Carta anónima a S.E.
7 de septiembre de 1980
Sr. Salvador Elizondo Ciudad de México Como ya se habrá dado cuenta al examinar el sobre y el final de la última hoja, la presente no lleva rúbrica. Esta ausencia tiene una breve e íntima razón: deseo conservarme en el anonimato debido a las confesiones que usted leerá más adelante. En caso de que ellas fueran más allá de sus manos, me acarrearía no pocos serios problemas. Cuando hago referencia a la seriedad aludo a dos hechos: yo he visitado, en tres ocasiones, hospitales o clínicas de salud mental y hace algún tiempo estuve acusado de homicidio. Quizás el segundo resulte más grave. Ambos acontecimientos, la locura y el supuesto homicidio, mantienen cierta relación, aunque paralela, con su libro intitulado El hipogeo secreto. Antes de proseguir, quiero pedirle que me tenga paciencia. Me cuesta mucho trabajo escribir lo que usted está leyendo. Decidirme a escribirle fue más difícil. En mi juventud me interesé, no sólo por sumergirme en una experiencia que llamaré, por no hallar el nombre justo, “metafísica pura”, sino por enredarme también en determinados aspectos del arte. En las siguientes líneas me explicaré. Hace alrededor de quince años, mi esposa, tres amigos y yo intentamos llevar a cabo una especie de “comuna espiritual” en la que pretendíamos, a través del coloquio de nuestras “introspecciones”, dar con una “micromitología” que se deslindara de las “macros” tradicionales (no en el sentido que aplica Guénon) que sobre el tiempo, el espacio y la experiencia habíamos conocido hasta entonces. Sabíamos que los filósofos habían intentado ya explicar el mundo (quizá con abuso) y convertir sus ideas en una teoría amplia que le entregara cuentas a ese mismo mundo, lo que llegó a entrañar tal vez seria puerilidad. Es probable que nuestra simpatía estuviera más cercana de los pensamientos que han brotado de la propia experiencia, a pesar o por ello mismo, de sus distorsiones. Nosotros renunciamos a explicar el mundo, a producir una teoría general; si puede expresarse así, nos buscábamos. Desde el principio intuimos que quien se busca corre el peligro de encontrarse. Y para acceder a la “micromitología” no dudamos en emplear el develamiento de nuestras interioridades (por estúpidas que fueran), revelando los sucesos de la vigilia (la zona donde nos esperaban seguramente las profundas cavernas del sentido), los del sueño y los provenientes de las “alucinaciones” o la “visión”. De esta manera comenzamos a hilar una costumbre que incrementó con rapidez su volumen, pero ni los contornos de una respuesta asomaba su claridad. Es en este sentido que me atrevo a relacionar nuestra experiencia con lo que sería su Hipogeo, pues si es fidedigno que en éste la verdad se construye y devasta en la palabra escrita, en aquélla la generábamos a través de la palabra que opera en el habla frente a los demás. Quiero decir que nos construíamos en el diálogo vivido (aplico este adjetivo por mero trámite para alejar al sustantivo de la connotación literaria). Como usted debe estarlo suponiendo, pronto, digamos después de ciento cincuenta charlas, nos percatamos de que el fin se alejaba cada vez más; a nuestro paso encontrábamos mayor opacidad y miseria. Este descubrimiento no nos alarmó mucho, pues opinábamos que si un individuo que se indaga a sí mismo encuentra gran complejidad, creando vértigos a veces suicidas, un grupo de cinco halla una complejidad que se convierte en obtuso existir compuesto por cinco nudos gordianos en promiscua conversación. La “comuna espiritual” comenzó a heder a cuerpo corrupto. Los gusanos que pervertían nuestras vigilias, nuestros sueños y nuestras alucinaciones eran azuzados por la verdad. Nos convencimos entonces de que la verdad no tenía por qué ser encantadora ni sana ni apacible ni bella (se ha hablado de lo aterradoramente bello; no me disgusta tanto la fórmula). La promiscuidad de cinco hombres reunidos en torno a igual número de “introspecciones” es la náusea del espíritu y del cuerpo; la mixtura de las ideas es la putrefacción de éstas. La palabra hablada infectaba las reuniones. En ese ambiente surgió la necesidad de que accediéramos al suicidio del cuerpo colectivo. Sin embargo, el acto se demoró porque, en esa “democracia (muy lejana de la brillante de Pericles) de la razón y la irracionalidad” había un elemento enérgico, misterioso, sucio que nos ataba a la sonoridad de las palabras: la excitación sexual. Cuando la siguiente reunión se iba acercando, aparecía en mis genitales una incontrolable excitación. Sobra decir que a mi esposa le sucedía algo similar. Unas horas antes de que se efectuara la reunión “hacíamos el amor” y “deshacíamos nuestros cuerpos”. Después, venía la charla con los otros, tres hombres corruptibles y putrefactos ellos mismos. No creo indispensable, Sr. Elizondo, detallar nada; sólo confiarle una evocación general de aquellos hechos que su libro despertó nuevamente en mí. En tanto que mis recuerdos eran removidos, yo hacía algunas anotaciones. En seguida reproduzco varias, en especial las que se refieren a El hipogeo secreto, las cuales fueron meros ensayos para acercarme a su libro. La fecha que cada una trae al calce no coincide necesariamente con el tiempo de la lectura: Una vez que, a la altura de la página 45 (Joaquín Mortiz, 1968), el lector vence la retórica del texto (no se trata, en principio, de un libro que nos venza), se produce una sensación extraña: yo me sentí parte de su escritura. O, a manera de alucinación, creí que alguien me observaba leyendo El hipogeo.
