Sergio Pitol Prólogo de Juan Villoro VERSIÓN PDF |
El asedio del fuego
Juan Villoro |
Semejante a los dioses
La celadora observó que sus ojos -¡y acostumbrada como estaba al paciente e incesante escrutinio del fluir de la descomposición, no logró reprimir la mueca de repugnancia que invariablemente le producían!- se posaban en la hoja amarillenta y sucia de un periódico dificultosamente levantado de la banca sobre la cual yacía. La vacilante mirada pareció prenderse de un trozo de papel entre cuyas arrugas, manchones y demás deterioros, destacaban unos signos que aprehendieron y unificaron los dispersos destellos de su atención, como si en cierta zona remota de la conciencia, se hubiera registrado una ligera fisura.
Sorprendida, la celadora llegó a considerar la posibilidad de que dentro de aquella carne blancuzca hubiese surgido al fin un impulso que desde hacía tres años (desde aquella noche alucinante y trágica en que tdo lo que bullía dentro de él se cumpliera, y en la cual su ser havia sido colmado en toda la capacidad que le estaba permitido) tanteaba sorda e infructuosamente por emerger a la luz. Mas el impulso, si es que alguno udo haber habido, se detuvo sin llegar a plasmarse en ningún movimiento determinado, vencido ante el primer obstáculo de los muchos que interrumpían una larga jornada. La incapacidad para sobrepasarlos explixaba el que ahora, a los trece años de edas, se encontrase allí, detenido, cercado, derrotado por un sino que lo había manejado desde que tenía uso de razón y de cuya manifestación primera había sido ese desbordado, abominable empleo de la memoria con que había logrado hacer que sus padres y correligionarios lo confunidesen con el portador del milagro. (El número de versículos monótonamente recitados era para su madre motivo de un siempre renovado asombro.) Pero la raíz de su orgullo personal no estribaba en el amplio conocimiento que podía ostentar de las escrituras, sino en el cúmulo de oraciones y plegarias prohibidad, cuyo arduo aprendizaje sus padres ignoraban, y en el acervo de rencor y de contenida violencia que supo ocultar bajo la máscara de una mirada sumisa y de una sonrisa un tanto servil cuya bondad se hubierse juzgado aborrecible poner en duda. Y no era del todo errado pensar que algo se había sacudido en él ante aquella borrosa fotografía contemplada en una deteriorada página de periódico, cuyas palabras impresas no le transmitían ya mensaje alguno, pero en la que se aplicaba hechizado y absorto para inspeccionar una boca abierta, donde dientes como granos de mazorca se erigían y acentuaban un gesto de impotencia, y también unos fusiles que apuntaban al cuerpo de la mujer que poseía esa boca, y, además, un pequeño bulto sostenido por los brazos exangües, marchitos, de la mujer portadora de esa estúpida boca delirante, en que se exhibían sin recato alguno, despiadadamente, unos granos de maíz implorantes y una lengua aguda, estéril, paralizada ante la perspectiva de aquellos negros cañones de acero que la apuntaban y cuyo vómito de fuego le haría arrojar aquel bulto arrebujado en su manta, que seguramente sollozaría al caer, con un llanto amargado y estridente, para después permanecer ya inmóvil, sin que el menor gemido denunciara su existencia, en la espera de que una bota llegase a oprimirlo y el casco de un caballo enloquecido por el humo y el crepitar del fuego lo penetrara para teñirse de un color guinda violento y espeso que el polvo inmediatamente convertiría, para deleite de las moscas, en una costra áspera y viscosa. Un grupo de imágenes sueltas confusas buscaban dura, torpe, empecinadamente, el camino que las llevara al exterior, logrando tan sólo producir un estupor imbécil, una rapaz perplejidad dentro de aquella amorfa mole de carne incolora en cuyo interior uno se imaginaría que los huesos se mantenían flotando sin orden ni concierto en un líquido espeso (imposible pensar en sangre, sino en un agua ponzoñosa y repugnante), sin que a sus ojos lograra trasminarse algo distinto de su habitual idiotez; pleno de incomprensión y temor ante aquel mundo de bocas violentas y agitadas que de vez en vez, ante un estímulo externo, lograba fugazmente vislumbrar, de gentes en desbandada, de cascos de caballos en que la sangre, la carne y la sangre de sus hermanos se adherían para prestarle ese color rojizo que obsesivamente lo atormentaría en los días que sucedieron al desastre. (El mundo comenzó a tomar un color carmesí y la desolación, el horror y los gritos estridentes que precedieron a su noche, se hicieron acompañar siempre por las más trepidantes tonalidades del púrpura). Cuando aún no lo intentaba en su presente morada y vivía en una choza mínima de techos y pajas, al cuidado de una sucia y anciana mujeruca que lloraba con la misma frecuencia con que le pasaba una mano descarnada y áspera por el cabello, insistiendo en su invitación a dormir, a comer, hasta hacerse entender, pues para entonces él comenzaba a no comprender, a perderse en un laberinto intrincadísimo en el cual se sabía vivir a la vez el papel de mosca y el de araña; sin lograr siquiera transmitir la urgencia de un consuelo que no le podían prestar las lágrimas y caricias de la vieja, sino que tenía que provenir del Verbo mismo, transferido y reflejado por Él a la conciencia de alguno de sus siervos, aunque sería necesario que le repitieran una y mil veces cada frase (no obstante que en un tiempo, un entonces apenas pasado inmediato o un presente que no acababa de desvanecerse del todo, él había sabido de memoria más salmos que cualquier otra persona en la comunidad, además de infinidad de oraciones del credo que no era el suyo ni el de sus padres, sino el de aquellos que habían logrado su expulsión de las escuelas, de las madres de sus compañeros que con turbias palabras lo arrojaban de sus casas, y el de los hombres y mujeres que una noche de octubre impelidos por la demencia, el calor, la urgencia de imponer sobre el suelo que pisaban una ley y un castigo que estuviese más cerca de sus convicciones y protegieran lo que ellos consideraban sus derechos, y posiblemente por una buena dosis de aguardiente, habían dado cauce