La aparente vileza
Con Santa María, Onetti reinventa Montevideo, o cualquier otra ciudad del cono sur, “un puntito de Sudamérica que sólo tiene nombre porque alguien quiso cumplir con la costumbre de bautizar cualquier montón de casas”, dice en “Jacob y el otro”. Reinventa la realidad y la deja flotar como esmog viscoso en torno a sus personajes sin prestarle mayor atención, porque parece obsesionado por algo que no está ahí, que no está en esa costumbre tranquila y sosegada de vivir la normalidad; no está en tanta forma heredada con tamaña mansedumbre, de esos inmigrantes que pretenden hacer un país como vagamente recuerdan el de origen. Por eso Juan Carlos Onetti vacía de sentido las palabras más mecánicas, más manidas en la vida del ser humano: éxito, fracaso. Y se ríe. No intocable y superior, sino absolutamente vapuleado, humillado por esa cosa con la que vivimos todos: la ilusión. De niños nos dijeron que la felicidad, que el bien, que la justicia. Nos aseguraron que. Debe haber sido un aplicado practicante de la vida, pero solamente un tiempo breve. Después parece haber tocado el fondo del pozo: el desengaño. Y quizá fue entonces cuando empezó a reír y aprendió a amar. Y otra cosa: aprendió a esperar. El tiempo de la espera se vive en donde sea, pero resulta siempre como una lupa. Puede ser en un cuarto de hotel, en un puerto solitario, un gimnasio derruido, unas horas vacías, un deseo loco, irracional de que el presente desemboque en algo distinto. Una fe. Onetti nos enseña que durante la espera a que el sueño se realice (ya que de eso se trata la ilusión: de espera), lo que transcurre entre tanto es todo lo que tenemos. Y así encontramos a sus personajes, aparentemente derrotados, sin escrúpulos, corroídos por un resentimiento profundo que quieren descargar sobre lo primero que pase. Onetti los hace existir con desgano, sin intentar suavizar su rudeza, su falta de alternativas. Nos coloca junto a él para que podamos contemplar cómo se mueven sin dirección, por inercia, envueltos en una absurda existencia marginal de la normalidad. Mujeres viejas, prostituidas, profundamente nostálgicas de remotísimos mundos apacibles. Hombres barrigones y solitarios, que saben inclinarse caballerosos pese a estar completamente borrachos, porque lo que no se hace jamás es dejarse ver derrotado. Paisajes urbanos, entristecidos por la ausencia de una auténtica vitalidad, que son recorridos por adolescentes obsesionados. Mutismo y cigarrillos que parecen asideros para desesperados. Como de malhumor, hastiado por tanta palabra llena de tonos y hueca de sentido, Onetti desarrolla sus frases enhiestas con algo de perversidad gozosa. Y la cobardía, el cinismo, el asco, la indiferencia construyen paso a paso una visión del amor completamente inusitado. Es la misma historia siempre: Santa María y sus habitantes que desde ahí añoran otros mundos o que, desde otros mundos añoran Santa María. Los ve uno parados en la acera colgados de misteriosas maletas, o caminando por la noche, solitarios y repasando una y mil veces la entonación de una frase para arrancarle su verdad. Porque a veces es la pausa entre una palabra y otra, o la mirada que se enturbia, la nariz que se arruga o la sílaba que se pierde, las que contienen la verdadera elocuencia. Los ve uno perseguir imágenes inasibles con un manoteo fantasmal que no llega a la locura por lo que tiene de pasión auténtica, como sucede con el personaje femenino de “Esbjerg en la costa”, o el personaje de “Un sueño realizado”. Siempre colocados oblicuamente en relación con la normalidad, siempre a destiempo. Cada uno de los cuentos de Onetti es un pedazo de esta realidad que, a medida que se amplía se enriquece de matices producto del tiempo que transcurre. Onetti retoma sus primeros cuentos y los rescribe introduciendo en ellos nuevos elementos, diálogos más complejos, detalles más precisos. Es como si con