Material de Lectura

Camaradas*

 

9. El escritorio es macizo, resistente. Sentados a él están Laura y Galván. Laura aporrea una máquina de escribir anticuada. Galván dicta. Es en la salita contigua a la calle, en casa de Serafín Campos.

Él, adentro, en la alcoba, habla con Duplán. Suspenden su coloquio cuando deja de oírse el tecleo de la máquina de escribir.

—Si conseguimos que Arroyo lo sustituya en la Cámara del Trabajo, acabamos con él.

—¿Quién es Arroyo? —inquiere Duplán—. Su acento, indiferente y lejano.

—El que cayó el domingo en el mitin de los tranviarios. También es estudiante, como Aurelio.

Inmóvil, gordo, con sólo unos labios que rebullen parsimoniosamente, Gonzalo insiste:

—Pero ¿quién es Arroyo?

Desconcertado, Campos calla unos segundos. Observa a su interlocutor con mirada cenagosa.

—¡ Ah, ya sé! Si es por eso, no te preocupes. Es un entusiasta... ¡y no tiene más que entusiasmo!

—Bueno, bueno —accede Duplán—. Sus anteojos cabrillearon.

—Es el responsable de la célula del Correo Mayor.

—Eso no importa.

Árido, siempre árido. No dice más.

—¿Te das cuenta?

Meditan en silencio, atisbándose con disimulo.

—Pero está preso —articula Duplán.

—Una colecta del Socorro lo arregla todo. O le hablamos a algún simpatizante rico.

Se regodean con la idea. Sonríen.

—Una semana hay que hacer mítines de fábrica, de calle...

—¿Una semana? Arroyo puede estar libre bajo fianza el jueves.

—No. Cuatro días de cárcel es muy poco: no da tiempo para movilizar las masas. Que el Partido, la Liga, el Socorro manden sus protestas...

—¡Y la Cámara del Trabajo! —interrumpe impetuosamente, con malicia. Campos.

—La Cámara del Trabajo también. Y mítines, muchos mítines. Que sepan de él todos, que oigan su nombre: ¡Arroyo, Arroyo, Arroyo!...

Llega a ellos el ruido monorrítmico de la máquina de escribir. Laura y Galván se obstinan en su tarea. Es señal de confianza haberles encomendado trabajo ilegal.

 

10. No es un chiscón, pero el descuido hace que lo parezca. La bombilla eléctrica, opaca de polvorienta, ilumina con pobre luz la cama deshecha. Hay ropa usada en las sillas. Hay el cajón abierto de un mueble. Y hay telarañas en los rincones.

Rosa, las manos apretadas convulsivamente, se asoma al balcón y mira hacia la noche, mira el silencio y mira la sombra. El mustio alumbrado público señala la tristeza de la calle, la hace más solitaria, le impide refugiarse del todo en la oscuridad.

Un transeúnte pasa a lo lejos. Sus pasos no tienen ruido. Rosa, a sabiendas de que no es Aurelio, persigue con los ojos aquella silueta, como solicitando su distante compañía.

Un automóvil hace brillar sus faros a tres calles de distancia. De pronto tuerce el rumbo y la luz que proyectaba es chupada por la noche. Rosa siente un poco de desencanto, tiene la impresión de que acaba de acaecer una pequeña desgracia. Y se llena de presentimientos: ¿estará preso Aurelio, lo habrán empujado por tenebrosas crujías? ¿O?... ¡No sabe qué!

Transcurre el tiempo. Rosa empieza a sentir frío, frío y fatiga, y se arrebuja en su chal. Del reloj de la iglesia descienden lentamente dos campanadas Después de ellas, el silencio se amplifica, parece más silencio que antes.

Unos minutos: cinco, seis. Se escucha el ruido de la puerta al ser abierta. Rosa se vuelve bruscamente, preguntándose “¿Cómo no lo vi llegar?”