12 de julio de 1980
Cuando inicié la lectura de la segunda sección, no recordaba con exactitud la primera, como sucede durante un sueño. Había algo esféricamente imperfecto en la trama. Entonces, me dije: “este capítulo está redactado a semejanza de un sueño. De ahí que S.E. levantara una serie de velos ante la vigilia, jugándole una franca traición, para afirmar la realidad del sueño”. Entiendo que aquélla fue víctima de éste.
13 de julio de 1980
Desde sus primeras páginas, un buen libro (Swift, Elizondo) provoca una nueva escritura. Puede sobrevivir la del artista o la que el lector esgrafía en su interior (la última es más importante y peligrosa).
6 de agosto de 1980
El hipogeo secreto contiene una poesía deliciosa y macabra. Por ejemplo: “La muerte enfoca la visión del mundo con una nitidez dolorosa”. O: “Tu cabellera es un garabato de sombras como brasas a punto de extinguirse”.
15 de julio de 1980
La vida recuperada de aquella oscuridad donde se revuelven todas las potencias y sentidos con un gran temor y alboroto es vida que ya no tenemos; la muerte la posee sustancialmente, pero queda también materia viva. Esta dualidad le confiere otro carácter: de ficción, símbolo, existencia terrible. Se acerca mucho al sueño. Por otro lado, dudo de la veracidad de estas palabras y no dejan de serme atractivas.
22 de agosto de 1980
¿Es mejor creer en una mitología de prestigio que fundar una micromitología? ¿O es mejor no creer ni fundar nada?
30 de agosto de 1980
“El pequeño dragón gris sigue soñando.” (J.L.L.)
14 de julio de 1980
“Suicidio del cuerpo colectivo” es más que nada una metáfora que señala hacia una realidad turbia. Probablemente ésta contuviera la exaltación, el nihilismo y la demencia combinados de tal manera que nos llevaron a meditar la disolución de un grupo de cinco desesperados. Aunque en un principio deseábamos la vida colectiva, no pudimos sostenerla. El suicidio no pretendía cambiar el destino de nadie. El sacrificio, pues, no provenía tampoco del “vacío” ni de la “amargura”; quizás iba hacia ellos. Por lo menos, la decisión no tenía un argumento sólido ni un futuro visible.
5 de septiembre de 1980
¿Es más difícil descubrir una metafísica política que la dialéctica de las cosas?
28 de agosto de 1980
“Ella me dice que un niño edificó su casa una tarde de primavera y que aquel niño resultó muerto al cruzar una calle.” (L.C.)
2 de septiembre de 1980
Las proposiciones literarias de El hipogeo secreto tienen la fuerza suficiente como para generar en el lector algunas reflexiones sobre la forma de existencia de las “imágenes en la memoria”. La conciencia puede distinguir muy bien entre individuos reales y personajes de novela; pero los últimos a veces se vuelven más significativos que los primeros. Ello me da a entender que es indispensable manejar un coherente “criterio de realidad” (esto lo entendí también en los tratamientos psiquiátricos a los que me he sometido); pero hay que permitir que la memoria organice una jerarquía distinta.
17 de julio de 1980
...Así, “nuestros fantasmas” existen en el recuerdo de manera indiferenciada, es decir conviven en una misma “casa” o “ciudad”; las personas de la vida real, las de la literatura, las que el escritor construye a partir de gente real o fantaseada se mueven en un mismo ámbito emocional y entablan íntima relación en la “casa de los sueños”. En ésta se desplazan igualmente los seres de pesadilla y los del sueño benéfico. Tenemos una fauna exuberante. Recuerdo, ahora, a mi abuela exorcizando su fauna que le brotaba sin control alguno, y “la casa de los sueños” comenzaba a apoderarse de la “casa de la realidad”.
18 de julio de 1980
“¿Puede lo inextenso contener a las cosas extensas?” (G.B.)