cada reescritura aproximara más la lupa y descubriera un mayor sentido. Y son estos acercamientos los que luego aparecerán en la novela, como rasgos de una realidad que ha estado ahí siempre. Jorge Rufinelli dice en su prólogo a los Cuentos completos de Onetti, que es admirable “la fidelidad con que Onetti ha venido construyendo, en estas cuatro décadas, ese universo sombrío, hecho con pequeñas metáforas de muerte, que alivia a veces un gesto mínimo de compasión o de humor”. Universo sombrío porque es el de los seres que no llegan a pertenecer a la normalidad, que se caen de ella, que fracasan, que envejecen o se afean. Seres que producen la impresión de estar existiendo en una tierra de nadie, mirando con añoranza hacia donde los demás existen, aunque existan como autómatas, cumpliendo aplicadamente con sus papeles. Mientras que los personajes de Onetti, en su afán por creer en sí mismos, se someten a un ritual de gestos, de actitudes en apariencia sensatas, aun cuando sus empresas son, justamente, insensatas. Sombrío, pues, pero ¿desde cuál punto de vista? Del de la normalidad, porque acá “la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles ni hombres sensatos”. Acá, ya todo es complicidad, nos dice el peculiar sentido del humor onettiano, que jamás hace estallar en carcajadas, sino que desata una risa profunda y expansiva porque nos ayuda a sentirnos actores y no simplemente espectadores. Nos hace sentirnos partícipes y querer, querer directamente al personaje, por absurdo que sea, ya que es alguien que tiene las contradicciones que todos nos percibimos a diario. Risa en última instancia amigable consigo misma. Risa ante la actuación que sólo uno sabe que es actuación. Pareciera que Onetti ha conquistado la amistad consigo mismo, en la que impera el “respeto, esa forma de la tristeza que ayuda a unir”. Y sus narraciones son siempre recreaciones de situaciones inútiles, absurdas, fracasadas de antemano, pero comentadas, entretejidas por el comentario que su autor se hace a sí mismo en una sorprendente, luminosa aceptación del ser. Son raros, si no es que inexistentes, los momentos de burla despiadada en los textos de Onetti. El odio, el desprecio, la superioridad, no existen sino como trayectos hacia otro estado de ánimo: la aceptación. Pero no la aceptación de que las cosas sean “así”, sino de que uno es un ser en perpetuo movimiento, en constante contradicción. Pero burla sí la hay en todo momento. Burla de la ampulosidad, de la “seguridad”, de la ingenuidad. No de la inocencia. Es sobresaltante ver en dónde hace sentir Onetti la inocencia, en qué mundos, qué personajes, qué resultados de vida. Casi siempre en los prostíbulos, en los seres “fracasados”, y casi siempre se trata de una inocencia que más que decirnos algo, pareciera recordarnos algo largamente olvidado: la niñez, el comienzo. En una entrevista que Margarita García Flores le hiciera a Onetti en 1976, entre otras cosas le preguntó qué era la piedad para él: “—¡Ah, esa pregunta terrífica! ¿Cómo va a definir la piedad? Siempre he sentido la piedad pensando en La pietá de Miguel Ángel, la Virgen con Cristo muerto (gran pausa). La piedad, quiero insistir, no en un sentido despectivo, de superioridad, sino como la desdicha que usted no puede remediar. Eso, la desdicha irremediable, me provoca piedad.” También está la dureza. Rasgo ineludible en los textos de Onetti. Así como en él no existe el jolgorio porque la evasión es inadmisible, no existe tampoco la concesión, la negociación, el “mita y mita”. Las mujeres, en los relatos de Onetti, son extraordinariamente duras y, por lo mismo queribles, porque son solas, son fuertes pese a que en la mayoría de los casos estén en situaciones de extrema vulnerabilidad. Seres humanos al desnudo, como sus luchadores envejecidos, o sus empresarios en bancarrota, sus adolescentes madurados a base de golpes, sus niños criados a