a sus pasiones, conjugándose con él y su ilimitado rencor para proceder a que aquel pequeño grupo que envenenaba con sus cánticos de perdición y su soberbia humilde el aire de San Rafael expiara sus pecados). Él, que usufructuó una memoria prodigiosa, él, que sabía idear los más sutiles ropajes con que revestir la humillación y la perfidia, se daba cuenta de que los datos más sencillos se le escapaban velozmente, de que algo en él negábase a retener los elementos que la realidad le ofrecía, y antes de entrar en esa noche total que presentía le estaba destinada y suponía próxima, necesitaba la caricia, no la que entregaba ese mimo de las manos que se le ensortijaban en el cabello, sino una que debía provenir de la voz, una voz que alguien (que cualquiera) emitiese y lograra persuadirlo (la noche avanzaba con una celeridad que no podía, o él no quería, o sencillamente no le importaba, disminuir), de que el único culpable, por ser Él no se le podía llamar culpable, era el Señor. Pero el relámpago de gracia de la palabra redentora, no apareció jamás, a no ser en su propia boca, mascullando hacia adentro, sin despegar apenas los labios, constituyéndolo en actor y escucha a la vez para que si se produjera el error fuese únicamente él quien pudiese advertirlo, pues ni aun entonces lo abandonó el orgullo, y no se hubiera perdonado -aunque el perdón y la soberbia y en última instancia el mismo preponderante orgullo, pudiesen en tales circunstancias, frente a la sangre derramada y el llanto de los suyos, y la ira que su acto desencadenara, y las cenizas de las paredes violentas por el rencor de Aquel que está desde siempre y para siempre en las alturas, parecen pueriles- ninguna equivocación que mancillara a los ojos de los demás, su reputación de precoz genialidad. Así, prefirió no hablar, mantener ese mutismo alerta en la espera del mensaje furtivo que le otorgaría la redención y el perdón. Posiblemente ese desesperado acecho a la esperanza fue el que dilató su agonía y retardó su ingreso al mundo de las sombras, en el cual ahora, casi inerte, yacía bovinamente frente a las imágenes sueltas que arrojaba un diario y que pugnaban por introducírsele y proporcionarle el hilo con que atar unos recuerdos borrosos de los cuales, de la misma manera que había olvidado qué efecto correspondía a qué causa, qué momento era fatal e ineludible de otro, tampoco llegaba a distinguir si debían producirle alegría o temor. Aun en el instante en que lo recogieron de en medio de la calle aquella media noche maldecida en que arrastrado por un frenesí que le relampagueaba en la boca del estómago, en el corazón, en el cerebro, en las entrañas todas, vociferaba injurias a los suyos y clamaba a los otros y los urgía para que hicieran correr la sangre hasta que los crímenes cometidos contra la fe hubiesen sido eternamente lavados, hasta que la purificación se cumpliera, él ya no podía reconstruir del todo los hechos; cuando de la sangre y las cenizas y las llamas a través de las cuales había creído distinguir la mirada tremenda de su madre lo vieron rescatar los fuertes brazos de un hombre que lo entregó a otros brazos, que lo depositaron en otros, que a su vez transmitiendo a otros la encomienda, para venir al fin a interrumpirse la cadena en la casucha miserable de las orillas de San Rafael, donde una mujer sucia y triste, tan sucia como los tablones de su mezquino jacal, cuya tristeza la asemejaba a su árida parcela, le pasaba una mano por los cabellos, mientras sus ojos secos y hundidos lo miraban sin amor y su voz, en lugar de emitir el perdón, lo instaba a menesteres de un contenido moral nulo, tales como el comer, el dormir, el tratar de cortar los sutiles hilos de la memoria, ¡como si aquello fuese tan sencillo, que uno sólo necesitase proponérselo para que una vida, años enteros con sus meses, sus semanas, sus días y sus horas entregados a la excitación y al logro de una idea que con fijeza le obedecía, quedasen total y definitivamente borrados! Porque no era solamente un acto, el de la delación, el que había necesariamente que olvidar para quedar en paz con uno mismo (un momento que en sí a la gente podría parecerle monstruoso, porque no lo relacionaba con la idea absoluta de la Gloria de Dios, frente a la cual toda pequeñez humana venía a resultar insignificante, banal), sino un conjunto infinito y complejo de momentos casados entre sí, que surgía desde el instante mismo en que nacía su conciencia, ya que el germen habitaba en él desde un principio, desde que trataron de introducirlo a los elementos de la fe, e iluminado puso en duda, y ya para siempre, no sólo su grandeza sino también su veracidad. Así, cuando más tarde, llegado el momento de asistir a la escuela, sus compañeros comenzaron a señalarlo y hacerlo víctima de tan inimaginable variedad de injurias que el propio director, llegándolo a considerar como la fuente del desorden, se negó a tenerlo más en la escuela, no les guardó rencor, ya que por el contrario cualquier otra actitud más conciliadora o fraternal le hubiese parecido de una tibieza repulsiva, y después, cuando la palabra persecución aplicada a los otros (a los hasta entonces sujetos activos de toda relación en que tal término entrara en juego) adquirió un sentido palpable e inequívoco, y aquellos que antes lo repudiaron sentían el temor y la humillación de ser vigilados, y los templos ofrendados al culto fueron convertidos en cuarteles o simplemente cerrados, y los santísimos corazones de Jesús se retiraron a los escondrijos y ahuyentados, y algunos muñecos grotescos se les vistió con sotanas y casullas para exhibirlos desvergonzadamente a la mofa pública, y el escarnio se ciñó sobre iglesias y santuarios, y las viejas chillaron en la plazas y mercados, y las actividades de su padre crecieron intempestivamente, y sus visitas a celebrar el servicio en los pueblos vecinos, Peñuela, Amatlán, Coscomatepec, San Rafael, con la complicidad de las autoridades y los ojos acechantes de los fieles del culto perseguido, y la cárcel y el paredón fueron la diaria ración del dolor y sacrificio para un clero que él veía demasiado sumiso y abnegado, y frente