Aquel sábado hubiera sido igual a cualquier otro, si Carmen Acosta Rosas del Castillo no hubiera reparado —como una premonición— en que se levantaba de la cama con el pie izquierdo. Apoyó la planta desnuda sobre la alfombra y un escalofrío horroroso le recorrió la espalda ¡Ojalá nada malo me suceda!, rogó a sus santos protectores. Pero no se detuvo más a pensar las consecuencias funestas que podría traerle su mal paso, porque una lista de pendientes se proyectó en su imaginación como película de dieciséis milímetros al ritmo apresurado de una carrera de obstáculos. La invadieron sin motivo las mismas náuseas que la invadían todas las mañanas antes de ir a la escuela. Se sobrepuso, así lo había hecho siempre, y se autordenó pasar al despacho para asegurarse de que el office-boy hubiera puesto en el correo la carta urgente que el señor Malvido dictó a última hora la tarde anterior. Luego, Carmen continuaría su camino rumbo a Liverpool. Detestaba los grandes almacenes que apenas franqueadas sus puertas la impulsaban a gastar en cosas innecesarias, la transportaban hacia un estado febril de competencia que vencía mediante esfuerzos de sensatez; pero quería comprarse unos aretes. Hacían juego con el vestido negro de lunares blancos que su tía Rosario le había enviado desde Perote dentro de una caja envuelta con papel manila. Regalo de cumpleaños confeccionado por una costurera aplicada en los terminados de ojales y bastillas y no muy al tanto de la moda.
Acomodados en un estuche de terciopelo, los aretes lanzaban destellos comandando varias hileras de piedras coruscantes y seductoras. La dependienta los había colocado allí por ser los más llamativos y costosos. Aunque Carmen era parca en sus costumbres de vez en cuando despilfarraba dándose pequeños gustos. Y su complacencia voló por el condominio de una recámara en el cual no faltaba nada, desde la tostadora de pan, la sarteneta eléctrica y el horno de microondas en la cocina, hasta los más modernos adelantos de la técnica audiovisual representados por un estéreo de discos compactos y una televisión de veintiuna pulgadas en la estancia. Por supuesto nadie le había regalado ese confort resultado de trabajos forzados adivinándole el pensamiento al señor Malvido como secretaria particular. Afortunadamente, casi en los principios del siglo XXI, las mujeres aprendieron a valerse por sí mismas con eficacia y orden y cuando saben que los bienes de hoy remedian las penurias futuras; sólo así enfrentan una vejez digna si no dependen de nadie ni cuentan con parientes que las mantengan. Y sin mediar más razonamientos prácticos a los cuales solía aferrarse, sintió que los años se le habían ido en un guiño, un parpadeo. Para ella antes de que se fuera el ayer, llegó el mañana y el hoy no había aparecido nunca. Se sumergió en una luz azul, en una tristeza vaga, con el conocimiento de que los días empezaban a contar. Tuvo esa certidumbre al servirse una taza de café y dos o tres galletas sobre un plato.
Una deformación profesional la obligaba a escribir mentalmente en taquigrafía los pendientes cotidianos. Por la tarde iba a poner orden en su clóset y a lavarse el pelo. Siempre se lo había dejado largo para tejerlo en una trenza alrededor de la cabeza. Reconstruyó la imagen de una compañera suya en la preparatoria, la más aplicada de la clase, que se burlaba a carcajada limpia por esa costumbre de lavarse el pelo sólo los sábados. Aquella niña tenía dotes de soprano: “¡Oh María, madre mía! ¡Oh consuelo del mortal! ¡Amparadme y llevadme a la patria celestial!”, cantaba parada en lugar de honor en tanto las demás formaban interminables filas, que daban vueltas y vueltas al patio, para depositar flores blancas a los pies de una Concepción estofada que subida en alto recibía la ofrenda cubierta por su manto azul, marco de un rostro hermoso e imperturbable.
