavel”, “Dos de dos peniques, por favor” o “El gorro rojo”, planteados los últimos con base en diálogos; pero ni siquiera estos textos fallidos quedan fuera de una atmósfera recreada con gran maestría, hecha con base en pinceladas impresionistas, de sensaciones: el aroma de cuerdas y alquitrán, légamo y sal, evocador de una tarde veraniega en los muelles; el de mantequilla y huevos esparcido por panecillos recién salidos del horno, evocador de reuniones familiares; el de nardos y lilas evocador de una fiesta en el campo. Y los ruidos, el de una carreta azotando sus viejas ruedas sobre el empedrado; el sonido regular del reloj que musita c‘est ça, c’est ça; el de un corazón enamorado que revolotea como mariposa. Y las escenografías. Un cerco maltrecho, la verde alfombra del césped, las fachadas de piedra reconstruyen un pueblecito olvidado en el mapa. La cortina de encajes que una ráfaga de viento vapulea, las flores marchitas sobre una mesa de patas curvas, fuego en la chimenea y una tetera humeante bastan para describir cualquier habitación. Katherine transformaba su mirada en esa materia literaria sugerente y daba vida a sus personajes tan comunes y corrientes —o tan especiales— como podríamos serlo nosotros. Únicamente el marino loco de “Ole Underwood”, la seductora Beatriz de “Veneno”, y la pobre “Niña que estaba cansada” tocan la escala de lo patológico. Los otros no se acercan al borde del abismo, se quedan en trances cotidianos que sin embargo esclarecen situaciones precisas, alumbran porciones de vitalidad salpimentada con ironía, humor, tristeza, gracia y ternura. Son los oficiales del ejército, los oficinistas que caminan por las calles pensando en que les aprietan sus zapatos nuevos, las secretarias presurosas antes de subirse a los trenes que las regresarán hasta sus casas, las dependientes de una pastelería que vuelan de un lado a otro atendiendo las mesas. “Algo pueril pero muy natural” cuenta una historia de amor maravilloso por lo poco extraordinaria. Gracias a su pelo color girasol Edna embelesa a Henry, lo hipnotiza, lo convierte en abeja. Y ambos abandonan una montaña de días grises y aburridos cuando descubren lo inusitado de permanecer atentos al temblor de los sentimientos ajenos. Algo similar se diría de “Feuille d’ album” que recrea la figura de un joven pintor que vence su inaudita timidez ante las mujeres mayores y procura conquistar a su vecina jovencita y pobre. La Mansfield era dueña de sus armas al escribir este cuento célebre. Sus metáforas no se parecían sino a las que ella misma inventaba. Imponía la impronta de su estilo en todas sus páginas y seguramente intuía (con esa intuición infalible de los poetas) que su existencia sería corta y elegida, y se apresuró a ejercitar su talento. Si el estilo es el hombre —así lo afirman—, la prosa de Katherine Mansfield es Katherine Mansfield, y las historias sencillas que se detenía a contar representaban una síntesis de sus inquietudes y sus ideas. Poco antes de morir en enero de 1923, pensaba que se le había agotado la fuente inspiradora, pero escribió “La mosca”, que desde luego nos remite a Horacio y a muchos otros poetas, y que constituye un fruto literario redondito y perfecto. Beatriz Espejo
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Frau Brechenmacher asiste a una boda
Arreglarse le costó un trabajo enorme. Después de la cena Frau Brechenmacher metió a cuatro de sus cinco hijos a la cama, dejó que Rosa se quedara junto a ella y ayudara a pulir los botones del uniforme de Herr Brechenmacher. Luego pasó una plancha caliente a la mejor camisa de su marido, lustró sus botas y dio una o dos puntadas en su corbata negra de satén.
—Rosa —dijo— trae mi vestido y cuélgalo frente a la estufa para que se desarrugue. Y recuerda, debes cuidar a los niños, y no acostarte pasadas las ocho y media, y no toques el quinqué... sabes lo que pasaría si lo hicieras. —Sí, mamá —contestó Rosa, quien tenía nueve y se sentía lo suficientemente grande para manejar un millar de lámparas—. Pero déjame estar parada... el “Bub” podría despertarse y querer su leche. —¡Ocho y media! —repitió la Frau—. Haré que el papá también te lo diga. Rosa torció hacia abajo las comisuras de su boca. —Aquí viene el papá. Entra a la recámara y tráeme el pañuelo de seda azul. Puedes usar mi chal negro mientras salgo. ¡Anda! Rosa arrebató el chal de los hombros de su madre y lo arrolló cuidadosamente en los suyos, amarrando las dos puntas con un nudo a la espalda. De cualquier modo reflexionó, si tenía que dormirse a las ocho y media, se dejaría el chal puesto. Resolución con la cual se consoló completamente. —Bueno ¿dónde están mis cosas? —gritó Herr Brechenmacher, colgando su mochila de cartero vacía tras la puerta y sacudiéndose la nieve de las botas—. Nada está listo, por supuesto, y todo el mundo ya en la boda. Al pasar oí la música. ¿Qué haces? ¿No te has vestido? No puedes ir así. —Dejé tus cosas listas sobre la mesa y un poco de agua tibia en la palangana. Lávate la cabeza. Rosa, dale a tu padre la toalla. Todo quedó arreglado salvo los pantalones. No tuve tiempo de acortarlos. Tendrás que meterlos dentro de las botas hasta que lleguemos. —¡Hum! —dijo el Herr—, aquí no hay lugar para voltearse. Necesito la luz. Ve y vístete en el pasillo. No era problema para Frau Brechenmacher vestirse en la oscuridad. Se abrochó su falda y corpiño, se sujetó el pañuelo alrededor del cuello con un bonito prendedor del que colgaban cuatro tintineantes medallas de la Virgen, y después se puso su capa y capuchón. —Ven aquí y abróchame esta hebilla —llamó Herr Brechenmacher. Estaba en la cocina pavoneándose, los botones del uniforme azul resplandecían con un entusiasmo que sólo pueden poseer los botones de los oficiales—. ¿Cómo me veo? —Maravillosamente —replicó la pequeña Frau, luchando con la hebilla y dando un tirón aquí, un jalón allá—. Rosa, ven a mirar a tu padre. Herr Brechenmacher se paseó por la cocina, lo ayudaron a ponerse el abrigo y esperó mientras la Frau encendía el farol. —Vaya... al fin terminaste. Vámonos. —El quinqué, Rosa —recomendó la Frau azotando la puerta delantera tras ellos. No había nevado en el día; el suelo escarchado estaba resbaladizo como una pista de hielo. Ella no había salido de su casa por semanas, y el día había sido tan ajetreado que se sentía confusa y estúpida... sentía que Rosa la echaba de casa y que su hombre la abandonaba. —¡Espera... espera! —gritó. —No. Se me mojan los pies... apúrate. —Fue más fácil cuando llegaron al pueblo. Había bardas para detenerse, y desde la estación de ferrocarriles hasta la Gasthaus* un camino cubierto de ceniza para beneficio