a él y su pretendido candor recayó lo más acerbo que guardaban las miradas, y que les escupió y vejó por considerarlo enemigo de Dios, cuando en verdad era un instrumento, su fórmula de castigo, su flamígera espada, el ángel portador de su venganza, sintió deseos de confesar su amor, decantado a través de tantos años de almacenaje clandestino, por el credo en desgracia, pero el sentimiento de que ello hubiese sido obrar con alocada precipitación lo detuvo justo a tiempo; tenía que soportar la máscara hasta que el momento señalado se acercara; seguro, confiado en resultar invicto sobre el temor o el remordimiento que tal acción pudiera producirle, pues no contaba entonces sobre su conciencia la abrumadora dolencia que produce la duda; y fue por eso, por no estar más tarde seguro de la bondad de un acto cuya consumación había propiciado, que exigía (sin que nadie respondiera a su ardorosa súplica), aunque fuese sólo en murmullos, la palabra redentora. Sumido en el fuego de su duda, atenazado por la brasa que lo consumió hasta su entrada en las tinieblas, donde paulatinamente el miedo, la duda, los colores, las imágenes fueron diluyéndose, borrándose, hasta dejar escapar el recuerdo siniestro de aquel tiempo de excitación y cólera en que una tarde, con las entrañas incendiadas y la orina paralizada en los riñones escribió con su letra firme de colegial aplicado, a la persona a quien convenía, unos renglones donde hacía constar que habían sido los suyos los que denunciaron a las autoridades el escondite del padre Crespo (a quien apenas capturado habían colgado de un árbol en la alameda), y al día siguiente la casa fue seleccionada con gran cuidado y el servicio religioso hubo de hacerse más en secreto que nunca porque su padre sentía que el clima era propicio a los desórdenes, y él pudo comprobar que su carta había surtido efecto, y ellos aparecían en la boca y en la conciencia de todos como los victimarios del sacerdote ahorcado. Después, cuando aún podía hacerlo, recordó que esa noche había dado voces en la calle, pidiendo que prendieran fuego a la casa de Serafín Naranjo donde su padre celebraba el servicio, y habían llegado unos con fusiles, otros con antorchas y otros con piedras, y otros con nada, con sólo una boca vociferante y recios puños, dispuestos a que nadie saliera de la casa, en tanto que él, con voz que la pasión le había vuelto poderosa y que sobresalía de entre el rugido general, clamaba justicia para los sacerdotes asesinados, de cuyo martirio, juraba, eran responsables esas casi veinte personas reunidas para entonar en voz baja sus cánticos y plegarias. Y luego ya todo se volvió fuego, que de las antorchas pasó a las paredes y que convirtió los ojos de los hombres en un espejo cobrizo del incendio, y tres señores rubios, de pesadas botas, dispararon sus fusiles contra las puertas cuando los fieles intentaban escapar del humo y de las llamas, y la multitud crecía y el odio se agigantaba, se reforzaba, corría fraternalmente de una mano a otra, de una boca a la siguiente, y una mujer, tal vez Ignacia, desesperadamente intentó salir con un pequeño bulto que lloraba entre sus manos, y se oyó una descarga y el bulto cayó y uno de los tres hombres rubios al correr lo aplastó, y un caballo de pronto ya tenía un casco rojo, mientras él, desde la acera de enfrente, hincadas las rodillas, en las duras baldosas, inmutable al estruendo que lo cercaba, pedía que el Señor reforzara el castigo a los impíos, rogaba que el fuego los cubriera, cuando la cara de su madre emergió de entre una ventana en llamas y una piedra la golpeó en la frente y su mirada se fijó aterrorizada en él, que exaltado acogía con unción profunda la agonía de los pecadores, la purificación del pueblo. Presenció todavía el derrumbe de los techos y sintió la ceniza quemante en la cara y aspiró con horrorizado deleite el vaho que aquel hacinamiento de escombros humeantes y cuerpos carbonizados desprendía, y ya no pudo ver más porque el hombre le arrebató de su delirio y luego de hacerle rodar por varias manos, ásperas y extrañas, fue depositado en la choza de una anciana mentecata en donde la comunicación con el Señor se interrumpió del todo, y de allí lo habían conducido a aquel edificio en una de cuyas bancas yacía ahora, contemplando embelesado la fotografía borrosa de un viejo periódico, sin siquiera saber el porqué, golpeando con furia a la celadora cada vez que intentaba quitárselo, sumido en una nada total a la que obstinadamente trataba de incorporar esa boca anhelante que veía enfrentarse a un fusil. México, 1958
|
Ícaro
Para Roberto Echavarren
El narrador ha visto esa tarde, en una sesión del Festival Cinematográfico de Venecia, un film japonés que revela, de un modo en apariencia inequívoco, aunque la acción transcurra en Japón (y un episodio esté situado en Macao), la vida de un amigo muerto unos años atrás en condiciones extrañas en una pequeña ciudad de la costa Montenegro. Ha caminado, conmovido, durante varias horas, ha vuelto a su hotel, ha telefoneado a México, ha conversado con su mujer, pero nada logra disipar la perturbación que la escena final le produjo.
Sutomore, noviembre de 1968 |
Mephisto-Waltzer
No le gusta Liszt porque no comprende que el amor es
toda retórica y sólo así tiene una hondura no vegetativa. José Donoso
Al abrir el bolso de mano para buscar sus cremas, la pijama de seda azul que su hermana Beatriz le compró en la India y en cuyo interior tan a gusto se sentía, las pantuflas y el frasco de somníferos, cayó a sus pies la revista (¡habría podido jurar que la tenía guardada en la maleta negra!) para nuevamente perturbarla y hacerle difícil ya el reposo. Volvió a pensar en la coincidencia que hizo que esa misma mañana, cuando trataba por enésima vez de persuadir a Beatriz del desgaste de su vida matrimonial y de la certidumbre de que Guillermo opinase lo mismo, e insistía en que esa tregua les había hecho conocer el sobrio placer de vivir separados, llegara su cuñado a entregarle la revista donde aparecía ese Mephisto-Waltzer que oblicuamente parecía corroborar sus argumentos y de cuyo eco no había logrado desprenderse todo el día.
