Daniela Orme
[Lo que un retratista profundo como el Tiziano, o nuestro famoso compatriota Stuart,1 ve en cualquier rostro, lo que tal observador puede estudiar allí atentamente, eso es, en esencia, el hombre. Superfluo el intentar desenmarañar su historia verdadera de las noticias antagónicas que se escuchen. No sucede igual con nosotros, quienes somos Tizianos y Stuarts deficientes. En ocasiones nos impresiona algún rasgo excepcional que de inmediato despierta nuestro interés. Pero se trata de un interés que, debido a la ignorancia, rebosa de curiosidad común y corriente. Procuramos enterarnos por alguien cuáles han sido la carrera y la experiencia de ese hombre; tal vez intentemos obtener la información de él mismo. Pero lo escuchado de otros pudiera resultar murmuraciones sin fundamento y, si a él nos acercamos, pudiera mostrarse quisquillosamente taciturno. En pocas palabras, en una mayoría de los casos viene a ser como un meteorito caído en un campo. Allí está. Los vecinos externan su opinión al respecto, y bien pudiera tratarse de una opinión bastante extraña; pero ¿qué es? ¿De dónde vino? ¿En qué ámbito inimaginable adquirió esa extraña e ígnea apariencia metálica, ahora que el ganado pace la hierba húmeda a su alrededor? De necesidad será imperfecto cualquier intento por describir a un personaje como el que aquí hemos sugerido. No obstante ello, es un hombre de tal descripción el que sirve de motivo a este ensayo de bosquejo.]2 No siempre es verdadero el nombre que de un marino aparece en la lista de la tripulación, ni en todos los casos indica el país de origen. Asentado esto, necesario es decir que, bajo el nombre puesto a la cabeza de este escrito, por largo tiempo vivió un hombre perteneciente a un viejo buque de guerra; con verdad absoluta puede afirmarse que de su historia primera nadie sabía nada, excepto él mismo; y allí, desde luego, era inútil buscarla. Atento como se mostraba siempre a cumplir con sus deberes, no tardó en ganarse el respeto de los oficiales. En cuanto a sus compañeros, si ninguno tenía razón para gustar de alguien tan distinto, nadie a la vez se permitía con él la menor libertad. Cualquier asomo de acercamiento, y en su mirada surgían la severidad y el rechazo. Llegado por fin a una edad avanzada, se lo retiró como capitán de las velas, asignándosele un puesto y un grado menores; a saber, el de guardián al pie del mástil central, siendo su tarea, simplemente, aguardar el momento de apretar o soltar cabos. Pero incluso dicha tarea, debido a las guardias nocturnas, exigió al poco tiempo demasiado esfuerzo del marino, ya septuagenario. En pocas palabras, ató su última driza y desapareció en tierra, en algún oscuro amarradero. Fuera cual fuera su disposición de ánimo original, nunca, o al menos nunca en sus viajes posteriores, se le conoció en especial por su sociabilidad. No que se mostrara gruñón, como algún marino veterano con lumbago, ni recogidamente taciturno, como un piel roja; pero sí irritable y, con frecuencia, dado a murmurar en voz baja. En ocasiones salía con un sobresalto de aquellos soliloquios apagados, acompañando la acción con una mirada o un gesto tan peculiarmente entristecido, que la imaginación calvinista de un cierto capellán de fragata dedujo de allí una autocondena y un arrepentimiento surgidos de algún hecho terrible ocurrido en el pasado. Era de rasgos amplios, fuertes, como fundidos en hierro; pero a consecuencia de la explosión de un cartucho, de los ojos hacia abajo tenía el rostro cubierto de un denso punteado negriazul. Cuando, de acuerdo con la costumbre, y como encargado del mástil central, se quitaba el sombrero, para permitirse con el oficial de cubierta un diálogo menos lacónico, su frente curtida parecía una leonada luna de octubre, en cuarto creciente sobre una nube ominosa. Junto con su taciturno comportamiento ¿sería este inquietante aspecto físico, resultado de un mero accidente, sería éste, y sólo este aspecto la causa de un rumor que corría entre ciertos marinos de popa: que en tiempos pasados había sido bucanero en los Cayos y en el Golfo, miembro de la merodeadora tripulación de Lafitte?3 Lo cierto es que en una ocasión había servido