de los invitados a la boda. La Gasthaus estaba muy festiva. Las luces brillaban detrás de cada ventana, guirnaldas de abeto colgaban de las cornisas. Ramas decoraban las puertas del frente abiertas de par en par y en el vestíbulo el propietario ostentaba su superioridad apurando a las meseras, quienes corrían continuamente con tarros de cerveza, bandejas con tazas y platos y botellas de vino. —¡Suban las escaleras... suban las escaleras! —rugió el propietario—. Dejen sus abrigos en el descanso. Herr Brechenmacher, tan absolutamente impresionado por esos grandiosos ademanes que olvidó sus privilegios de marido, se disculpó con su esposa por empujarla contra el barandal en sus deseos de adelantarse a cualquiera. Sus colegas lo recibieron con aclamaciones cuando entró por la puerta de la Festsaal,** y la Frau se enderezó el prendedor y juntó las manos, asumiendo el aire digno de la esposa de un cartero, madre de tres hijos. La Festsaal estaba en verdad hermosa. Tres enormes mesas agrupadas en un extremo liberaban el resto del piso para el baile. Lámparas de aceite colgantes del techo irradiaban su luz cálida y brillante sobre las paredes adornadas con flores de papel y guirnaldas, y derramaban una luz más cálida e intensa sobre las caras enrojecidas de los convidados en sus mejores trajes. A la cabecera de la mesa central se sentaban la novia y el novio, ella con un vestido blanco emperifollado con moños y cintas de color que le daban apariencia de un pastel de crema listo para ser cortado y servido en pedacitos al novio situado junto, quien usaba un traje blanco demasiado grande para su talla y una corbata rosa de moño que le abarcaba la mitad de la pechera. En torno, respetando su dignidad y precedencia, se sentaban padres y parientes; y encaramada en un banquillo a la derecha de la desposada se encontraba una niña en un vestido de muselina arrugado y con una corona de nomeolvides colgando de una oreja. Todos reían y hablaban, se estrechaban las manos, chocaban sus vasos, los estampaban en el suelo... un tufo de cerveza y sudor impregnaba el ambiente. Frau Brechenmacher, siguiendo a su hombre a través de la sala donde se hacía el banquete, pensaba que iba a divertirse. Pareció desparpajarse y ponerse sonrosada y conmovida al respirar ese familiar olor festivo. Alguien jaló su falda, y, al voltear hacia abajo, vio a Frau Rupp, la esposa del carnicero, que arrimaba una silla vacía para rogarle que se sentaran juntas. —Fritz te traerá cerveza —dijo—. Querida, tu falda está abierta por detrás. No pudimos dejar de reírnos cuando cruzaste el salón enseñando la pretina blanca de tus enaguas. —¡Qué horror! —exclamó Frau Brechenmacher— al desplomarse en la silla mientras se mordía un labio. —Na, ya pasó —dijo Frau Rupp— estirando sus manos regordetas sobre la mesa para admirar sus tres anillos de viuda con inmenso placer—; pero una debe ser cuidadosa, especialmente en una boda. —Y más en una boda como ésta —intervino Frau Ledermann, sentada al otro lado de Frau Brechenmacher—. Qué ocurrencia de Teresa traer a la niña. Es su propia hija, sabes, querida, y vivirá con ellos. Eso es lo que llamo un pecado contra la Iglesia, que una hija natural asista a la boda de su propia madre. Las tres mujeres fijaron la vista en la novia que permanecía muy quieta con una sonrisita inexpresiva en los labios, sólo sus ojos se movían intranquilos de un lado a otro. —Le dieron cerveza, también —murmuró Frau Rupp— y vino blanco y un helado. Nunca creí que tuviera ese estómago. Debieron dejarla en casa. Frau Brechenmacher se volvió en redondo y vio a la madre de la novia. No despegaba la mirada de su hija salvo cuando fruncía la frente morena como un mono viejo y saludaba con la cabeza solemnemente una y otra vez. Sus manos temblaban al levantar su tarro de cerveza y al beber escupía sobre el suelo y se limpiaba soezmente su boca con la manga. Entonces comenzó la música y la mujer seguía a Teresa con los ojos y observaba recelosa a cualquier hombre que bailara con ella. —¡Anímate, vieja! —le gritó su marido con un codazo en las costillas—, esto no es el funeral de Teresa. —Y guiñó a los invitados que estallaron en carcajadas. —Estoy contenta —masculló la vieja y empezó a golpear la mesa con su puño, siguiendo el ritmo de la melodía y probando que participaba en los festejos. —No puede olvidar lo impetuosa que Teresa ha sido —comentó Frau Ledermann—. ¿Quién podría con la niña allí? Oí que la noche del domingo Teresa estaba histérica y decía que no se casaría con este hombre. Tuvieron que traerle al cura. —¿Dónde está el otro? —preguntó Frau Brechenmacher—. ¿Por qué no se casó con ella? La mujer alzó los hombros. —Se fue... desapareció. Era un agente viajero que estuvo sólo dos noches en su casa. Vendía botones para camisa... yo misma le compré algunos... botones bonitos. ¡Pero qué tipo más cochino! Ignoro qué vio en una muchacha tan simple... uno nunca sabe ¡Su madre cuenta que ha sido como la pólvora desde los dieciséis! Frau Brechenmacher se fijó en su cerveza y sopló un hoyito en la espuma. —Una boda no debe ser así —dijo—, no es religioso amar a dos hombres. —¡Buena la pasará con éste! —exclamó Frau Rupp—. Se hospedaba conmigo el último verano y tuve que correrlo. Nunca se cambió ropa en dos meses y cuando le comenté el olor de su cuarto me contestó que de seguro subía desde la rienda. Ah, cada esposa carga su cruz. ¿No es cierto, querida? Frau Brechenmacher vio a su marido en la próxima mesa. Estaba bebiendo mucho, ella lo sabía... gesticulaba como loco y salpicaba de saliva al hablar. —Sí —asintió— es verdad. Las muchachas tienen mucho que aprender. Encajada en medio de dos viejas gordas, la Frau no tenía esperanzas de que la sacaran a bailar. Veía a las parejas dar vueltas y vueltas; olvidó a sus cinco hijos y a su hombre y casi se sintió una joven nuevamente. La música sonaba triste y dulce. Las manos rugosas de la Frau se enlazaban y desenlazaban solas sobre los pliegues de la falda. Mientras las canciones continuaban temía mirar a cualquiera a la cara y sonreía con un temblor nervioso alrededor de la boca. —¡Dios mío! —gritó Frau Rupp— le dieron a la niña de Teresa un pedazo de salchicha. Para mantenerla quieta. Ahora vendrá una presentación... tu hombre tendrá que hablar. Frau Brechenmacher se enderezó tensa. La música cesó y los danzantes regresaron a sus lugares en las mesas. Únicamente Herr Brechenmacher permaneció parado... sostenía en sus manos una gran cafetera de plata. Todos rieron con su discurso, excepto la Frau; todos se carcajeaban con sus muecas y de la manera como llevó la cafetera hasta la pareja nupcial, cual si fuera cargando