Había pensado no volver a leerlo sino hasta que estuviera debidamente instalada en su casa, después del baño, el desayuno y un poco de reposo. Pero ¿cómo resistir la tentación cuando la revista había vuelto a caer en sus manos? Así que una vez tendida en la litera, el pelo cepillado, envuelta en su querido pijama azul, el sedante ingerido, volvió a leerlo, y esa relectura ya no sólo la molestó sino que le produjo una angustia desmedida cuando entre el chirrido reiterado de las ruedas reencontró la voz de Guillermo, su ritmo y su dicción, el jadeo respiratorio, y llegó hasta a percibir las pausas producidas por la aspiración o expulsión del humo de un cigarrillo. Lo leyó sin interrupciones; era un texto muy breve. Una mezcla de cólera y despecho se le fue acercando para insinuarle que asida a esos sentimientos ásperos podría escapar de la angustia. Volvió a repetirse que lo natural hubiera sido recibir ese cuento, para, como siempre, ser ella quien lo pasara a la redacción; hasta donde recuerda, en los años que llevaban de conocerse, aun antes del matrimonio, cuando eran ese par de estudiantes alegres y un tanto truculentos que asistían a la Facultad de Filosofía que a ella tanto le gusta evocar, él no había publicado nada que antes no hubiera sido leído por ella, comentado y discutido por ella. Y, era posible que en Viena él hubiese llegado a las mismas conclusiones que esa mañana había tratado de hacerle comprender a su hermana, y que la publicación de ese "Vals", sin advertencia alguna fuera el modo de anunciárselo. ¿Un desafío? Tal vez no, sino una manera cortés de indicarle que entre ellos las cosas eran ya de otra manera. Todos los agravios rumiados en casa de su hermana (a los que ésta pareció no conceder la menor importancia) durante la semana pasada en Veracruz volvieron a hacérsele presentes. A la segunda lectura la sensación de derrumbe fue más aguda. Algo que existía en el trasfondo del relato, la meditación final en torno a una serie de pequeños núcleos dramáticos que habían estado a punto de cristalizar, de desarrollar sus propias leyes, de convertirse al fin en forma: mínimas historias nutridas en los más rampantes lugares comunes de un decadentismo de fin de siglo, sedientas de ripios y oropeles (las torneadas formas de una mujer a quien sus desórdenes conducen a la muerte, el ritual suministro del veneno, el atractivo criminal de la música, por ejemplo), sí, esa meditación que, como posfacio de un auténtico drama vislumbrado al azar, no era sino la evidencia del desinterés de Guillermo por la realidad en la que ella se afirmaba, la hizo pensar que en las conversaciones con Beatriz no había sabido, o tal vez, ¿por qué no?, no había querido llegar a fondo y por lo mismo había resultado con tanta facilidad refutada y merecido justamente los calificativos de incoherente, caprichosa y superficial, por temor a enfrentarse de verdad a una situación que le era casi imposible explicar. Tal vez su hermana tenía razón cuando afirmaba que lo único que les ocurría era haber dejado atrás la edad en que iniciar el día, cualquier día, podía tener un carácter de juego, de aventura excepcional, lo que ella aceptaba con la mayor naturalidad, pero que Guillermo, en cambio, se negaba a admitir. Aquello que quince años atrás le había resultado atractivo en su marido comenzó a exasperarla de tal modo que a medida que se fue aproximando el fin del año sabático empezó a intranquilizarse, a temer el regreso, a repetirse que esa separación había sido necesaria porque así, sin dolor, sin agobios, había descubierto que la exaltación permanente en que él pretendía vivir la amedrentaba y fatigaba, que a su lado no podía dedicarse a su trabajo con la pasión que la soledad le producía (la monografía sobre Agustín Lazo le había tomado sólo medio año; ¡ni siquiera se atreve a pensar en el tiempo que le habría llevado prepararla estando él a su lado!), y, tal vez, ¡pero en ese mismo momento la idea la estremece!, el hecho de que en ninguna de sus cartas hubiera aludido a ese relato significaba que Guillermo había llegado desde hacía tiempo a la misma conclusión y que se hallaban no a las puertas, como creía, sino en el interior de la separación definitiva. Una cosa era hablar con su hermana sobre esa posibilidad, otra enfrentarse a la evidencia. El corazón comenzó a latirle con gran desarreglo que tuvo levantarse a tomar otro sedante. Hasta desde el otro lado del océano, ¡lo que era de verdad indecente!, Guillermo lograba producirle esos sobresaltos. Durante quince, diecisiete, veinte años, siempre había ocurrido lo mismo: exigencias tácitas pero desmedidas, tensiones cuya causa había que buscar en el reino de las hipótesis, morosas depresiones que la cargaban de una culpa difusa. Guillermo acostumbraba fechar todo lo que escribía. Por eso pudo saber que el cuento había sido escrito ocho meses atrás, es decir, al poco tiempo de instalarse en Viena. No, de eso está muy segura, nunca le había escrito una línea al respecto. Ni siquiera tenía idea de que se hubiera ocupado de algo que no fuera su ensayo sobre Schnitzler, al que con frecuencia aludía. En una de sus últimas cartas le hablaba con entusiasmo de un relato sobre Casanova; insistía en que al leerlo cambiaría de opinión sobre el autor (a quien por otra parte escasamente conocía) y dejaría de hacerle reproches por no haber elegido como tema a Hoffmansthal (cuya obra, también, fuera de algunos libretos de ópera, desconocía por completo, aunque no dejaba de parecerle, por todas las referencias cultas que poseía: la colaboración con Strauss, los ensayos de Broch, de Curtius, de Mann, bastante más atractiva). De lo que sí está segura es de que en alguna carta él aludió al concierto que con toda evidencia fundamentó el cuento. Lo recuerda porque insistía que era el mismo David Divers a quien había oído en París cuando dejaba de ser un adolescente prodigioso para convertirse en un músico genial. Su