fuerza de costumbre. Pero Onetti sabe lo que es ser hombre, ser mujer, ser niño. No en vano ha comprendido la vileza de la normalidad. Por ello, y con esa piedad/dolor hacia la desdicha humana comprende el “sentido atávico de la injusticia” que tiene la mujer, y que en el mundo onettiano se podría aplicar a todo ser viviente: víctimas, pero no inocentes. Es de todos la culpa, y de todos es la responsabilidad de que pueda no ser así, aunque cómo, eso Onetti lo deja a otros. Cómo será, cómo podría ser. Él, de lo que se ocupa, es de decir cómo es. Nació en Montevideo el primero de julio de 1909. Las fichas bien fundamentadas dicen que no fue un buen estudiante. Y claro, cómo hubiera podido. Debe haber sentido que todo era un vasto malentendido, pero que se aclararía. Trabaja y vive como puede y a los 21 años se casa por primera vez y se va a vivir a Buenos Aires. Entusiasta y crédulo; vive de vender máquinas para sumar, dice la ficha. Escribiendo con un no sé qué de romántico (lo sacrifica todo para escribir, pero al mismo tiempo deja entrar en su escritura su paulatina decepción, ya que las reglas no tienen nada que ver con lo reglamentado). Pero aún hay azoro en él, aun hay seguridad de que las cosas sólo son así. Escribe y él mismo mata lo que escribe. En 1952 pierde el manuscrito de El pozo, y pierde también Tiempo de abrazar. En 1933 publica por primera vez, vuelve a Montevideo y se casa nuevamente. Todavía cree. Comienza a ser. Funda la revista Marcha, lo que debe haber sido un paso serio: dura de 1939 a 1974. Tiene que haber sido un ancla, un asidero, un elemento de identidad. Algo fundamental para la creación de Santa María. Hace periodismo, escribe, se oculta, se pone a prueba, ensaya. Utiliza seudónimos, le publican cuentos, se va construyendo. Aspira al éxito y tras algunos segundos premios y menciones honoríficas, acaba por aceptar que nació en “contraesquina” con la realidad; se vuelve a casar y ahora tiene una hija (1945). Comienza entonces la producción en serio: La vida breve (1950); Un sueño realizado y otros cuentos (1951). Un ritmo estable que debe romper con otro (1955) matrimonio más. Sigue Una tumba sin nombre (1959); La cara de la desgracia —cuentos (1960), y a causa de esta “aparente estabilidad”, una nueva (aunque ya había comenzado el desgano) intención de éxito. Repercusiones internacionales: Life en español publica “Jacob y el otro”. Onetti escribe con cariño desapasionado, fiel, y en 1961, publica El astillero, que gana el Premio Nacional 1962. En 1964, publica Juntacadáveres. Lo imagino solitario, entristecido, no infeliz, pero cada vez más alejándose de una forma conocida de la felicidad. Cada vez más escritor, colgándose de su escritura como sus personajes se cuelgan de sus cigarrillos o sus nostalgias. Cada vez más necesitado de decir que la vida no tiene por qué ser así. Y tiene problemas, claro. En una ocasión en que formaba parte de un jurado, le otorgaron el premio a un cuento que fue considerado obsceno por el régimen vigente y Onetti fue encarcelado. Gracias a una protesta internacional, le permitieron salir del país, y desde 1975 residió en España, donde terminó finalmente su extensa novela Dejemos hablar al viento (1979). Murió en Madrid en 1994. Onetti era torvo, malhumorado, poco dado a la expansión cuando lo entrevistaban. Se negó a ser la imagen afable del escritor ahora conocido mundialmente. La crítica, en los inicios de su carrera, no supo cómo abordarlo, cómo entenderlo, por lo que lo pasó por alto con una actitud incómoda, un tanto torpe. Y Onetti haciendo caso omiso de la incomprensión, siguió escribiendo empecinadamente. No es porque haya recibido tardíamente el reconocimiento que no mostró entusiasmo, sino porque nunca participó en el juego. Con sus textos lo ha dicho larga y claramente: no hay tiempo para engañarse.
María Luisa Puga
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