un bebé. La novia levantó la tapa, atisbó el interior, la cerró con un gritito y se sentó mordiéndose los labios. El novio le arrebató la cafetera y sacó un biberón y dos cunitas con muñecas de porcelana. Cuando meneaba como un péndulo tales tesoros frente a Teresa el cuarto caluroso pareció jadear y mecerse con las risas. Frau Brechenmacher no lo creyó gracioso. Descubrió a su alrededor los rostros sonrientes y repentinamente le resultaron extraños. Quería irse a su casa y no salir nunca más. Imaginaba que toda esa gente se burlaba de ella; una multitud mayor de la que había en el salón... se burlaba por ser más fuerte. Regresaron en silencio. Herr Brechenmacher caminaba por delante, ella lo seguía a trompicones. El camino de la estación a su casa estaba blanco y desolado... una ráfaga de viento frío le voló el capuchón de la cara, y repentinamente recordó la primera noche que llegaron juntos. Ahora tenían cinco hijos y el doble de dinero; sin embargo... —¿Y de qué sirve eso? —murmuró, y hasta que entró y preparó una pequeña cena de carne y pan para su hombre, dejó de preguntarse algo tan necio. Herr Brechenmacher partió el pan dentro de su plato, rebanó con él ayudado por su tenedor y masticó vorazmente. —¿Está bueno? —preguntó ella, apoyando los brazos sobre la mesa y recargando el busto contra ellos. —¡Buenísimo! Tomó un pedazo de migajón, lo pasó por el borde del plato y se lo ofreció. Ella movió la cabeza. —No tengo hambre —dijo. —Pero si es uno de los mejores bocados. Está lleno de grasa. Limpió el plato; luego se zafó sus botas y las arrojó a un rincón. —No fue una gran boda —dijo mientras estiraba los pies y movía los dedos dentro de los calcetines de lana. —N...no —respondió ella en tanto recogía las botas desechadas y las metía al horno para secarlas. Herr Brechenmacher bostezó y se desperezó, y entonces la miró malicioso. —¿Recuerdas la noche que llegamos a casa? Eras una inocente... lo eras. —¡Hace mucho! hace tanto tiempo que lo he olvidado. —Bien que se acordaba. —Qué golpe me diste en la oreja... pero te enseñé pronto. —Ay, no empieces a hablar. Has bebido mucha cerveza. Ven a la cama. Él se echó para atrás en la silla sacudiéndose de risa. —No me dijiste eso aquella noche. ¡Dios mío, qué trabajo me diste! Pero la pequeña Frau tomó la vela y fue al cuarto contiguo. Los niños dormían profundamente. Tocó el colchón del bebé para ver si todavía estaba seco, y empezó a desabrocharse la blusa y la falda. —Siempre lo mismo —dijo—, en el mundo entero siempre es lo mismo; pero Dios del cielo... pero qué estúpido. Después hasta el recuerdo de la boda fue desvaneciéndose. Se acostó en la cama y se cubrió la cara con el brazo como una niña que esperara ser lastimada cuando Herr Brechenmacher entrara tambaleante. |
En el café Lehmann
Sabina no tenía una vida descansada. Trotaba desde la mañana temprano hasta muy entrada la noche. A las cinco bajaba trastabillante de la cama, se abotonaba la ropa, se ponía el delantal de alpaca y manga larga sobre su uniforme negro y descendía a tientas las escaleras hacia la cocina.
Ana, la cocinera, había engordado tanto durante el verano que adoraba su cama porque allí no necesitaba usar corsés y podía despatarrarse a gusto, rodar sobre el gran colchón y lamentarse ante Jesús, María Santísima y San Antonio bendito de que su existencia no era aceptable ni para un puerco en el chiquero. Sabina era nueva en el trabajo. El color rosa aún teñía sus mejillas; había un hoyuelo en el lado izquierdo de su boca que incluso cuando estuviera de lo más seria, de lo más absorta, salía y la delataba. Y Ana bendecía ese hoyuelo. Significaba media hora extra en su cama; hacía que Sabina prendiera el fuego, escombrara la cocina y lavara un sin fin de tazas y platos que quedaban del día anterior. Hans, el galopín, no llegaba hasta las siete. Era hijo del carnicero... un muchacho malencarado y enclenque, muy parecido a las salchichas de su padre, según Sabina. Su cara roja estaba cubierta de barros y sus uñas indescriptiblemente mugrosas. Cuando el mismo Herr Lehmann le dijo que tomara una horquilla para limpiárselas, Hans contestó que eran sucias de nacimiento porque su mamá siempre se entintaba haciendo cuentas... y Sabina le creía y compadecía. El invierno cayó pronto en Mindelbau. Al finalizar octubre las calles se cubrieron de nieve que llegaba hasta medio cuerpo y casi todos los huéspedes que hacían la “cura”, hartos a morir de agua fría y hierbas, partieron como almas que se llevara el diablo. Así que el café Lehmann cerró el gran salón y sólo dejó el comedor para los servicios que proporcionaba. Allí el suelo tenía que fregarse, las mesas se tallaban, las tazas se acomodaban con su terrón de azúcar en el plato, y los periódicos y revistas se colgaban de sus ganchos a lo largo de las paredes antes de que Herr Lehmann apareciera a las siete y media y abriera el negocio. Por lo regular su esposa atendía la tienda instalada dentro del café, pero escogió la temporada tranquila para encargar un niño, y mujer frondosa en sus mejores épocas, se puso tan enorme con el embarazo que su marido le dijo que se veía poco apetecible y le ordenó quedarse en la planta alta cosiendo. Sabina tomó el trabajo extra sin pensar en cobrar extra. Le gustaba pararse detrás del mostrador, cortar rebanadas de los maravillosos pasteles de chocolate confeccionados por Ana o empaquetar peladillas en bolsas rayadas de azul y rosa. —Le saldrán várices como a mí —dijo Ana—. Lo mismo le pasó a la Frau. ¡No me sorprendería que el bebé no llegara! toda la hinchazón se le fue a las piernas. —Y Hans demostraba un interés inmenso. En comparación, durante la mañana el negocio era tranquilo. Sabina atendía la campanilla de la tienda y a los escasos clientes que bebían licor para calentarse el estómago antes de la comida, y corría escaleras arriba una y otra vez para preguntarle a la Frau si no deseaba algo. Pero en la tarde, seis o siete espíritus selectos jugaban cartas, y todo aquel que fuera alguien en el pueblo bebía té o café. —Sabina... Sabina... Volaba de una mesa a otra cobrando a manos llenas de moneditas, dándole las órdenes a Ana a través de la ventanilla, ayudando a los hombres a ponerse sus pesados abrigos, siempre con esa magia infantil que la rodeaba, esa deliciosa sensación de encontrarse perpetuamente en una fiesta. —¿Cómo está Frau Lehmann? —preguntaban entre susurros las mujeres. —Se siente algo decaída, pero tan bien como podría esperarse —respondía Sabina en tono confidencial. Se acercaba el mal trance de Frau Lehmann. Ana y sus amigas se referían a ello como “el viaje a París”, y Sabina anhelaba hacer preguntas, sin