memoria apresa no tanto el talento como la belleza del muchacho. Hay en el relato (abre la revista, busca el párrafo para convencerse de su existencia, y, al comprobarlo, suspira complacida) una referencia pasajera al concierto oído por ambos en París después de su matrimonio y comprueba que su abatimiento ha sido tal que basta ese mínimo signo para por el momento sentirse homenajeada. El narrador (porque Guillermo crea una distancia entre él y su relato a través de un narrador, mexicano como él, y también como él residente por un breve periodo en Viena) se refiere al concierto en que oyó por primera vez al pianista y recuerda que, en el momento en que se levantó para agradecer los aplausos, su mujer -sí, ella, la que tendida en la litera de un vagón de ferrocarril viaja de Veracruz a México y lee una revista literaria- al ver las sienes bañadas de sudor del pianista comentó (aunque en el momento en que lee está casi segura de no haber dicho tal cosa) que el efecto de esas gotas que se deslizaban por las sienes y bañaban sus mejillas le hacían pensar en el rostro de un joven fauno que volviera de hacer el amor. Y una vez localizada la cita, comenzó a releer el cuento desde el inicio y pudo disfrutar de la belleza de ciertas frases, trenzar los hilos, observar que la anécdota, como en casi todo lo que escribía, era un mero pretexto para establecer un tejido de asociaciones y reflexiones que explicaban el sentido que para él revestía el acto mismo de narrar. En sus primeros cuentos las asociaciones eran más libres, un surtidero de imágenes y acontecimientos por lo general unidos con una sutura muy enterrada y cuya conexión el lector lograba advertir hasta bien avanzada la lectura; en los posteriores, el discurso serpenteaba por un cauce más lento, más espacioso también, donde con deliberación se dejaba sentir el eco de ciertos autores alemanes y sobre todo austriacos que lo habían entusiasmado desde sus años de estudiante. En los últimos tiempos sólo escribía ensayos. De ahí, también su sorpresa ante la aparición de ese cuento. Nada de lo que Guillermo ha escrito la ha dejado satisfecha en una primera lectura. Hay en ella una necesidad de convertirse, frente a su marido, en abogado del diablo, de buscar errores, detectar inconsecuencias, determinar blanduras y adiposidades en su prosa. Por eso él la estimaba como lectora. Ella, por ejemplo, habría desdibujado la figura de la catalana que aparece en una de las historias. Siente allí un exceso de curvas, de redondeces, una figura demasiado plena que la hace evocar caderas como ánforas y pechos iguales a mascarones de edificios en exceso barrocos. Hay una obsesión de brocados, terciopelos y encajes, de "veronesería", como exclamó una vez en un momento de hartura, que siempre le molesta en sus personajes femeninos, y que ese día percibe como una manera de combatirla, como un reto a su cabello corto, a sus pechos pequeños, a sus caderas angostas, a su estilo lineal de vestir. El relato posiblemente no sea memorable; su marido lo abandona en el momento en que a ella más podía interesarle. ¿Cómo comparar, se dice, ese conjunto de suposiciones que rozan siempre lo paródico con el drama real del anciano y el pianista que con tanta soberbia descarta? El inicio era una especie de crónica musical sobre el concierto de un famoso solista en la sala mayor del Conservatorio de Viena. La primera parte del programa estaba compuesta por la Sonata en si menor y el Vals Mefisto de Liszt; la segunda se integraba exclusivamente con estudios de Chopin. El relator describe la Sonata y para ello Guillermo debió haber utilizado los datos del programa de mano o los había extraído de un libro de popularización o de alguna biografía de Liszt, pues por increíble que pueda parecer en ese terreno sus conocimientos eran nulos y jamás lograba identificar el acorde más simple. Aunque hayan ido durante años con regularidad a los conciertos y en apariencia (lo que no sólo imagina posible sino que está convencida de que en el fondo es cierto) goce de ellos, la frecuentación y ese placer que le atribuye no le han afinado de ninguna manera el oído. En cierta ocasión oyeron a Richter tocar en Roma El Carnaval de Schumann gracias a los billetes que por milagro les obsequió una amiga de su madre de paso por la ciudad, la cual, después de movilizar a medio mundo, logró conseguir tres entradas a precio de oro, pero en el último momento prefirió ver la película de una artista que adoraba, quien según el secretario de su marido se le parecía de manera pasmosa. Fueron con Ignazio, y recuerda la ocasión como una de las muy raras en todos los años de casados en que no pudo contenerse cuando, con el desparpajo de un experto, Guillermo declaró que Richter se había definitivamente equivocado en Schumann a pesar de la ovación tributada por esa multitud de ricachos ignorantes, que lo había tocado militarmente, casi como si fuera una marcha, que el Romanticismo alemán era otra cosa, que tenía infinidad de entretelas que el pianista ni siquiera había logrado intuir, y ella que no había salido aún del asombro que le había producido el concierto, le soltó un "por favor, Guillermo, no digas tonterías" que lo sumió en un silencio resentido y sombrío durante el tiempo que estuvieron en la Trattoria del Trastevere a donde los condujo Ignazio. Fue una situación excepcional. Por lo general él espera que ella dé la pauta, que diga las primeras palabras, las que contienen la clave, y entonces, con bastante coherencia, y quizás hasta con brillo, elabora una serie de reflexiones sobre el tema. Le divierte, cuando entra en su estudio y la encuentra oyendo un disco; siempre se apresura a preguntar qué es, y si se trata de algo que sería vergonzoso no reconocer (cuando la verdad es que, fuera de la Polonesa, el Emperador, La Primera de Mahler o la Quinta De Beethoven, por lo general está perdido) ella responde con tono casual, sin levantar apenas los ojos