en un buque con patente de corso. Aunque un tanto cargado de hombros, por su estatura se parecía al campeón de Gat.4 Tenía las manos gruesas y callosas; las uñas de los pulgares, como cuerno arrugado. Su cabeza era poderosa y de pelo hirsuto. La barba gris acero, ancha como la insignia de un comodoro, y alrededor de la boca manchada indeleblemente con el jugo de tabaco que taciturnamente le había escurrido en todos sus viajes. Cuando su guardia diurna en la cubierta inferior, se acurrucaba silenciosamente entre dos cañones negros; bien habría podido sugerir la imagen de un enorme oso gris de las sierras californianas, la piel deslucida por la edad, hosco en aquella última guarida donde aguardaba su última hora. En, sus andanzas terrestres —cerca del mar, no muy lejos de los muelles, con techo donde pasar la noche y tareas mucho más llevaderas en todo sentido, con la posibilidad de elegir compañeros cuando así lo deseara, cosa que no sucedía muy a menudo—, perdió, felizmente, mucha de la aspereza mostrada cuando encargado del mástil central, cuando se veía expuesto a todos los climas y su dieta consistía en cecina de caballo. Un extraño que se le acercara cuando estuviera tomando el sol sentado en un viejo trozo de madera, en la playa, y lo saludara amablemente no recibiría una contestación ruda; y de darse algo más que un mero saludo, probablemente se iría con la impresión de haber hablado con un ser interesante, aunque peculiar; un filósofo con sal, no carente de un cierto tipo de sentido común pesimista. Al poco de estar en tierra comenzó a notarse en sus hábitos una singularidad. En ocasiones, aunque únicamente cuando se creía totalmente a solas, apartaba la pechera de su remendado Guernsey5 y con detenimiento contemplaba algo en esa parte de su cuerpo. Si por casualidad lo descubrían en ello, con rapidez se tapaba y gruñendo hacía saber su resentimiento. Esta conducta peculiar despertó la curiosidad de algunos observadores ociosos, que se alojaban con él bajo el mismo techo humilde; como ninguno de ellos tenía el valor de interrogarlo sobre la razón de aquel comportamiento, o de preguntarle qué tenía en el cuerpo, se preparó una droga como medio para descubrir el secreto. Durante la cena se la puso a hurtadillas, y en una cantidad prudente, en su enorme tazón de té. A la mañana siguiente, un viejo gaviero susurró a sus compinches el resultado de aquella lamentable intrusión nocturna. Tras llevarlos a un rincón y mirar furtivamente alrededor, dijo: “Escuchen”; y narró una historia inquietante, seguida por conjeturas mezcladas a temblores, bastante vagas, por cierto, pero suficientes para unos cerebros supersticiosos e ignorantes. He aquí lo que en verdad había descubierto: un crucifijo añil y bermellón tatuado en aquel pecho, en el lado del corazón. Cruzaba al sesgo el crucifijo una cicatriz blancuzca larga y delgada, que decoloraba la piel; pudiera haberla causado el golpe mal detenido o esquivado de un alfanje. Ahora bien, es usual encontrar la Cruz de la Pasión tatuada en un marino, generalmente en el antebrazo y en ocasiones, aunque raras, en el tórax. En cuanto a la cicatriz, el viejo capitán había conocido, en servicio naval legítimo, lo que significaba repeler un abordaje, no sin recibir en éste (quizás) un recuerdo de batalla. Sin embargo, los huéspedes de la pensión fueron de otra opinión respecto al descubrimiento, y por fin informaron a la dueña que aquél era una especie de hombre prohibido, un hombre marcado por el Espíritu Maligno, y que bien estaría deshacerse de él, para que el poder de la herradura clavada sobre la puerta no perdiera su fuerza y se viera reducido a la nada. Sin embargo, aquella buena mujer era una dama muy sensata, que no creía en la herradura, aunque la tolerara; y como el viejo capitán pagaba semanalmente su estancia, nunca hacía ruido ni causaba problemas, puso oídos sordos a toda petición en su contra. Como en su presencia siempre se ocultó prudentemente todo, el viejo marinero no tuvo por entonces conciencia de ninguna manipulación indebida. Cuando en alta mar, nunca llegó a sus oídos que algunos de sus compañeros lo creían bucanero, pues en los ángulos de su boca había