embargo, avergonzada de su ignorancia, guardaba silencio tratando de descifrarlo por sí misma. No sabía prácticamente nada excepto que la Frau guardaba dentro un bebé que debía salir... con mucho dolor por cierto. Uno no puede concebirlo sin marido... eso también lo entendía. ¿Pero qué papel jugaba el hombre en el asunto? Se interrogaba mientras sentada por la noche remendaba servilletas, la cabeza inclinada sobre su labor y la luz reflejada sobre sus rizos castaños. Nacer... ¿qué era eso? reflexionaba Sabina. Morir... una cosa tan simple. Conservaba un retratito de su abuela muerta vestida con un ropón de seda negro, las cansadas manos apretaban un crucifijo entre los senos flácidos, la boca curiosamente tensa, casi sonreía aún en secreto; pero la abuela había nacido alguna vez... eso era lo importante. Así estaba sentada una noche, pensando, cuando un joven entró al café y pidió un vaso de oporto. Sabina se incorporó despacio. El largo día y el ambiente caluroso la ponían un poco lánguida, pero al servir el vino sintió los ojos del joven clavados en ella, correspondió la mirada y se le formó el hoyuelo. —Hace frío —comentó corchando la botella. El joven se pasó las manos por su cabello lleno de nieve y rió. —Yo no lo llamaría un clima tropical —dijo—, pero tú estás aquí muy abrigada... parece que te hubieras dormido. Sabina languidecía con el calor, y la voz del joven sonaba fuerte y profunda. Pensó que no conocía a nadie tan fuerte —hasta pensó que podía levantar la mesa con una mano—, y aquella inquieta mirada que le recorría la cara y el cuerpo le producía un extraño estremecimiento muy íntimo, medio placentero, medio doloroso... Quería quedarse allí, cerca de él; mientras bebía su vino. Sé hizo un pequeño silencio. Entonces él sacó un libro del bolsillo y Sabina regresó a su costura. Sentada en el rincón, escuchaba el ruido de las hojas al voltearse o el grave tic-tac del reloj que pendía arriba del espejo dorado. Deseaba mirar al joven otra vez... encontraba algo especial en su voz profunda, incluso en la forma como le caían las ropas. De la planta alta se oían los pasos lentos y pesados de Frau Lehmann y los viejos pensamientos preocuparon a Sabina. ¿Tendría ella que verse así algún día? ¿sentirse así? Aunque sería muy dulce tener un bebé a quien vestir y a quien alzar en brazos. —Fräulein... como te llames... ¿de qué sonríes? —inquirió el joven. Ella se ruborizó y vio al techo, con las manos quietas en regazo, miró entre las mesas vacías y sacudió la cabeza. —Ven, y te enseñaré un dibujo —ordenó él. Ella fue y se paró junto. Él abrió su libro, y Sabina vio un apunte a colores de una muchacha desnuda sentada, al borde de una gran cama destendida, con una chistera en la cabeza. Él puso la mano sobre el cuerpo, sólo dejó el rostro expuesto al escrutinio minucioso de Sabina. —¿Y bien? —¿Qué quiere decir? —preguntó ella, aunque lo sabía perfectamente. —Que podría ser tu propia fotografía... la cara, por supuesto, lo único que puedo juzgar. —El peinado es distinto —dijo Sabina, riendo—. Echó hacia atrás la cabeza y la risa burbujeó en su garganta blanca y redonda. —Es un dibujo bastante lindo ¿no crees? —preguntó él—. Ella estaba fijándose en el anillo peculiar que él usaba e la mano que cubría el cuerpo, y sólo asintió. —¿Nunca viste algo semejante? —Oh, hay muchas cosas curiosas en las revistas ilustradas. —¿Te gustaría que te retrataran así? —¿A mí? No dejaría que nadie lo viera. ¡Además no tengo un sombrero como ése! —Eso se remedia fácilmente. De nuevo un pequeño silencio, roto por Ana que abrió la ventanilla. Sabina corrió a la cocina. —Toma, súbele a la Frau esta leche y este huevo —dijo Ana—. ¿Quién está allá? —¡Dios, un hombre tan chistoso! Creo que está medio zafado de aquí —y se tocó la sien. Arriba en un cuarto horrible la Frau cosía sentada, un chal negro le rodeaba los hombros, los pies enfundados en pantuflas de lana rojas. La muchacha colocó la leche en una mesa cercana y, luego, permaneció tallando una cuchara con el delantal. —¿Nada más? —Na —repuso la Frau, levantándose de su silla—, ¿dónde está mi marido? —Juega cartas en el café de Snipold. ¿Lo necesita? —Santo cielo, déjalo. Yo no soy nadie. No importo... Y todo el día lo espero aquí. Temblaba al limpiar el borde del vaso con sus dedos hinchados. —¿La llevo hasta la cama? —Bájate. Déjame sola. Dile a Ana que no deje a Hans manosear el azúcar... que le dé un jalón de orejas. —Feo, feo, feo —murmuraba Sabina regresando al café donde el joven se abotonaba el abrigo, listo para salir. —Volveré mañana—dijo—. No te restires tanto el chongo; se te alaciarán los rizos. —Bueno, es usted chistoso —respondió ella—. Buenas noches. Ana roncaba cuando Sabina se acostó. Cepilló su largo cabello y se lo levantó con las manos... tal vez sería una lástima que se perdieran todos esos rizos. Miró entonces su bata sin adornos, se la quitó de un tirón y se sentó en la orilla de la cama. —Desearía —musitó, sonriendo soñolienta— que hubiera un gran espejo en este cuarto. Acostada en la oscuridad se acarició su pequeño vientre. —No sería la Frau ni por cien marcos... ni por mil. ¡Verse así! Y medio dormida, se imaginó levantándose de su silla con la botella de oporto en las manos cuando el joven entrara al café. La mañana siguiente fue fría y oscura. Sabina despertó, cansada, sentía como si algo pesado le hubiera oprimido el corazón la noche entera. Hubo un ruido de pasos amortiguados por el pasillo. ¡Herr Lehmann! Sin duda se había dormido más de la cuenta. Sí, traqueteaban la manigueta. —Un momento, un momento —gritó, poniéndose las medias. —Sabina, dile a Ana que vaya con la Frau... pero rápido. Necesito buscar a la enfermera. —Sí, sí —contestó—. ¿Ha llegado? Pero ya se había ido, y ella corrió para sacudir a Ana por los hombros. —La Frau... el bebé... Herr Lehmann fue por la enfermera —tartamudeaba. —En nombre de Dios —dijo Ana, saltando del lecho. No hubo quejas ese día; importancia, entusiasmo, sólo eso revelaba el continente de Ana. —Baja de prisa y enciende la estufa. Pon una olla de agua —y como si hablara con un enfermo imaginario, mientras se abrochaba la blusa: sí, sí, lo sé... tenemos que sentirnos peor antes de mejorar... ya voy... paciencia. Todo el día estuvo nublado. Las luces se encendieron tan pronto como el café se abrió y en el negocio se veía animación. La enfermera sacó del cuarto a Ana, quien se rehusó a trabajar y se sentó en una esquina a lamerse sus heridas, escuchando los sonidos de la planta alta. Hans, más afectado que Sabina, abandonó también el trabajo, y se paró junto a la ventana hurgándose la nariz. —¿Por qué debo hacerlo todo? —decía