de la máquina de escribir o del libro en que por el momento se sepulta: "¡la Sinfonía de César Franck, por supuesto!", o bien, "¡el concierto para flauta de Mozart que tanto te gusta!", y él hace la finta de concentrarse hasta reconocer tal o cual frase melódica que musita en voz muy baja, y luego prosigue satisfecho su tarea y hasta disfruta de la música en los episódicos momentos en que advierte su presencia. Al recordar todo esto, mientras lee lo que escribe sobre la complejidad estructural de la Sonata en Si menor, "tan combatida en su momento, repudiada hasta por el propio Schumann no obstante ser, según los estudios contemporáneos, el monumento pianístico más extraordinario de su época", se llena de buena disposición, de afecto hacia el ausente. El relator, un joven literato mexicano de nombre Manuel Torres, llega pues al concierto del solista, que en el cuento en vez de Divers se llama Gunther Prey. Ha conseguido, a saber por obra de qué azar, un asiento de primera fila, a una distancia mínima del piano. El brillo de la sala, la tiesura del público, su pasmo religioso ante la música lo impresionan, pero sobre todo la actitud del artista. El joven parece mantener con el piano una relación sanguínea, casi umbilical. A momentos la exacta correspondencia con su instrumento y con los sonidos que de él extrae lo hace parecer casi inhumano. Manuel Torres comienza a escribir notas en la página en blanco del programa, pensando que podrán serle de alguna utilidad en el futuro. Tiene esa manía. Ha hecho apuntes en toda clase de papeles, en menús de restaurantes, en facturas de pago, en cuanto papel ha caído en sus manos, para casi invariablemente perderlos a los pocos días, a las cuantas horas, a veces en el momento mismo de salir del lugar donde los ha esbozado. Anota algo sobre la lejanía del pianista, el magnetismo que desprende, la sobriedad de los ademanes, la fuerza del mentón, la manera en que los pómulos descienden hasta la boca, se ahogan en ella para luego renacer en unos labios mínimos y crueles, lo que hace pensar en un galgo, un galgo con un toque felino, sí, un galgo que fuera a la vez un gato de Egipto. A ella, que vagamente recuerda el rostro descrito, ese dibujo le parece absurdo y confuso, la típica maraña en que caen los varones cuando quieren decir que uno de sus protagonistas es hermoso. ¡Dichoso Tolstoi, se dice, recordando una discusión con su cuñada, quien libre de toda inhibición —y de cualquier sospecha— describe con gozosa naturalidad los labios, los dientes o el talle de Vronski! De pronto algo gana la atención de Torres. Es posible que un gesto furtivo del pianista haya dirigido su mirada hacia un palco situado en el costado derecho del teatro, casi sobre el escenario. A primera vista el palco podría parecer vacío, pero si se observa con atención es posible descubrir una figura en el fondo, un hombre sentado del tal manera que sólo cuatro o cinco espectadores de la primera fila, él entre ellos, pueden advertir su presencia. Es un rostro que le resulta vagamente conocido. Sus ojos siguen la ejecución del pianista como en un trance hipnótico. Hay algo trágico en la manera en que aquel anciano escucha a Prey tocar el Vals Mefisto. En ese momento a Torres se le desvanece casi la presencia del pianista. Comienza a interrogarse sobre el porqué de la imantación con que las manos erráticas del virtuoso atraen esos ojos, con tal fijeza que parecieran desear inmovilizarlas. Anota en el programa: a) un abuelo militar que intenta una reconciliación con su nieto, b) un maestro a punto de morir que trata de encontrar en ese concierto un posible sentido a su vida. Imagina a un abuelo solitario, un militar retirado que observa cómo su único descendiente produce esa magia que mantiene a quinientas personas reunidas, por obra de sus manos, en una órbita al margen de cualquier contingencia. Se opuso con fervor a su carrera, creó toda clase de obstáculos hasta llegar a la riña violenta que produjo la fuga del joven, más dolorosa para él que la muerte de sus hijos. Al final ha vuelto a implorar una reconciliación que todos, él, el primero, consideraba hasta hacía unos cuantos meses irrealizable, de lo que en cierto momento de la ejecución adquiere total conciencia. La mirada furtiva del joven, la misma que descubrió Torres y que le hizo interesarse en el palco, parece ser el inicio de un desafío. Cada acorde del Vals se vuelve burlón, sarcástico, escarnecedor. El viejo general comprende que no hay puente posible, que nunca podrá perdonarle a su nieto haber descendido a ese mundo de juglares, hechiceros y bufones que ofende todo lo que a él lo sustenta. Hay un violento combate de abstracciones, aquellas que se resumen en el uniforme que aún viste para asistir a ciertas ceremonias, en las cruces que con mano temblorosa cuelgan de su pechera, en el macizo espadín que contempla algunas veces con mirada velada y que se oponen a las que inundan el alma de su nieto, las que con feroz virtuosismo le lanza esa noche a la cara. De ahí la expresión burlona y desafiante del muchacho y del ceño hostil bárbaramente vejado del anciano. Pero a Torres ese drama se le convertiría en la simple historia de un conflicto entre generaciones; no conoce los resortes del alma militar; jamás podría escribir desde dentro la historia que pretende; se empantanaría en zonas ignoradas que harían muy difícil a su imaginación ponerse en movimiento. ¿Y si fuera un maestro? Un profesor a punto de caer demolido por el cáncer, que a duras penas se ha levantado del camastro en que agoniza y ha salido para oír por última vez al alumno en quien se siente realizado, cuyo adiestramiento lo alejó de todo lo que en cierto momento le hicieron creer que era importante: su carrera personal, la fama, sus otros alumnos, una esposa, dos sobrinas, y cuya ejecución esa noche justifica su vida y le permite esperar sin sobresaltos una muerte que sabe inevitable e inmediata. Aunque