Material de Lectura

 

El caso estándar

A Emilia


¿Ha marcado usted un número equivocado? Me refiero a cuando está nerviosa porque no va a llegar a una cita de trabajo a tiempo y entonces en el coche, en un semáforo en rojo, sin que la vean los policías, marca a toda prisa al número de la persona con la que quedó y como no contesta, deja un recado en su buzón del celular: Llego en quince minutos, espérame. Entonces maneja aliviada al sitio del encuentro y allí está él, con los papeles que tienen que revisar para que su ponencia sea aceptada en el congreso, el primero en su carrera de antropóloga: “Madres solteras en barrios medios de la ciudad”. ¿Le ha pasado que ni siquiera se percate de que dejó un recado en un número incorrecto porque el de la cita no menciona la llamada, simplemente ha esperado los quince minutos que la lógica de la ciudad impone? Llega y pide disculpas antes de sentarse, pero él no reclama nada porque quien espera en un café está en paz pero quien conduce y esquiva obstáculos se revoluciona como el motor. Empiezan de inmediato a revisar los objetivos que ella ha planteado para el trabajo, él es parte del comité que selecciona los ponentes y además fue su maestro. Sabe que es una chica brillante. Durante la charla, el celular de ella ha vibrado dentro de la bolsa de su saco, se da cuenta porque ni tiempo tuvo de desprenderse de la prenda. Y de todos modos no hubiera contestado porque no le gusta que la interrumpan. Digamos que sabe cuándo debe tomarlo y cuando no. Éste no es el momento. Luego, el calor que le da el segundo café la hace despojarse del saco y no se entera más del repiqueteo insistente —como de aparato de dentista— que la conmina a contestar.

Es en la casa cuando cae en cuenta de que tiene más de cinco llamadas de un mismo número. No es un número que tenga registrado bajo algún nombre: ya hubiera aparecido. Hay un recado. ¿Qué quieres? Deja de estar molestando. Entonces por pura nemo- tecnia le parece que el número es similar al del profesor, al que marcó cuando iba tarde. Verifica las llamadas salientes y así es. Pero no es la voz de su profesor, es otra la persona que ha respondido a su llamado mientras ella estaba en la cafetería. La voz del recado no es amable: lo vuelve a escuchar. El qué quieres está cargado de irritación. Mientras busca el teléfono del profesor para ver cuál fue el error, alguien ha dejado otro recado. Lo escucha: Te dije que no me hablaras. Es la misma voz del hombre molesto. Le enoja la insistencia y piensa que es absurdo que una disculpa desate esta serie de llamadas. Cuando ella recibe una llamada de un extraño no se molesta en responder. A lo mejor hay que estar muy solo para ello. A lo mejor es una botella al mar como sucede en el cuento que leyó de un tal Bernardo Ruiz, donde una chica marca desde la cárcel números al azar para ver si alguien responde alguna vez del otro lado. Y alguien responde.

Se prepara la cena: una sincronizada con mucha salsa y frijoles. Está contenta por los comentarios del profesor: es probable que sea elegida para el congreso. Se siente bien, como cuando hacía barcos de papel con su padre y les soplaba para que navegaran en la fuente del parque y el barco no se iba de lado, seguía derechito. Al sentarse a cenar el celular suena. Lo puso en “vibrar” pero, sobre la mesa, el sonido que resulta es de chicharra compulsiva. Así dice su madre: Ya contesta tu chicharra compulsiva. Ella nunca ha visto una chicharra, su madre explicó que son grandes insectos nocturnos, asquerosos. Que su aspecto coincide con lo desagradable del sonido que hacen. Contesta sin pensar, y la voz del otro lado la increpa: te dije que nunca me dejaras recados. Piensa en el aspecto de la chicharra; sospecha que ese hombre tiene una verruga en la nariz ancha. Mire señor, yo no sé quién es usted. Me equivoqué de teléfono, dice liberada y mirando la sincronizada en el plato. Me equivoqué, murmura en un tono exasperado después de un silencio. La chicharra parece haber notado que la voz de ella no es de alguien que conozca. Otro silencio, ella está a punto de colgar pero él remata Pues no se ande equivocando y cuelga. Vuelve a su sincronizada tibia. Nada más falta que ahora se tenga que sentir culpable no sólo porque llegó tarde a la cita, sino porque avisó a un número equivocado. Tiene ganas de marcarle a ese imbécil y decirle que si él nunca se equivoca. Que si no confunde un dos por un siete, que es lo que a ella le pasó.

¿No le ha ocurrido que la equivocación se prolongue? ¿Que una vez que ha respirado el alivio de la confusión aclarada y comience a olvidar la voz de la chicharra molesta y desconcertada, y esté en la cama leyendo la novela que lo adormece suene de nuevo el teléfono y descubra que a esas horas (donde normalmente sólo sus más cercanos se atreven a llamar, o sus amigos enfiestados) el del equívoco esté llamando? No le piensa contestar. Si no le ha quedado claro y no puede soportar recibir un recado erróneo que vaya al psicólogo, que se dé un tiro, pero que deje de molestar. Silencia el teléfono y duerme. A la mañana siguiente se da cuenta por el parpadeo del foco rojo del celular que hay recado. Suspira, sin ganas de escuchar al intruso. Piensa la palabra y le parece curioso calificar así a quien llama, porque realmente ella fue quien se introdujo en vida ajena, por pura cortesía mal colocada.