Sin embargo aquella niña, dispuesta a tocar las campanas del paraíso, escondía algo diabólico bajo su mirada ávida, sus senos trémulos y su cinturita de avispa que ni la lana del uniforme azul marino lograba disimular. Era un demonio al que la suerte le había proporcionado cuanto una adolescente desearía. Un gran coche color camote que echaba chispas desde su cofre pulido la llevaba diario a las puertas del colegio y la esperaba antes de la salida. Usaba sobre el pecho una medalla guadalupana rodeada de brillantes. Se la había dado en prenda cariñosa un novio de dientes perfectos hechos para anunciar pastas dentífricas. Y, esto ya parecía imperdonable, sus padres le cumplían caprichos convencidos de que era un ángel de carne y hueso. No sospecharon que escondía una crueldad filosa ejercitada contra los débiles, contra una muchacha que tenazmente boleaba sus zapatos empeñada en borrar las raspaduras de la piel a base de betún negro. En un falsete, impostando la voz, le gritaba desde la punta más lejana del salón: “Carmen Acosta, que te pica una mosca”, y parecía rascarse con diez uñas su cabellera llena de ondas oscuras y sedosas. O se apretaba la nariz para no oler algo apestoso. Siete u ocho cretinas celebraban el chiste. Formaban un grupo homogéneo, cerrado. Juntas recorrían capillas y canchas de juego en alegre complicidad, desafiando el santo temor de Dios, convencidas de que el porvenir no les reservaba ninguna sorpresa desagradable, que siempre serían jóvenes, ricas y bellas. Y cuando veían que con sus impertinencias Carmen casi quería morirse, la consolaban convenciéndola de que estaban bromeando. Ella hubiera anhelado tenerlas de amigas; pero nunca se atrevió a enfrentar un rechazo.
Entre todas, aquella niña representaba el prototipo de la ventura no celeste sino terrena. Como si, con las notas sobresalientes de su boleta de calificaciones, hubiera llegado en primer término a la repartición de bienes. En cambio, Carmen sentía que le había tocado uno de los últimos lugares, cuando las flores de la virgen comenzaban a marchitarse. Y aquella niña se convirtió en objeto de su envidia sangrante. Soñaba con ella sueños donde la hacía representar distintos papeles, como una madre burguesa idolatrada por el hombre de dientes publicitarios, transformada en estrella hollywoodense, en ejecutiva neoyorquina, en cantante de ópera erguida a mitad de un escenario iluminado con rayos violetas, énfasis perplejo a las dulces notas de un aria que flotaba suavemente hasta la fila Z del tercer piso en el Palacio de Bellas Artes, donde Carmen Acosta sentada en una oscura butaca temblaba de admiración y de rabia. Al despertar advertía que eran aprensiones falsas, cosas sin fundamento; pero en las horas de vigilia y tráfago cotidiano conservaba un sentimiento inexplicable, la certidumbre de que aquella niña le había robado absolutamente todo su patrimonio en este mundo, las oportunidades de ser feliz, y por tanto era su enemiga, su contendiente.
Con el tiempo se fueron desdibujando los rasgos de ese rostro tan amorosamente odiado. No lo había visto en un cine, a la salida del supermercado, al abordar algún vehículo o en reuniones de ex alumnas a las que, por otra parte, Carmen jamás asistía. No había descubierto fotos suyas en los periódicos ni leído su nombre en las secciones de sociales o en una esquela de defunción; pero, aunque las matemáticas del destino nunca son como las de un ejercicio escolar, Carmen presentía que volverían a encontrarse.
Bebió a sorbos pausados una segunda taza sin reconfortarse con el aroma del café veracruzano y, como si le hubiera caído encima un capote de lana, hizo con la mano un gesto espantándose una mosca inexistente que alejaría los malos pensamientos. Revisó su bolsa. Traía sus llaves y las de la oficina del señor Malvido, licencia automovilística, nota de la tintorería que amparaba su mejor traje, el sueldo quincenal. Aún no lo distribuía en sobrecitos dedicados a sus pagos mensuales, incluso la parte que iría a su libreta de ahorros. Llevaba, además, dirigida a su tía Rosario una tarjeta postal que necesitaba timbres. Se convenció de que nada le faltaba, y salió cerrando la puerta con la meticulosidad de un portero responsable.