agnóstico, en ese momento implora el milagro de morir allí, en el palco, antes de escuchar la última nota del Mefisto. No quiere ya entrevistarse con su discípulo, lo que menos se le antoja es conversar con él y preguntarle por qué ha acentuado el tono de mofa que parece advertir en la ejecución de la pieza. Prefiere pensar que es una especie de tributo, de reconfortación; un mensaje que le indica que, enfrentada a la esfera del arte cualquier vida personal, es insignificante, que Liszt murió y su obra continúa, que morirá también él y después el virtuoso ejecutante pero habrá nuevas notas que sorprenderán a nuevos oídos; que el amor, las desdichas, el olvido son meras palabras. Pero el tono de burla se desborda y en su empeño produce el instante que le revela (¡y su estupefacción es entonces inmensa¡) que nada tiene ni ha tenido sentido, ni siquiera la música, que su vida ha sido apenas una broma miserable, que el dolor que aqueja su costado izquierdo al grado de apenas permitirle respirar es también parte de esa broma infame, y siente deseos de abolir el mundo que en ese momento sólo se le aparece a través de un par de manos que recorren el teclado y se burlan de él, de su agonía, de su costado izquierdo, y también de la música que emana de ellas y de Liszt y de cualquier aspiración que aliente en el hombre. Querría levantarse y gritar que todo y nada es lo mismo, querría sobre todo morir para cortar de tajo el pavor de ese instante. Pero Torres sabe que tampoco por allí podría llegar demasiado lejos. De golpe cae en otra posibilidad más apta para el desarrollo de lo que han dado en llamar su estilo. Anota en el programa: c) Barcelona, Palau de la Música. Efectos de Art Nouveau, prolongación, o mejor dicho, revivificación de un instante a través de la música. Lucha sin tregua para mantener viva en la memoria la historia de unos días... los que precedieron a (y culminaron en) un crimen. La acción transcurría en Barcelona, porque es un lugar que conoce bien, y que para nada necesita el exterior de la ciudad, la atmósfera paralela de ciertos cuadros, de cierto sentido ornamental, las ligas entre el Sezessionstil de Viena y el Modernismo catalán le proporcionaban el tono de interiores que requiere. Ve casi los muebles de un espacioso departamento, las lámparas con pantalla de cretonas espesas, el estuco rosado de los muros, la calidad del terciopelo de las cortinas. Un joven biólogo descubre a los pocos meses de casado que, tras la plácida y un tanto vacua fachada en que se oculta su mujer, fluye una lava que la calcina y la entrega a prácticas inenarrables bajo la tutela de un aventurero italiano. En una ocasión, al regresar de Figueras, donde pasa varios días a la semana haciendo investigaciones en los laboratorios de su padre, conoce de manera circunstancial ciertos detalles que lo llevan a descubrir la trama canallesca que tiene por escenario su casa. Sabe que su mujer, y eso es lo torturante, jamás podrá amarlo, que el matrimonio le ha servido sólo de cobertura para continuar una vida que en casa de sus padres le resultaba cada vez más difícil. Se decide a probar con ella un tóxico vegetal que ha recibido de Luzón, en cuyas propiedades por el momento trabaja. El efecto será lento, con regularidad comienza a proporcionarle la pócima; la ve decaer pausadamente, le hace patente una preocupación que desde luego siente pero por razones distintas, le interroga sobre su salud, le toma el pulso en los momentos más imprevistos, le recomienda reposo, pasar varias horas al día en cama, tomar algunos tranquilizantes; interroga a sus suegros sobre pasadas enfermedades; habla con algunos colegas; hace que un célebre especialista la visite y ausculte. Los resultados son previsibles: el cardiólogo recomienda medidas radicales, no se puede decir nada con entera seguridad, el cuadro clínico es en extremo complicado, lo único que podría decirse es que los síntomas no son nada tranquilizadores, que existe una fuerte descompensación cardiaca. Es necesario someterla a un tratamiento estricto. La mujer va extinguiéndose a ojos vistas. Por las tardes se levanta, se sienta al piano e invariablemente toca el Vals Mefisto que, él sabe, de cierta manera la comunica con el amante a quien ya no puede ver, al que no verá nunca. Cuando llega la muerte, a nadie se le ocurre sospechar que se trató de un crimen; el dolor del joven viudo es auténtico, tanto que sus familiares, preocupados por su salud, lo obligan a realizar un largo viaje; él elige, de todos los lugares posibles, quizá como contraveneno, pasar una temporada en Luzón. Durante cuarenta años o más, pocas veces se ha perdido la ejecución de esa pieza que escucha agazapado en la penumbra de un palco solitario. Mientras flota la música en torno suyo sigue percibiendo el aliento emponzoñado de su infiel amada, ve los brazos desnudos bellamente torneados, la carne demasiado blanca que baja del cuello y se levanta, enloquecedora, transparente, opulenta, en el pecho; y en esa ocasión, en la que Torres lo escruta con la atención más ávida, le parece percibir por momentos un modo de ejecución, que ya creía olvidado. Era ésa la manera en que su mujer interpretaba el Vals, comenzando con una languidez sombría, una desgana enorme para en cierto momento afianzarse, hacer sentir la individualidad del ejecutante y revelar un trasfondo equívoco que le hacía comprender que "ella sabía", que estaba enterada de todo, de la causa de su enfermedad, pero que de cualquier manera era superior a él por el mero hecho de no amarlo, por no preocuparse siquiera ya en fingir, y que a fin de cuentas se reía porque pasara lo que pasara ya ella había vivido la experiencia que le era necesaria y de la que él siempre estaría ausente, en la que ni entonces, ni ahora, ni nunca podría alcanzarla. Y a cada nota vuelve a maldecirla y a maldecir la vida. Sin ninguna piedad, haciendo uso de los calificativos más soeces que encuentra, se