No es él. Es el camarada Felipe, con su carita sonriente, de muñeco. Saluda muy ufano a la usanza del partido:

—¡Salud, camarada!

Ella no contesta. ¿Para qué? Su esperanza, apenas nacida, murió. Es Felipe, nada más Felipe. Aurelio, en cambio...

—Ya sé: no está. ¡Y tú, esperándolo!

Se sienta sin ceremonias en el borde de la cama. Y ríe.

—Dile que en “La Urna” quieren su dirección. ¡Es la huelga, compañera, alégrate! Es la huelga, y piden a Aurelio.

—Se lo voy a decir —contesta ella. Titubea antes de añadir:

—Cuando llegue.

 


11. Robles, el responsable de la célula de “La Primavera”, mira con indulgencia a Benítez, un aprendiz de cara tosca y expresión franca. Están en un café de chinos y cenan: mastican pan y mastican palabras. Robles, con la boca llena de migajas:

—Ya le hablé al camarada Duplán, ten calma.

—Llevo un año en el Socorro Rojo Internacional, he cumplido todas las comisiones...

—¿Y eso qué? —exclama despectivamente Robles. Benítez ríe un poco, sin ganas, como si se riera nada más con los dientes. Regresa a su tema, humilde y paciente:

—Bueno, compañero, yo lo que quiero es entrar al Partido, y, si no se puede, a la Liga.

—Te digo que esperes, no es tan fácil. —El camarada Zarate dice que ya estoy preparado.

—Zarate es secretario general de la Cámara del Trabajo, no del Partido profiere agresivamente Robles.

—Entonces, ¿no se puede abrazar libremente la causa del proletariado?

—¿Quién dice eso? Cualquiera puede ser comunista, si demuestra que es sincero.

—Yo lo probé ya, con un año de sacrificios.

Robles se enfurece de repente. Sus ojos brillan iracundos y su rostro enrojece, como iluminado por el resplandor de una hoguera.

—¿Y tú quién eres? Espera a que los compañeros dirigentes digan si eres sincero, o no.

 

12. De las literas penden, como frutos, brazos, piernas, alguna cabeza despeinada y sucia. Huele a retrete, huele a sudor, huele también a mariguana. Y se siente frío, un frío sin luz, porque hasta el separo no llegan sino los reflejos de la bombilla que ilumina al corredor.

—¿Por qué te trajeron? —pregunta una voz a Arroyo. Y antes que él pueda contestar, otra voz responde:

—¡Por bueno! Insiste:

—¿Por qué te trajeron?

Arroyo, loco ya de dos noches en la soledad de la celda individual en que estuvo antes, pretende refugiarse en el silencio; pero un aliento pútrido y unos ojos cercanos, de helado fuego, unos ojos que parecen estallar más que estar en la penumbra, lo obligan, se le hunden como clavos en la voluntad.

—Yo soy prisionero político: hablé contra Calles ¡y ya ves!...

De lo alto de una de las literas baja un grito burlón y cínico:

—¡Hasta que se le hizo a la Mariposa!

Arroyo siente que una mano blanducha le sube por las piernas. Instintivamente se esquiva. Habla a la sombra, no sabe a quién, no ha visto a quién.

¡Déjame, desgraciado!

Un puñetazo en pleno rostro mutila el vocablo. Arroyo siente la sacudida en el cerebro. Sobre su cuerpo relajado se abate otro cuerpo. El joven, entonces, se defiende a puntapiés, a bofetadas, golpea el vacío con rabia. Y grita, grita como un poseído, sin saber qué.

De las literas desciende una algarabía que hincha el ámbito del separo y lo desborda. Es un estruendo voraz y negro en que ninguna voz articulada sobresale.

Arroyo tiene la impresión de que han pasado largos minutos, cuando un rumor de llaves y el chirrido de una cerradura provocan de golpe, el silencio.

 

  

 
 

* Capítulo III.