Sabina en tanto lavaba vasos—. No puedo ayudar a la Frau, se tarda demasiado tiempo. —Escucha —dijo Ana— la movieron a la pieza de atrás, para que no moleste a la gente. ¡Qué pujido fue ése... qué pujido! —Dos cervezas chicas —gritó Herr Lehmann a través de la ventanilla. —Un momento, un momento. A las ocho el café se hallaba desierto. Sabina estaba sentada en el rincón con su costura. Nada parecía ocurrirle a la Frau. El doctor había venido... sólo eso. —Ach —dijo Sabina—. No pensaré más en esto. No escucharé más. Ach. Quisiera irme... odio esta plática. No la oiré. No, es demasiado —apoyó ambos codos en la mesa, hundió la cara entre sus manos e hizo pucheros. Pero repentinamente se abrió la puerta delantera, y ella se paró de un brinco sonriente. Era el joven otra vez. Ordenó más oporto y no trajo libros. —No te sientes a millas de distancia —refunfuñó—. Quiero ser divertido. Ven, toma mi abrigo. ¿Puedes secarlo en alguna parte? Nieva nuevamente. —Hay un lugar tibio... el guardarropa de las damas —sugirió ella—. Lo llevaré allí... junto a la cocina. Se sentía mejor y bastante contenta de nuevo. —Iré contigo —propuso él—. Veré dónde lo pones. No le pareció nada extraordinario. Ella rió haciéndole señas para que la siguiera. —Acá —exclamó—. Sienta qué calorcito. Echaré más leña al horno. No importa, todos están ocupados arriba. Se arrodilló en el suelo y metió los troncos al horno, burlándose de su propia extravagancia. Olvidó a la Frau, olvidó el día estúpido. Junto a ella había alguien también sonriente. Estaban juntos en el cuartito tibio robándose la leña de Herr Lehmann. Parecía la más excitante aventura del mundo. Quería seguir riendo... o estallar en llanto... o... o agarrar al joven. —¡Qué fuego! —casi gritó y estiró sus manos. —Toma mi mano, levántate —dijo él—. ¡No lo dejes para mañana! Estaban parados uno frente al otro con las manos cogidas aún. Y el temblor extraño estremeció a Sabina. —Mira —dijo él con dureza—, ¿eres una niña o juegas a serlo? —Yo... yo. La risa cesó. Lo miró un instante, después al piso y empezó a respirar como un animalito asustado. La acercó de un jalón y la besó en la boca. —Na. ¿Qué hace usted? —musitó ella. Él le soltó las manos y le tocó los senos, y la habitación simulaba bailar alrededor de Sabina. Repentinamente, desde lo alto salió un aullido espantoso, desgarrador. Ella se zafó estremecida, desencajada. —¿Quién ha hecho eso? ¿quién hizo ese ruido? —¡Achk! —profirió Sabina huyendo del cuarto. |
Feuille d'álbum
En realidad era una persona imposible. Y, además, demasiado tímido. Sin nada que decir sobre sí mismo. Y tan pesado. Una vez que iba al estudio de uno, perdía idea de a qué hora debía irse y permanecía allí, sentado, hasta que uno estaba a punto de gritar, ardiendo en deseos de arrojarle algo sobre la cabeza, cuando, por fin, se disponía a largarse. Y lo extraño era que, a primera vista parecía más interesante. Todo el mundo concordaba en esto. Supongamos que uno entra al café una tarde y que se encuentra, sentado en un rincón con un vaso de café enfrente, a un muchacho delgado y moreno, con una camiseta azul y un saco de franela gris abrochado sobre la camiseta. Y que, en cierto modo, esa misma camiseta azul y las mangas demasiado cortas del saco le dan aspecto de un joven que se propone navegar por esos mares de Dios. Que ya lo ha decidido y que se levantará de un momento a otro llevando, en la punta de un palo, amarrado un pañuelo con su pijama y el retrato de su madre; y que se echa a caminar hacia la noche y desaparece... Que cae en el borde del muelle cuando se encamina al barco... Tiene pelo negro, corto, ojos grises de largas pestañas, mejillas blancas y una boca apretada, como si estuviera decidido a no llorar... ¿Alguien podría resistírsele? ¡Oh, el corazón se encoge al verle! Y por si no fuera bastante, aumentemos a lo anterior su manera de ruborizarse... Cada vez que el mesero se le acerca, él se pone como tomate... Quizá salió apenas de la cárcel y el mesero lo sabe...
—¿Quién es? ¿Sabes quién es? —Sí. Se llama Ian French. Es pintor. Muy inteligente, según dicen. Una mujer empezó a prodigarle cuidados maternales. Le preguntó si extrañaba su hogar, si tenía bastantes sábanas para su cama, cuánta leche tomaba al día. Pero, al querer dirigirse a su estudio y revisarle los calcetines, tocó y tocó a la puerta intentando oír una respiración dentro. Nadie abrió... ¡Era un tipo imposible! Otra decidió que Ian necesitaba enamorarse. Lo atrajo a su círculo, se inclinaba sobre él para que aspirara el delicioso perfume de su cabellera, lo llamaba niño, lo tomaba del brazo, le explicaba cuán maravilloso sería si se decidiera, y una tarde fue a su estudio y tocó y tocó... Nada. ¡Imposible! “Lo que le hace falta a este pobre muchacho es divertirse”, dijo una tercera. Y frecuentaron los cafés, los cabarets los bailes, los lugares donde uno bebe algo que sabe a jugo de chabacano en lata, pero que cuesta veintisiete chelines la botella y que se denomina champaña; y a otros sitios, demasiado espléndidos para ser descritos, en los que uno se sienta en la oscuridad más espantosa, y donde siempre han matado a un sujeto la noche antes. Pero él estuvo imperturbable. Sólo una vez se emborrachó mucho, y sin mostrarse animado, quedó quieto, como si fuera de piedra, con dos manchas en las mejillas, una imagen de lo que tocaba la orquesta, “La muñeca rota”. Sí, querida, sí. Y cuando ella lo llevó a su estudio, él, que se había repuesto lo suficiente, le dijo “buenas noches” en la calle, abajo, como si hubieran venido de la iglesia... ¡Imposible! Después de numerosos intentos —puesto que el bondadoso espíritu de las mujeres muere difícilmente—, lo dejaron por la paz. Claro que continuaba siendo encantador, y siguieron invitándolo, y hablándole en el café, sólo eso. Si uno es artista no tiene tiempo para la gente que no corresponde, 1isto. ¿No es verdad? Por añadidura me parece que en él había algo sospechoso. ¿No crees? Al parecer, el asunto no era tan inocente. ¿Para qué estar en París si vivimos como una margarita campestre? No, no es que sospeche, pero... Vivía en lo alto de un edificio tristón que miraba al río. Uno de esos edificios soñadores en las noches de lluvia y las noches de luna, si están cerrados los postigos y el portón y hay un cartel que dice: “Pequeño departamento se renta inmediatamente” que se ve con una melancolía indescriptible. Uno de esos edificios que huelen tan poco románticamente durante todo el año, donde la portera vive en una jaula de cristal en la planta baja, envuelta en un manto asqueroso, meneando cosas en un sartén y echándole mendrugos a un perro gordo que