18 de julio de 1980
Sabemos que la lectura de la obra narrativa tiene su “objeto en el intenso deseo de saber qué es lo que sigue” (O.M.) hasta que el lector encuentra feliz remate o sentimiento de totalidad. Quien piense que El hipogeo secreto no logra tal objeto, está en lo correcto debido a que la obra no termina en su texto. Pero ello no implica un error, sino un acierto del Hipogeo, ya que siendo una “novela” cuyo personaje, digámoslo con O.M., es “la sugerencia de una sugerencia”, ella remata, termina necesariamente en el lector. Esto no lo consigue sin remover los pozos luminosamente oscuros del lector, pues es indudable que el “tono” obsesivo del Hipogeo crea un “sueño-tipo”, un “sueño-red”, un sueño que con sus bordes imprecisos toca muchos sueños. Es la estructura común a múltiples pesadillas. Por eso, al leer la “novela” nos viene la impresión de estar ante alguno de nuestros sueños olvidados o acontecimientos “reprimidos” (léase: angustia) que ahora empieza a removerse y que intriga contra nuestra tranquilidad. De esta forma, El hipogeo secreto continúa en los otros, en el otro. El lector resulta ser el gran beneficiado, pues no sólo leyó una obra narrativa “aterradoramente bella”, sino que hizo también su novela, una novela que nunca será escrita, pero que tomó existencia mental, oscura, particular, fustigante, vergonzosa, alucinante, verdadera, en “la casa de los sueños”. Sin embargo, para S.E. este proceso puede resultarle atroz porque obligó a su novela a “no resolverse”, y las “novelas” de sus lectores jamás las conocerá: nacen donde muere El hipogeo secreto. S.E. no sabrá entonces qué destino tuvieron sus personajes, incluido él, ni visitará las otras ciudades. No leerá las demás reiteraciones ni los otros sueños.
19 de julio de 1980
Hasta aquí mis notas. Espero que me disculpe por el exceso. No quería dejar de lado mi opinión sobre su Hipogeo. Además, las anotaciones fueron las que me impulsaron a escribirle la presente. Prosigo con mi relato. Bueno, al fin llegó el día en que no volvimos a reunirnos. Pusimos en práctica el suicidio del cuerpo colectivo. Había dos cuestiones claras: el fracaso y la sombra. A últimas fechas los veía muy desorbitados (yo mucho más que ellos; lo reconozco), a tal grado que pensé que si la comuna no terminaba, yo habría asesinado a alguien. Era casi indispensable. Transcurrió cerca de un mes. Mi mujer se iba poniendo cada vez más huraña y silenciosa, poco a poco volvió a sus antiguas lecturas. Mi angustia creció a un nivel que nunca hubiera imaginado. No podía leer ni escribir ni trabajar. Se me dificultaba vivir. Teníamos un sofá-cama que me recuerda el diván de El hipogeo secreto. Aquí entra la coincidencia de mayor fuerza. Una tarde, mi esposa se encontraba recostada en el sofá y leía un libro sobre los cuervos de San Vicente. Antes de meterme a bañar la miré largamente pues los rayos de luz que entraban por la ventana hacían que ella pareciera una visión proveniente de mi angustia. Cuando salí del baño, quise observar la misma escena; los rayos de luz, el sofá y el libro seguían ahí, pero no mi mujer. Supuse que habría salido de casa a realizar alguna diligencia; sin embargo, vino la noche sin ella. Su ausencia creció con el paso de los días. Destrozado, acepté que eso tenía que suceder. No quise hacer preguntas, tampoco investigar. Cuando planeaba mi suicidio, llegó la policía, acompañada por dos de aquellos hombres corruptibles. Me acusaban de homicidio. Tal vez usted leyó alguna de las noticias que dan razón de cadáveres hallados en zonas aledañas a la ciudad. La policía argumentaba que uno de esos cuerpos era el de mi esposa. Pero el que me mostraron no tenía ningún parecido con ella. Expusieron una serie de pruebas apócrifas en mi contra. Me declararon culpable. No estuve en la cárcel más que unos cuantos días; después me mandaron al psiquiátrico. Pasé varios años ahí hasta que me dieron de alta. Prácticamente había olvidado el suceso. Durante mi encierro me dediqué a labores manuales (me gustaría regalarle un cenicero de vidrio que yo mismo hice). Ya instalado en casa de mi madre (quien me recuerda los últimos días de mi abuela), me puse a leer cosas ligeras. Un día de julio del año en curso, husmeando en las librerías, me topé con su Hipogeo. Disculpe, por último, la siguiente décima:
Aquí la envidia y mentira Me tuvieron encerrado. Dichoso el humilde estado Del sabio que se retira De aqueste mundo malvado, Y con pobre mesa y casa En el campo deleitoso Con sólo Dios se compasa, Y a solas su vida pasa, Ni envidado ni envidioso. (F.L. de L.)
Esperando no haberle robado demasiado tiempo, aquí pongo punto final.
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