Mientras toma el café en la orilla de la cama escucha el recado: Vieja arrastrada, deja en paz a mi esposo. Puta maldita. La voz es otra y la agresión es mucha. Está asombrada de que su disculpa llegue a tanto. Supone que es eso de que cuando el río suena..., parece que cayó como anillo al dedo en lugar indebido, alguien tiene cola que le pisen, nerviosa se da explicaciones en refrán como lo hace su abuela. Tiene ganas de marcarle a esa tipa y gritarle que ella no tiene nada que ver, que la dejen en paz, que sus broncas son sus pedos y que si su marido es un ojete lo resuelvan ellos. Se descarga de la ofensa con esas palabras con que le gustaría agujerearle la oreja a la imbécil. Entonces se pone a pensar en lo absurdo de la situación y le parece risible. ¿Y si llama y le dice al hombre: Mire ya le dije que me equivoqué, arregle sus asuntos con su mujer pero a mí no me metan? Imagina a él explicando: Mi vida, de veras que se equivocó la chica. Ella misma te lo puede decir. Te la paso. Ella diciendo: Soy Elsa, estudiante de antropología, me equivoqué señora y no soy ninguna puta ni me meto con chicharras repulsivas y menos casadas. Si a usted no le da asco su marido a mí sí. Y la otra contestando: ¿Ah, lo conoce? Ni piense que le voy a creer, mosquita muerta. A mí qué me importa que estudie focas o pitos, ¿no cogen las estudiantes? ¿o los libros les taponan el sexo? No se va a poner de pechito para que la otra se desahogue. No le gusta empezar así el día, de narices, más bien de culo, en medio de la cama de los señores X.

¿Usted no haría lo mismo por puro hartazgo? Al décimo recado de la señora trastornada por la infidelidad de su marido, por sus celos fundados o no, después de recibir insulto tras insulto cada vez más soez, más grotesco, no optaría por poner un alto a la situación. Claro, podría haberse deshecho del aparato, pedir cambio de número, pero la chica piensa que no tiene por qué caer en el juego y sufrir las consecuencias prácticas del asunto: avisar a todos que su número cambió, sobre todo al profesor que está por llamarle en las próximas horas. Y ni modo que se tope con aquello de “el número que marcó no existe”. Los recados la han alterado de tal manera que piensa que sólo enfrentando a esa mujer grosera y obscena la cosa se arregla. Por eso contesta la llamada número diez de la tarde y le dice que se vean en el Vips de Revolución. Suficientemente lejos de su casa. Le aclarará quién es ella y por qué tiene que dejarla en paz. Tal vez las dos se quiten un peso de encima.

Se sienta a la mesa más cercana a la entrada como quedaron y pide un café. No le gusta el café del lugar pero sólo quiere entretener al tiempo y acallar el nerviosismo. No sabe cómo reaccionará cuando vea al enemigo, ¿cómo es esa mujer de voz tipluda y fuera de sí? ¿Chaparra?, ¿de pelo rizado?, ¿tiene la nariz grande?, ¿no se depila el bigote?, ¿viste de colores chillantes? Por los celos, supone que no es ni muy joven ni muy mayor. Cuarenta y algo, piensa. Típico caso de señor que le pone el cuerno con jo- vencitas porque su belleza otoñal y sus preocupaciones domésticas han matado su apetencia. Caso estándar. Ella, joven, de buen aspecto, alta, un tanto llenita pero aceptable, metida en medio de un caso estándar (así dice el profesor). Si la viera la mujer celosa no dudaría en que su marido ha tenido que ver con ella. El pensamiento la aterra. Mira el reloj: los quince minutos de sensata espera han transcurrido. La mujer debe estar allí ya. Observa el lugar: mesas con parejas, grupos de mujeres, dos señores, una familia, varios jóvenes. Se da cuenta de que es la única mujer sola en el lugar. El celular suena. Reconoce el número y contesta cautelosa. Nadie habla del otro lado. Mira alrededor pensando en que el celular en la oreja permitirá descubrir a la increpante. Siente temor. Es mejor irse. ¿Usted no hubiera hecho lo mismo? Ya no quiere encarar a la persona que no se ha presentado. Ha sido ingenua. El caso estándar no se resuelve así. Huir. Sale de prisa después de pagar y sellar el boleto de estacionamiento, mirando a todos lados como si fuera culpable de algo. Deseosa de no encontrar a la mujer que tal vez hablaba para decir que iba tarde. ¿Se repetirá la misma situación que desencadenó esta cita indeseable? Pero la voz no habló. Se sube al coche y sale a Revolución, toma Río Mixcoac hacia su casa; llegará y tirará el celular a la basura. Le escribirá un mail a su profesor, procurando que no piense que es un modo de presión para saber los resultados: pero su celular no sirve, que cualquier cosa la llamara a casa o le escribiera. Si es que había cualquier cosa, desde luego; que ya le contaría lo ocurrido a raíz de su cita, el caso estándar... Las dos últimas cuadras le parecen interminables, da la vuelta, se estaciona en la acera y cuando va a bajar del auto lo piensa por primera vez. La necesidad de refugio la asalta al notar que un auto se estaciona detrás de ella. En lugar de caminar hacia otro lado, corre al portón de la casa. Entra y sin encender las luces se encierra en su cuarto. Nadie está en casa para contarle lo sucedido. Entonces suena el celular de nuevo; sabe que si se asoma a la ventana estará una mujer de pie en la acera de enfrente con el auricular en la oreja. Mueve la cortina y lo comprueba. Es alta y pelirroja. Y decidida. El celular sigue sonando: ya no tiene caso deshacerse de él.