descansa sobre un cojín bordado de abalorios... Colgado en lo alto, el estudio tenía una vista maravillosa. Dos grandes ventanas daban al río; podían verse los barcos y las balsas subiendo y bajando, y la franja de una isla cubierta de árboles como un redondo ramillete. La ventana lateral daba a otra casa, más miserable y pequeña, y abajo había un mercado de flores... Desde arriba se miraban las anchas sombrillas, con chorreras de brillantes flores asomando, chocitas cubiertas con toldos rayados donde se venden plantas en caja y brotes de palmera en macetas de barro. Entre las flores, las viejas se escurrían de un lado a otro igual que cangrejos. Realmente, él no necesitaba salir. Aunque se hubiera sentado ante su ventana, y se quedara hasta que le creciera una barba canosa, siempre habría tenido modelos que dibujar. ¡Qué sorprendidas se habrían sentido aquellas tiernas mujeres de haber forzado la entrada! Porque mantenía su estudio tan limpio como un jade y en perfecto orden. Todo estaba arreglado para constituir una composición, una pequeña “naturaleza muerta”: las cazuelas con sus tapas, colgadas tras la estufa de gas, el cazo de cobre, el jarro de la leche y la tetera en el estante; sobre la mesa, los libros y la lámpara con la pantalla de papel rizado. Un tapiz indio, con una franja de leopardos rojos, cubría la cama durante el día. Y en la pared, junto a la cama, al nivel de los ojos, cuando se estaba tendido en ella, tenía un letrerito impreso que decía: LEVÁNTATE INMEDIATAMENTE
Cada día se parecía al otro: cuando la luz era buena, él se esclavizaba en su trabajo, luego cocinaba sus alimentos y lavaba los platos. Y por las tardes se iba al café, o se quedaba en casa, leyendo o haciendo las más complicadas listas de gastos, encabezadas con un “Qué podré hacer con esto” y terminadas con un “Juro no exceder esta suma el próximo mes. Firmado Ian French”. En ello no había nada criticable. Pero aquellas mujeres tiernas que veían tan lejos tenían razón. Esto no era todo. Una tarde estaba sentado frente a la ventana de la esquina, comiéndose unas cirelaspasas y tirando los huesos sobre las sombrillas del mercado desierto. Había llovido —la primera lluvia primaveral del año— y había un brillante titilar de gotas sobre las cosas, y el aire olía a tierra mojada y a botones floridos. Muchas voces sonaban lánguidamente y él contento andaba en el viento húmedo, y la gente que había cerrado sus ventanas volvía a abrirlas, de par en par. Los árboles estaban espolvoreados con verdores frescos. “¿Qué clase de árboles eran?”, pensó. Y entonces llegó el farolero. Se detuvo un momento ante la mísera casa de enfrente y, de pronto, como si respondieran a su mirada, se abrieron las hojas de un balcón y se asomó una joven que llevaba una maceta de narcisos. Era una extraña muchacha morena, con delantal negro y pañuelo rosa en la cabeza. Las mangas arremangadas casi hasta los hombros y sus delicados brazos relucían contra el paño oscuro. “Sí, hace bastante buen tiempo ahora. Le hará bien a las flores”, dijo, poniendo la maceta en el balcón y volviendo hacia alguien que había en la pieza. Al regresar, se llevó manos al pañuelo y se arregló algunos mechoncitos de cabellera. Miró hacia el mercado desierto y, arriba, al cielo; pero donde él estaba debía haber un boquete en el aire; la muchacha no vio la casa de enfrente y se fue del balcón. El corazón de Ian saltó fuera de la ventana de su estudio cayó al balcón de enfrente y se enterró en la maceta de narcisos, entre los capullos a medio abrir y los verdes tallos... Aquel cuarto con el balcón era la salita, y el de al lado, la cocina. Se oía el entrechocar de los trastes cuando ella los lavaba, después de comer; luego se asomaba, colgaba un paño del barandal y lo apuntaba con unas pinzas dejándolo secar. Nunca cantaba, ni se desataba el cabello, ni alzaba los brazos a la luna, como es de esperar que hagan las muchachas jóvenes. Y siempre llevaba el mismo delantal negro y el pañuelo rosa en la cabeza... ¿Con quién vivía? Nadie más se dejaba ver a través de aquellas dos ventanas, sin embargo ella siempre hablaba con alguien dentro del cuarto. Su madre —según decidió él— era inválida. Se pasaba el tiempo cosiendo, el padre había muerto... Había sido periodista..., muy pálido, con largos bigotes y un negro fleco cayéndole sobre la frente. Trabajaban todo el día, sacaban lo justo para sobrevivir y no salían jamás ni tenían amigos. Ahora él estaba escribiendo una serie nueva de decisiones. “No acercarse a la ventana lateral antes de cierta hora. Firmado Ian French.” “No pensar en ella hasta que termine lo que debo pintar en el día. Firmado Ian French”. Era muy sencillo. Ella era la única persona a quien realmente quería conocer, porque ella era —según él decidió— la única otra persona viviente de su misma edad. No soportaba a las mujeres llenas de dengues y artimañas, y no le interesaban las mayores... Ella contaba su misma edad; ella era..., bueno, como él exactamente. Sentado en su estudio, cansado, con un brazo en el respaldo de su butaca, mirando fijamente a la ventana y sintiéndose junto a ella que tenía carácter violento; a veces peleaban de manera terrible. Golpeaba el pie contra el suelo y retorcía con sus manos el delantal... furiosa. Reía raras veces. Sólo cuando le contó la historia de un gatito absurdo que tuvo por un tiempo, y que rugía al comer pretendiendo ser un león. Cosas como ésta la hacían reír... Pero por regla general se sentaban cerca, muy tranquilos; él, tal como ahora estaba sentado, y ella, con sus manos en el regazo y los pies cruzados; y hablaban quedo, o permanecían silenciosos, cansados por las tareas cotidianas. Por supuesto que ella nunca le preguntaba nada sobre sus cuadros, y por supuesto que él hacía los más maravillosos dibujos de ella, que los detestaba, porque siempre la pintaba tan delgada y tan morena... Sin embargo, ¿cómo se las arreglaría para conocerla? Esta distancia podía prolongarse años. Entonces descubrió que, una vez a la semana, en la tarde, ella iba de compras. Dos jueves seguidos, apareció en la ventana con una capita anticuada y con una canasta al brazo. Desde donde él estaba sentado, no lograba ver la puerta de la casa de enfrente, pero al próximo jueves se puso la gorra y corrió escaleras abajo. Una preciosa luz rosada ennoblecía las cosas. Vio esa luz irisando las aguas del río, y la gente que caminaba hacia él tenía caras rosadas y manos rosadas. Se apoyó en la pared de su casa, esperándola, y no se le ocurría nada que decirle. “Ahí viene”, le avisó una voz en su cabeza. Ella caminaba muy aprisa, con pasos cortos y ágiles; en una mano llevaba la