Material de Lectura

Nota introductoria
 
 

Entre los escritores de su generación ninguno cultiva como Héctor Manjarrez el cuento como verdadera forma artística, en una época en que el “texto” ha borrado, no siempre para bien, las fronteras, tan sutiles como precisas, entre los géneros narrativos. Si soslayamos su primer libro (Acto propiciatorio, 1970), Manjarrez ha publicado solamente quince cuentos en casi treinta años. En No todos los hombres son románticos (ERA, 1983) y Ya casi no tengo rostro (ERA, 1996) leemos esos cuentos, testimonio de este notabilísimo caso de rigor y autocrítica, contrastado con un horizonte narrativo que se caracterizó por la megalomanía autobiográfica y el dispendio anual de talento. Héctor Manjarrez es también melómano, un memorioso ensayista literario (El camino de los sentimientos, ERA, 1990) y ese poeta que acaso disfruta de las libertades garantizadas por su exclusión del canon, como puede leerse en El golpe avisa (1979) y Canciones para los que se han separado (1985), ambos publicados por ERA. Su poesía suele ser sentenciosa: acompaña, resume y refuta su obra narrativa. Un puñado de los cuentos de Manjarrez (ciudad de México, 1945) pasarán al canon de la prosa hispanoamericana durante el siguiente siglo.

Manjarrez suele leerse como un cronista de la educación sentimental de los jóvenes europeos y latinoamericanos de los años sesenta y setenta. No dudo que lo sea, o que lo haya sido, si atendemos a sus novelas Lapsus (1971) y Pasaban en silencio nuestros dioses (ERA, 1987). Su experiencia internacional —la de un muchacho que vivió en Belgrado, París y Londres durante una década— se convirtió, cuando regresó a México en 1971, en una búsqueda que sintetiza una literatura en movimiento capaz de trascender, enriqueciéndolos, los tópicos amorosos, sexuales y políticos de esa minoría emocional que habitualmente se reconoce en la narrativa de Manjarrez. Y es que más que de una trascendencia, se trata de una inmanencia, a través de la minuciosa pintura que Manjarrez realiza en cada una de sus escenas y frente a sus personajes, particularidad que lo salvará, en la mayoría de sus textos, de padecer las inclemencias del fin de una época, aquel “breve e intenso tiempo”, que él encarnó como pocos de los escritores mexicanos.

Creo, como ya lo escribí en otro sitio, que Manjarrez fue un escritor pagano enamorado de las lenguas bárbaras, de la Revolución como culto dionisiaco, de la Contracultura como una nueva escuela de las mujeres (y de los hombres). Es un moderno, tal como entendían los romanos esa palabra, es decir, alguien que vive un tiempo común al resto de los ciudadanos, comunidad que no es “actual” sino espacial, un vínculo con la incesante y lucreciana metamorfosis de todas las cosas, las constelaciones y los cuerpos. Ovidio y Flaubert serán siempre modernos en la medida que la suya es una experiencia artística intemporal, común a muchos hombres y a tantas mujeres: el arte de amar y la ordalía del desamparo. En ese sentido, escogí dos de los cuentos más emblemáticos de Manjarrez: “Cuerpos” y “Fin del mundo”. El primero, tomado de No todos los hombres son románticos (Premio Xavier Villaurrutia 1983), traza el rito de la iniciación erótica, ese momento de la masculinidad que la literatura generalmente malbarata; el segundo —cuento final de Ya casi no tengo rostro— mira con frialdad el más íntimo de nuestros terrores, que también es el más vulgar y cotidiano: esa devastación incesante y minuciosa transitada por la pareja. “Cuerpos” es una escena de Balzac revisada por Gombrowicz; “Fin del mundo”, un auténtico cuento de horror como lo son las primeras películas de Bergman. Ambos textos escapan de la actualidad romántica, de su grotesca e irresistible mentira, para quedar como piezas clásicas en la medida en que congelan o esculpen el placer y el dolor, la sonrisa y la mueca. Son ejemplares, a su vez, por su fidelidad con la retórica del cuento, género quizá más cercano a la poesía que a la novela. Entre la nostalgia y el pesimismo, la destrucción o el amor, Eros y Tanatos, Manjarrez nos interroga sobre mente y cuerpo. No le interesan las respuestas porque el suyo es un arte de la pregunta.

 

Christopher Domínguez Michael