Desde el fondo de sus moléculas de plástico, los iridiscentes zafiros le decían: ¡Cómpranos! Y a esa petición se unían los destellos de las circonias engarzadas en cerquillos que le suplicaban: ¡Haznos tuyos! Prometemos mejorar tu apariencia, fingirnos genuinos, tapar las sutiles cicatrices que detrás de las orejas te dejó la cirugía plástica. Carmen dudó todavía unos segundos. Al rato quién sabe si no le hubiera importado tanto; pero en aquellos momentos, sufría abandonándolos en espera de otra dienta. Se alejó algunos pasos y reconsideró la necesidad de poseerlos. Con gesto decidido de potentada sacó una mica amarilla y dijo ahogándose con el desplante:
—A mi cuenta, por favor.
Guardó dentro de su bolsa otra bolsita rosada con el precioso tesoro y, tal vez por la angustia que la decisión había significado, el café causó efecto y tuvo unas ganas enormes de orinar. Así pues fue al baño de mujeres. Entró despreocupada e instantáneamente experimentó una sensación desagradable en la nuca, la fijeza de una mirada bizca a su espalda. Una morena maquillada y que se recargaba desenvuelta contra el lavamanos la observaba con arrogante curiosidad. Carmen no prestó demasiada atención urgida de que desocuparan algún excusado:
“El primero libre, lo gano yo. Las necesidades imperiosas nos impiden ser corteses”, pensó recorriendo con los ojos puertecillas recortadas bajo las cuales asomaban piernas y zapatillas de distinto grosor y tamaño.
Por fin salió una señora y antes de extinguirse el ruido de la cadena, Carmen entró apresurada. Puso su bolsa en el suelo y se entretuvo levantándose la falda y bajándose la pantimedia. Entonces, incrédula, sin entender lo que pasaba, descubrió una blanca mano de largas uñas que en un rápido desliz agarraba su bolsa.
Carmen se vistió como pudo y corrió tras la ratera. No se encontraba ya en el baño, en el pasillo, ni era identificable entre las innumerables personas que recorrían los departamentos de distintos artículos, o entre las que subían o bajaban las escaleras eléctricas. Ninguna se parecía a la pintarrajeada en quien apenas había reparado y que sin duda era la delincuente. Furiosa, Carmen levantó su queja ante los detectives del establecimiento y hubiera pedido auxilio al cuerpo policiaco entero y al cuerpo de bomberos; pero sabía que resultaba inútil.
El enojo se le convirtió en depresión. Los espíritus visibles e invisibles eran causa de su mala fortuna. Con pies de trapo logró apretar el botón del elevador y pedirle a su vecina el duplicado de la llave que guardaba para emergencias. Esa noche no durmió. En un estado catastrófico concluía que la vida acaba con todo y deja que se escurra fuera de nuestro alcance. ¿La vida? Quizá nosotros mismos, se culpaba dando vueltas en el campo de batalla de su cama y ahuecando la almohada, esponja que sorbía el manantial de sus lágrimas.
Sin embargo, el lunes se presentó puntual al despacho y desempeñó sus obligaciones con un cierto automatismo que sólo hubiera notado alguien que la mirara con interés. Cerca de las doce sonó el teléfono. Una soprano ligera preguntaba por ella y enseguida se identificaba como la autora del hurto. Estaba apenadísima por haber sucumbido a su cleptomanía. Actuaba por impulsos y luego la vergüenza le causaba sufrimientos tremendos que los psicoanalistas no remediaban. Claro que devolvería lo robado para lo cual deberían encontrarse otra vez en el tocador de damas de Liverpool. Allí le entregaría sus cosas, incluyendo los aretes tan exquisitos.
Carmen se mostró dispuesta a perdonar y hasta dio las gracias por lo que creyó un elogio a su gusto personal. El señor Malvido se dispuso a prescindir de sus servicios esa tarde y ella llegó a la cita antes de las cuatro. A partir de esa hora consultó su reloj constantemente, cada quince, cada diez minutos, y un sudor frío perlaba su frente. Nadie dio señales de reconocerla o de intentar hablarle, ni siquiera mientras las luces fueron apagándose y los rincones de la tienda quedaron desiertos.
Segura de que la habían hecho víctima de una nueva jugarreta, Carmen Acosta quiso refugiarse en la tibieza de sus sábanas para llorar a grito pelado. Cuando regresaba, todavía pudo ver desde lejos un camión de mudanzas que partía de su casa a toda prisa.