canasta y con la otra mantenía cerrada la capa. ¿Qué haría él? Únicamente podía seguirla... Primero ella fue a la tienda y allí permaneció mucho rato, y a la carnicería donde tuvo que esperar su turno. Luego se quedó una eternidad en la lencería, buscando algo, y después fue a la frutería y pagó un limón. Mientras la miraba, él se convencía más que nunca de que necesitaba conocerla inmediatamente. Su compostura, su seriedad y su soledad, su modo de andar, como si tuviera prisa por apartarse de aquel mundo de gente madura, todo le parecía tan natural y tan inevitable... “Sí, siempre es así —pensó, satisfecho—. Nosotros no tenemos nada en común con esa gente.” Pero ella regresaba a su casa y estaba más lejos que nunca. De pronto se volvió, entró en la lechería, y él la vio por la vidriera comprando un huevo. Lo escogió con tanto cuidado... un huevo de matiz pardo, de preciosa forma, el mismo que él hubiera seleccionado. Y cuando ella salió de la lechería, él entró. Al cabo de un momento, estaba fuera otra vez tras sus pasos, más allá de su casa, por el mercado de flores, entre las grandes sombrillas, pisando los pétalos caídos y las huellas redondas donde habían estado las macetas. Atravesó tras ella la puerta de su casa, la siguió por las escaleras cuidando de pisar al mismo tiempo, para que no lo sintiera. Por fin ella se detuvo en el rellano y sacó una llave de su bolsa. Y cuando la metía en la cerradura, él corrió y se le plantó delante. Y más acalorado que de costumbre, pero mirándola seriamente, le dijo, casi enfadado: —Perdón, señorita, ha dejado usted caer esto. Y le entregó un huevo. |
La mosca
—Aquí se está bien —dijo el viejo señor Woodifield, y miró, como asomándose a la gran butaca de cuero verde, hacia el escritorio de su amigo el jefe; parecía un niño parado al borde de su cuna. La conversación había terminado. Era hora de irse. Pero él no quería irse. Desde que se había retirado, desde su... huelga, la mujer y las hijas lo guardaban en casa, como embalsamado, todos los días de la semana, menos el martes. El martes lo vestían, lo cepillaban y le permitían pasar el día en la City. Qué hacía allí, era cosa que su mujer y sus hijas ni siquiera imaginaban. Dar lata a sus amigos, probablemente... Sea como fuere nos agarramos a nuestros últimos placeres como los árboles retienen sus últimas hojas. En ese momento el viejo Woodifield estaba sentado fumándose un cigarro y observando de vez en cuando al jefe que giraba en su sillón oficinesco, rollizo, rosado, cinco años más viejo que Woodifield, pero aún tan campante, todavía en la brecha. Resultaba un placer verlo.
Con alguna ansiedad y admiración, dijo la vieja voz: —Palabra de honor que aquí se la pasa uno muy bien. —Sí, es bastante cómodo —asintió el jefe abriendo el Financial Times con un cortapapeles. Realmente le gustaba su despacho; le encantaba que lo admiraran, sobre todo que lo admirara el viejo Woodifield. Le causaba una profunda, firme satisfacción sentirse en el centro, a la vista de aquel rostro anciano y frágil que asomaba encima de la bufanda. —Lo he remozado todo hace poco tiempo —explicó, de la misma manera que lo había explicado antes ¿cuántas veces? cada semana—. Alfombra nueva —y señaló la brillante alfombra roja con gruesos círculos blancos—. Muebles nuevos —e hizo con la barba un gesto hacia la maciza biblioteca y la mesa con patas que simulaban una melcocha retorcida—. ¡Calefacción eléctrica! —y casi se inclinó en un maravillado saludo a las cinco transparentes y perlinas salchichas que brillaban dulcemente en el braserillo de cobre. Sin embargo no llevó la atención del viejo Woodifield a la fotografía que estaba en la mesa: un muchacho uniformado de aspecto formal posando ante uno de esos espectrales parques que ponen de fondo los fotógrafos, con tempestuosas nubes pintadas. No se trataba de algo nuevo en el cuarto. Llevaba seis años en el mismo lugar. —Iba a comentarle una cosa —dijo el viejo Woodifield, y sus ojos se ensombrecieron recordando—. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí esta mañana. Sus manos empezaron a temblar y unas manchas rojas aparecieron entre sus barbas. “Pobre hombre —pensó el jefe—, ya le queda poca vida.” Y, sintiéndose compasivo, le hizo un guiño y le dijo sonriente: —Te confesaré que guardo aquí unas gotas de cierto licor que te sentará bien antes de salir al frío. Buenísimo. No dañaría ni a un niño. Tomó una llave de su leontina, abrió una gaveta junto a su escritorio y sacó una obscura, panzona botella. —Es medicina —dijo—. Y quien me la consiguió asegura, en estricto secreto, que procede de las bodegas del castillo de Windsor. La boca del viejo Woodifield se abrió asombrada. No se hubiera sorprendido más si el jefe sacara un conejo. —¿Es Whisky, verdad? —musitó con timbre aflautado. El jefe dio vuelta a la botella y le mostró la etiqueta. Era Whisky. —¿Sabes? En casa no me dejan ni olerlo —comentó el viejo mirando fijamente al jefe. Y cualquiera hubiera creído que se pondría a llorar. —Bah, de esto entendemos nosotros más que las señoras —dijo el jefe, cogió dos vasos que estaban cerca, junto a una jarra de agua, y sirvió el licor generosamente—. Bebe. Y no le añadas agua. Es un sacrificio aguar esta delicia. ¡Ah! Se bebió su Whisky, sacó un pañuelo para limpiarse los bigotes rápidamente y miró de reojo al viejo Woodifield que se deleitaba al tomarse el suyo manteniéndolo en la boca. Pasó el trago, estuvo silencioso un instante, y declaró fascinado: —¡Esto es una gloria! La gloria le dio calor a su helado cerebro de viejo y le hizo recordar. —Ya sé lo que era —dijo levantándose—. Creí que te gustaría saberlo. Las niñas viajaron a Bélgica la semana pasada, fueron a visitar la tumba del pobre Reggie, y pasaron por la de tu hijo. Al parecer, sus tumbas están bastante cerca. El viejo Woodifield se calló un momento, pero el jefe no repuso nada. Sólo un temblor en sus párpados insinuó que había oído. Las chicas quedaron encantadas de ver cómo cuidan ese lugar —silbó la voz del viejo—. Muy bien cuidado. No estaría mejor en nuestro país. ¿Tú no has ido nunca, verdad? —No, no. Por varias razones el jefe jamás había ido a Bélgica. —Hay leguas de campo podadas como un jardín. Las flores crecen en todas las tumbas. Y unos senderillos preciosos. Y se notaba en la voz cuánto le agradaban a Woodifield los senderos tan cuidados. Una nueva pausa. Entonces el viejo dijo vivaz: —¿Sabes lo que pagaron las niñas en el hotel por un tarrito de mermelada? ¡Diez francos! A eso lo llamo un robo. Era un tarro chiquito, dice Gertrudis, de no más que media corona. Y sólo habían tomado una cucharada cuando cargaron diez francos a