un tranquilo gesto leonino que decía: déjenme tranquilo. Por tanto, ignoraba ahora que el mismo rumor lo había seguido a tierra. De haber tenido hábitos sociales, socialmente habría sentido el efecto de aquello y en vano habría buscado la causa. Algún informe equivocado, tuviera o no bases, como en algunos casos de eso que los marinos llaman una tempestad seca: durante ella no hay lluvia, truenos y relámpagos; y pese a todo, los vientos invisibles e intangibles hacen zozobrar un barco y luego se pregunta: ¿Quién lo hizo? Así, Orme continuó su vida solitaria, sin que mayor cosa del exterior lo perturbara. Pero los instantes del Tiempo siguen cayendo sobre la más tranquila de las horas, y aunque sea diamantina, acaban por gastarla. En su retiro nuestro gigante jubilado comienza a suavizarse y cae en una especie de decadencia animal. En las naturalezas duras y rudas, sobre todo en aquellas que, como las de marinos y granjeros, vivieron en medio de los elementos, esa decadencia animal afecta en gran manera a la memoria, sobre la cual pone una niebla; no es raro que también debilite el corazón, aparte de tal vez adormecer en mayor o menor medida la conciencia, sea ésta inocente o de otra índole. Pero pasemos al final de nuestro bosquejo, necesariamente imperfecto. Un hermoso día de Pascua, poco después de haberse sufrido un ramalazo de tiempo propicio al reumatismo, descubrieron a Orme, solitario y muerto, en una altura que dominaba la curva externa de aquel gran fondeadero en cuyas playas, al retirarse el mar, había anclado. Era una terraza de traza regular y suelo plano, de utilidad en tiempos de guerra, pero olvidada en los de paz, cuando se la usaba como refugio. Allí situada se encontraba una anticuada batería de cañones herrumbrosos. Contra uno de éstos se lo encontró reclinado, las piernas estiradas al frente, la pipa de arcilla rota en dos, la tabaquera vacía, sin hebra alguna, testimoniando esto que se la había fumado hasta el final mismo de su contenido. Estaba de cara al océano. Los ojos, abiertos, mostraban en la muerte una mirada vital fija en las aguas brumosas y en las velas, apenas visibles, que iban y venían o se encontraban ancladas cerca de allí. ¿Cuáles habrán sido sus últimos pensamientos? Si algo de realidad cupo en los rumores que de él corrían ¿tuvieron los remordimientos, la idea de penitencia, lugar en esos pensamientos? ¿O nada de eso hubo en ellos? Pensándolo bien, ¿no serían su humor cambiante, sus murmullos, sus extraños caprichos, sus arranques, sus encogimientos de hombros y sus gestos excéntricos, no serían, decimos, sino agregados grotescos, como los lobanillos y los nudos y las distorsiones que aparecen en la corteza de algún viejo manzano nacido de casualidad en una meseta inclemente, no sólo golpeado por muchas tormentas, sino además obstaculizado en su desarrollo natural porque, casualmente echó sus primeras raíces en un terreno compacto de rocas? En pocas palabras, que al ya no rodearlo la fatalidad, terminara por ser lo que fue. Incluso de admitirse en su existencia un algo oscuro que prefirió guardar en secreto ¿qué? En muchas ocasiones tal reticencia va más en bien de los otros que en el propio. No, pensemos mejor que esa decadencia animal mencionada antes siguió ofreciéndole amistad hasta el final mismo, y que él se hundió en el sueño captando a través de la niebla de la memoria muchas escenas lejanas llenas de la belleza de este ancho mundo, sugeridas como en sueños por las aguas brumosas que ante sí tenía.
Yace enterrado junto a otros marinos a quienes, asimismo, algunos extraños cumplieron con los últimos ritos; está en un trozo de tierra solitario, cubierto de escaramujos silvestres, del que nadie cuida.
1 Gilbert Stuart (1755-1828), pintor norteamericano especializado en retratos. 2 En el manuscrito, Melville trazó una línea acabado el segundo párrafo, escribiendo al margen: "Comienza aquí". Creímos pertinente que el lector conociera el texto eliminado. 3 Jean Lafitte (1780?-1825?), pirata cuyo campo de acción eran las costas de Louisiana y de Texas. 4 Goliat. 5 Suéter de lana, muy ajustado, que usaban los marinos.
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