reprocha su cobardía por no haber sucumbido también él al veneno, por haberla sobrevivido durante años y años que han sido un puro simulacro. Por eso, la mirada cadavérica del anciano que contempla al pianista tiene una carga de voluptuosidad y otra igualmente poderosa de odio. La dosis de erotismo que hay en el Vals parece cristalizarse en la rigidez del rostro de aquel viejo, más siniestramente aún por ligarse a recuerdos de algo que en un momento tuvo que ver con el amor. Manuel Torres, el narrador (y ahí Guillermo vuelve a mostrarse erudito), recuerda que esa pieza, compuesta por Liszt durante su estancia en Weimar, es un comentario a la escena en que Fausto y Mefistófeles entran en una taberna y el violín de Mefistófeles precipita a los aldeanos en una especie de paroxismo amoroso. Gunther Prey lo toca en esos momentos con tan concentrada perversidad que aquel cadáver viviente vuelve a percibir en rededor suyo esa mezcla putrefacta de perfumes, medicamentos y tufo de encierro que desprendía el cuarto de la moribunda la última vez que aún pudo dirigirse al piano. La ovación es cerrada. El pianista se levanta casi de un salto. Tiene las sienes empapadas de sudor. Es ahí donde Torres apunta que cuando lo oyó por primera vez en París su esposa comentó que ese rostro tenso y empapado le hacía pensar en un joven fauno que acabara de hacer el amor. En el momento en que Prey se sitúa frente al público y acoge el aplauso la electricidad desaparece de sus músculos, la intensidad se pierde, su arrogancia se ablanda y casi parece convertirse en un bailarín de coro de algún centro nocturno un tanto ambiguo. El escritor eleva una vez más la mirada y ve que el palco que para él fue el verdadero escenario de esa noche ha quedado vacío. En el entreacto vuelve a descubrir al anciano en un extremo del vestíbulo, rodeado por un grupo de personas que lo escuchan en actitud de total vasallaje. Un fotógrafo se le acerca y dispara un flash; luego el personaje furtivamente desaparece. Torres tuvo tiempo de preguntarle a una acomodadora que contemplaba la escena con delectación quién era aquel individuo, y al oír el nombre, pronunciado con devoción untuosa y no sin cierto desprecio ante su ignorancia, se sorprende por no haberlo reconocido antes. Se trata de un eminente director de orquesta cuya fotografía ha visto innumerables veces en la prensa y en la portada de decenas de discos. Fue él, les comentaron en aquella ocasión en París, quien descubrió al pianista, quien lo apoyó con denuedo en el concurso internacional que lo lanzó a la fama. En aquella época se trataba de un muchacho de dieciocho años y de un hombre de cincuenta y tantos, un verdadero amo del mundo en la plenitud de su carrera. Su despotismo, su arbitrariedad, sus caprichos lo hacían antipático a algunos, pero aumentaba considerablemente su popularidad. "Estas ruinas que ves...", musita, y de inmediato le fastidia la aparición en su conciencia de ese lugar común. El narrador hace mentalmente sus cálculos; el pianista debía tener en la actualidad unos treinta o treintaidós años aunque representaba menos, y el viejo director, a quien un accidente nunca aclarado del todo había retirado del podium, rozaba los sesenta, pero parecía tener muchos más. La segunda parte del concierto estaba por comenzar. El narrador vuelve a su puesto, trata de atender sólo a la música, el palco ha dejado de interesarle, la situación se le ha desposeído de todo pathos, se ha convertido, a pesar del prestigio social que envuelve a los personajes, de su importancia artística, en una mera historia privada, súbitamente anodina. La realidad ha destruido todo el misterio que para él poseía aquella especie de diálogo que la música estableció entre la escena y el palco. Las eventuales preguntas se vuelven de un realismo insoportable ya que sabe quiénes son los protagonistas y la posible relación existente entre ellos. ¿Habrá la diferencia de edades creado infiernos sin salida, delirios de posesión, laberintos de trampas y mentiras abyectas?, se pregunta. Y el accidente en Marruecos del que tanto habló la prensa, ¿en qué habría consistido realmente? Todo se mueve ya dentro del campo de la baja murmuración y de las moralejas fáciles. La realidad, por lo visto, se dice, es rica en golpes bajos, no en grandes hazañas. El cuerpo, es cierto, puede volverlo todo lamentable. Algo de vergüenza, de rubor, la sensación de fisgar por una cerradura le impide levantar la cabeza para contemplar al anciano, y el Chopin de Prey le parece aburrido, equivocado, pusilánime. De haber estado en un lugar menos visible habría abandonado la sala. Cierra la revista, apaga la luz. Trata de dormir. Siente hasta dónde ella debe defraudarlo con el sentido de realidad que ha deseado impartir a su vida y hasta dónde la edad ya no le permite a él construir el tinglado necesario para vivir creativamente. Para ella la parte más interesante comenzaba en el punto donde su marido cerraba el relato. Piensa que por primera vez comprende por qué escribe tan poco, por qué sus neurastenias, sus depresiones. Piensa o cree pensar en la realidad y casi siente vértigo. ¿Qué es? ¿Está en ese compartimiento que su hermana consideró un capricho reservar, ya que, según ella, se podía viajar con igual comodidad en una simple litera?, ¿o en la conferencia que tiene que revisar sobre los suprematistas?, ¿o en sus perros que la esperan y a los que quisiera bañar esa semana? ¿Por qué, siendo a fin de cuentas lo que fuera, a ella no le resulta insatisfactoria y a él, en cambio, lo va transformando en un hombre seco, esquinado y amargo? Oye grandes palabras girar en su cerebro como si trataran de encontrar un cauce o la conexión adecuada, pero ya la tableta ha comenzado a producir sus efectos. Trata de recordar alguna frase musical de Liszt y no lo logra. Fatigada, sumida en una torpeza que no deja de serle agradable, va quedándose poco a poco dormida. Moscú, junio de 1979 |