la cuenta. Gertrudis se llevó el tarro, para darles una lección. Me parece muy bien hecho. Comercian con nuestros sentimientos; piensan que si nos encontramos en otra parte, echando un vistazo, podemos pagar cualquier cosa. Así es. Y se dirigió hacia la puerta. —Muy bien, muy bien —exclamó el jefe, aunque no tenía idea de qué era lo que estaba muy bien. Se retiró de su asiento, siguió los vacilantes pasos hasta la puerta y se despidió del viejo. Woodifield había partido. Por un largo rato el jefe permaneció sin mirar nada, quieto, de pie, mientras el recadero de la oficina, un hombre de pelo gris, lo miraba y se movía de un lado a otro como un perro que esperara un paseo. Por fin el jefe dijo: —Durante media hora no veré a nadie, Macey. ¿Entendido? A nadie. —Sí, señor. Se cerró la puerta, los pasos seguros recorrieron otra vez la alfombra reluciente, el grueso cuerpazo se dejó caer en la silla, e inclinándose hacia delante, el jefe se tapó la cara con las manos. Quiso, decidió, intentó llorar... Para él fue un golpe terrible que el viejo Woodifield hablara de la tumba del muchacho. Exactamente como si la tierra se abriera y hubiera visto a su hijo que yacía en ella, y las hijas de Woodifield mirándolo. Era extraño. Habían pasado más de seis años y el jefe nunca pensó en su hijo sino como si permaneciera inmutable, sin cambio, intacto en s uniforme, dormido para siempre. “¡Hijo mío!”, gimió el jefe. Pero las lágrimas no llegaban. Antes, durante los primero meses y todavía años después de la muerte del muchacho, 1e bastaba pronunciar esas palabras para sentir una pesarosa angustia que sólo se aliviaba con un estallido de sollozos violentos. El tiempo, había dicho entonces a quien quisiera oír lo, no lo ayudaría. Tal vez otros hombres se consolarían, olvidarían, pero no él. No imaginaba un porvenir sin el chico La vida entera había llegado a no tener más sentido. De otra forma ¿cómo se hubiera negado a sí mismo esclavizándose, y soportar todos aquellos años sin la promesa de un hijo que siguiera sus huellas y continuara adelante cuando él se fuera? Y esa promesa había estado cerca de realizarse. Antes de la guerra el muchacho había asistido un año completo a la oficina para aprender. Por las mañanas salían juntos; volvían en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones recibía como padre de aquel hijo! Nada raro. Se comportaba estupendamente. Y en cuanto a popularidad, desde los más importantes, hasta el viejo Macey, todos alababan al muchacho. Y el chico no era engreído, al contrario. Mantenía su personalidad viva, original, con la palabra adecuada para cada quien, con aquellos ojos infantiles y su costumbre de decir: “¡Sencillamente espléndido!”. Pero esto se había esfumado como si jamás hubiera ocurrido. Llegó el día en que Macey le entregó el telegrama que le hizo sentir que se derrumbaba estrepitosamente el mundo a su derredor. Sentimos mucho comunicarle... Y salió de la oficina un hombre destrozado, con su vida en ruinas. Hacía seis años, seis años... ¡Qué de prisa transcurría el tiempo! Se diría que había sido ayer. El jefe se quitó las manos de la cara: estaba turbado. Algo andaba mal. No sentía como hubiera querido sentir. Decidió levantarse y mirar la fotografía del muchacho. Pero no era una fotografía que le gustara; la expresión resultaba poco natural. Se veía frío, casi presuntuoso. El muchacho nunca había sido así. En ese momento el jefe notó que una mosca había caído en el tintero y que trataba desesperadamente de salir. ¡Auxilio! ¡Auxilio!, decían las patas que luchaban. Sin embargo el reborde del tintero estaba húmedo y resbaladizo; cayó de nuevo y empezó a nadar otra vez. El jefe tomo una pluma, sacó a la mosca del tintero y la puso sobre un pedazo de papel secante. Por una fracción de segundo, permaneció en la oscura mancha que la cercaba. Luego se movieron las patitas delanteras, y, levantando ligeramente el cuerpecillo, recomenzó la inmensa labor de limpiar de tinta sus alas. Una y otra vez, arriba y abajo, una pata pasaba por cada ala como la piedra encima y debajo del escita. Entonces sobrevino una pausa, mientras la mosca, que parecía sostenida sobre las puntas de sus pies, trató de extender primero un ala y después la otra. Lo consiguió por fin y, sentándose, se empeñó como un gatito en limpiarse la cara. Ahora se podía advertir que las patitas delanteras se restregaban una con otra, hábilmente, alegremente. El terrible peligro había pasado; la mosca había escapado de él; estaba lista para vivir. Pero justamente entonces el jefe tuvo una idea. Hundió el mango de su pluma en el tintero, lo colocó sobre el papel secante, y cuando la mosca bajaba sus alas contra su cuerpecillo, cayó sobre ella una pesada gota de tinta. ¿Qué pasaría ahora? El animalillo simuló estar absolutamente acobardado, atolondrado, atemorizado por lo que pudiera suceder en seguida. Dolorido, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras se movieron y, más lentamente, la tarea volvió a comenzar desde el principio. “Valiente diablillo”, pensó el jefe, sintiendo verdadera admiración por la entereza de la mosca. Ésta era la manera de tomar las cosas; éste era el verdadero carácter. Nada de morir; era cuestión de... Sin embargo la mosca había terminado ya su laborioso menester, y el jefe había tenido el tiempo necesario para remojar su pluma, sacudirla y dejar sobre el recién limpio cuerpo, una nueva gota negra. ¿Y ahora, qué sucede-ría? Un doloroso momento de incertidumbre. Las patas delanteras se movían otra vez. El jefe sintió una ráfaga de alivio. Se inclinó sobre la mosca y dijo tiernamente: “Grandísima p...” Y se le ocurrió la brillante idea de respirar encima de ella para que fuera más rápido el proceso de secado. Empero, algo tímido y débil había en los movimientos de la mosca, y el jefe decidió que esta vez sería la última, y mojó la pluma en el tintero. Fue la última. La última gota sobre el papel secante y la mosca se quedó allí, sin moverse. Las patas traseras se pegaron al cuerpo; las delanteras no se veían. —¡Vamos! —dijo el jefe—. ¡Ten ánimo! y la movió con la pluma... en vano. No ocurrió nada ni podía ocurrir. La mosca estaba muerta. El jefe levantó el cadáver con la punta del cortapapel lo echó al cesto. Pero se apoderó de él una sensación tan grande de miseria, que se sintió decididamente asustado. Se inclinó y tocó el timbre para que viniera Macey. —Tráigame papel secante nuevo —dijo, autoritario—, y pronto. Y mientras el viejo criado se alejaba, el jefe quiso recordar lo que antes había estado pensando. ¿Qué era?... Sacó su pañuelo y se limpió el filo del cuello. De ningún modo pudo recordarlo. |